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CAPÍTULO XIV

Estaba apoyada contra uno de aquellos árboles, esperando a que alguno de esos malditos guardias saliese vivo del ataque, pero por ahora parecía prácticamente imposible. Aún seguía escuchando gritos, el sonido desesperado de los hombres nadando y el sonido de la saliva del pulvra cada vez que tragaba un cuerpo entero. Por un momento, casi me arrepentí de lo que hice.

No porque fuese sangriento, sino porque en caso de ataque, aquellos hombres nos podrían servir de carne de cañón.
Aunque, si lo miraba de otra forma, también eran un lastre. Gastaban comida, agua y tiempo. Porque, desde luego, sin sus fogatas entre amigos y sus paseos matutinos para nadar, probablemente ya habríamos avanzado bastante más.

Estaba convencida de que esa había sido la decisión correcta. A mi no me gustaba matar a gente cuando no era necesario, pero en este caso lo era bastante. Esos hombres eran traidores a la corona, y desde luego no merecían ser llamados guardias reales.

Eran unos vagos con uniforme.

Escuché unas pisadas no muy lejanas a mí, y no tardé en sujetar la empuñadura de mi daga, alerta por si no era un humano. Aunque no pasó mucho tiempo cuando averigüé que no era otra persona sino Keelan, acercándose con pasos acelerados y el carcaj colgado junto con el arco a su espalda.

Podía ver su ceño fruncido mientras me miraba.

— ¿Dónde están todos? He escuchado unos gritos, ¿qué ha pasado? — su voz sonaba preocupada, extrañamente alerta, sus ojos mirando a mi alrededor, esperando ver una cabeza rodando bajo mis pies.

Entrecerré los ojos en su dirección.

—Tus guardias, de nuevo, parecían tomarse el trabajo de protegerte muy ligeramente. Simplemente les he dado un incentivo para que aprendan — Keelan arrugó más el ceño, así que yo añadí: — Los he arrojado al pulvra del riachuelo y estoy comprobando quien merece viajar con nosotros verdaderamente.

Keelan fijó su mirada en mí, su mandíbula tensándose, palpitando sin cesar. Parpadeó una vez, probablemente esperando a que me riese y le dijese que aquello era una broma; sin embargo, eso no pasó, y Keelan no tardó en volver a la realidad.

—¿Has arrojado a mis guardias a un riachuelo sabiendo que iban a morir?

Su semblante se endureció, sus manos aún más apretadas a cada lado de su cuerpo, su mirada parecía prendida en fuego mientras me atravesaba con ella.

No pude evitar fruncir el ceño.

—Pues claro, estaban divirtiéndose tranquilamente en vez de cumplir su trabajo.

Keelan volvió a parpadear.

—¿Qué…? Tú…— pareció olvidar que era lo que iba a decir, ya que soltó un sonido frustrado mientras ajustaba su carcaj con demasiada fuerza —. ¿¡Como has podido ser tan estúpida!? ¡Tú no tomas ninguna decisión aquí, maldita sea! ¡No puedes sentenciar a mis guardias así como así!

Tuve que recopilar la poca paciencia que me quedaba en la reserva de hoy para no pegarle un puñetazo a aquel hombre.

—¿¡No me has escuchado!? ¡Nunca hubieran servido para nada! ¡No estaban haciendo su trabajo! ¡Tenían relaciones amistosas entre ellos! — mis gritos resonaron por el bosque, mientras el príncipe me analizaba con su chispeante mirada —. ¡De hecho, deberías de haberlos matado tú mismo por no cumplir su juramento!

Keelan dio un paso hacia mí, demasiado cerca de mí, un paso que debería de haberme hecho a mi retroceder en consecuencia; sin embargo, me quedé estática en mi posición mientras su respiración chocaba contra mi nariz. Él inclinó su rostro hacia el mío, casi rozando su húmedo pelo con mi coronilla. Podía ver cómo su mandíbula se ponía aún más rígida mientras clavaba su mirada en mí, deteniendo sus ojos que eran como ámbar líquido sobre los míos.

—Esta mañana te propuse una tregua, hija de Idelia — sus labios se movían con demasiada fiereza, demasiado amenazadores, demasiado temerarios —. Y acabas de romperla.

