CAPÍTULO XL
Keelan bailaba bien. No muy bien, debía admitir, pero suficientemente bien como para no hacernos caer al suelo. De hecho, en algún momento me pregunté cómo de mal iba a acabar mi pie aquella noche, ya que debía de haber sufrido una docena de golpes.
—Audry estaría de acuerdo conmigo: probablemente diría que los dioses te han enviado un castigo, y no es porque yo baile mal.
Fruncí el ceño, cerrando mis brazos en torno a su cuello, aproximándome tanto a él que nuestras narices podían haberse tocado. El dulce y tierno sonido del piano y del violín se entretejía entre nuestra distancia casi como un velo, marcándonos una línea, un límite que debíamos seguir a pies juntillas.
Porque esto no era más que una extraña amistad en la que estaba empezando a surgir atracción, y por ese estúpido motivo no se terminaban tratados tan importantes.
Aunque, si me hubieran preguntado a mí, a la mierda el tratado. Pero, ajá, no solo se trataba de mí. Tristemente, si podía añadir.
—Tú no crees en los dioses — le dije.
Keelan arrugó la frente, dramatizando un gesto indignado, apretando ligeramente las puntas de sus dedos contra mi cadera. Tragué saliva, notando como su pecho subía y bajaba contra el mío.
—¿Asumes mis creencias? — inquirió él, echándome una cínica mirada molesta —. Eso, aquí en Aherian, será sumamente penado dentro de unos años.
—¿Y qué tipo de ley será esa? Porque suena bastante absurda.
El príncipe hizo una especie de mueca que no supe descifrar, justo antes de añadir: — La princesa Evelyn penará a cualquiera que atente contra la libertad de expresión.
Bufé casi de forma inevitable.
—Claro, cómo no.
El príncipe enarcó una ceja, aún balanceando su cuerpo ligeramente contra el mío, ambos siguiendo casi por instinto el ritmo. Era lento, pausado, pero ni romántico ni erótico; tan solo melódico.
—¿Celosa? — se burló. Sabía que no lo decía en serio, y que no era más que una broma, pero una extraña parte de mí casi quiso ofenderse por ello.
En cambio, tan solo negué. Porque no era cierto, no eran celos: era desconfianza. También un poco de repulsión, aversión y asco hacia aquel cliché de princesa bondadosa y con complejo de heroína.
Pero nada más. Nada de celos, sin duda.
—¿Celosa? Si encuentras a alguien mejor que yo, preséntamela a mí — respondí en su lugar, dedicándole un esbozo de sonrisa aguzada. Casi instantáneamente, Keelan soltó una carcajada, de nuevo echando su cabeza hacia atrás, sus ojos parcialmente ocultos mientras reía.
Una de las comisuras de mis labios se tensó, y ni siquiera supe exactamente porqué.
—¿Sabes una cosa? Evelyn sí que tiene un gusto bastante bueno — dijo él, aún con aquella enorme sonrisa sobre sus labios. Humedecí mis labios, centrada únicamente en el mar ámbar que se expandía por su iris.
—¿Lo dices porque le gustas? Porque eso sonaría demasiado egocéntrico. Tal vez no para mí, pero sí para ti, príncipe haría-todo-por-mi-reino.
—No, no lo digo por eso — cabeceó tan solo una vez. Después de eso, su mano se cerró sobre mi antebrazo, y antes de poder averiguar cómo lo había hecho, — porque definitivamente no era un experto en el baile, — mis pies giraron sobre sí mismo y me encontré a mí misma dando vueltas sobre la obsidiana. Solo vi retazos diamantinos, celestes, borrones de cada piedra que se intrincaba en la pared. Y, antes de poder perderme en el mareo, el príncipe sujetó mi mano con firmeza.
En menos de un instante, mi pecho chocó de un seco golpe contra el suyo: repentinamente, de sopetón, tan rápido que casi pude haber estampado mi frente contra su pómulo.
