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6

Cuando Gina llegó a casa, se encontró con una mancha similar a una explosión de pintura en la pared y ningún rastro de lo que la habría hecho. Limpió el desastre antes de que el olor fuese a más.

Harkan había recogido al pobre conejo, acunándolo entre sus brazos como si tan solo estuviese echándose una siesta, para llevarlo al campo junto con las medicinas. No se paró a pensar en la ropa que se manchaba de sangre aún caliente, ni la imagen grotesca y extraña que hubiesen visto los demás si tuviesen vecinos. Se sentó junto al arroyo, a la sombra de un árbol, colocó al animal sobre su regazo y examinó la nueva herida de su estimado amigo de cuatro patas. 

Aquella dolencia parecía peor que la anterior. Estaba ante un agujero abierto entre sus costillas, después de lo que debía haber sido la explosión de sus pulmones tras el golpe. Aún se escapaban de su cuerpo hilos de sangre oscura, y el niño los observó con detenimiento.

Harkan frunció el ceño tras examinarlo, pero asintió. Él también sangraba, y allí seguía. Sabía cómo curarlo.

Depositó al animal panza arriba sobre la hierba seca y corrió hacia el interior de la casa. Ignoró a su padre, que debería haber estado preparándose para trabajar aunque seguía durmiendo, e hizo caso omiso de la presencia de su madre después de que le preguntase sin mirarlo qué había estado haciendo mientras escurría un paño teñido de burdeos. Cuando volvió con el conejo, le dio la impresión de que parecía más triste y esmirriado que antes, pero traía consigo el hilo de coser de su madre para solucionar aquel problema.

Antes de ponerse manos a la obra, sus dedos escuálidos y determinados, que podrían haber sido más rollizos de tener una mejor alimentación, volvieron a examinar al conejo. Aunque no se le ocurrió comprobar si tenía pulso o si respiraba porque jamás pasó por su mente la idea de que la criatura hubiese muerto, sí se paró a inspeccionar más de cerca el agujero abierto en su pecho, como una grieta onda en la pared.

Al aproximar el rostro para ver mejor, pudo comprobar que unas masas viscosas y extrañas rellenaban el interior de su peludo amigo. Recordó haber visto algunas de ellas esparcidas por el suelo en la cocina, y aquello le llevó a pensar que quizá podían haber sido la causa de la enfermedad del animal. El mal olor que desprendía lo secundó como lo más probable.

Planteada aquella suposición, la solución parecía fácil ante los ojos de niño: retirar los cuerpos extraños de la panza de su amigo. Unos metros más allá, fue depositando la amalgama de vísceras desconocidas en el suelo hasta dejar al conejo vacío por dentro. En el proceso, se preguntó si le estaría haciendo cosquillas, aunque no lo escuchó reír.

Cuando hubo acabado, caviló sobre lo que debía hacer, y optó por ponerle algo blandito a su amigo para que estuviese más cómodo al moverse, por lo que se dedicó a recopilar hojas aún húmedas de las pocas que quedaban en el jardín y las introdujo por el agujero hasta que le pareció suficiente y el conejo tomó forma y consistencia de nuevo.

El último paso era el único que tenía claro desde el principio, y venía preparado para ello. Agarró el hilo rojo de su madre y la aguja, ante la ausencia del que había usado con él, y evocó en sus recuerdos las múltiples veces que su madre le había cosido las heridas. Cada vez que había ocurrido en aquel corto lapso de tiempo, Harkan había observado cada movimiento de su madre para no olvidar su técnica, por si algún día necesitaba usarla, y aquella fue la ocasión de poner a prueba su magistral memoria. 

Copió el método de su madre a la perfección, sin que sus manos fuesen torpes en ningún momento. Sin titubear, sin siquiera temblar, como si aquello fuese algo normal. Dio puntillada tras puntillada, hasta que los dos pedazos de piel del pecho que se habían separado volvieron a unirse, a ser uno, y la única marca que quedó de ello fue la fina ristra de puntos enterrada entre los bellos del animal, pringados de una capa de sangre seca. 

Harkan se enjuagó las manos en el arroyo tras acabar para poder limpiarle con la humedad las manchas oscuras y el líquido seco que le había resbalado de las orejas y los ojos, más hundidos entonces que unas horas antes. En cuanto consiguió que quedase lo suficientemente limpio, lanzó las vísceras al río sin pararse a averiguar qué eran en realidad y se sentó junto al árbol una vez más, con el conejo antinaturalmente tranquilo reposando sobre las piernas. 

Mientras lo acariciaba con algo similar al cariño, un caos escandaloso gobernaba la casa tras su espalda. Hizo oídos sordos y se concentró en observar las ondas del agua y en sentir el pelaje aún suave del animal entre sus dedos. Los gritos de sus padres eran totalmente audibles, y no pudo evitar escuchar algún que otro comentario, pero su mente prefirió silenciar las malas palabras y aumentar el volumen del mundo a su alrededor, de la brisa al mover las hojas del árbol, del chapoteo del agua al caer.

Así, se ahorró escuchar de nuevo cosas que ya había oído infinidad de veces, a pesar de solo tener cinco años. Su padre era el que más gritaba. Conforme iba desparramando objetos aleatorios por el suelo de la casa, se quejaba de la raro que era. Bran le dijo en un bramido a su mujer que Harkan parecía un muñeco sin vida, un androide sin sentimientos. Se escucharon golpes y lloros. La voz de Gina, rota por la tristeza y la rabia a partes iguales, negaba las acusaciones de su marido. No era cierto, su hijo rebosaba vida, pero lo manifestaba de otra forma porque era especial; decía. Tras una nueva oleada de crujidos de madera y vasos rotos, añadió que, en todo caso, era culpa suya; que el esperpento era él, que él lo había hecho así.

—No, es culpa tuya —la maldijo escupiendo saliva al hablar. Los ojos tan abiertos que daban miedo—. Tú eres la que ha parido un hijo anormal.

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