CAPÍTULO XLI
Tosí, temblé, y sentí como un pequeño ser llamado miedo arañaba cada pared dentro de mi mente, rogándome por huir. Luego, inevitablemente, me bañé en culpabilidad por sentir aquello. Era mi madre, mi madre, mi madre…
Elevé la cabeza, parpadeando repetidamente, sintiendo como las lágrimas deformaban mi realidad, convirtiéndola en no más que unos bocados de nubes deformes. Mi madre estaba ahí, justo frente a mí, desde su posición elevada. Su aspecto era deplorable, pese a que no tenía ni una sola herida visible: sus ojos estaban enrojecidos, sus capilares dilatados, su tez tan pálida que casi parecía haber muerto hacia menos de una hora.
Sus manos, a cada lado de su cuerpo, ahora temblaban sin detención; sus uñas, tan largas como nunca antes las había visto, estaban salpicadas por una sustancia extraña y cremosa, azulada y lechosa, extrañamente inodora.
Ella parpadeó, detuvo su mirada sobre mi enorme cicatriz, y retrocedió un paso, casi como si esta misma hubiera tomado forma y la hubiera golpeado.
—¿Eso es…? — balbuceó. Yo me mordí el labio inferior, sin tener la suficiente valentía para hablar. No podía, no podía, no, no, no…
—Lo es. Pero, mamá, conseguí vencer…
Ella, antes siquiera de dejarme terminar, me abofeteó. Su fuerza, pese a que no era una mujer fornida ni demasiado grande, me hizo tambalear aún estando de rodillas. Perdí el poco equilibrio que tenía, y antes de poder sostenerme en algún sitio, caí sobre la alfombra.
Justo sobre la alfombra en la que había vomitado.
Jadeé, sin fuerzas, y mi corazón se apretujó casi con la misma fuerza que mi estómago. Aquellos restos de comida me dieron de lleno en la mejilla, empaparon mi pelo trenzado, me vertieron en aquel apestoso olor que antes había estado ocupado por el jazmín.
—Yo…, yo estoy aquí luchando por ambas. Estoy manteniéndome con vida por ti…, ¡por ti, maldita desagradecida! Y, en cuanto has entrado por esta puerta, no he visto más que a una niña débil que caía sobre sus rodillas y había sido vencida, terriblemente vencida — Idelia chasqueó su lengua, y casi pude jurar que algunos pasos resonaron por la habitación. No lo sabía, no lo sabía, yo ya no veía nada: mis ojos se habían cerrado, mis oídos querían hacerlo. No quería estar aquí, no quería, tan solo quería hundirme en mi propio vómito, perder la consciencia hasta aparecer fuera de aquí. Pero…, pero ella era mi madre…, mi madre —. Estoy tan decepcionada de ti, Éire.
Tuve que encontrar unas fuerzas que no tenía para poder musitar: — ¿Y cuando no lo has estado?
Ella rio por lo bajo. Unos cacharros se removieron, aquel maldito clac, clac, clac de nuevo. Y, entonces, el sonido de un mortero machacando, unas gotas cayendo, un líquido acuoso siendo vertido. Pese a eso, no levanté la cabeza, me quedé ahí: con mi pómulo apoyado contra aquella alfombra terriblemente encharcada.
—Buena pregunta, muy buena pregunta — me concedió. Clac, clac, clac, el mortero continuaba. De madera, probablemente: a mi madre le gustaba la madera —. De cualquier forma, no importa. Tú morirás, yo moriré, todos moriremos: porque ella está aquí. Por fin, aunque no tuviese mis esperanzas puestas en ninguna, ella ha resultado ser bastante más útil. Tú, sin embargo, no eres más que una aberración.
Clac, clac, clac, y casi podía saborear el vómito en la punta de mi lengua, rozando mis labios. Probablemente fuera por el canapé que me habían ofrecido justo cuando entré en el salón de las piedras.
Malditos cocineros.
Pensé, pensé y pensé en más bromas. Ah, sí, una vez había escuchado que en Draba, justo en sus prisiones, obligaban a los prisioneros a subirse a la montaña más alta del reino, — Jesvish, también llamada, — y contar sus anécdotas más graciosas. Una vez, un enano, contó cómo su mujer le había engañado con una cabra. Gertrudis, creo que se llamaba; sí, sí…, estaba segura de que…
—Iriam se alzará de nuevo. De nuevo, ¿sabes? Como antes, cuando Rauthier seguía vivo. Cuando Zabia no tenía como heredero a un bastardo. Aunque, esta vez, gracias a los dioses, esa zorra de Gianna no estará viva.
