CAPÍTULO XXII
—¿Me has tirado de la cama? — escuché una exclamación, aún ligeramente adormecida, mientras frotaba mis ojos e intentaba recordar con quién había dormido esta noche.
Entonces, recordé que era Keelan, y todo mi entusiasmo por haber hecho algo más allá de dormir se fue por el desagüe.
Solté un bufido mientras me giraba sobre el colchón, intentando buscar al príncipe. Fruncí el ceño, pasando mi mano por el lado restante de la cama, sin dar con él.
Entonces, cuando me asomé por un borde del colchón, lo encontré.
Estaba tirado sobre la madera que era el suelo, con una expresión enfurruñada y su túnica levemente abierta, mostrándome su torso trabajado y lleno de heridas de guerra ya sanadas.
—Ups — dije, reprimiendo una risa —. Se me olvidó decirte que soy muy activa cuando anochece.
Keelan maldijo, levantándose sin apenas esfuerzo del suelo y echándome una mirada que prometía una venganza fría y dolorosa.
—Sí, hubiera estado bien una advertencia.
Le dediqué una sonrisa ladeada.
—Mira la parte buena. El brebaje de Serill debe de haber funcionado, porque hoy me siento fresca como una rosa.
El príncipe entrecerró sus ojos en mi dirección.
—Pues no lo pareces.
—Vamos, Keelan — le dije, mientras le daba un repaso a su cuerpo con mi mirada. Él, ante eso, arrugó más su entrecejo, mirándome con desdén —. Ambos sabemos que te mueres por arrancarme la camiseta, pasar tus manos por mi cuerpo, por mis labios, por mi…
—Cállate. No es necesario que sigas; creo que imagino bastante bien cómo vas a continuar — me interrumpió él, provocando que mi sonrisa se ensanchase aún más.
—¿Ves? Hasta te lo imaginas — humedecí mis labios, mordisqueándolos ligeramente —. Querido mío, cuando quieras lo hacemos realidad.
—¿Tan desesperada estás? — inquirió él, acomodando su túnica, aún sin evitar mi mirada.
—Creo que tienes razón. No debo rebajarme a semejantes niveles. — Guiñé un ojo en su dirección —. Aspiro a más que a gente común como tú.
Keelan parecía a punto de mascullar algo, mientras abotonaba su túnica y se preparaba para armarse como siempre hacia; cada mañana, aunque no pasase la noche aquí.
Cuando, de pronto, se escuchó un grito.
Audry, fue lo primero en lo que pensé. Y es que, sin duda, aquel agudo grito había salido de la garganta de aquel niño.
El príncipe fue el primero en reaccionar. Miró hacia todos lados, instintivamente, y sin pensárselo ni un solo segundo, fue a recoger sus armas de la esquina del compartimento, con alguno de los botones de su túnica aún desasidos.
Me desenfundé de las sábanas, sin importarme en lo más mínimo mi aún cansado cuerpo, más que dispuesta a seguirlo. Ni siquiera me planteé coger mis armas; o, bueno, más bien mi única arma, mientras renqueaba hasta conseguir ponerme de pie.
Keelan, justo antes de agarrarse a un lateral de la trampilla, para subir de un salto al carruaje, se giró hacia mi. Su mirada era feroz, marcándome con su iris candente, como un sello hirviendo sobre mi piel.
Por un momento, pensé que me prohibiría salir debido a mis heridas; o, incluso, que me retendría con algún tipo de atadura.
Sin embargo, él me dedicó un asentimiento mientras ladraba: — Cúbreme.
Dicho y hecho.
En cuanto el príncipe salió del compartimento, lanzándose hacia el exterior con un seco golpe que hizo traquetear la puerta del carruaje, no tardé mucho en seguirle. Me costó horrores aferrarme a los lados de la trampilla, intentando balancear mi aún febril cuerpo, sintiendo como el sudor empezaba a perlar mi reciente herida.
Aún así, tras morderme los labios con férrea determinación, y utilizar hasta el mínimo resquicio de fuerzas que había reunido mientras dormía, conseguí adentrar mi cuerpo dentro del carruaje.
Mi respiración estaba acelerada, mientras me maldecía a mi misma internamente por ser tan malditamente lenta. Podía escuchar el silbido de las espadas en el exterior, unos cuantos pasos pavorosos, e incluso olía ligeramente la magia.
Aunque, esta vez era distinto. Algo…, algo era distinto en el ambiente.
Pero no pude averiguar qué.
Estaba a gatas aún sobre el suelo del carruaje, intentando estabilizar los latidos de mi corazón, mientras sentía como mi conciencia se perdía entre la realidad y la fiebre que empezaba a notar. Extrañamente, ahora sentía la necesidad de volver a cerrar los ojos.