Pensé en insultarle, en reírme, en sacar mi daga y hacerle una demostración con lujo de detalles sobre cómo podría cortar cada dedo de su mano; sin embargo, pese a que quise, sus labios se encontraron de forma inevitable tan cerca de los míos que apenas pude hacer más que contener la respiración.
Palpé la tensión, las piedras preciosas a mi alrededor se convirtieron en una nebulosa que nos separó de la realidad, y su aliento me pareció tan dulce que casi pude haberlo saboreado: vino especiado, ámbar, algún cítrico deliciosamente tentador.
Por un momento, soné tan cursi que casi me di asco a mi misma. Pero, aunque quise centrarme y regodearme en aquello, la mano de Keelan se cerró sobre mi espalda, con cuidado, con quietud, casi como si fuese un trozo de porcelana.
Después de aquello, él habló:
—Lo digo porque ese vestido te hace ver aún más preciosa, hechicera.
Casi me detuve sobre mis pies.
Quise decirle algún cumplido por aquello, una palabra bonita, tal vez; sin embargo, entrecerré los ojos levemente mientras me forzaba a sonreír.
—Qué cursi está siendo todo esto — le susurré —. Yo es que soy más de peleas sexys y sudorosas.
Keelan, en vez de ofenderse por haber evitado su cumplido, soltó una pequeña risa.
—Estoy de acuerdo.
—No hace falta que me lo jures — respondí. Y, pese a que toda la situación había sido demasiado divertida, algo había cambiado a nuestro alrededor; al menos, para mí. De pronto, un mareo volcó a mi mente y la prensó sobre el hosco suelo.
Pestañeé varias veces, aún sosteniendo mis manos tras la nuca de Keelan, sintiendo como algunas perlas de sudor bajaban por mi pecho. Estaba empezando a pensar que, definitivamente, la abstinencia no solucionada estaba empezando a hacer graves estragos en mí de nuevo.
La última comida que había ingerido, repentinamente, palpó los tejidos de mi garganta mientras mi vientre se contraía y daba una sacudida. Estaba empezando a necesitar, a anhelar, aquellas hierbas. Y, sino era eso, necesitaba más vino, más, más…
—¿Éire? — preguntó Keelan. Nuestro baile se detuvo, sus pasos titubearon, sus ojos relucieron en preocupación. Pero, pese a que quise buscar una respuesta congruente, todo en mi mente se convirtió en una vorágine sin sentido, una maraña de sensaciones y sentimientos.
Mis pensamientos se detuvieron, mi raciocinio fue engullido por el anhelo, y el vómito inminente se deshizo de la lógica. Ahora, tan solo quedaba el cansancio y las ansias. Tan solo quedaba lo más primitivo, lo más agotado, la cáscara más fina y pura.
—¿Éire, estás bien?
Carraspeé varias veces. Pensé en apoyarme contra Keelan, pero eso tan solo daría más de qué hablar, y aquel baile ya podía haber dado demasiado. Así que intenté recomponerme, tan solo breve y levemente, y cuando sentí que podía hilar más de dos palabras, me forcé a parecer convincente.
—Sí…— Pestañeé e intente continuar, aún sintiendo el escrutinio de su mirada —, claro que sí. Tan solo…, cansada por no haber dormido esta noche.
—Éire, si es por lo que Idelia te…
—No, claro que no — negué por completo —. Iré a descansar y mañana estaré tan hermosa como siempre. Ya sabes, fresca… — tuve que detenerme de nuevo —, fresca como una rosa.
Sabía que cualquier otra persona me hubiera detenido. Y, tal vez, Keelan antes lo hubiese hecho.
Pero ahora, al parecer, confiaba lo suficientemente en mí, ya que tan solo había asentido y me había brindado abiertamente su confianza. No me siguió, no me reclamó, ni tampoco me prohibió irme en estas condiciones; él lo aceptó, se quedó en silencio durante unos instantes, y después me dejó marchar.
