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Jugó con el conejo durante varios días, llevándolo a pasear en sus brazos, sentándose junto a él a la orilla del río, y devolviéndolo a su madriguera cuando era hora de marcharse. Sin embargo, sus fantasías acabaron en un punto muerto la mañana que metió las manos entre la tierra y las raíces del agujero en el que vivía su amigo peludo y una esencia poco agradable hasta para él le llegó a las fosas nasales.
El hedor que desprendía el cadáver era abrumador, por lo que el pequeño Harkan se vio obligado a fruncir la nariz. Cerca de la sutura del pecho advirtió la presencia de una pequeña larva y la cogió y lanzó lejos para que no molestase al pobre animalillo. Lo dejó en el suelo para poder descubrir a qué se debía aquel olor horrible. Sus ojos lo analizaron de arriba abajo, pelo por pelo, y pronto llegó a la conclusión de que en realidad debía estar sucio.
Lo bañó en el río, frotando con suavidad su cuerpo para deshacerse de lo que él creía que eran churretes, de la tierra seca y de los diminutos rastros de sangre que aún adornaban su pelaje claro. Y logró hacer desaparecer la suciedad, pero el olor seguía allí, cada vez más fuerte. Para él significó que no era suficiente, que la mugre debía seguir incrustada en el pelo del conejo aunque él no fuese capaz de verla, y entonces pensó que quizá lo que necesitaba era una ducha de verdad. En verano, él mismo se había bañado en aquel riachuelo, pero no había estado verdaderamente limpio hasta que no se había dado una ducha con agua limpia y jabón. Debía sucederle lo mismo al conejo.
Se dispuso a darle un enjuagón en el plato de ducha del cuarto de baño. Ni siquiera supo él mismo cómo fue capaz de meter al animalillo en la casa sin que nadie descubriese su plan, pero una vez que lo tuvo en el interior de la ducha, custodiado por las mamparas de cristal amarillento, todas sus preocupaciones se esfumaron como por arte de magia y se olvidó de que seguía teniendo la intención de mantener oculto aquel plan suyo de bañar al conejo.
Cuando estaba toqueteando los botes de jabón, meditando sobre si sería mejor utilizar el champú casi agotado que su madre guardaba como oro en paño o el jabón del cuerpo que normalmente usaban, una aspiración estrangulada de aire le hizo girar la cabeza hacia la puerta. Su madre estaba allí parada. Apretaba un paño con fuerza, como si estuviese intentando contenerse, aunque la expresión de horror contenido al ver a la criatura descompuesta que se plasmaba en su rostro era imposible de ocultar.
Harkan pensó que debía ser porque estaba metiendo al animal en casa sin permiso, por lo que no le dio importancia. Observó a su madre y agarró el bote de jabón. Su madre no pudo dejar de mirarlo, estupefacta. Sus ojos saltaban del niño a los puntos cosidos en el pecho del conejo.
—Es un momento —le aclaró el infante parpadeando con inocencia—. Casi está limpio.
Los labios de Gina temblaron en una sonrisa corrompida, casi dolorida. Sus ojos, tan claros como los de Harkan, empezaron a vidriarse como producto de la culpabilidad y la repulsión simultáneas. Con la sonrisa forzada a duras penas en pie y el gesto cansado, le puso una mano en el cabello a Harkan y lo acarició antes de hablar.
—La comida está casi lista, mi vida. Ve a poner los cubiertos en la mesa, anda.
Harkan obedeció sin dudarlo, como la personificación de una retorcida inocencia y pureza que hizo que Gina tuviese que contener una arcada. Con pasitos apresurados para terminar cuanto antes, el niño bajó los escalones agarrándose bien de la barandilla y fue directo a cumplir con su tarea, tan servicial como el mejor de los soldados.
Cuando volvió al baño, los botes de plástico seguían allí, en el mismo lugar donde los había dejado, pero no había rastro alguno del conejo. Miró bajo la alfombra y en el hueco entre los muebles, pero no lo encontró. Tras hallar a su madre en el cuarto contiguo guardando bolsas de ropa en un cajón, le preguntó si sabía dónde estaba su amigo. Le dijo que seguramente se había escapado.
Al día siguiente lo encontró en la basura después de tirar las sobras del desayuno, demasiado descuartizado como para poder curarlo de nuevo. Después de aquello, no volvió a cuidar de ningún animal.
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