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La mañana siguiente al incidente, la casa se sentía más vacía que nunca. Como si los propios cimientos de su hogar supiesen lo que había ocurrido y lo proyectasen en las partículas del aire. Las vigas del techo crujieron toda la noche, y daba la sensación de que sus actos habían despertado a algún tipo de espíritu que había decidido pasearse por las habitaciones para hacerle compañía. O quizá para manifestar su horror ante la lenta masacre que durante años se había colado en su casa y que aquella noche había llegado a su fin, cumpliendo su objetivo inicial.   

Pese a todo, Harkan recordaba haber dormido como un tronco aquella noche. Tirado en el suelo, boca arriba, junto a la mancha que había dejado el cuerpo de su padre en el suelo. Ni la brisa gélida de la noche logró perturbar su sueño

Se había levantado dolorido, con los rayos del sol entrando por las ventanas aún abiertas. Una vez en pie, Harkan sospechó que se encontraba en una extraña encrucijada en el tiempo. Su cuerpo casi no parecía el mismo. El marrón de las paredes se le hacía más apagado, y las nubes grises del cielo secundaron sus pensamientos. Se sentía lleno y vacío a la vez, como si le faltase algo, y llegó a la conclusión de que aquello debía ser algo similar al mono que sentían los drogadictos, del que había leído en los libros. No sabía qué era lo que había vibrado en su pecho la noche anterior, mientras descargaba golpes y cuchilladas en el cuerpo de su padre, pero quería experimentarlo de nuevo. Y su propia existencia, una vez vivido por fin aquel sentimiento por primera vez, carecía de importancia. 

Salió al jardín y se dirigió a la parte trasera de la casa para entrar en ese lugar al que nadie iba nunca, pero que contenía los recuerdos del pasado olvidado de su familia: el viejo trastero. La puerta de madera chirrió al abrirla, y de nuevo Harkan se encontró con una sutil capa de polvo que echó a volar en cuanto el aire entró en contacto con aquella habitación sellada, justo como había ocurrido la noche anterior. 

Tirado en el centro del diminuto trastero estaba el cuerpo de su padre. Bajo sus brazos asomaban las cajas que guardaban la ropa de niño de Harkan, y junto a su cabeza había varias piezas grasientas y extrañas que su padre se había llevado en múltiples ocasiones del desguace. Así, parecía un muñeco roto. Sus extremidades, antes flácidas en la ausencia de vida en su interior, estaban rígidas, pero parecía que alguien lo hubiese lanzado allí sin más, sin preocuparse de colocarlo bien, por lo que su postura era bastante antinatural. 

Aunque quizá, el pecho hecho jirones y la hendidura en el lateral de la cabeza serían lo que cualquier persona vería primero. 

Se agachó frente a él y metió los dedos por los agujeros de la camiseta rota para terminar de rasgarla. Después cogió la pequeña cajita que había traído consigo y, tras abrirla, colocó un objeto frente a sus ojos y lo observó con detenimiento. 

La aguja era muy fina y pequeña. Si se le cayese al suelo, estaba seguro de que no podría verla de inmediato. La dejó junto al resto del material y se puso manos a la obra. Los recuerdos de Harkan de aquel entonces seguían siendo confusos, aunque todo para él se volvió borroso en cierto modo a partir del día en que conoció a Alisa.

El Harkan de aquel entonces seguía siendo joven e inexperto, pero su instinto de lince y su perspicacia y sagacidad eran innegables. Tener veintidós años no lo había vuelto un adulto funcional y perfecto, aunque muchos de sus comportamientos se hubiesen parecido durante su vida más a los de los adultos que a los de los niños. Seguía siendo un pueblerino ingenuo, un inadaptado social, un cascarón por abrir, por muchos libros que hubiese leído. El mundo estaba a punto de abrirle sus puertas, siempre lo había estado, y se hacía preguntas que nadie se atrevía a contestar.

Lo de la noche anterior había sido casi una revelación. Una muestra de que sí había opciones para él. Podía sentir cosas, podía ser como los demás. Su padre se lo había recriminado millones de veces: su falta de empatía, de sentimentalismo, de emoción e ira... pero allí estaban, eclosionando por primera vez en su interior. Al final, resultaba que su padre había sido la clave para encender el interruptor en su interior. Pero, al parecer, necesitaba un par de voltios más para conseguir volver a funcionar con normalidad.

Por eso tuvo la creencia de que su padre, muerto y todo, podría seguir siéndole útil en cierto sentido.

Apartó la ropa rota del cuerpo de Bran, dejando su pecho desnudo y perforado al aire libre. Rebuscó entre las cosas de la caja de trabajo de su madre al encuentro de algún aparejo que pudiese serle útil. Había conservado aquel pequeño cofre, escondiéndolo en el fondo del armario, como último recuerdo de su madre y por si algún día lo necesitaba. Y había llegado el momento.

Sus dedos alcanzaron las grandes tijeras de costura de Gina, que relucieron bajo la luz grisácea del sol. Con un pulso envidiable y sin mostrarse asqueado o turbado, introdujo la punta afilada en uno de los agujeros e hizo presión, hasta que las hojas hubieron atravesado la piel hasta cortarla en una línea recta. Tuvo que apretar para conseguirlo, pero ejerció la fuerza suficiente como para romper lo que se pusiese en su camino, ya fuese músculo o fibra. Los chasquidos rítmicos lo acompañaron hasta terminar la primera parte de su tarea. 

Después, cuando los agujeros habían crecido hasta tener el tamaño suficiente como para meter ambas manos y trastear, retiró la piel molesta hacia atrás y se arremangó. 

Lo primero en lo que había pensado, tirado en el suelo unas horas atrás en plena oscuridad, tan solo bajo los delgados rayos de luz lunar que se colaban por las ventanas, fue en su madre. Y fue al pensar en ella y gracias a su incomprensión del momento que recordó la habilidad que involuntariamente le había enseñado.

Se acordó del conejo, al que con inocencia infantil había cosido para curarlo. 

Se preguntó lo que ocurriría si hiciese lo mismo con su padre, pero con un objetivo distinto. Algo que le ayudase a descargarse internamente, como suponía que había sucedido esa noche. Una forma de seguir viendo su cara, sus ojos abiertos, que podían ser el detonante.

Recordó haber pasado junto a un gimnasio en sus múltiples excursiones al pueblo. Y juraría haber visto una masa negra y dura colgada del techo, echa de piel. Algo a lo que llamaban "saco de boxeo".

Siguió los mismos procedimientos que llevó a cabo con el conejo, esta vez más consciente de lo que estaba haciendo, pero sin darse cuenta de la inmoralidad del asunto. A fin de cuentas, ¿qué diferencia había entre lo que hacía su padre y lo que estaba haciendo él? ¿por qué sería algo malo, si Bran hacía ese tipo de cosas sin remordimientos y nadie le decía nada? Ni siquiera se paraba a pensar en ello.

Lo vació por dentro todo lo que pudo y rellenó los huecos con hojas y piedras. Tras eso, cargó con las entrañas entre los brazos y las lanzó al río. Volvió al trastero con la camisa ensangrentada, teñida casi al completo de un color casi negro de textura entre líquida y chiclosa.

Escogió entre todos los ovillos el de hilo rojo, ya más por el paralelismo de sus actos que por azar, enhebró la aguja y comenzó a coser. Al rato, su padre terminó convertido en un muñeco de verdad. 

Horas más tarde, ignorando el mal olor que empezaba a desprender Bran, puso en práctica sus ideas y descargó varios golpes sobre el estómago y pecho recompuestos de su padre. Pensó que quizá golpeándolo conseguiría sacar ese odio inexistente que lo había llevado a hacer aquello, que así podría comprender la extraña aversión que les tenía su padre a su madre y a él que le había hecho siempre "desahogarse" de aquella forma. Con la respiración un poco acelerada por el esfuerzo, le observó desde las alturas. Alguna costura se había descosido.

El resultado de aquello era claro. Pesado y evidente. Hacerlo no le arrancó ninguna emoción. 

Golpeó, golpeó y golpeó. Y siguió sin funcionar.

No volvió a repetirse ese sentimiento. 

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