Se lo agradecí silenciosamente, y el pareció pedirme con la mirada que tuviera cuidado. Aunque, no tenía que decirlo, lo tendría aún sin su petición.
La gente me miraba esporádicamente, aunque no recibí ni una sola sonrisa cálida o cortés: todas parecían frívolas, viperinas, ponzoñosas. Los guardias no me quitaban el ojo de encima, me seguían a cada rincón, analizando cada paso, cada expresión. Yo había tropezado ya más de una vez, aún sin conseguir salir del inmenso salón, pérdida entre las multitudes de gentío, desorientada en mi propia nubosa mente.
Tomé una bocanada de aire, sintiendo como el oxígeno pesaba como lingotes de oro en mis pulmones, en mi piel, en mi corazón. Cada bocanada, cada inhalación, cada paso y cada segundo nuevo de vida transcurrían como lustros en mi organismo.
Finalmente, cuando salí de la enorme cópula obsidiana, empezaron los interminables, estrechos, diminutos y tortuosos pasillos. Cada zancada me costaba más que la anterior, y casi di las gracias por haber insistido en llevar mis botas. El peso de la daga se convirtió en algo preocupante a tener en cuenta, mientras ralentizaba mis pasos y me hacía trastabillar más de una vez.
Cuando toqué el gélido pasamanos de las escaleras de caracol, casi agradecí el entumecimiento de mis dedos sudorosos, que antes casi los había sentido hervir. Un escalón, conté, luego dos, tres, siete y diez.
Salté de uno en uno, de dos en dos, a veces hasta de tres en tres; intentaba ir rápido, pero cada vez que daba una zancada para intentar engullir más de un escalón, mi energía se reducía considerablemente.
El rodeo que daba cada nuevo tramo de escalera me mareaba aún más, volcando mi mente, poniéndola boca abajo, trazando mis pensamientos en diagonal y agitándola casi como si fuera un juego. Intenté estabilizar mis respiraciones, pero, pese a que cada vez me costaba más respirar, cada trago de aire era más sonoro, más notorio, más inmenso.
Finalmente, cuando todo parecía haber acontecido casi en dos siglos, y el vómito se acercaba a punto de hacerme arquear, di con la puerta de mi habitación. Los guardias, pese a que vieron mi pésimo estado, ninguno se dignó a intentar ayudarme o a, siquiera, preguntarme si estaba a punto de morirme retozando o si todo era causa de una mala digestión.
—Malditos incompetentes — farfullé, aún sin importarme que en mi estado tan solo uno de esos guardias armados pudiese aplacarme. Cerré mis dedos en torno al pomo enebro, y abrí rápidamente la puerta de mi habitación.
No pensé en mucho más, y la cerré justo tras de mí, en el mismo instante en el que me torcí sobre mi cuerpo, cayendo inevitablemente sobre mis rodillas y con los ojos lagrimeando mientras el vómito fluía fuera de mi sistema.
Varias arcadas me atravesaron, las uñas rotas de mis manos se clavaron sobre la alfombra que estaba bajo mi cuerpo, y no pude evitar que alguna que otra lágrima se escapara de mi ojo.
Inesperadamente, unas manos esbeltas y arrugadas se acercaron a mi frente, apartando de mi rostro cualquier hebra de cabello que me pudiese molestar. No me detuve a pensar en quién era, ya lo sabía firmemente; pero, aún así, no pude evitar sentir la necesidad de volver a vomitar cuando sentí como se inclinaba hacia mi oído.
El vómito se detuvo, mi boca se cerró, el asqueroso sabor se asentó sobre el seco músculo que era mi lengua, y no pude evitar tragar duramente mientras fijaba mi mirada en un interesantísimo mándala que se trazaba bajo mí.
—Hola de nuevo, aprendiz.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro