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13

Con diecisiete años, Harkan seguía sin pisar un colegio. Sin embargo, había acudido al pueblo en muchas más ocasiones. Debido a la ausencia de su madre, él era el encargado de proveer de comida a los únicos dos habitantes que aún quedaban en la casa. Un cargo del que nunca disfrutó, por cierto. ¿Podría haberse ido? Sí, pero... ¿dónde iba a ir? Nadie querría a un niño callado, inculto y excéntrico bajo su custodia. 

Con eso en mente, dejó que las cosas continuasen como siempre, dentro de lo posible. Además, tenía la casa para él solo la mayoría del tiempo. Se marcharía, sí, pero necesitaba saber más para para ser como el resto, para ser como ese niño que iba a ver al viejo, que seguro que a esas alturas sabía muchas cosas sobre el mundo. Aprovechó en sus viajes para entrar en la biblioteca y llevarse consigo libros: de biología, de cocina, de historia, de mecánica... Aunque no los entendiese seguía leyendo, hasta que los terminaba y los volvía a releer, y luego iba a por otros nuevos. 

 Leía tirado en el jardín junto al río, y en el desvencijado sofá de su casa. Entrenaba el cuerpo para mantenerse vigoroso, y así no permitir que los golpes de su padre le doliesen, que pareciesen más débiles. Las palizas eran menos frecuentes, pero seguía dejando que le diese sin revolverse, sin inmutarse, sin soltar una lágrima. Si la gente veía sus moretones cuando iba al pueblo, nadie decía nada. Pero siempre era así. Ya estaba acostumbrado.

Durante los años que transcurrieron tras la muerte de su madre, su apatía por el resto de seres humanos empeoró. Cruzarse con desconocidos en sus excursiones al pueblo no le ablandó el corazón, pero sí le hizo pensar que las personas eran revoltijos de rompecabezas andantes, y que muchas de sus conductas le repugnaban. 

Lo descolocaba lo mucho que la gente se tocaba por la calle. Las personas se daban la mano, se abrazaban, o transmitían sus emociones unos a otros mediante el contacto físico, con apretones, roces y caricias. A él su padre nunca lo había abrazado, ni le había apretado el hombro con cariño o dirigido palabras bonitas, como a veces escuchaba por ahí. Como mucho, cuando sus pieles se habían tocado había sido durante los escarmientos. Empezó a irritarle cualquier muestra de afecto que presenciase, y se quedaba en silencio, incómodo, cuando las recibía él en las tiendas por pura cortesía.  

Cuando estaba a punto de cumplir los veinte, se enteró mientras compraba que iban a instaurar un nuevo sistema penal que acabaría con la delincuencia y que castigaría a los criminales implacablemente, sin piedad. Le pareció una tontería, aunque tampoco sabía reconocer lo que era un criminal.

 Por aquel entonces, optó por invertir su tiempo en algo que hacían todos y que lo obsequiaría con dinero para poder marcharse algún día si así lo quería: trabajar. Pensó que podría hacerlo en el desguace con su padre y su compañero y se dirigió al lugar tras preguntar por su ubicación a un par de personas. Se detuvo cerca de la verja, a lo lejos, tras vislumbrar la figura de su padre junto a su ayudante, que debía tener solo diez años más que él. Le sonreía. Con una cerveza en una mano y la cara manchada de aceite, pero le sonreía como nunca antes había hecho ante él. Su risa áspera y profunda rasgó los oídos de Harkan, y la voz del otro chico sonó alegre en respuesta al replicar a algo que Bran había dicho antes. 

Cuando vio que casi parecía otra persona con él, aunque no pudiese deshacerse de su verdadero yo del todo, se dio media vuelta y se marchó. 

Trabajó durante dos años con un viejo agricultor de la zona. Vivía cerca de su casa, en una de esas viviendas abandonadas entre montañas y pasto. Le ayudó con las tareas de mantenimiento de la tierra, la siega, la siembra... hasta que terminaba agotado y llegaba la hora de irse a casa. Comía solo en el enorme terreno del hombre, a la sombra de un árbol. A veces leía. 