Tomé una bocanada de aire, intentando no tambalearme hasta chocarme con la madera. Sentía la ira de nuevo turgente en mí, pero no me convenía volver a pelear con el príncipe. No podía permitirme gastar tantísima energía de nuevo. Y, en un combate cuerpo a cuerpo, estaba claro quién ganaría.

—He hecho mi trabajo. Yo sí que he cumplido mi juramento para con el rey — me acerqué un poco más a él, notando su respiración tan cerca que la de ambos se entremezclaban: desenfrenadas, amenazantes, vehementes —. Te estaba protegiendo.

Keelan actuó esta vez mucho más rápido que yo. Agarró el cuero de mi pantalón, pegando sus manos sobre él, clavando sus yemas en mi carne, y me empujó con su cuerpo hasta el tronco que tenía justo detrás. Tuve que soltar el aire que tenía retenido, y Keelan apartó rápidamente las manos de mi cuerpo; de nuevo, como si tuviera sarna.

Aún así, sí que colocó sus manos justo a cada lado de mi cuerpo, contra la madera llena de savia del árbol, pegando de nuevo su mirada sobre la mía tan cerca que casi podía sentir su odio, su rencor, su impotencia.

—Escogí a esos hombres porque se prestaron voluntarios. La mayoría ni siquiera pertenece a la guardia, pero necesitaban el dinero para alimentar a sus familias. Ahora, por tu culpa, la mayoría nunca volverán a ver a sus hijos, los cuales esperaban a sus padres para alabarlos como a héroes — tragué saliva con aún más fuerza, sintiendo como su odio hacia mi crecía con cada palabra. Aún así, continuó: — Ahora, familias enteras se morirán de hambre por tu culpa. Había chavales ahí que no superaban los quince, que sólo querían llegar a sus casas y ver el orgullo de sus padres cuando llevasen bolsas llenas de monedas de oro. Pero, ahora, mi padre no querrá alimentar a las familias de unos perdedores. Todo por tu culpa, Éire. No sólo has sentenciado a decenas de guardias, sino a decenas de familias.

Mi respiración estaba casi tan entrecortada como la suya. No sabía eso, yo…, no sabía eso. Tal vez si lo hubiera sabido...

Hubieras hecho lo mismo.

Sí, probablemente sí.

Puse mis manos en torno a sus antebrazos, apretando con fuerza mis dedos sobre su piel, sintiendo como se tensaba inmediatamente.

Acerqué mi rostro al suyo mientras mascullaba: — Quita tus manos de encima de mí ahora mismo.

Keelan se quedó mirándome durante algunos segundos, aún centelleando aquel rencor de su mirada; sin embargo, sí que las quitó.

Retrocedió un paso y ladeó la cabeza, al parecer intentando agudizar su oído para escuchar algo. Yo hice lo mismo, aunque sabía con certeza que nadie debía de haber quedado vivo.

Pese a ello, no tardé en intentar escuchar algún sonido más que proviniera del riachuelo; sin embargo, ya solo se escuchaba el leve siseo que hacía el Pulvra al reptar.

Suspiré, mirando de soslayo al príncipe, y solo me bastó una ojeada para saber que él también lo había oído.

Sus puños se cerraron a cada lado de su cuerpo, sus ojos se cerraron brevemente, y estaba casi segura de que se estaba esforzando de sobre manera para no clavarme una de esas flechas de quebracho en el corazón.

Aún así, abrió los ojos y los posó sobre mi, aún feroz.

—Ataré los caballos al carruaje. — Pese a que eran palabras muy simples, su tono era extrañamente vacío, dolido, terriblemente impotente.

Antes de que Keelan se encaminase en dirección al carruaje, yo hablé: — Yo no sabía eso, Keelan.

Keelan me miró sobre su hombro.

—Ahórratelo, hechicera. Sino recuerdo mal, según las leyes de mi reino, eres tú la que merece ahora la ejecución.

Quise responderle con algún comentario mordaz, pero algo me detuvo.

Un crujido resonó por los alrededores. Keelan y yo compartimos una mirada, y rápidamente tensé mi mano en torno a mi daga. Mientras tanto, Keelan posicionó el arco frente a él, tensando una flecha contra la cuerda, preparado por si necesitaba disparar.

El príncipe abrió los ojos mientras miraba a algún punto justo por encima de mi hombro. Estuve a punto de girarme y abalanzarme sobre lo que fuera sin siquiera pensar. Aunque, antes de hacerlo, Keelan bajó el arco.

