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8

Harkan escuchó a su madre hablar sola durante años. Lo hacía a escondidas, cuando pensaba que estaba totalmente sola y podía dejar aflorar su frustración. 

A veces, cuando su padre no estaba y fregaba la casa, la oía decir cosas que lograba comprender a medias. La observaba desde las rendijas de las puertas, impasible, o se paraba a prestarle atención mientras se entretenía tirado en el suelo del comedor y miraba los agujeros en las viejas vigas del techo. 

La escuchó una vez hablar con tono casi asustado, en apenas un par de susurros. Sus oídos captaron las palabras "se moriría sin mí" y Harkan, entonces un poco más mayor y con una mejor comprensión del ambiente habitual de su hogar, comprendió en cuestión de segundos que hablaba de su padre. Sin embargo, un instante más tarde la volvió a oír murmurar.

«Lo matará si yo no estoy», había dicho su madre. Harkan pensó, por supuesto, que de alguna forma seguía hablando de su padre, aunque no terminó de entender lo que quería decir. En realidad, hablaba de él. De lo que le haría su padre si llegaban a quedarse mucho tiempo solos.

—No puedes huir —la había oído decirse a sí misma unos días más tarde, mientras doblaba la ropa a solas con los nuevos moretones al descubierto—. Sería peor no tener nada que seguir con esto. Solo hay que tener voluntad... Solo hasta que crezca...

La situación que atormentaba a su madre no mejoró en absoluto ni con el paso del tiempo. De hecho, no hizo más que enraizarse en el interior de aquel hogar de locos sin que nadie hiciese nada para pararlo. Con diez años, Harkan era capaz de percatarse de todo menos de los verdaderos sentimientos de su madre, que se mantenía sumisa ante el comportamiento errático y violento de su padre. El niño no era capaz de comprender lo que pasaba por su mente, no podía procesar las emociones que debían estar atormentándola, ni tampoco sus verdaderas intenciones y deseos, pero la falta de amonestaciones fomentó que el pequeño no aprendiese a visualizar la barrera entre el bien y el mal de forma nítida. 

Cuando fuese mayor, le tocaría intentar aprender por su cuenta.

Las palizas eran los recuerdos que más se habían arraigado en la mente de Harkan con los años, a pesar de esa indistinción moral que se había ido adueñando de su cerebro conforme crecía. Cuanto más pasaban los días, más ahínco ponía en escuchar a su madre a escondidas. Puede que fuese por pura curiosidad, o que en su interior de verdad quisiese llegar a comprender a su progenitora, pero por más información que captara, sus emociones continuaban sin ser legítimas; apagadas, difusas. Sin embargo, en los momentos en que él se mantenía estoico como una roca bajo el yugo de su padre, los resquicios de comprensión absurda asomaban por el borde de sus ojos. 

Evocar el primer momento en que sucedió algo como aquello le resultaba casi tan fácil como respirar. Esa fue la primera vez que entendió de verdad un resquicio del corazón de su madre.

Era increíble que la mayoría de arranques de su padre sucediesen en aquel espacio abierto que formaban la cocina y el salón. Su plato humeaba, y un sabroso olor a delicia inundaba las fosas nasales de cualquiera que decidiese hundir la cuchara en la comida. Al menos, aquella era la perspectiva de Harkan. Su padre, en cambio, no parecía demasiado entusiasmado con la elección culinaria de su mujer. Así lo demostró el manotazo que pegó en la mesa.

Con un incipiente y súbito mal genio, agarró el cuenco de barro, se puso en pie y derramó el contenido aún templado sobre la ropa de Gina, manchándola de arriba abajo. La mujer, embadurnada hasta los zapatos y con las mejillas manchadas, se limitó a levantarse de su asiento sin siquiera mirarlo y a marcharse escaleras arriba para cambiarse, demasiado agotada para replicar. 

