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15

Harkan jamás aprendió a diferenciar del todo lo que estaba bien de lo que estaba mal. Tampoco llegó a entender nunca la palabra «justicia».

No comprendía lo que significaba aquel término. ¿Qué era justo y qué no? ¿y por qué motivo la gente estaba tan obsesionada con ello?

Sus padres no hablaban de justicia. Y por supuesto, jamás se planteó todo aquello mientras aún vivía bajo su techo. Ahora que estaban ambos muertos, no esperaba que nadie le diese lecciones de moral. Tendría que llegar a aprenderlo solo. 

Se cansó rápido de intentar llegar a aquel sentimiento a través de su padre. A los dos días, dejó de acudir al trastero.

Harkan echaba de menos la euforia que había sentido, pero no parecía hallar forma alguna de volver a repetirla. ¿Debía resignarse, darse por vencido? No estaba triste. No lo estaba nunca. Pero los días que había vivido hasta entonces le parecieron grises. Cuando llegó la noche, agarró una chaqueta y salió a andar.

Caminó sin rumbo, simplemente dando pasos y pasos hacia delante. La expresión de su rostro era de total indiferencia, aunque sus hombros estaban algo caídos. No supo hacia dónde iba, pero pensó que si dejaba de avanzar, estaría de alguna forma aceptando su destino.

Pasada una hora, había llegado tan lejos que apenas reconocía el paisaje. Estaba en medio de la nada, avanzando junto a una carretera asfaltada que se perdía en la distancia, en un camino recto e infinito. Apenas pasaban coches. En su delirio y desánimo le acompañaba el campo calmado y seco, de color crema, y las montañas picudas del color de la noche, que eran la única pista que le servía para situarse un poco: estaba muy al sur, cerca de la frontera.

Hacía mucho que había dejado su solitaria urbanización atrás. Sacó del bolsillo interior de la chaqueta un cuchillo, y observó bajo la luz de una de las pocas farolas que había a lo largo de del camino las manchas de sangre seca que aún se aferraban a la hoja. Era la sangre de su padre.

Examinó el arma homicida, aferrándola por las puntas y haciéndola girar con cuidado. Sin detener su marcha, y arropado por el manto de estrellas que lo veían caminar por aquella carretera solitaria, meditó qué era lo que debería hacer con ella. En ausencia de gente transitando el lugar, optó por permitirse ir por el centro del camino, pisando el viejo asfalto.

Se tropezó, sumido en sus propios pensamientos y se quedó allí, tirado en medio de la carretera con los brazos abiertos de par en par. Le dolían las piernas. Era la primera vez que paraba desde que había salido de casa. Se permitió respirar unos segundos así, con los ojos cerrados.

El sonido de unos neumáticos al derrapar acarició sus oídos. Era un coche que había frenado de golpe para evitar atropellarlo. El muchacho se mantuvo con los ojos cerrados sin moverse mientras oía bajar a dos personas del vehículo. Hablaban alarmados. 

—No le has dado, ¿verdad?

—No, he frenado antes.

—Dios santo... qué susto.

Por las voces distinguió que eran un hombre y una mujer. Cuando se acercaron a él para ver si se encontraba bien y empezaron a zarandearlo se mantuvo con los ojos cerrados.

—¿Estás bien, chaval?

 Harkan sintió entonces un impulso en la mano. Dudó. Algo en su cabeza le susurraba que la moviese, que volviese a hacer lo de un par de noches atrás para ver si se sentía igual, igual de satisfactorio, igual de liberador. Quizá la cuestión no había sido su padre, sino el acto en sí.

—Menudo momento más inoportuno... —murmuró la mujer. Pese a sus palabras, parecía preocupada — ¿Qué hacemos, cariño? ¿Hay alguna cabina cerca para llamar a una ambulancia?

—Mei, amor mío, haz un poco de sitio atrás. Quizá podamos llevarlo con nosotros hasta...

 Los pensamientos intrusivos le ganaron. Abrió los ojos. Con un movimiento de muñeca el arma rajó el cuello de una de las cabezas sobre él. La sangre le chorreó en la cara, caliente y viscosa. Estuvo a punto de colársele en la boca. 

Se escuchó un grito femenino. Aterrado, horrorizado. El cuerpo del hombre cayó inerte junto a él, haciendo el amago de agarrarse la yugular. Le escuchó luchar, el violento gorgoteo que emitió conforme se ahogaba le inundó las orejas.

Harkan no sintió nada. Nada de esa euforia anterior, nada de ese calor en el pecho. Se incorporó, quedando sentado en el suelo, y vio a la mujer retroceder en estado de shock, observando a su marido con una mano en la boca y sin dejar de gritar. Sus grandes ojos lloraban, abiertos por el miedo y la sorpresa. 

Harkan pensó que quizá lo había hecho mal, así que volvió a probar.

Apretó con fuerza el cuchillo y se puso de pie. Entre sollozos y suplicas, la mujer alargó la mano para intentar abrir la puerta del coche en cuanto le vio acercarse. Temblaba de los pies a la cabeza. Harkan dio un par de pasos hacia ella y cuando estuvo un poco más cerca pudo verle los ojos, rojos e inundados por las lágrimas, pero de un color esmeralda que hubiese resultado tan impresionante como sus ojos grises si hubiesen estado a la luz del día.

La mujer consiguió tirar de la maneta de la puerta y le dio la espalda para meterse en el interior del coche. No le dio tiempo. En cuanto su pie derecho rozó la moqueta del suelo del vehículo, Harkan la agarró de la ropa y tiró de ella hacia atrás.

Lo intentó de nuevo.

Y ocurrió lo mismo, no sintió nada. 

La mujer cayó inerte sobre la vieja carretera. Dejó el arma tirada en el suelo polvoriento, cerca de los cuerpos de aquel matrimonio. Casi se le resbaló de las manos. La observó con apatía, desechada en el asfalto, pero brillante bajo la tibia luz de la farola. Un único objeto. La sangre de sus tres víctimas mezclada.

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