—Audry — pronunció, sin bajar su tono ni una milésima. De nuevo, parecía molesto mientras lo miraba y guardaba aquella flecha en su carcaj; aunque rápidamente también noté el brillo de desconcierto patinando en su iris —. Has sobrevivido.

Me giré sobre mis pies, envainando la daga de nuevo. Audry estaba más ileso de lo que había imaginado en un principio. Las únicas señales de lucha eran unos moratones palpando su cuello y su desgarrada túnica. Aunque, además de eso, no parecía tener otra herida visible.

El castaño escupió a mis pies, con el filo de su espada rozando la tierra bajo ellos.

—Eres una traidora. Los has matado a todos.

Entrecerré los ojos en su dirección, cruzando los brazos frente a mi pecho.

—Sino recuerdo mal, erais ustedes lo que pensabais que vuestro trabajo y el bosque Gregdow eran un chiste. Yo solo os he dado una dosis de realidad.

El avanzó un paso hacia mí, furioso, con un hilo de saliva ensangrentada cayendo de la comisura de su labio.

—Casi he muerto.

—Has huido — dije yo, mirándole de arriba a abajo. Audry frunció el ceño y se detuvo de golpe, mirándome estupefacto.

—¿Qué…? ¿Qué dices? Yo…

—La hija de Idelia dice la verdad — le interrumpió Keelan, haciendo que la mirada de Audry se posase ahora sobre él  —. Alguien ha matado al monstruo por ti o, tal vez, has huido cuando estaba ocupado con otro cuerpo. De cualquier forma, no te has enfrentado a él.

Casi me sobresalté al ver que me daba la razón. Aún así, supe que era más bien una observación, no ninguna alianza. Él ya ni siquiera me miraba y, aunque me hubiera gustado decir que me molestaba, lo prefería así.

Audry frunció aún más el ceño, apretando sus dedos en torno al mango de su espada —. ¿De dónde habéis sacado esa conclusión?

Carraspeé antes de hablar:

—No tienes sangre de Pulvra ni en la espada ni en la ropa, y la única forma de matarlo temporalmente es cortándoles la cabeza. — Justo cuando él iba a rechistar, añadí: — No seas tan hipócrita llamándome a mi traidora cuando tú has abandonado a tus compañeros a su suerte por tu supervivencia.

Ahí sí que guardó silencio. Evitó nuestra mirada mientras envainaba su espada, aparentemente avergonzado y agotado. Podía ver la humedad en sus ojos, sus manos temblando, su pecho subiendo y bajando con demasiada constancia. Sin duda, Audry no estaba acostumbrado a luchar.

Keelan le echó una ojeada.

—Vamos, tú te encargarás de los caballos mientras yo limpio y preparo la carne que he conseguido. — Audry no se molestó en asentir mientras Keelan se daba la vuelta en dirección al carruaje; yo tuve que dar varias zancadas para alcanzarle y colocarme a su lado. Sabía que Audry nos seguía por el sonido de sus botas pisándonos los talones, aún así, no conseguía confiar del todo en aquel hombre.

Observé el rostro levemente tenso de Keelan y la manera en la que sus hombros estaban rígidos. Por mucho que él no lo confesase, yo sabía que esto le había herido incluso más de lo que él demostraba. Me fijé en que en su carcaj estaba colocada una flecha rota, astillada, con algo de sangre rociando la madera. Sonreí ante aquello.

—Keelan, heredero de Zabia cuando le conviene y cazador de alimañas por las noches — le susurré, provocando que me mirara de soslayo. Yo me encogí de hombros mientras decía: — Es la verdad.

Él volvió a apartar su mirada, como si mirarme fuese un esfuerzo terriblemente enorme.

—No estoy para tus bromas absurdas. No hoy.

Fruncí el ceño en su dirección. Aunque, extrañamente, lo entendía. Era su pueblo, su reino, y esa había sido su forma de ayudarlos. Por eso se molestaba en cazar para ellos, en hacerles la vida más fácil, porque era la forma de darles lo que su padre no les había dado.

Yo nunca sería tan altruista, pero él sí que lo había sido. Y eso, por mucho que Keelan fuese insoportable, era una cualidad que admiraba. A pesar de eso, como decía Idelia, el altruismo solo te llevaba a la pobreza y a la ausencia de respeto.

