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El calor corporal de su madre era la mejor medicinal del mundo para cualquier mal que padeciese. Harkan podía decir que disfrutaba de las noches en que su madre dormía acurrucada a su lado, envolviéndolo con sus brazos delgados y suaves. No era algo habitual, y solía ocurrir aquellas noches en que el día en la casa había sido tan ajetreado que estar allí dentro era casi insoportable.
La mujer se escabullía de su dormitorio cuando su padre roncaba como un camionero, haciendo vibrar el colchón, y se iba con el niño para dormir a su lado. Aquellos eran los momentos en que Harkan había tenido más contacto humano con alguien en su vida. Eran los momentos que lo mantenían ligado a un mundo cuerdo, las pocas pizcas de humanidad que rezumaban en la casa. Por aquel entonces aún no odiaba el roce piel con piel, aunque tampoco era algo que le encantase. Sin embargo, no ponía pega alguna si se trataba de su madre. El latido de su corazón era como un metrónomo que le ayudaba a conciliar el sueño con mayor facilidad.
Una de esas noches, la mujer se sentó junto a él en la cama y trajo consigo el botiquín. Era verano y hacía calor, pero su madre no parecía incómoda con la fina camisa de manga larga puesta, a pesar de que Harkan estaba sudando. Si hubiera sido más grande, quizá hubiese podido deducir que pretendía ocultarle los moretones de los brazos, pero por aquel entonces hacía poco que Harkan había cumplido cinco años, y aunque era un niño muy listo, sus ojos no eran como los de un adulto. Todavía no.
Le hizo estirar la pierna para tratar de limpiarle el corte que tenía en el muslo. Se lo había hecho su padre en lo que suponía que había sido un accidente tras lanzar el cuchillo contra la pared en forma de protesta, después de oír algo que le había dicho su mujer. La puntería de su padre cuando bebía a veces era algo imprecisa, pero su fuerza no disminuía, como bien había experimentado en carne propia en múltiples ocasiones.
Bran había lanzado el cubierto con potencia con la intención de estrellarlo contra el yeso blanco de la pared de la cocina, pero la trayectoria del tiro no había tenido en cuenta las piernas de su hijo, que comía en aquel instante sentado justo en una esquina de la mesa. Harkan había tenido la mala suerte de que el cuchillo que su padre lanzase fuese el más afilado que tenían. Con un mero roce le hubiese dejado una buena marca, pero la hoja del cuchillo fue a parar directamente contra su muslo, rebanándole la pierna en un corte de casi un centímetro de profundidad.
Harkan no gritó cuando aquello ocurrió. Los músculos de su cara apenas se alteraron, aunque sus manitas se agarraron con fuerza al borde de la silla y no miró hacia abajo.
Tras arremangarle el borde de los pantalones cortos, su madre limpió la sangre, le desinfectó la herida con un líquido oscuro y rebuscó en el botiquín hasta que encontró hilo quirúrgico y una aguja.
Gina Roos usaba el hilo como toda una profesional, aunque no se dedicase al mundo de la salud. Trabajaba como costurera para una empresa de Zurith. Solía coger, además, los encargos de la gente de la urbanización y tenía que ir una vez a la semana a la ciudad para hablar con su equipo, pero el resto del tiempo solía estar en casa, junto a una caja repleta de ovillos de lana, hilos de colores, retales de tela y dando uso a su estimada máquina de coser.
Con mucho cuidado, pellizcó la piel de alrededor del corte para poder juntar la carne y agarró la aguja preparada con el hilo. Los ojos de Harkan viajaron del objeto entre sus dedos hasta el rostro de su madre varias veces en pocos segundos, como si no estuviese muy seguro de lo que pretendía hacer.
—Esto te va a doler un poquito, mi amor, pero es necesario para que se te cure y no nos llevemos ningún susto —le explicó con voz dulce—. No queremos que se infecte, ¿verdad?
Harkan no dijo nada, pero tampoco se opuso a ello. Su madre aprovechó para hacer la primera puntillada y empezar a unir la carne separada de nuevo. La tranquilidad que había en el interior del cuarto generaba paz y era a la vez abrumadora. Su padre debía estar viendo la televisión, y ya era bastante tarde, por lo que estaba claro que su madre se quedaría a dormir junto a él. Ante el silencio del niño, la mujer continuó hablando, preocupada porque se estuviese mareando al ver lo que estaba haciéndole a su herida.
—Tendremos que estar unos días limpiándote la zona para que no se te ponga peor. Ya verás como pronto se te cura —comentó—. Estas semanas ten cuidado con no ensuciarte el corte con tierra del jardín, solo por si acaso. Y lo mejor es que al menos mañana no te muevas mucho, para que no se ponga tirante la piel y se descoloque todo. ¿Harás lo que te pido, mi vida?
Harkan asintió en respuesta, pero no la miró a los ojos. En realidad, su vista estaba puesta en el mismo lugar que la de su madre. Observó cómo daba cada una de las puntilladas y se fijó en la presión que hacían al tirar del hilo para unir poco a poco ambos lados hasta dejar la herida como una simple ralla adornada con pequeños cordones como los de las zapatillas.
Una vez finalizada la tarea, Gina guardó el material en el botiquín y lo depositó en la mesita de noche. Se acurrucó junto a él en la cama y apagó las luces, lista para dormir. Harkan, aún con el pantalón corto arremangado, no pudo cerrar los ojos como lo hacía ella. Se quedó observando la pared en la oscuridad, sumido en sus propios pensamientos.
Su madre no lo sabía, pero con tan solo verla aquella única vez, Harkan se había aprendido la técnica que había usado para suturar su piel de memoria.
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