Abrí súbitamente los ojos. Mi corazón se aceleró, mis ojos la buscaron instintivamente, mis pulmones empezaron a inhalar con más fiereza.
Ella estaba frente a una gran ventana rota que se hallaba justo en el frente de mi habitación, ocultada por una tela que mi madre había arrancado hasta convertirla en un trazo irregular. Tenía un cuenco de alerce entre sus manos, mientras machacaba reiterativamente algo que hervía ligeramente bajo el mortero. Entrecerré los ojos, intentando ver de qué se trataba; aunque, pese a que me esforcé, no capté más que el sonido del burbujeo, no vi más que el vapor que se arremolinaba sobre el recipiente.
—¿Gianna? ¿De qué…?
—Ha contactado contigo, ¿verdad? No te hagas la estúpida, aprendiz.
Intenté incorporarme, clavando las yemas de mis dedos en los trozos de vómito que se esparcían bajo mí, sintiendo el pelaje de la alfombra contra mi piel; sin embargo, por mucho que me esforcé en encontrar algún retazo de fuerza, nada más que febrilidad se hallaba en mi organismo.
Idelia volvió a chasquear la lengua con desaprobación, haciendo un gesto inesperadamente parecido a Serill. Pero no, definitivamente por lo que había conocido a Serill, no eran la misma persona ni de lejos.
—No, cariño, no. No te muevas: esto acabará pronto. — Clac, clac, clac, y se giró en mi dirección. El mortero, entre sus dedos, se enrojeció gradualmente, casi de forma candente, como un sello ígneo. Parpadeé, tragando saliva a duras penas —. Tan solo necesitas tomar tu dosis diaria. La debilidad acabará, y la magia se irá con ella. ¿Sabías que algunas, tan solo algunas drogas, pueden opacar y casi desvanecer a ciertos tipos de magia?
Ella se acercó hacia mí con lentitud, su largo vestido, sucio y lleno de parches, se balanceó sobre sus tobillos, casi rozando su talón descalzo. Volví a esforzarme por pensar...
Ah, sí, Gertrudis. Un chivo…, no, no un chivo…
¿Qué era? ¿Qué era?
Mi madre se acercaba, sus pasos haciendo crujir incluso al mármol, haciendo ruidos sobre las alfombras, a punto de tocar mi vómito con los dedos de sus pies.
Gertrudis era una cabra, sí, sí…, eso era. Era una cabra divertida, amable…., o no. O no. Porque ella había sido la culpable de que aquel hombre acabase asesinando. Porque todos teníamos nuestros detonantes; nuestros detonantes, sí.
Una vez, había escuchado decir a una mujer, que su amante casi la había asesinado por sus flequillos desiguales. Un poco agresivo, sin duda. Pero aquello era un detonante; lógico para él, ilógico para mí. Pero ahora…, ahora tenía un detonante.
Un…
—Un detonante, madre, eso es. Eso, eso…— intenté balbucear, sin embargo, no eran más que delirios. No sabía lo qué decía, lo que quería decir realmente. Quería desaparecer, quería taparme las orejas y balancearme hasta estar en aquel establo con Audry.
—Shh, mi niña. Mi pobre y pequeña niña, cuantísimo has sufrido — musitó Idelia, sentándose a mi lado, aún sobre los húmedos restos de comida. Me dejé acunar contra su cuerpo, dejé que mi cabeza se apoyase contra su pecho, y también dejé que posase el borde de aquel cuenco sobre mis labios entreabiertos.
No quería. Yo…, no quería aquello. Pero mi madre…, ella quería lo mejor para mí. Sí, sí. Ella quería, quería…, sabía que había una canción sobre aquello.
La dama quería bailar, cantar, saltar sobre los tablones de madera. Su esposa la abrazó, la acunó, la hizo danzar sobre el rocío más condensado de la madrugada. Se balancearon, suspendieron y tocaron las gotas más puras de agua sobre las crisálidas. Cristea las miraba, madre del amor, madre de la vida…
No, no decía aquello. Aquello era un poema, o tal vez no. Yo…, yo no lo sabía. Quería saberlo, quería conocerlo…
Mi madre siempre me había dicho que tenía que ser inteligente. Inteligente, inteligente, inteli…
—Bebe, querida niña, o harás que me enfade. Y tú nunca has querido que me enfade, ¿verdad?