Entonces, una gota de sangre cayó. Por un momento, pensé que era de un cadáver, proveniente de otra persona; sin embargo, en cuanto tanteé la venda que tapaba mi reciente herida, rápidamente averigüé que esta se había abierto.
Cualquier otra persona se hubiera tumbado en aquellos asientos, rendida, dejando al príncipe a su suerte; hubiera dejado que la fiebre se la llevara de la forma más fácil e indolora.
En cambio, yo me puse de pie, clavando mis uñas en las paredes del carruaje, aguantando mis gritos de dolor mientras mi visión se tornaba nubosa.
Yo era Éire Gwen, y no iba a morir sola en un triste carruaje. Tal vez consumida por el alcohol y mis pensamientos más oscuros, pero no por una mísera herida.
Era más que eso; merecía más que eso.
Así que caí en el suelo del exterior, sintiendo como mi pesado cuerpo se empezaba a reducir a nada, casi rodando sobre las hojas y aplastada por mi propio peso. El choque me dio de lleno en la cabeza, haciéndome cerrar los ojos de manera inevitable, mientras sentía como mi interior rugía ante el golpe seco que le había vuelto a dar a mi pómulo. Sabía que la sangre había traspasado la venda y que, incluso, dentro de poco empezaría a formar un charco bajo mi cuerpo.
Pese a eso, ignoré a mi lógica, a mi dolor y a mi instinto de supervivencia, y me incorporé levemente; intentando encontrar a Audry, a Keelan o a algún monstruo.
Y, para mí gran sorpresa, encontré a este primero escondido tras el carruaje borgoña. Tragué saliva, hincando mis uñas en la tierra, probablemente llenándolas de suciedad, notando como mi cuerpo bailaba aun sentado, a punto de caer inconsciente al suelo; no sabía si por la perdida de sangre o por el mismo dolor.
—Cobarde — musité, con mi voz tan agrietada como ayer. Audry se giró sobre su hombro, temblando, de cuclillas sobre la hierba. En cuanto me vio, sus ojos se abrieron desmesuradamente ante mi estado —. Necesito que me hagas un favor.
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KEELAN GRAGBEAM
El sonido del colisionar de dos espadas, la empuñadura sujetada con firmeza a la altura de mi estómago, el juego de mi pie izquierdo posicionándose tras el derecho, el peso de la hoja ornamentada desgarrando ropa, piel, vasos sanguíneos, músculos y órganos.
Aquello me había acompañado toda mi vida; más fiel que un compañero, como una melodía mecánica que zumbaba en mi odio día tras día.
Mis manos se movían con agilidad, mis pies eran rápidos, hábiles, y mis golpes eran tan certeros como las estocadas de la punta de mi arma. Día tras día, desde mi nacimiento, el manejo de las espadas había sido lo único que me había mantenido cuerdo.
Varios esqueletos ya rodaban por el suelo, sin cráneo, con cada uno de sus huesos manchando los colores otoñales que trazaban el suelo del bosque Gregdow.
Eran lentos, débiles y frágiles; pero eran demasiados.
Había contado al menos una decena, y sabía que debían de venir más, atraídos por el sonido de sus hermanos soltando inhumanos alaridos.
Se les conocía como los Protectores; hechiceros que vendían sus cuerpos a la magia que aún quedaban vigente en el bosque; prometiendo proteger a Gregdow hasta el último aliento de sus vidas.
Solían ser hechiceros rechazados por sus casas, por sus familias; quedando en el deshonor más puro y la desolación más absoluta, con tan solo la opción de vender su alma al bosque y seguir alimentando la magia Razha, o morir solos en las calles de algún reino.
Desgraciadamente, muchos elegían convertirse en monstruos esqueléticos y quedarse toda su vida vagando y protegiendo al bosque.
Estúpidos.
Giré mi muñeca, dirigiendo la afilada hoja de mi espada hacia los ligamentos que se adherían a sus huesos cervicales, rompiéndolos con facilidad.
El esqueleto no tardó en caer al suelo con un escalofriante grito de agonía.
Mis músculos estaban prendidos en fuego, mis ojos alerta y recorriendo cada centímetro del claro, pensando en una forma rápida de deshacerme de todos. Había tratado con muchos Protectores a lo largo de mi vida; sin embargo, nunca había visto a tantos reunidos.
Ya no eran una decena; eran decenas acercándose desde cada centímetro del claro, rodeándome, saliendo de la multitud de árboles, abalanzándose uno tras otro.
¿Dónde estás, Éire?
