🎃. CAPÍTULO 7
Laice caminaba en silencio por las calles adoquinadas de la "Villa Morte", su andar ligero y elegante apenas producía sonido mientras vigilaba el tranquilo pueblo. La noche estaba en su apogeo, y aunque todo parecía sereno, Laice sabía que la paz en su reino era frágil, siempre amenazada por las sombras que acechaban más allá. El huevo de fénix reposaba seguro en una pequeña mochila en su espalda, siempre cerca de ella, su guardián personal asegurándose de no separarse del preciado objeto.
La "Villa Morte" era un refugio pacífico para las almas, un lugar donde el descanso era sagrado. Las reglas eran simples: mantener la paz y el respeto mutuo. Sin embargo, para mantener ese equilibrio, Laice y su fénix debían enfrentarse constantemente a las fuerzas oscuras que deseaban desestabilizarlo todo. Los "Letum Obscura", una necrópolis maldita, era hogar de las más horrendas criaturas que existían, una prisión para los que habían roto las reglas en vida y muerte, condenados a un destino de olvido y sufrimiento.
Laice recordaba vívidamente cada enfrentamiento que había tenido con las criaturas de la oscuridad. Su deber como Reina y Guardiana la mantenía ocupada y en constante alerta. Las sombras vivientes eran las más insidiosas, devorando las almas hasta extinguirlas por completo, mientras que los espectros nocturnos atormentaban a los que se encontraban al borde del olvido, castigando sus errores del pasado. Aún así, lo que más le helaba la sangre eran los 'súcubos' e 'íncubos Vitae', depredadores oscuros que se alimentaban de la esencia vital y el alma de los desprevenidos. Aunque su fénix y su fuerza habían mantenido a raya a estas criaturas, sabía que la amenaza era siempre latente.
De repente, un grito agudo, desgarrador, rompió la calma de la noche. Una Banshee. El chillido resonó a través de la villa, cortando como una daga el aire denso. El fénix que la acompañaba emitió un graznido, extendiendo sus alas en señal de alerta.
—Hay niños, Laice. Son las pesadillas vivientes, y veo también... al menos dos sombras vivientes —dijo el fénix, su tono grave y cargado de urgencia.
El cuerpo de Laice se tensó al escuchar aquellas palabras. No había nada que la enfureciera más que las criaturas oscuras cazando a los inocentes. Una furia incontrolable emanó de su interior, y de inmediato, una llama verde aqua y roja brotó de sus cuencas vacías, un símbolo de su conexión con el mundo de los muertos y de su inmenso poder. Sin titubear, saltó de un tejado a otro, moviéndose con la agilidad de una sombra, mientras el fuego etéreo que la envolvía iluminaba su silueta en la oscuridad.
Los gritos de los niños la guiaron hasta una casa al norte de la villa, donde dos gemelas asustadas estaban atrapadas en las garras de las pesadillas vivientes. Las criaturas, envueltas en una neblina oscura, se cernían sobre ellas, listas para consumir sus almas. Pero antes de que pudieran tocar a las niñas, Laice descendió como una tormenta de fuego. Su fénix lanzó una oleada de llamas que quemó la oscuridad circundante, ahuyentando a las sombras vivientes que merodeaban cerca.
—¡Sobre mi cadáver, malditas babosas! —gruñó Laice, su voz resonando en la noche con un eco que parecía provenir del mismo inframundo.
Con un movimiento rápido y preciso, invocó una gran barrera de llamas perpetuas que envolvió a las criaturas oscuras. Las pesadillas vivientes chillaron de terror, retrocediendo al sentir el poder de Laice. Las dos sombras vivientes intentaron atacar, pero el fénix las desintegró con un solo aliento de fuego incandescente.
Las gemelas, temblorosas y al borde del llanto, se acurrucaron juntas, aterrorizadas por lo que acababan de presenciar. Laice se acercó a ellas, su furia calmándose al ver que estaban a salvo. Se arrodilló frente a las niñas, su aura de fuego envolviéndolas suavemente, dándoles una cálida sensación de seguridad.
—Ya está, pequeñas. Están a salvo —susurró Laice, con una suavidad que contrastaba con la intensidad de la batalla reciente. Sus cuencas vacías irradiaban una luz reconfortante, mientras el fénix, ahora tranquilo, aterrizaba suavemente junto a ellas, envolviendo a las niñas con su calor protector.
Con las criaturas oscuras dispersadas, Laice sabía que su trabajo estaba lejos de terminar. El huevo del fénix en su mochila vibró levemente, como si compartiera su frustración. Había mucho por hacer, y aunque su conexión con el mundo terrenal la llamaba, su deber como guardiana de la "Villa Morte" siempre prevalecía. Esa noche, Laice no acudiría al llamado de sus reyes. La villa necesitaba de su protección, y su compromiso con las almas de los inocentes era inquebrantable.
[...]
