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🎃. CAPÍTULO 4

Hades se recostó en su trono, su expresión severa mientras observaba a Aro, ahora postrado en el suelo del inframundo, sintiendo el peso de un poder mucho mayor que el suyo. La neblina negra que envolvía la caverna emitía un calor denso, casi sofocante, que obligaba al vampiro a mantener su cuerpo inclinado, apenas capaz de levantar la vista. Aro intentaba mantener su dignidad, pero sentía la realidad de su situación; estaba completamente a merced del dios que tenía delante.

—Escucha con atención, Aro —comenzó Hades, su voz retumbando como si el propio inframundo hablara a través de él—. El trato que te ofrezco no es sobre poder, no como lo entiendes. No se trata de dominar ni someter a Laice. De hecho, es todo lo contrario.

Aro intentó levantarse, su rostro torcido en una mezcla de humillación y desdén, pero su cuerpo permaneció adherido al suelo, incapaz de desafiar la presión que el dios ejercía sobre él.

—¿Y qué es entonces? ¿Qué clase de trato puede haber entre nosotros, si no es sobre poder? —Aro escupió las palabras, apenas capaz de contener su frustración.

Hades se levantó de su trono, caminando lentamente hacia Aro, sus ojos rojos brillando con una intensidad que parecía atravesar su alma. Con un gesto, liberó un poco de la presión que mantenía al vampiro en el suelo, permitiéndole al menos arrodillarse, aunque aún incapaz de alzarse por completo.

—Tú, Aro, has vivido siglos buscando poder, influencia, control sobre la vida inmortal —dijo Hades, su voz serena pero firme—. Pero lo que no entiendes, lo que nunca has comprendido, es que ese poder es efímero. Tu existencia de vampiro no es eterna en el sentido que crees. Al final, todos deben pasar por mis dominios. Todos deben dejar su legado en el mundo mortal si desean trascender. Y tú, junto a Marcus y Caius, tenéis un destino mucho mayor que gobernar a los vampiros.

Aro frunció el ceño, su mente trabajando a toda velocidad para entender las palabras del dios. Él y sus hermanos habían creído siempre en su eternidad como vampiros, en su derecho a gobernar. ¿Dejar esa existencia? El solo pensamiento le revolvía las entrañas.

—Laice —continuó Hades— es más que una simple compañera o una figura a la que puedes dominar. Ella lleva en sí misma mi corazón, y con él, el poder sobre las almas de los muertos. Su tarea es proteger el mundo del descanso eterno, un mundo que tú, Aro, apenas puedes imaginar. Hay fuerzas oscuras, más allá de los vampiros, que buscan destruirla, hacerse con ese poder. Magos oscuros, criaturas ancestrales... Todos ellos desean lo que Laice protege. Si cae, si su corazón es robado, el equilibrio entre la vida y la muerte colapsará. Y créeme, eso sería un destino mucho peor que la muerte.

Aro sintió un escalofrío recorrer su columna. Esta era una verdad que no había considerado. Laice no solo era una figura a la que debía ganarse, sino una guardiana de un poder que ni él mismo podía controlar. Y esos enemigos... esos seres que Hades mencionaba, le recordaban que incluso en su poder como vampiro, había cosas que estaban fuera de su alcance.

—¿Y qué tiene que ver todo esto conmigo? —gruñó Aro, con menos confianza en su voz—. No tengo interés en esos monstruos ni en ese mundo de almas.

Hades se inclinó hacia él, sus ojos ahora a la altura de los de Aro. La atmósfera alrededor de ellos pareció oscurecerse aún más.

—Todo —respondió Hades—. Tú, Marcus y Caius, habéis sido elegidos. Laice os ha visto como sus compañeros, sus guardianes. Pero no como vampiros, no como los reyes que sois en el mundo mortal. Vuestra verdadera función es trascender esa existencia, dejar de ser los gobernantes de los vivos para convertiros en los Reyes del descanso eterno. Pero para eso, debéis aprender a ceder. No vuestro poder físico, sino vuestra existencia, vuestra alma.

Aro apretó los dientes, sintiendo una mezcla de rabia y desesperación. ¿Ceder su existencia? ¿Convertirse en algo más allá de lo que era?

