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Unos meses más tarde, ya ni se acordaba del corte. Tenía la mente puesta en otras cosas como, por ejemplo, el vaivén de las hojas de los árboles al caer o el chapoteo de los peces al saltar entre las rocas para subir corriente arriba. Estar en el jardín solía ser más divertido que pasar el día encerrado en casa, y era en aquel lugar, en el amplio jardín de hierba seca que llegaba hasta el riachuelo tras su casa, donde podía hacer lo que quisiese y parecerse un poco más a un niño normal. De hecho, fue allí donde la curiosidad nació de vez en cuando en el interior del pequeño infante de ojos grises. Y era ideal que aprovechase aquellas oportunidades esporádicas, puesto que no volverían a crecer más en él hasta que, muchos años después, conociera a una jovencita de bucles oscuros. 

En aquel instante se produjo el primer encuentro cara a cara entre Harkan y un ser vivo que no fuesen sus padres o los peces del arroyo. La curiosidad floreció en su pecho tras ver un par de orejas alargadas y claras sobresalir entre las hierbas al otro lado del agua. A sus cinco años, Harkan ya había jugueteado una infinidad de veces en el jardín, pero jamás se había topado con ningún ser con el que existiese la posibilidad de interactuar, a parte de algunos insectos. Se acercó, pues, al agua e intentó cruzar el estrecho río pisando solo las piedras salientes que no estaban mojadas.

Consiguió hacer el corto trayecto casi al completo sin rozar el agua, pero falló estrepitosamente al pisar la última piedra, la cual no había esperado que resbalase. El resultado de aquello fue una zapatilla, incluido el calcetín, sumergida al completo en el agua helada del río y el dobladillo del pantalón empapado, pero no pareció importarle demasiado. En realidad, el problema era otro: su caída contra la orilla rocosa del otro lado del arroyo había hecho el suficiente ruido como para espantar a la criatura, y ya no era capaz de verle las orejas. 

Se puso en pie enseguida y buscó con la mirada al animalillo, pero al no verlo optó por caminar hacia el lugar donde había visto las orejas. Se acercó con pasitos sigilosos, sin hacer apenas ruido a parte del crujido acuoso de la suela de su zapatilla mojada, y apartó con las manos los hierbajos para infiltrarse en el interior del matorral. Entonces le llegó a los oídos el sonido de las hojas secas al ser aplastadas, probablemente por unas patitas muy pequeñas, y le pareció ver una cola redondeada y pomposa por el rabillo del ojo.

Harkan corrió detrás del animal, internándose en el bosque silvestre siguiendo el rastro de la criatura. Su vista de lince, su oído agudo y sus instintos lo llevaron casi a ciegas por entre las altas hierbas y los arbustos, que eran en su mayoría más grandes que él, hasta que se detuvo frente a un hueco entre los árboles.

El animal era en realidad un conejo de pelaje blanquecino con detalles de color crema. Los ojos de Harkan recorrieron al animal a toda velocidad, como si estuviese procesando y guardando los datos en la memoria de un ordenador. Estaba quieto junto al agujero entre las raíces del árbol y lo observaba de vuelta, como si también estuviese analizando las intenciones de su perseguidor.

Harkan no pudo evitar estirar la mano, en un deseo inconsciente de descubrir cuál sería el tacto que tendría su piel peluda. Para su sorpresa, el animal no se movió un ápice. Se mantuvo estoico en su sitio, dispuesto a dejar que el niño rozase con las yemas de los dedos su pelaje, y así lo hizo. 

En cuanto Harkan acarició al conejo, quedó fascinado por su suavidad y por el calor que emanaba su pequeño cuerpecito. Deslizó los dedos por su lomo con meticulosidad, y una vez que retiró la mano, observó cómo el conejo brincaba hasta perderse en el agujero que debía de ser su madriguera.

Harkan volvió a casa con la mente casi en blanco, tan solo había cabida en ella para el animal, al que se hubiese llevado consigo de no haberse marchado. Los siguientes dos días se dedicó a coger a escondidas algunas de las sobras de comida para ir a visitar al conejo y ofrecérselas. Su objetivo era ganarse su confianza para poder estar con él más tiempo. Curiosamente, lo logró. El animalillo, primero con recelo hasta que se cercioró de que el niño no quería hacerle nada, royó los restos de comida cada vez que Harkan apareció para ofrecérselos. Más pronto de lo que se había imaginado, ya tenía al conejo comiendo, literalmente, de la palma de su mano, subido sobre su regazo y con las largas y suaves orejas rozándole la barbilla. 