Durante aquel periodo empezaron a encontrarse mucho menos. Padre e hijo apenas se veían. Cuando lo hacían, siempre escuchaba las quejas de su padre, pero lo pillaba tan borracho que casi no se tenía en pie. Había envejecido. El cabello le clareaba en grumos de un color gris oscuro, y la barriga cervecera le había crecido tanto que amenazaba con arrancarle de cuajo uno de los botones del pantalón. Harkan, en cambio, estaba cada día más grande. Ya era igual de alto que él, y el ejercicio se notaba en su cuerpo. Los incipientes músculos asomaban por sus brazos y torso, en un aviso de que no era el niño escuchimizado que una vez fue. Las largas caminatas y el trabajo en el campo le habían otorgado una resistencia y fondo que antes no poseía, además de un suave bronceado que le otorgaba vitalidad, pese a su falta interna y emocional de fervor por la vida.

Bran discutió una noche con él por la ausencia de cervezas en la nevera. Tampoco encontró alcohol de ningún tipo en los armarios, y acababa de terminarse la última botella de whisky. Harkan no había tenido tiempo de ir a comprar, e internamente se preguntaba lo que sucedería si decidía cortarle el grifo a su padre. Bran lo atosigó mientras fregaba los platos, quejándose en voz alta de su ineptitud y poca disciplina. Harkan no se inmutó. En vez de contestar, buscó un trapo para secarse las manos y empezar a colocar la vajilla en su sitio. 

Tras ignorarlo, su padre lo empujó para captar su atención. Se plantó frente a él y fue entonces cuando se percató de lo mucho que había crecido su hijo, y del tiempo que hacía desde que le había pegado la última vez. Cara a cara, Bran empezó a ponerse hecho una furia. Alzó la mano para darle un manotazo en el rostro, pero detuvo el movimiento en el aire y Harkan lo observó de soslayo. El hombre alargó entonces el brazo hasta coger uno de los cuchillos de la encimera y lo amenazó con él por su insolencia.

—Siempre has sido un niñato malcriado. Por eso ahora te ríes de mí en mi cara y me ignoras —farfulló con fastidio. Le apuntó entonces con el cuchillo al rostro, como si fuese un dedo acusador—. Nunca me has tenido respeto. Es culpa de la desgraciada de tu madre, que te ha defendido siempre demasiado —escupió las palabras como si le quemasen en la boca—. Al menos ella obedecía cuando le decía algo y me rogaba que parase cuando me enfadaba. Tú ni hablar sabes. 

Después de parpadear varias veces, a escasos centímetros de su padre, Harkan empezó a darse la vuelta sin abrir la boca, dispuesto a seguir con su tarea y colocar los platos en el mueble.

Su padre chasqueó la lengua, verdaderamente molesto. Por su expresión, parecía que acabasen de dedicarle la peor ofensa posible.

—¿Qué pasa? ¿Te piensas que no voy a usarlo?

—Eres un incordio.

Bran casi se atragantó con su propia saliva al oír la voz de su hijo.

—¿Cómo?

Harkan se giró de nuevo hacia él con lentitud. El hombre aferró con más fuerza el cuchillo. 

—Estoy intentando limpiar. Déjame en paz.

—Cabronazo de mierda...

Los dientes de Bran castañearon por la rabia y se abalanzó sobre su hijo. La punta del cuchillo se dirigió hacia el brazo de Harkan para intentar cumplir sus palabras, pero trastabilló cuando su cuerpo se inclinó hacia delante por la inercia. Harkan le agarró el codo para detenerlo y apretó con fuerza. El joven muchacho se perdió en su mente inquieta mientras miraba fijamente sus ojos oscuros repletos de venas rojizas.

¿Qué pasaría si se lo quitase de en medio? ¿Sería su vida, acaso, diferente? Libertad, felicidad, alivio... ¿le traería todas aquellas cosas? ¿le haría sentir algo de verdad por primera vez? 

Por supuesto, no tenía ni idea, pero se preguntó si su vida dejaría de ser miserable, a pesar de que jamás estuviese triste. ¿Podría sonreír de verdad como hacía el resto? ¿Su mundo cambiaría por completo?