En el gran salón del castillo Vulturi, los reyes se encontraban sumidos en una preocupación inusual. El lazo invisible pero inquebrantable que los unía a su Reina les transmitía una sensación inquietante de furia y peligro. Era algo que ni Aro, ni Caius, ni Marcus habían experimentado antes; un fuego perpetuo de enojo puro que atravesaba sus corazones muertos, alertándolos de una posible amenaza sobre su compañera destinada.
Aro, de pie frente al espejo de vidrio oscuro, mantenía sus manos temblorosas sobre el borde frío del marco. Sabía que este espejo era su único medio para conectarse con ella cuando estaba lejos. Mientras lo observaba titilar, como si fuera un teléfono espectral a punto de responder, su frustración aumentaba con cada segundo de silencio. La superficie del espejo vibraba débilmente, una señal clara de que algo bloqueaba la visión. Aro sentía el nudo en su garganta hacerse más grande. Si bien su Reina había demostrado ser capaz y poderosa, la incertidumbre lo desarmaba.
Caius, con su temperamento volátil, caminaba de un lado a otro del salón. Su ceño estaba profundamente fruncido, sus ojos llenos de rabia.
—¡Esto es intolerable!— rugió. —¡No podemos quedarnos aquí de brazos cruzados mientras ella está en peligro! Deberíamos estar ahí, con ella, protegiéndola. ¿Qué clase de reyes somos si ni siquiera podemos asegurar su seguridad?— Sus palabras reverberaron por las paredes de mármol, su tono cargado de impotencia.
Marcus, quien generalmente permanecía estoico y distante, ahora lucía abatido. Estaba sentado en una de las largas sillas del salón, sus dedos entrelazados en su cabello gris y su barba, tirando de ellos en un gesto de desesperación. Aunque la apatía había sido su fiel compañera durante siglos, esta sensación de angustia era nueva, un recordatorio de lo que todavía le importaba.
—No podemos quedarnos así —murmuró, aunque su voz apenas se alzaba por encima del murmullo de su respiración.— Ella está luchando. ¿Y nosotros? Estamos aquí, impotentes...
Aro, por su parte, no apartaba la vista del espejo. Su mente intentaba encontrar un camino, una solución, pero cada intento de concentrarse en su compañera se veía frustrado por la incapacidad del cristal oscuro de revelarle su ubicación exacta o estado. El poder del fénix debería ser suficiente para protegerla, pero su instinto le decía que algo más oscuro acechaba en la distancia, más allá de lo que podían ver o comprender. «¿Qué haría ella en este momento?» pensaba, intentando no dejarse consumir por la desesperación.
De repente, una voz firme y pequeña rompió la tensión en la sala. Jane, siempre calculadora, se acercó lentamente a los tres reyes, con Alec siguiendo de cerca.
—¿Qué pensaría la Reina si los viera así?— preguntó, su tono sereno pero penetrante. Sus ojos escarlata recorrieron el rostro de cada uno de los reyes, como si evaluara su reacción antes de continuar. —Ella es más que capaz de lidiar con esto —aseguró, deteniéndose frente a Aro, quien le devolvió una mirada perdida.— Pero si desean ser útiles, sean los fieles dragones de nuestra Reina. Manténganse fuertes— concluyó, con una convicción que resonaba en la sala.
Alec, con su semblante sombrío, se adelantó, apoyando la idea de su hermana. —Eso es lo que podemos ofrecerle como ofrenda de fuerza y voluntad— dijo con serenidad. —¿No les parece?
Sus palabras, aunque suaves, tenían un peso que penetró las barreras de la incertidumbre.
Aro, aún frente al espejo, parpadeó lentamente y dejó escapar un suspiro profundo. Las palabras de Jane y Alec lo hicieron reflexionar. La desesperación no era lo que su Reina necesitaba de ellos; ella, más que nadie, entendería la fuerza detrás de la calma. Sabía que debían permanecer firmes, que su deber era ser la roca en la que ella pudiera apoyarse cuando la batalla terminara. «Sí», pensó. «Si ella nos viera ahora, no querría nuestra debilidad. Quiere nuestra fortaleza.»
—Jane tiene razón— dijo Aro finalmente, enderezándose, su voz tomando un nuevo aire de resolución. —Debemos confiar en ella. Es más poderosa de lo que imaginamos, y ha enfrentado peligros mayores sin nuestra intervención directa. Pero estaremos listos. Cuando nos necesite, estaremos aquí, preparados para actuar.
Caius, aunque aún con los puños apretados, asintió con un gruñido. Sabía que no podían hacer más por ahora, pero la rabia seguía bullendo dentro de él. Marcus, con un suspiro profundo, se relajó ligeramente en su asiento. La calma que Jane y Alec trajeron les ofreció un breve respiro de la angustia, aunque la preocupación seguía latente.
Los reyes se quedaron en silencio, pero esta vez, no era un silencio de impotencia, sino uno de espera vigilante. Sabían que ella volvería a ellos, más fuerte, más decidida. Y cuando lo hiciera, estarían listos para recibirla como los dragones que habían sido seleccionado ser para su Reina.
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