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🎃. CAPÍTULO 3

Aro Vulturi permanecía en lo alto de su torre, el frío mármol bajo sus pies descalzos apenas lograba despertar alguna sensación física en su cuerpo, endurecido por siglos de existencia. Sus manos se apoyaban en la barandilla, y su mirada, normalmente aguda y penetrante, ahora se perdía en el horizonte de Volterra, donde el amanecer empezaba a desvanecerse tras un cielo nublado. El ambiente solemne de la ciudad parecía coincidir con su estado interior: un paisaje sombrío y vacío que reflejaba el tumulto de su mente.

El día anterior, había encontrado a Marcus y Caius juntos con Laice, la Catrina. Sus dos hermanos, sus iguales, se habían vinculado a ella en su ausencia. Aro había esperado que el vínculo entre los cuatro fuera simultáneo, que todo sucediera bajo su control, como siempre había sido con los asuntos importantes de los Vulturi. Pero esta vez no había sido así. La revelación de que ellos no lo habían esperado le dolió más de lo que estaba dispuesto a admitir. Sin embargo, el dolor no provenía únicamente del hecho de ser excluido; lo que más lo inquietaba era la idea de que, en gran parte, la culpa era suya. Su orgullo, esa impenetrable coraza que había construido durante siglos, había empezado a convertirse en su mayor enemigo.

«¿Cómo puedo llegar a ella sin caer en la humillación?», pensó Aro, con los labios torcidos en una expresión de disgusto.

La imagen de Laice, la mujer que tanto lo intrigaba y frustraba, invadía su mente. La Catrina, con sus cuencas vacías y su rostro inexpresivo, era más que una compañera; era un enigma que él no sabía cómo resolver. Y aunque Aro se mostraba distante y altivo, había algo en ella que lo debilitaba, que lo hacía sentir vulnerable. Él, que había gobernado durante siglos, que había manejado vidas y destinos con precisión quirúrgica, ahora estaba atrapado en una maraña de emociones que no sabía cómo desentrañar.

El rechazo de Laice, o lo que él percibía como tal, lo había golpeado más fuerte de lo que quería admitir. Lo debilitaba, física y emocionalmente. Desde su encuentro con Marcus y Caius, había evitado alimentarse como solía hacerlo, delegando en Alec y Jane la tarea de obtener energía suficiente para mantener su cuerpo funcional. Su mente, sin embargo, estaba en otro lugar, consumida por el orgullo herido y la incertidumbre.

«¿Cómo dejar que ella gobierne mi vida si toda la vida he hecho esto con placer y pasión? Me gusta gobernar, proteger a mi gente y mucho más, liderar a los demás para una paz necesaria», pensó con una molestia que no aflojaba ni siquiera en su mente muerta.

El gruñido que escapó de sus labios fue bajo, pero lleno de frustración. Aro sabía, en lo más profundo de su antigua alma, que la única solución a su malestar era arreglarse con Laice. Ella no era solo la Reina de los Muertos, una diosa distante y fría; era su compañera, aquella que podría darle el equilibrio que le faltaba. Sin embargo, ¿cómo podía admitirlo? ¿Cómo podía ceder el control que había mantenido durante tantos siglos? La idea de que su destino estuviera entrelazado con el de ella lo enfurecía y, al mismo tiempo, lo desesperaba.

Detrás de él, la puerta de la torre se abrió con un suave chirrido. Jane entró, como siempre, silenciosa y sumisa, pero con esa intensidad inquebrantable que la caracterizaba. Aro apenas notó su presencia hasta que su voz suave, cargada de preocupación, rompió el silencio.

—Amo, hemos escuchado que la Reina no se quedará por mucho tiempo. Volverá a su reinado en unos días —dijo Jane, su tono leal, pero el leve brillo rojizo en sus ojos revelaba la inquietud que sentía por él.

Aro giró ligeramente la cabeza, lo suficiente para captar el reflejo de Jane en su visión periférica. Su cuerpo, normalmente relajado y majestuoso, estaba tenso, y su mano se elevó involuntariamente hacia su nuca. Un gesto automático que realizaba solo en momentos de gran incomodidad o frustración. Desde que había decidido cortar su melena larga hacía ya un tiempo, no lograba acostumbrarse al cambio. Sentía como si algo esencial le hubiera sido arrebatado, y aquella picazón constante en el cuero cabelludo parecía acompañar su creciente irritación interna.

—¿En cuánto tiempo? —logró preguntar, su voz áspera, casi ronca de tanto guardar silencio.

—En dos días, ha dicho que son a raíz de sus obligaciones —respondió Alec, quien había entrado tras su hermana, buscando con su tono calmar los nervios de su amo.

Dos días. Ese era el tiempo que le quedaba antes de que Laice desapareciera de su vida, tal vez para siempre. Aro apretó los dientes, mientras su mente se agitaba en busca de una solución. No podía permitir que se fuera, pero tampoco podía humillarse rogando por su presencia. Él, que siempre había controlado cada aspecto de su existencia, ahora se encontraba atrapado en una situación que no podía manejar con su usual maestría.

