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3

Despertó horas más tarde, solo en su habitación. La cabeza seguía doliéndole y la zona del ojo le escocía y palpitaba como si allí residiese un segundo corazón. Cuando sus dedos rozaron la herida bajo los finos pelos de su ceja, se percató de que tenía unos extraños papeles enganchados a la piel: puntos. 

Pese al contundente impacto que había recibido en su aún blanda cabeza, no lo llevaron al médico, como haría cualquier padre preocupado si veía que su hijo tardaba horas en despertarse después de un porrazo como el que había recibido, en una zona tan delicada y siendo tan pequeño. No. Lo dejaron dormir. Y como tenía mucho sueño y nadie le dijo lo contrario, Harkan durmió hasta el día siguiente. 

Por la mañana, nada más abrir los ojos visualizó a su madre sentada junto al borde de su cama. Ella tan solo le mostró una sonrisa triste mientras le acariciaba la mejilla con cariño. En aquel momento, pese a que seguía un poco mareado, era capaz de ver con mayor claridad, y gracias a ello fue capaz de distinguir unas ronchas liláceas repartidas por la piel de su madre, escondidas bajo el filo del cuello de su desgastado jersey y asomando entre su cuero cabelludo.

Su madre no dijo nada y él tampoco. Lo dejó dormir un poco más, hasta que fuese capaz de ponerse en pie por sí mismo sin marearse, y una vez que lo consiguió actuó como si nada hubiera ocurrido. El pequeño hizo lo mismo.

Así, haciendo aparente caso omiso a lo sucedido aquel día en su casa, siguieron viviendo su vida. La piel bajo la ceja de Harkan se hinchó hasta que se formó un chichón en esta y la zona del ojo se tiñó de un tono oscuro, en augurio de un enorme cardenal.

El bulto no tardó en desaparecer, pero el moretón le duró semanas. Su madre le curó la herida bajo este, fina y delgada, cada día hasta que la costra que acabó creándose se cayó de forma natural. Su madre temía que le quedase aquella marca en la piel para siempre y estropease sus bonitos ojos grises, pero con los años acabó desapareciendo.

Lo que no desapareció con el paso del tiempo fue el turbio ambiente que se había adueñado de su casa. De hecho, conforme los meses avanzaron, todo fue empeorando.

Harkan era demasiado pequeño para darse cuenta de que las manchas que había visto en la piel de su madre aquel día eran el resultado de la actitud de su padre hacia ella. Tardó un tiempo en comprender que eran el producto del trato que recibía de su parte, algo similar a lo que le había pasado a él mismo aquel día.

Sin embargo, aunque hubiese esperado lo contrario, las agresiones por parte de su padre no hicieron más que aumentar. Los golpes aparecían de la nada, sin justificación aparente, y los desprecios estaban servidos en bandeja. Harkan se acostumbró al olor del alcohol como si fuese algo totalmente cotidiano, una fragancia más de las muchas que abundan en una casa, y el perfume personal de su padre. 

Siendo tan pequeño, le costaba comprender el comportamiento errático y agresivo de su progenitor, aunque crecer no lo ayudó a desentrañar del todo su misterio. Simplemente aprendió a lidiar con ello, a hacerlo una más de las cosas de la vida diaria, sin ser consciente de que todo aquello estaba mal.

Desde que su padre le dio aquella primera bofetada, no volvió a llorar. No volvió a mostrar una simple expresión de angustia, ni a quejarse, ni a expresar con intensidad sus sentimientos. Era como si le hubiesen cerrado una puerta en las narices y le hubiesen robado aquella capacidad, a pesar de que con el paso de los días iba olvidando que una vez había podido ser así. Aunque quisiese llorar, aunque la situación lo requiriese por pura naturaleza, aunque sintiese un dolor terrible desgarrándole la piel, no podía. Las lágrimas no salían. 

Y esa fue una de las cosas que lo acompañarían siempre, diferenciándolo de los demás.

Puede que, sin darse cuenta, su padre moldease su carácter hasta hacerlo inmune al dolor. Debería haberle dado las gracias, le ahorraba muchas cosas y lo hizo más fuerte. Aunque el hecho de ser casi como una estatua viviente traía consigo también muchas cosas contraproducentes, además de otros problemas de los que quizá hubiese querido disfrutar, tal y como haría una persona normal. 

Los moratones, arañazos y chichones se convirtieron en meros accesorios en su piel que iban y venían, en recuerdo de los ratos iracundos que compartía con su padre. Al principio, una vez que el instinto del adulto se desplegó al comprobar que el niño era lo suficientemente "mayor" como para soportar sus dolorosas reprimendas y ataques inesperados, su padre se cebó con él. Sobre todo después de recuperarse por completo de aquel primer susto. Pero el hombre pronto empezó a ignorarlo y a pegarle más por rutina, de una forma mecánica, al ver que no lloraba. 

Harkan era un niño obediente y parecía ausentarse de su propio cuerpo cada vez que su padre andaba cerca, como si se escondiese inconscientemente dentro de su mente y se pusiese en modo piloto automático.  A veces aquello despertaba el fuego en el interior de su ebrio padre, pero al final se acababa cansando de sus inexistentes reacciones.

La que empezó a sufrir los efectos secundarios del alcoholismo de Bran fue su madre. Y el hombre no tenía reparo alguno en procurar que su hijo no estuviese cerca cuando aquello ocurría. El pequeño Harkan había visto muchas veces cómo le tiraba del pelo a su madre con fuerza, y cómo la golpeaba en las mejillas y en el estómago si tardaba unos segundos de más en hacer algo que él le había pedido. Había visto cosas aún peores con tan solo tres o cuatro años, pero como jamás nadie le explicó el porqué de aquello, ni su madre hizo algo para castigar a su padre por sus acciones, no llegó a deducir que aquello estaba mal. Que aquello no era normal.

Simplemente se limitaba a mirar, impasible desde una esquina, hasta que decidía marcharse para seguir con sus cosas. 

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