—Laice no puede hacerlo sola —dijo Hades, ahora con un tono más severo—. Y si no aceptas esto, si no proteges a Laice, el mundo de los muertos caerá, y con él, el de los vivos. Esos monstruos a los que te enfrentas... no quieren solo a Laice. Quieren el poder que ella guarda. Y sin ti, sin tu protección, ellos lo conseguirán. Serás testigo de un caos que ni siquiera los vampiros podrán detener.

Aro bajó la cabeza, incapaz de refutar las palabras del dios. Había algo en la verdad de lo que decía, algo que no podía ignorar. Laice no era solo una mujer, no era solo un ser a conquistar. Ella era la clave para algo mucho más grande, y él, aunque le costara admitirlo, era parte de esa misión.

—¿Y cuál es el trato entonces? —murmuró finalmente, su voz baja pero con una nueva resolución—. ¿Qué debo hacer?

Hades sonrió, satisfecho de haberlo llevado hasta ese punto.

—El trato es simple —dijo el dios—. Cederás tu orgullo, Aro. Protegerás a Laice no como un hombre que busca poder, sino como un compañero que entiende su lugar en el equilibrio del mundo. La guiarás, la protegerás, y en el proceso, aprenderás lo que significa liderar no con fuerza, sino con equilibrio. Y cuando llegue el momento, dejarás tu vida inmortal de vampiro, para convertirte en algo más. En un Rey, no solo de los vivos, sino de los muertos.

Aro respiró hondo. Este era un destino que jamás había imaginado, pero ahora que lo entendía, veía que no tenía otra opción. Debía proteger a Laice, no solo para sobrevivir, sino para asegurar un futuro mucho más grande del que había soñado.

—Acepto el trato —dijo finalmente, su voz firme—. Protegeré a Laice... y haré lo que sea necesario.

Hades asintió, satisfecho.

—Muy bien, Aro Vulturi. Ahora, el verdadero trabajo comienza.

[...]

Aro cayó en picada hacia la oscura fosa, su cuerpo descendiendo vertiginosamente a través del aire denso y sofocante. No hubo advertencia ni advertencia previa. Solo el último eco de las palabras de Hades resonando en su mente: "Obtén el perfecto regalo." Sintió la opresión del orgullo en su pecho, un peso que no podía ignorar mientras la distancia entre él y la tierra infernal desaparecía. Cuando finalmente impactó, su cuerpo de vampiro absorbió el golpe, pero el dolor persistió. Había sido arrojado sin miramientos, un rey de los vampiros humillado y forzado a caminar por un sendero que jamás hubiera imaginado.

Se levantó, tambaleante, mirando a su alrededor. La fosa en la que había caído era solo el inicio de su prueba. Ante él, una vasta montaña se alzaba, sus picos envolviendo el cielo en llamas, escupiendo fuego y cenizas. Un puente estrecho, hecho de cuerdas ennegrecidas y desgastadas, colgaba precariamente sobre un río de lava incandescente. El aire caliente quemaba sus fosas nasales, y el intenso calor hacía que su piel inmortal se sintiera débil. Aro tragó saliva. Esto no era solo una prueba física, era una prueba de voluntad.

"Laice siempre ha querido un fénix…" Esa frase retumbaba en su cabeza. Hades no lo había ayudado más que con esa simple pista. El fénix no era solo un regalo para conquistar el corazón de Laice, sino una muestra de que Aro estaba dispuesto a dar más que poder y autoridad; debía dar su devoción. "Ceder tu orgullo…" Las palabras de Hades eran claras. Esta prueba no se trataba de someter a la bestia ni de robar su preciado huevo. Debía demostrar que su objetivo era sincero, que su amor por Laice estaba por encima de su codicia.

Aro avanzó con cautela, cada paso sobre el puente de cuerdas lo acercaba al nido del fénix, pero también lo empujaba más cerca de su propia destrucción. Las cuerdas crujían y gemían bajo su peso, y cada tanto, el suelo temblaba con la vibración de las explosiones de lava debajo. A su alrededor, el aire se arremolinaba, pero no estaba solo. A medida que avanzaba, sombras oscuras comenzaron a manifestarse a lo largo del borde del precipicio. Los demonios de bajo astral, seres hechos de oscuridad pura, emergían de las grietas en las rocas y de las sombras mismas, mirándolo con ojos hambrientos. Sus formas amorfas y cambiantes lo rodeaban, acechándolo, susurros venenosos llenando el aire:

Vas a fallar, Aro Vulturi… Nunca serás lo suficiente para ella…

Las palabras perforaban su mente, cada susurro era un recordatorio de las dudas que siempre había ocultado bajo su capa de poder. ¿Era él suficiente para Laice? ¿Podía realmente protegerla y conquistar su corazón? Pero Aro apretó los dientes y avanzó. No podía permitirse vacilar. No cuando el fuego del fénix estaba tan cerca.