La mansedumbre y docilidad del conejo incitó a Harkan a acudir hasta cuatro veces en su encuentro durante la misma jornada. Pasada una semana, aprovechando que su madre estaba en la ciudad con su equipo de trabajo, cruzó el comedor haciendo el mínimo ruido posible al caminar para evitar llamar la atención de su padre, cuyos pasos crujían en la segunda planta de la casa, y se llevó un trozo de pan duro que su madre había guardado para acompañar la cena. 

Tras cruzar corriendo el arroyo de un salto y atravesar los densos matorrales, pudo divisar la madriguera de su compañero animal. El conejo debió sentir el ruido que hacía la hierba seca bajo sus pies, porque sus orejas asomaron al exterior cuando el niño estaba a apenas un metro de distancia. Harkan se acuclilló frente a él y le enseñó el pedazo de pan duro robado. 

Sus iris grises se oscurecieron bajo las sombras del árbol mientras veía al animalillo salir de su escondite para acercarse a él. Buscó sus grandes ojos negros con la mirada, mas su atención acabó desviándose a la cojera que mostraba al moverse. Cuando estuvo justo frente a él y le puso una pata sobre la rodilla para intentar llegar al pan, Harkan le deslizó la palma de la mano sobre la cabeza, echándole el pelaje hacia atrás en una caricia instintiva.

—¿Te has hecho daño?

Como era de esperar, no recibió respuesta alguna del animal. Cerró la boca, como ya estaba acostumbrado a hacer siempre, y no dijo nada más. En su lugar, partió un pedazo de pan para dárselo y lo observó mordisquearlo como si fuese el mayor manjar del mundo. Una vez se hubo terminado lo que a aquellas horas era ya la merienda, Harkan asió al conejo en brazos y se lo llevó consigo al otro lado del riachuelo, en dirección a casa.  

El conejo estaba herido, aunque no sabía exactamente lo que le pasaba, y quería ayudarlo. Harkan podía hacer por la pequeña criatura lo que muchas veces su madre había hecho por él, estaba convencido de ello. Al entrar al salón, pudo ver que su padre seguía arriba y no había nadie a la vista, por lo que se dirigió a la mesa en la que comían y depositó al animal sobre el mantel. Echó un rápido vistazo alrededor de la cocina abierta para ver si había algo que pudiese utilizar, y al no ver nada colocó delante del conejo el único pedazo de pan duro que se había guardado para que lo royera mientras iba a la segunda planta a por algo para curarlo.

Subió corriendo las escaleras y entró en su habitación. Abrió la cómoda junto a su cama y rebuscó hasta encontrar el pequeño armario secreto de las medicinas que su madre utilizaba para curarlo cuando era necesario tras las "riñas" de su padre. No sabía, en realidad, lo que se necesitaba para aplacar el dolor de un conejo y conseguir que volviese a caminar con normalidad, pero agarró las cosas que conocía y que estaba seguro que le ayudarían de alguna forma: pastillas y vendas.

Estaba tan ensimismado con su nueva misión que sus oídos ahogaron el ruido más allá de las paredes de su cuarto. Bajó con parsimonia las escaleras, pisando cada escalón con precisión para no caerse, pero nada más poner un pie en el suelo de la primera planta se detuvo en seco. 

Su padre estaba allí, tirado de nuevo sobre el desvencijado sofá, que empezaba a hundirse bajo su peso. Parecía estar medio inconsciente y murmuraba algo para sí mismo. Una mancha horrible teñía la pared de la cocina de rojo oscuro.

El conejo estaba en el suelo, inmóvil y reventado por dentro. Sus órganos y su pequeño pecho habían estallado al ser estampado contra la pared con una fuerza brutal. Pese a que la cabeza estaba relativamente intacta, sin abolladuras ni hundimientos, la sangre brotaba de sus ojos y orejas, en señal de que había quedado destrozado al completo.

Harkan no parecía ser consciente del todo de la situación. Mientras escuchaba de fondo el murmullo interminable de quejas de su padre, se quedó allí plantado, parpadeando, con las vendas y la caja de pastillas en las manos.




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