Harkan, que había presenciado la escena sin inmutarse, observó a su padre sin dejar de masticar la cucharada de puré que se había metido en la boca. El hombre le estaba hablando ante la ausencia de su esposa. Depositó la cerveza que acababa de agarrar junto a la lata vacía en su sitio de la mesa y se apoyó con una mano sobre esta, extendiendo los dedos sobre el mantel para inclinarse al hablarle. Harkan ignoró la aparente intimidación que pretendía provocar su padre al cernirse sobre él desde las alturas. La cafetera que había dejado su madre en el fuego anunció de fondo que al café le quedaba poco para estar listo. 

—Me irrita que seas así. ¿Cómo puedes mantenerte tan... indiferente? —farfulló el hombre.

Harkan ralentizó el movimiento de su mandíbula al comer y mantuvo el contacto visual con Bran, cuyas cejas estaban fruncidas con desdén.

—Me enferma ver tu cara... tus ojos vacíos —murmuró de pronto con aversión. Sus dientes rechinaron al hablar—. Tienes unos ojos odiosamente siniestros, ¿sabes? Horribles... Tan diferentes a los de tu madre... —estiró la mano hacia él dispuesto a cogerle el rostro y apretujarlo entre sus dedos, pero se detuvo al verse reflejado en los orbes de su hijo— Cambia ese gesto, me incitas a hacer cosas peores. 

El niño se mantuvo en silencio unos segundos antes de desviar su atención de nuevo a la comida y remover el puré con la cuchara. La vista de Bran Levian recayó entonces sobre la cafetera y el vapor que escapaba de ella, y cogió con soltura su propia cuchara para llevársela consigo. Dio un par de pasos y apoyó el trasero sobre la repisa junto a los fogones, dejando caer su cuerpo sobre los muebles de la cocina. Desde allí, volvió a hablar, aunque no esperó una respuesta.

—Pensé que todo esto sería una fase, que un día te levantarías para ser el hijo normal que merezco tener. O en todo caso alguien con un mínimo instinto de supervivencia. Tampoco espero que te parezcas a mí, pero al menos los niños de tu edad saben cuándo tenerle miedo a los demás —jugueteó con el cubierto entre sus dedos. Un hipido escapó de sus labios como recordatorio de las múltiples latas de alcohol que había ingerido—. Y contigo uno no puede desfogarse de verdad. Que no te resistas hace que parezca que no hay un final, que no debería pisar el freno... Y eso me cabrea. Un día se me va a ir de las manos de verdad... 

Harkan podía seguir órdenes, podía ser servicial y complaciente... pero no podía fingir un grito, ni podía cumplir con aquello que su padre esperaba de él. Se rascó el muslo por debajo de la mesa y dejó de mover el puré sin alzar los ojos. Hizo oídos sordos a las palabras de su padre, aunque escuchó cada una de ellas.

—Hablar contigo es como hablar con un muro de cemento. Está claro que no tienes intención alguna de cambiar —la cuchara dejó de girar en su mano y su tono se tornó un poco más serio, como si acabase de recobrar un poco de cordura—. Quizá necesitas ayuda. Algo más drástico que te haga despertar.

En el comedor resonó el tintineo de la cuchara al caer contra el suelo. Bran se mantuvo tranquilo en su sitio, con los ojos posados con intensidad sobre su hijo. La mano que había dejado caer el cubierto al suelo se dirigió entonces hacia la cafetera.

—Cógela.

La silla chirrió cuando Harkan la arrastró para levantarse. Tan tranquilo como siempre, irguió su cuerpecito y se puso en pie, dejando atrás el cuenco de comida para caminar hacia el cubierto caído. Una vez que estuvo frente a él, a escasos centímetros del cuerpo de su padre, se inclinó hacia delante y alargó el brazo para cogerlo.

En cuanto sus yemas rozaron la cuchara, el burbujeo de algo caliente zumbó en sus oídos. No le dio tiempo a moverse antes de sentir cómo el café hirviendo se derramaba por su espalda.

Bran vertió el contenido de la cafetera sobre la zona lumbar del cuerpo de su hijo con una precisión calculada, demasiada para estar medio borracho. Expectante, examinó al niño a la espera de una reacción que saciase sus caprichos y deseos.