El camino se volvió más traicionero. Rocas afiladas sobresalían del sendero, y el calor aumentaba. El aire a su alrededor comenzó a vibrar, y sabía lo que eso significaba. Estaba cerca del nido. Desde lo alto de la montaña, pudo distinguir la majestuosa silueta del fénix, su plumaje de fuego brillando con intensidad, más hermoso y aterrador de lo que jamás había imaginado. El nido estaba hecho de ramas doradas y cenizas, con un resplandor que cortaba la oscuridad circundante. Pero junto al nido, el verdadero desafío le esperaba.

La madre fénix.

Era una criatura imponente, cuyas alas extendidas parecían abarcar el cielo mismo. Su mirada penetrante cayó sobre Aro en cuanto se acercó. El calor de su cuerpo envolvió a Aro en una ola abrasadora, haciéndole retroceder por instinto. Sin embargo, sabía que no podía huir. Si quería el huevo, si quería demostrar su devoción a Laice, tendría que enfrentarse a la criatura de fuego… no con violencia, sino con sumisión.

El fénix lo observaba con una mezcla de curiosidad y desafío. Aro entendió en ese instante lo que debía hacer. Su orgullo, su obstinación, su hambre de poder, todo ello debía ser abandonado aquí. Se arrodilló ante la criatura. Sintió cómo los demonios de bajo astral se burlaban de él desde la oscuridad, sus risas resonando en su mente, pero no les prestó atención.

—No he venido a robar ni a pelear —dijo Aro, su voz firme, pero humilde—. He venido a pedirte un regalo. Un regalo para una mujer cuyo corazón es más fuerte que cualquier poder que haya conocido. No para mí, sino para ella.

La madre fénix lo observó, sus ojos llameantes buscando en lo profundo del alma de Aro. Por un momento, todo quedó en silencio. Incluso los demonios dejaron de susurrar. El vampiro permaneció arrodillado, sintiendo el peso del juicio del fénix sobre él. Sabía que si la criatura decidía que no era digno, no habría salida. Podía acabar con él en un abrir y cerrar de ojos, devorándolo con su fuego eterno.

Pero entonces, el fénix inclinó la cabeza, sus alas envolviendo el nido como si le diera su bendición. Aro respiró hondo. Con movimientos lentos y calculados, se acercó al nido, donde un único huevo reposaba. Era hermoso, brillante como el oro fundido, pero también frágil. Lo tomó con ambas manos, sintiendo el calor irradiar a través de él, como si contuviera el fuego de la vida misma. Lo sostuvo contra su pecho, y por un momento, sintió una paz que no había experimentado en siglos. Este era el regalo que debía ofrecer a Laice.

Cuando se levantó, los demonios de bajo astral se lanzaron sobre él, intentando arrebatarle su preciada carga. Aro los esquivó con agilidad, moviéndose entre las sombras y el fuego. Sabía que no podía pelear contra ellos directamente, no con el huevo en sus manos. Pero podía superarlos con astucia.

Con el fénix vigilante detrás de él, Aro cruzó el puente de regreso, deslizándose por el sendero angosto mientras las sombras intentaban alcanzarlo. El río de lava rugía debajo, pero Aro se mantuvo firme, aferrándose al huevo. Cada paso era una batalla contra el calor, el miedo y las dudas, pero avanzaba, guiado por el amor que ahora reconocía sentir por Laice.

Finalmente, cuando sus pies tocaron el suelo firme del otro lado, supo que había superado la prueba. Hades lo había dejado solo, pero Aro había aprendido la lección más importante. No se trataba de poder o control. Se trataba de ceder, de proteger algo más grande que él mismo. Y con el huevo del fénix en sus manos, estaba listo para ofrecer a Laice no solo un regalo, sino su propia rendición.

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