Tuve que tragar saliva mientras Keelan aceleraba el paso y se perdía entre los árboles del bosque, sin siquiera dirigirse al carruaje, o a la zona bastante cercana donde acampaban los guardias. Ni siquiera pude verle en cuanto pasaron algunos minutos.

Aún escuchaba a Audry detrás de mí, cabizbajo, sin siquiera molestarse en adelantarme. Sin siquiera molestarse en decir una palabra, un insulto, cualquier cosa.

En cuanto avisté aquel pequeño claro, donde se encontraban aún los caballos pastando y nuestro transporte, no hice otra cosa además de acercarme a aquella yegua con la que había compartido unos momentos antes.

Estaba segura de que, a partir de ahora, sería mi única compañía.

Yo nunca había sido amante de los animales, pero los caballos solían atraerme. No sabía por qué, pero me parecían seres extrañamente místicos, amables y fieles.

Pasé una mano por el lomo de aquella yegua, deteniéndome a observar de nuevo aquella pálida cicatriz; cicatriz que, si te detenías a observar, te percatabas de que solo podía haber sido hecha por un cuchillo. Por un momento, incluso me pregunté si podía habérsela hecho alguno de aquellos guardias.

Preferí no pensar demasiado en ello mientras escuchaba a Audry pasar de largo y adentrarse en la zona donde los guardias dormían, algo apartada del carruaje, justo detrás de unos árboles.

Seguí acariciando el lomo de aquella yegua, pasando mi dedo por su cicatriz, susurrándole algunas palabras tranquilizadoras. Habían pasado algunas horas desde que había amanecido, así que el sol me daba de lleno en la coronilla, tostando mi piel como si estuviera metida en un horno de piedra.

Keelan debía de haber ido a limpiar lo que sea que hubiera cazado, preparándolo para que lo pudiésemos comer en cuanto tuviésemos que detenernos para acampar, justo cuando la luna apareciese en algún punto del cielo.

—Tranquila, chica, ya no volverán a hacerte daño — musité, deslizando mi mano pausadamente por el lomo de aquella yegua, sintiendo su corazón palpitando contra sus costillas.

<<Ya no volverán a hacernos daño>> quise decir. Pero sabía que aquello era una mentira.

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Silencio. Estaba segura de que ahora sería inevitable. Durante estos días, me había acostumbrado al sonido de las risas, del mascar de decenas de personas, del bullicio ruidoso de hombres en torno a la hoguera. Ahora, no podía evitar pensar que estaban digiriéndose en el estómago de esa bestia. No me sentía mal, realmente sabía que había sido necesario; pero, aún así, seguía sin estar acostumbrada.

Keelan había cazado esta vez a un cervatillo, el cual ahora estaba limpio, braseado y cortado sobre mi lengua. Agradecía el calor de aquella hoguera, la cual ahora era bastante más pequeña, encendida por Audry hacía una hora. Yo me había dedicado en todo el resto del día a hacer recuento y a comprobar que los caballos estuviesen alimentados y preparados para partir. Finalmente, Keelan había decidido que continuaríamos nuestro camino mañana, en cuanto amaneciera.

Todavía teníamos el mapa entre nuestras provisiones, así que Keelan no había tardado en señalar un punto de este, y había asegurado que debíamos de llegar allí en un plazo de dos días.

Yo me había reído abiertamente frente a él. Justamente ese tramo que teníamos que atravesar estaba cortado por un acantilado donde se congregaban los ñacús, sobrevolando el río que se encontraba debajo, dispuestos a devorar a cualquier estúpido que se plantease atravesarlo.

Keelan había asegurado que debía de haber una forma, y yo simplemente había vuelto a reír. Aún así, él no desistió y dijo que continuaríamos por ese camino.

Bueno, eso no pasó exactamente así, más bien me amenazó con clavar su espada justo en mi arteria femoral para provocarme una muerte lenta y agoniosa.

Después de eso, preferí no volver a reírme.

El día había pasado inesperadamente rápido para mí. Estaba sentada sobre las hojas, justo frente a la hoguera, mordisqueando aquel trozo de carne cálida. Me había abrigado con una capa, sintiendo el frío de la noche bajo mi túnica, justo sobre mí piel. Extrañamente, el frío era más gélido de lo común.

En mi mente, repasé la lista de monstruos que conocía, intentando encontrar alguna criatura que alterase tu temperatura corporal. Y sólo una bynge pasó por mi mente.