Seguro que aquella maldita hechicera me había engañado; seguro que estaba tomándose un largo trago de su petaca mientras esperaba para poder bailar sobre mis huesos.
Volví a lanzar otro golpe a un esqueleto que se lanzó sobre mí, cortando varios tendones y ligamentos de su rodilla, notando como el tejido fibroso caía como un trozo de mantequilla derretida bajo el peso de mi espada.
Había matado, al menos, a dos decenas de esqueletos. Y dudaba enormemente que pudiese aplacar a otra decena más; al menos, no solo.
Entonces, como una señal enviada por los dioses, una extraña niebla apareció.
Al principio, ni siquiera me di cuenta, fue como una sombra reptante que danzó tras los esqueletos que corrían hacia mí desde los límites del claro. Serpenteaba como el mismo pulvra, y la oscuridad que portaba era tan magnética como la sustancia más impura, obligándote a dirigir la vista hacia ella.
Por un momento, mientras mi mirada se dirigía inconscientemente hacia ella, un Protector aprovechó para clavar sus huesudos falanges en mi antebrazo. Solté un siseo, sintiendo como la magia del bosque traspasaba mi dermis y empezaba a hacer estragos en mis fuerzas, robándome la poca energía para batallar que me quedaba.
Aún así, no hizo falta que yo hiciera mucho más, cuando la niebla lo llenó todo. Sobrepasó a los Protectores, y los adentró en sus gélidas garras, impidiéndome observar donde se encontraba cada uno. Fruncí el ceño, perdido entre la espesa bruma, sintiendo como la horda de monstruos detenía sus ataques contra mi.
No podía ver nada; pese a eso, lo escuchaba y lo sentía todo.
Los gritos empezaron a llenar el paisaje; sobrenaturales, estridentes, desasosegantes, angustiosos.
La melodía bailó y patinó en el aire, tétrica, implacable; gritos que se convirtieron en cánticos, cuerpos esqueléticos que cayeron como un castillo de naipes, cada parte de su cuerpo atravesada por la niebla.
El crujido de los huesos se adentró en mi mente, como un trozo de papel hecho trizas por unos largos dedos, como el sonido de una taza haciéndose pedazos contra el mármol de un castillo. Por un momento, no vi nada, mientras sujetaba la empuñadura de mi espada y me esforzaba por estar atento a cualquier ataque inminente.
Durante un instante, durante el transcurso de un segundo, de un momento, el mundo se redujo a la oscuridad. Al menos, el mundo que había dentro de Gregdow.
Solo escuchaba los jadeos, el canto inhumano de los gritos monstruosos, el sonido de los esqueletos arrastrando sus grandes cuerpos para intentar huir. Todo, durante ese instante, fue muerte.
La magia se respiraba en el ambiente; el olor intenso y pesado, la densa nebulosa danzando y arrebatándonos la vista, el poderoso regusto que podías saborear en la punta de tu lengua, como si tan solo fuese una pincelada de toda la fuente de ese inmenso poder.
De pronto, los gritos cesaron, los esqueletos dejaron de intentar huir, el sonido de sus cuerpos arrastrándose como almas en pena se detuvo.
Y, cuando la niebla desapareció, todo a mi alrededor fue un círculo alabastrino; cuerpos huesudos de Protectores apilados uno sobre otro, sus cráneos desperdigados por el suelo, su blanquecina estructura ósea sin piel ni órganos ya apenas estaba de una pieza.
Solo estaba yo en mitad del claro, saboreando el ambiente hediondo y apestando a muerte, con cientos de cuerpos a mi alrededor que yo no había matado.
Entonces, sentí la presencia de alguien más entre los árboles.
Elevé la mirada, mientras mi mano se cerraba con aún más fuerza al mango de mi espada, dispuesto y preparado para atacar a otra criatura más si era necesario.
Sin embargo, fue una persona la que emergió del tupido núcleo de oscuridad.
Su sonrisa era ladeada, su vendaje había desaparecido, dejando paso a una enorme cicatriz que partía su mejilla en dos, dándole un aspecto aún más atemorizante. Su pelo volaba tras ella, oscuro, ondeando entre las hebras de bruma; sus ojos destellaban en poder, prometiendo silenciosamente que podría infringirte la muerte más dolorosa de todas, y la niebla rodeaba cada parte de su cuerpo, como si fuese un arma esperando para ser utilizada de nuevo.
Parecía una reina guerrera, una diosa emergida desde los mismísimos cielos, una asesina a sueldo que podría desmembrar tu cuerpo tan solo con sus dedos desnudos.
Ella me miró.
—¿Me echaba de menos, su alteza?
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