Harkan se volvió casi de roca. Su cuerpo se quedó engarrotado, tieso, incapaz de moverse ni encogerse en sí mismo. Su boca apenas profirió sonido alguno en una muestra de que se hallaba verdaderamente congelado. Sin embargo, desde la perspectiva que tenía su padre no se podía apreciar cómo se mordía con fuerza los labios, volviéndolos casi blancos, la firmeza con la que su mano libre apretaba el borde de su camiseta, ni la forma desmesurada en la que se habían abierto sus ojos. 

El líquido hirviendo le quemó la piel de la zona y el niño pudo sentir cómo las fibras de su cuerpo se deshacían. El dolor era innegable, a pesar de que no fuese capaz de hablar.

Bran Levian gruñó, decepcionado, y contempló cómo un humo vaporoso emergía de la ropa húmeda y ardiente de su hijo. Se esperó unos segundos más, y ante la aparente inactividad de su hijo, que continuaba en la misma posición y con la cuchara en la mano, estampó la cafetera contra los muebles, lanzándola sin siquiera mirar, y cerró las manos en dos puños trémulos de ira.

—Puto niñato... ¡Grita de una vez, joder!

El zapato del adulto se estampó contra el costado del niño en un empujón que le hizo caer al suelo y lo mandó lejos de la mesa. El cuerpo dolorido y quemado del pequeño se retorció en el suelo, intentando obtener un oxígeno que sus pulmones no habían logrado captar por culpa de la caída. Harkan boqueó y se llevó las manos a la cara de forma casi instintiva para cubrirse.

El pie de su padre no tardó en volver a la carga. Comenzó a patearlo, golpeándolo en las costillas una y otra vez, pero también en cualquier lugar que pillase en aquel instante vulnerable, desprotegido. El cuerpo de Harkan se encogió como una bola, pero no logró evitar los impactos que le llovían a borbotones. Con el pecho apretado y palpitante y las costillas aprisionándole los pulmones, el pequeño empezó a toser, pero su padre no se detuvo. Estaba perdido en su propia rabia, pateando sin apenas pensar mientras seguía murmurando entre dientes que gritase.

Harkan, encajonado en una esquina de la habitación y con la espalda baja en carne viva, aún burbujeando bajo la ropa, se mantuvo pegado a la pared con la cabeza escondida entre los brazos. Los gritos de su madre fueron lo único que le alertó de que aquel episodio iba a tener algún tipo de final. 

Gina se asomó a las escaleras alertada por el ruido, y en cuanto vio lo que estaba sucediendo corrió y se lanzó sobre su marido para separarlo del debilitado cuerpo de su hijo. Bran se resistió a su agarre y acabó tirándola también al suelo, pero la mujer se arrastró hasta posicionarse entre ambos y su marido terminó deteniéndose. Se dio media vuelta con la respiración acelerada y pasó una de sus grandes manos por su pelo para echarlo hacia atrás y quitarse el sudor. Abrió la nevera una vez que estuvo al lado y cogió otra lata de cerveza, a la que le dio un trago mientras observaba de lejos el resultado final de su obra.

La madre, con los ojos llorosos, recogió el cuerpo de su hijo y lo depositó sobre su regazo con manos temblorosas. Acunó el rostro del niño, y fue entonces cuando las lágrimas empezaron a brotar como cascadas de sus orbes claros, fluyendo por sus mejillas encogidas. Harkan parecía más frágil que nunca. Sus ojos estaban entrecerrados y respiraba con dificultad. La paliza lo había dejado en un estado casi de inconsciencia y veía todo con tintes borrosos. Un hilo de sangre le bajaba por la boca, cuyos labios estaban teñidos de rojo por dentro. 

—Mi amor, no te duermas. Mami ya está aquí...

Harkan comprendió entonces, pese a los bordes negros que adornaban su visión, que el dolor no solo era físico, como el que sentía él en aquellos instantes. El agua caía de los ojos de su madre, que lo miraba con lo que debía ser miedo, pero no parecía enfadada. Gina también sentía dolor, aunque a ella no le hubiesen pegado. Aquel fluido era la demostración física de su sufrimiento.

Y saber que su madre sufría igual que él, por él... de alguna forma le calentó el pecho. 

Sí, aquello que veía debía ser lástima. Y, quizá, una pizca de amor.

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