Por mucho que intenté convencerme de que esa criatura ya habría atacado, sabía casi con certeza que no era así, y rogaba porque no se tratase de ella. Había escuchado decenas, no, cientos de advertencias sobre las bynge.

Eran calculadoras, demasiado inteligentes, sin escrúpulos. Ni siquiera te devoraban, ni siquiera te masticaban. Ellas te acechaban, averiguaban tus debilidades, tus puntos débiles y fuertes. Descubrían cual era tu mayor temor, tu mayor sueño, tu mayor fortaleza. Entonces, cuando lo descubrían, atacaban.

Aunque no eran como las demás criaturas. Ellas se transformaban en hermosas mujeres, fuertes caballeros, pobres ancianas. Cuando habías caído en su trampa, intentando salvarla de una situación de vida o muerte, ellas te inducían en una alucinación. Miraban como te revolcabas, como gritabas, como rogabas, y se alimentaban de tu miedo más puro, más profundo. Y te dejaban en el por toda la eternidad, consumiéndote, matándote lentamente, disfrutando por décadas de tus sollozos.

Era terrorífico y, por lo que sabía, no había forma mundana de matarlas, además de la magia. Aunque, según Idelia, la mejor forma de sobrevivir a ellas era ignorarlas. De todas formas, era prácticamente imposible que algún ser que no fuera un monstruo estuviese en este bosque. Así que, si escuchaba alguna llamada de socorro, lo mejor era pasarla por alto.

Sabía que yo lo haría, pero no estaba tan segura de si lo haría Keelan.

Escuché como alguien se sentaba a mi lado, hincando sus dientes en aquel trozo de carne.

Miré de soslayo a Audry.

—No tenías que haber hecho eso.

Entrecerré los ojos. Yo no estaba tan segura de aquello.

—Entiendo que estés enfadado, pero era lo mejor.

Vi como tensaba su mandíbula, su nuez moviéndose mientras él tragaba con fuerza.

—No lo era. Llevabas aquí tres días, ni siquiera les diste tiempo a demostrar que merecían el puesto. No merecían morir.

Yo parpadeé en su dirección.

—Exacto. Llevaba aquí tres días y ya nos habíamos topado con dos monstruos, de los cuales nos habíamos encargado Keelan y yo. — Le eché una ojeada a Audry, quién parecía reticente a mirarme, al parecer bastante interesado en su trozo de carne —. Ni siquiera deberías de sentirte mal. Por esto, en el palacio, podrían ejecutarte.

Repentinamente, Audry tiró su comida contra el fuego, haciendo que las llamas se acercasen peligrosamente a nosotros. Di un pequeño respingo, mirándole molesta, aunque Audry simplemente apretó sus puños mientras fijaba su mirada en la hoguera.

—Me da igual, ellos no merecían morir. No por esto.

Me giré completamente hacia él.

— Audry, huiste cuando apareció el Pulvra, y ni siquiera ellos vinieron cuando tu saliste corriendo. El príncipe es el que consigue la comida, arriesgando su vida entre las profundidades del bosque, y ustedes ni siquiera os prestáis a acompañarlo. Si yo no hubiera hecho eso, lo hubiera hecho algún monstruo, o el mismo rey de Zabia en cuanto regresáramos.

—Sigue sin ser justificación. Tal vez si nos hubieras dado más días…

La mirada de Audry pareció perderse en la fogata, tal vez imaginando que sus compañeros aún seguían ahí, alrededor de las llamas. Podía ver cómo sus ojos se anegaban en lágrimas con demasiada claridad.

—Sabes que eso no hubiera sido así. Os avisé y, sin embargo, os reísteis de mí en aquel riachuelo. Te daría el pésame, pero no lo siento en absoluto.

Él tensó la mandíbula, echándome una mirada que hubiese espantado a aquella bynge.

—¿Sientes algo acaso? Porque yo creo que estás vacía. Sinceramente, me das aún más pena que mis compañeros.

Tragué saliva, volviendo a mirar aquel fuego con fijeza, notando la hueca mirada de Audry sobre mí.

—Creo que deberías descansar. No tengo ganas de ver a un crío llorar mientras como.

Aún podía sentir aquella mirada mientras una lágrima se escurría de su lagrimal. Fruncí aún más el ceño mientras evitaba encontrarme con su rostro.

Estuve segura de que se había ido cuando volví a sentirme sola, extrañamente helada a pesar de la fogata frente a mí.

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