El panorama de Volterra seguía inmutable frente a él, pero dentro de su mente, Aro se encontraba en medio de una tormenta. El antiguo líder de los Vulturi, el imponente gobernante que había moldeado la historia durante siglos, se veía reducido a una figura impotente, atrapada entre el orgullo y la desesperación.

Dos días. El tiempo corría, y por primera vez en siglos, Aro no sabía qué camino tomar.

—Debemos hacer algo, Amo. No podemos permitir que se marche sin que el vínculo entre ustedes se realice —intervino Alec, intentando calmar los nervios del líder.

Aro abrió la boca para responder, pero en ese preciso instante, un oscuro vórtice de humo negro surgió del suelo. Jane y Alec retrocedieron de inmediato, reconociendo que lo que se manifestaba ante ellos no era de este mundo. Un hombre emergió de la negrura, su presencia era aterradora. Piel grisácea, ojos rojos como la sangre derramada en el campo de batalla, y una mirada que podía helar incluso el corazón de un vampiro milenario como Aro.

—No es un placer conocerte —dijo el hombre, con una voz que resonaba como un eco del inframundo—. Sé quién eres para la Catrina, pero tú no sabes quién soy yo para ella.

Aro frunció el ceño, sus ojos centellearon con desdén. No iba a dejarse intimidar por ningún desconocido, aunque su instinto le gritaba que aquel ser no era alguien común.

—Entonces, dime quién eres —gruñó Aro, a la defensiva, tratando de no mostrar su creciente incomodidad.

El hombre dio un paso adelante y, con un movimiento tan rápido que incluso Aro apenas pudo seguir, lo agarró por la garganta y lo arrastró al interior del vórtice de sombras. Jane y Alec intentaron intervenir, pero se encontraron paralizados por una fuerza invisible. Aro sintió cómo el mundo se desmoronaba a su alrededor mientras era arrastrado a un lugar que no pertenecía al plano terrenal.

De repente, Aro se encontró en lo que solo podía describirse como el inframundo. Un lugar oscuro, sofocante, con un calor que no provenía del fuego, sino del peso mismo de la desesperación. Ante él, el hombre se reveló.

—Soy Hades, Dios de la muerte, y protector del corazón viviente de Laice, tu compañera —dijo, con una calma aterradora—. Y he venido a hacerte una oferta.

Aro, aún en el suelo, sintió una oleada de furia. ¿Cómo se atrevía este dios a humillarlo de esa manera?

—¿Y por qué crees que me arrodillaría ante ti? No necesito tu ayuda ni la de nadie para solucionar mis problemas —gruñó, luchando por ponerse de pie.

Pero Hades no se movió. Lo observó con una mezcla de lástima y desdén.

—Lo harás, Aro. Lo harás porque no tienes otra opción. Laice es mi corazón, mi esencia. Ella carga mi maldición, y tú, en tu orgullo, no has hecho más que lastimarla. Si no haces un trato conmigo, nunca podrás encontrar el camino hacia su perdón. Y créeme, sin su perdón, tu existencia se volverá miserable.

Aro sintió el peso del inframundo aplastándolo. Era incapaz de levantarse. El suelo bajo él era como una prisión, obligándolo a postrarse ante el dios de la muerte. Su orgullo le gritaba que resistiera, pero su cuerpo ya no respondía.

—¡No necesito a nadie! —exclamó Aro, su voz temblando de rabia e impotencia.

—¿De verdad? —preguntó Hades, acercándose lentamente—. Porque todo lo que has hecho hasta ahora te ha llevado hasta aquí, postrado ante mí, sin ninguna otra salida. Has herido a Laice, has ignorado su dolor, y ahora, estás al borde de perderla por un largo tiempo o para siempre.

Aro jadeaba, la presión era insoportable. Nunca se había sentido tan vulnerable, tan expuesto. Pero sabía que Hades tenía razón. No podía ganar esta batalla solo.

—¿Qué... qué quieres de mí? —preguntó finalmente, con voz rota.

Hades sonrió, pero no había calidez en su expresión, solo una fría determinación.

—Un trato. Te ayudaré a encontrar el camino hacia Laice, pero a cambio, tendrás que cumplir con mi voluntad. Tendrás que aceptar la rendición, aprender a ceder. Solo entonces podrás conseguir el vínculo que te pertenece.

Aro cerró los ojos, su cuerpo temblando por la rabia contenida. Aceptar la rendición. Era una humillación, pero si no lo hacía, perdería a Laice para siempre.

—Acepto —murmuró finalmente, susurrando las palabras que tanto temía decir.

Hades lo miró con una sonrisa de satisfacción.

—Muy bien, Aro Vulturi. Prepárate para un viaje que cambiará tu existencia para siempre.

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