La presión sobre la articulación hizo que su padre soltase el cuchillo con un gemido de dolor. El arma cayó al suelo y el sonido retumbó por la habitación. Bran alargó el brazo libre para poder meterle un puñetazo en el estómago pero, tras leer sus movimientos, Harkan se desplazó y arrastró al hombre consigo. 

Sus miradas volvieron a cruzarse por unos segundos. La de Bran, aterrada tras la pérdida del control de la situación. Estaba casi arrodillado frente a su hijo, quien había aprovechado el movimiento para agarrarle la cabeza por el pescuezo con la mano libre. Harkan casi taladró los ojos de su padre con los suyos, y comprendió en ese momento que le hubiese encantado que aquellas venas rojizas e hinchadas que los surcaban explotasen.

Sus manos se desplazaron solas, y entonces algo crujió bajo sus palmas. El pico de la mesa se había manchado de un líquido espeso y negruzco, pero eso no lo detuvo. Volvió a golpear la cabeza de su padre contra aquella mesa, de la misma forma en que él lo había hecho con la de su madre años atrás.

Los chasquidos resonaron en su interior, rebotándole en el cráneo y los oídos. Con cada impacto pudo sentir que cada vez la madera de la mesa encajaba con mayor facilidad en la carne abierta de la sien de su padre. Algo se encendió en su interior, y su visión comenzó a teñirse del color del líquido oscuro que se desbordaba por el maltratado mueble. 

Cuando la acción no tuvo otro resultado más que un chapoteo asqueroso y burbujeante, retiró la mano del cuello de su padre y dejó caer su cuerpo al suelo. Al principio, un gorgoteo ininteligible le había trepado por la garganta, pero en aquel momento no se oía nada. Sus gritos habían quedado ahogados en su pecho sin la posibilidad de salir a flote. 

Harkan contempló los espasmos del cuerpo de su padre desde las alturas. Parecía tan débil, tan frágil desde aquel ángulo... ¿Así lo había visto a él todas las veces que lo había pateado? ¿incluso aquella vez en que se había meado encima de él como si no fuese más que un retrete desechable, cuando aún era un niño?

Harkan apretó ambas manos en puños. El corazón le latía como nunca antes, y creía que en su lugar debía tener allí una bomba de relojería a punto de explotar. Bran seguía consciente, y con el ceño fruncido y los ojos entornados se mostraba confundido, aturdido. En aquel punto, cualquiera se habría sorprendido de que aún fuese capaz de mantenerse despierto, aunque sus neuronas estuviesen perdiendo la capacidad de establecer conexiones entre ellas, aunque la sangre empezase a colársele por los ojos y le brotase por la nariz, bajando también por su tracto respiratorio.  

Se agachó hasta ponerse a su altura y agarró el cuchillo que había quedado abandonado en el suelo. Su respiración se aceleró antes de enterrar el arma en el pecho de su padre. Un aullido roto y sordo emanó en un suspiro de la boca de Bran, el último sonido que emitiría en vida. Harkan apretó con fuerza el cuchillo, y pudo sentir los músculos desgarrándose, la hoja abriéndose paso entre la carne con una facilidad inesperada. Las manos de su padre eran duras como rocas, pero sus costillas debían ser blandas como mantequilla. 

Extrajo e introdujo el cuchillo en reiteradas ocasiones, atravesando el pecho de su progenitor con algo similar a una rabia internar ferviente que hasta entonces desconocía. Cuando se detuvo, admiró su obra desde las alturas. Tenía los brazos y la ropa manchados de lo que en realidad era su padre, su esencia; su sangre. 

Le latió el pulso en la sien. Tenía la respiración entrecortada por el esfuerzo y le costaba respirar. Algo le ardía en el pecho, algo que se aferraba también a la boca de su estómago y a sus articulaciones. Fue como un chute de algo desconocido en las venas. Dejó caer el arma al suelo, y el sonido del acero al estrellarse contra la superficie resonó por el comedor. 

Se preguntó si eso, en realidad, era sentirse vivo.

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