Negué firmemente con la cabeza, mientras mi madre mantenía aquel cuenco contra mis dientes.
—No…, no, no quiero, mamá. Yo… — intenté decir, tartamudear, pero la necesidad por el olor que desprendía aquel cuenco…, la necesidad por abrazarla, eran demasiado fervientes. Aquellas eran mis hierbas, porque mi madre quería cuidarme. Cuidarme, sí, eso era; me repetí. Pese a que, una parte muy recóndita de mi cerebro, me gritaba con vehemencia que nada de esto estaba bien —. Tengo frío, tengo muchísimo frío. Me gustaría un abrazo, por favor. Tan solo uno, un…
—Bebe — me instó de nuevo, removiendo aquel cuenco frente a mi rostro. El humo que desprendía se arremolinó en mis glóbulos oculares y casi tuve que sacudir la cabeza, sintiendo como aquel vapor se pegaba a mis ojos casi como sanguijuelas sedientas de sangre.
—Mamá, explícame lo que has dicho. Explícame…, por favor — le rogué, cerrando los ojos con firmeza. Unas gotas perlaban mi rostro, y no sabía con certeza si eran mis lágrimas o el vapor líquido
—Te he dicho que bebas, Éire.
—Pero, Audry…, Audry tendrá miedo. Audry confía en mí, y nadie más confía en mí. Quiero ser una buena amiga, quiero…
—Eres insoportable. — Tras eso, no dijo nada más. No hubo un abrazo, ni un beso de buenas noches como una vez me había regalado, ni tampoco unas palabras bonitas.
No, no hubo nada de eso. En cambio, Idelia me sostuvo la barbilla y me obligó a consumir aquellas supuestas hierbas que eran buenas para mi somnolencia. Me atraganté varias veces, pero, aunque unas arcadas me obligasen a expulsar aquello, mi madre me lo volvía a hacer tragar: así que intenté no escupir nada.
—Esto acabará pronto… — canturreó una vez más.
Después, perdí la consciencia.
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KEELAN GRAGBEAM
Nunca había estado en una de estas fiestas. Y, desde luego, tampoco imaginé que una celebración en el prestigioso salón de las piedras pudiese ser tan privada.
Había charlado, al menos, con toda la nobleza de Aherian: condes de los que ni siquiera conocía el nombre, numerosas familias de barones, decenas de esposas, — y también algún esposo, — de señores de algún señorío.
No había tocado aquel vino, aunque conocía las bodegas aherianas: primera calidad, uvas recogidas en los más recónditos lugares de Gregdow, barricas de madera permeable, sabores especiados y frutales, como granos de café y de textura tan liviana que casi parecía viento entre tus dedos.
Seguro que a Éire le habían encantado. A mi, por el contrario, me parecía una pérdida de tiempo: tenía suficiente trabajo analizando a cada noble de este gran salón como para preocuparme por estupideces.
Si iba a ser rey de este lugar debía de conseguir influencia, respeto y, sobre todo, aliados.
—¿Cómo va tu jornada? — le pregunté a Audry, quién estaba custodiando uno de los laterales del salón, ahora justo a mi lado. El niño me dedicó un suspiro hastiado y se encogió de hombros dramáticamente.
—Muy divertida, sin duda. Aún más si contamos con el hecho de que no encajo en este sitio y de que, además, nadie se acerca a mí porque soy un guardia real.
Asentí lentamente, esforzándome por escuchar cada palabra mientras ojeaba a los presentes. Evelyn estaba justo en el otro extremo de la habitación, con una larga y estrecha copa de vino en sus manos, y susurrándole algo a su madre: la reina. Su sonrisa era cálida, pero tras ella no había más que rigidez.
La princesa podría llevar una máscara de polvos blanquecinos; pero era obvio que, fuera lo que fuese de lo que hablaba con su madre, no era alegre para ninguna de las dos.
—¿No has estado con Éire? Juraría que ambos encajáis lo mismo en este lugar — le respondí, entrecerrando los ojos en dirección a los labios de la princesa. Su boca se frunció, su lengua se movió bajo su paladar, sus dientes chocaron; y creí con firmeza que había dicho la palabra boda. Su madre arrugó el ceño, e hizo un mohín; sus labios se movieron, pero esta vez casi pude entenderlo perfectamente: la boda debe celebrarse antes de que…
Y ya no pude comprender nada más. Sus labios articulaban demasiado rápido, o tal vez mi habilidad para leerlos se había deteriorado con el paso de los años; pero, de cualquier forma, lo poco que había escuchado era suficiente para alertarme consecuentemente.
—Lo estuve. Pero ahora mismo ella no está — explicó Audry, mirándome sesgadamente —. De cualquier forma, vamos a vernos a medianoche, justo cuando empiecen los fuegos. Este año serán de color marfil, ¿verdad? Me han dicho que uno de los destellos incluso tendrá forma de manzana.
—Sí, eso me han dicho — le dije, aún cuando apenas le estaba prestando atención. Normalmente, me gustaba escuchar a Audry; pero, ahora, con Evelyn a considerable distancia de mí y hablando sospechosamente sobre una boda, no podía permitirme hacerlo.
—¿Sabes lo que diría Éire ahora mismo? — inquirió el castaño, ahora con su voz repentinamente animada.
Enarqué las cejas.
—Probablemente diría algo como: algún día haré que mi rostro aparezca en uno de esos fuegos.
El guardia, a mi lado, soltó una risa baja, casi tímida.
—Exactamente.
Pasaron algunos segundos en los que ninguno dijo nada. Evelyn, justo en su posición anterior, se giró en mi dirección. Le dediqué una media sonrisa, y ella la correspondió. Apenas pasó un instante cuando le murmuró algo a su madre y se giró hacia mí, al parecer con intenciones de acercarse.
Audry, a mi lado, pareció percatarse de aquello, ya que carraspeó incómodo.
—Yo…, debería irme. — Asentí tan solo una vez, y le dediqué un esbozo de sonrisa. Aún así, él agregó algo justo antes de marcharse: — Oye, ¿puedo pedirte una cosa, Keelan?
Fruncí el ceño. Le miré inmediatamente, casi olvidándome de la inminente presencia de Evelyn, y no tardé en decir:
—Por supuesto. Ya deberías saberlo.
El castaño tragó saliva, evitó mi mirada durante un instante, y luego pareció obligarse a mantenérmela sin flaquear.
Estaba nervioso: iba a decirme algo importante, vergonzoso o tal vez una confesión.
—Dioses, no paro de pediros cosas, me siento tan avergonzado — exhaló, y sus ojos casi parecían querer desapegarse de los míos, relucientes de pudor —. Me gustaría que enviases todo el dinero que me prometiste a mi familia.
—¿Y qué hay de ti? ¿Qué harás? — le pregunté, deduciendo por el tiempo que tardaba Evelyn en llegar, que debía de haberse entretenido con alguna otra persona. Si era sincero, lo agradecía enormemente: sólo necesitaba unos minutos, y esperaba poder tenerlos.
—Bueno, no lo sé, pero…
—Audry, déjame darte una idea, ¿está bien? — le interrumpí. Él asintió, ligeramente dubitativo —. Enviaré gran parte de ese dinero. Pero, lo demás, será para costearte el entrenamiento con un buen profesor.
El castaño retrocedió un paso casi por instinto. Sus ojos se abrieron brevemente, y sus manos, justo en cada lateral de su cuerpo, se abrieron y cerraron reiterativamente.
—¿Me armarás caballero? — Su voz había sonado tan emocionada que estuve a punto de sonreír abiertamente.
—Si estás preparado, sí.
Audry pareció balbucear algo inelegible, aunque tampoco pareció esforzarse por repetirlo. Retrocedió otro paso, casi trastabillando, y pude haber jurado por mi reino que sus ojos se perlaban en lágrimas.
—Vale, vale. Gracias, de verdad, Keelan..., su alteza…
—No tienes porqué dármelas — argüí.
—Claro que sí tengo que hacerlo. Gracias a ti he conseguido cosas inimaginables, he conocido sitios y personas que harían temblar al herrero de mi aldea: Grogwin, un hombre enorme, tan enorme como una montaña, pero en él no cae la nieve en…
—Lo entiendo — afirmé, mirando de soslayo como la princesa volvía a acercarse hacia nosotros. Al parecer, por lo que había visto en los últimos segundos, había estado conversando con la vizcondesa Janadine Berthmort, una mujer a la que mi padre odiaba fervientemente ya que era una de las simpatizantes que fomentaban el odio hacia mi reino. Qué extrañamente consecuente —. Pero, Audry, debes irte ahora.
—Lo que iba a decir es que… — comenzó —, gracias a tu acción os he conocido a ti y a Éire. Y ha sido un placer, de veras. Además, creo que hemos sido un grupo increíblemente poderoso.
Sonreí. Inevitablemente, lo hice.
—No se lo digas a Éire: le darás más motivos para alardear —. El sonido de un tacón contra la obsidiana resonó inesperadamente cerca. Asentí hacia la salida tan solo una vez más, y le repetí: — Ahora, haz guardia frente a mi puerta, no confío en esos guardias que me han asignado.
Ante aquella orden, — que no era más que una mentira piadosa, — Audry se despidió torpemente una última vez y se dio la vuelta sin rechistar. Pestañeé un par de veces, me obligué a forzar una expresión sosegada, y giré sobre mis pies hacia la dirección contraria.
Y ahí estaba, justo frente a mí, con aquellos bucles enmarcando su enorme sonrisa alabastrina y con sus labios adornados de tonos rúbeos.
—¿Disfruta de la fiesta? — me preguntó. Su sonrisa no era una mentira, no una total, al menos. Sabía que no estaba tan feliz como aparentaba, pero ella no era malvada: tan solo quería el bienestar de su pueblo.
Algo totalmente honorable, pero también algo peligroso para mí.
—Claro, ¿cómo no hacerlo? Habéis servido tanto vino y tanta comida como para hacer feliz a un ejército entero.
Evelyn se rio ligeramente. Fue una risa pequeña, breve, femenina.
Sus manos enguatadas estaban entrelazadas justo frente a su vientre, rozando la tela de su decoroso vestido, lo que no indicaba nada bueno: estaba ansiosa, inquieta.
Y, por como sus pies se movían tras las faldas de su vestido, parecía tener los tobillos cruzados.
Estaba controlándose, manteniendo el control…
Estaba ocultando algo.
—Bueno, es lo que tiene la celebración anual de la cosecha. Solemos servir nuestras mejores raciones en este día.
Le dediqué una sonrisa más bien forzada, justo antes de decir: — Auch, y uno pensando que todo esto era por él.
—Por los dioses, príncipe Keelan, bien podría haberlo sido. Que haya venido justo en este día no es más que un buen augurio, según nuestro sumo sacerdote. Significa que traerá abundancia y riqueza al reino — Ella se detuvo durante un instante, y después agregó: — A nuestro reino.
Enarqué una ceja.
—Creo que os estáis adelantando un poco. De hecho, aún ni siquiera he podido hablar con su padre sobre los términos que debíamos de tratar hoy.
Evelyn evitó mi mirada, humedeció levemente sus labios. E, inconscientemente, su vista se dirigió hacia la salida.
Quería huir o, tal vez, alguno de sus secretos se hallaba fuera de este salón; algo de suma importancia.
—Sí, bueno, su alteza, mi padre es un hombre muy ocupado. Aunque le aseguro que mañana hablarán. Si lo quisiera, podríamos hablar sobre algunos términos ahora.
—Realmente no son demasiados — le dije, observando como sus ojos se crispaban durante un breve instante —. Quiero a Idelia Gwen sana y salva, la paz entre ambos reinos, y el juramento de todos los nobles del reino ante mí.
La princesa arrugó sus facciones en el transcurso de un segundo. Sus dedos ahora se retorcían nerviosamente, y por la mirada que me dedicó, parecía ofendida por mis palabras. Aunque, si fue así, no lo dijo.
Tampoco necesitaba que lo hiciera, entendía porqué se había molestado. Pero, aún así, los celos eran algo estúpido, algo irrelevante para personas como nosotros, algo inmaduro.
—Idelia…
—A Idelia — afirmé, observándola fijamente —. Y no hay ninguna negociación que podáis hacer que yo vaya a aceptar.
Evelyn asintió, aunque no pareció demasiado contenta por ello. De hecho, casi parecía dispuesta a irse deliberadamente, cuando, repentinamente, se giró de nuevo en mi dirección y, — como si supiese lo que había hecho momentos atrás, — articuló con sus labios:
“Las celdas”
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