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12

La primera vez que puso un pie en una biblioteca, Harkan experimentó la entrada a otro mundo. Aunque aquella sensación apareció en cuanto llegó al pueblo de al lado. Los veinte minutos de caminata a pie le supieron a nada en cuanto se vio rodeado de una infinidad de casas humildes, pegadas las unas a las otras en calles asfaltadas, y gente caminando de acá para allá. Aquella pequeña urbe seguía teniendo ese aire agreste, silvestre y rústico, pero resultaba chocante para Harkan, que había vivido toda su vida en la soledad y el aislamiento de su casa de campo, sin más seres humanos a la vista en por lo menos un kilómetro a la redonda que sus padres.

Había pasado un tiempo desde la última vez que vio a su anciano vecino. Desde su partida, su casa se había vuelto una vivienda de fantasmas del pasado. Harkan había acudido un par de veces más, pero se había encontrado en todas ellas el habitáculo de madera vacío, e incluso las cortinas balanceándose por el viento, producto de una rendija abierta en alguna de las ventanas que alguien había olvidado cerrar. Al final perdió la esperanza de volver a verlo. No sabía dónde estaría el viejo, o si siquiera seguiría vivo, pero las fortuitas excursiones a su morada abandonada y los periodos de soledad y contemplación que vivió allí le dieron una idea. 

Había hecho grandes esfuerzos y gracias a ello había aprendido a leer. Aún no lo dominaba a la perfección, pero por dentro se deleitaba cada vez que en su propio hogar leía alguna etiqueta o algún apunte del trabajo de sus padres y lo entendía. Eso, sin embargo, era poco para él. Necesitaba desarrollarlo más, como bien había hecho con el viejo leyendo libros infantiles y papeles impresos con palabras absurdamente grandes. Los libros eran la clave. Fue al meditar sobre ello, que pensó que quizá podría encontrar algún sitio donde hubiese muchos libros en aquel lugar que había visto a toda prisa cuando volvía con su madre del médico tras las revisiones del doctor. 

Así fue como, siguiendo el camino de tierra y los carteles de escasas indicaciones, había logrado llegar por su propia cuenta al pueblo, a la pequeña urbe a la que en realidad pertenecía su casa, a pesar de estar muy alejada de ella, anclada y olvidada en una dispersa urbanización rural.

Los ojos de Harkan corrieron de aquí para allá ante las altas estanterías de la humilde biblioteca, sobrepasados por la cantidad infinita de volúmenes y la multitud de títulos desconocidos. Al final, cogió aquellos que más le llamaron la atención, aunque no supiese de qué trataban o si eran para su edad. Se sentó en una de las mesas que había al fondo de la biblioteca, y allí abrió el primer libro, dispuesto a comenzar a leer como había hecho con el viejo, como hacía en su casa con todo lo que tuviese algo escrito.

Las letras eran tan pequeñas que Harkan tuvo que acercar la cara a la hoja y entrecerrar los ojos para conseguir fijar toda su atención en cada una de ellas. Descubrió pronto que leer, en realidad, no era de su agrado, o al menos no era algo que hiciese palpitar su corazón como había esperado, pero que era una actividad muy útil para entender el mundo, cosa que sí le interesaba. Tras ver lo grande que podía ser el este y lo mucho que aún no había visto, le parecía necesario aprender sobre él. 

Mientras volvía a casa, leyó de nuevo todas y cada una de las indicaciones del camino, incluso las que llevaban a lugares que en realidad no eran de su interés, y sopesó el asunto de nutrir su cerebro hasta saber tanto como otros que vivían más allá de aquel pueblucho. Estaba claro: aquello no era una opción, si no un deber. No sabía cuál era el problema que veía su padre en él, pero quizá podría conseguir comprenderlo y corregirlo. Quizá la solución estaría escrita en algún libro.

Los gritos se oían desde la calle, pero a él no le importó, puesto que en sus manos estaba la posibilidad de un nuevo mundo desconocido hasta entonces. Las discusiones eran tan habituales que ni se molestaba en prestarles atención alguna, pasaba de ellas como si fuesen lluvia. Al final, todas las disputas y refriegas aparecían y desaparecían sin motivo aparente, no merecía la pena esforzarse en comprender algo sin fundamentos; algo que ya se había tomado en la mente de Harkan como un hábito normal. 

Restregó las zapatillas polvorientas por la tierra contra el felpudo de entrada y se internó en su hogar, que seguía exactamente igual que siempre, como si el mundo de allá fuera no le afectase en absoluto. Sus padres, efectivamente, peleaban. No sabía el motivo, ni se interesó en saberlo. Su cerebro ya reaccionaba solo ante aquellas situaciones y neutralizaba las palabras, haciendo que estas pasasen por sus oídos como simples murmullos de fondo sin sentido. Sin embargo, sus ojos sí pudieron captar la comida desperdigada por el suelo, echada a perder, y la nevera que antes había estado medio llena, repleta de latas de cerveza y botellas de vidrio. Aunque sus oídos opusiesen una barrera psicológica, Harkan podía intuir lo que había ocurrido: su padre había tirado todos los alimentos del interior del electrodoméstico al suelo para colocar su alcohol.

Volvió la cabeza hacia las escaleras para dirigirse directamente a su habitación y cambiarse, pero en el momento en que puso un pie en el primer escalón, en el instante en que se dispuso a alejarse una vez más del problema, se vio obligado a detenerse. Las barreras acústicas que su mente había autoimpuesto cayeron, y un crujido acuoso y brutal penetró en sus tímpanos.

Las pupilas de Harkan fueron la única cosa en todo su cuerpo que consiguió moverse, y lo hicieron como locas, captando hasta el último milímetro de la imagen frente a él. Los dedos de Bran se aferraban al pelo de su madre, y Harkan pudo ver con claridad, casi en la más alta definición, cómo le estampaba las sienes con saña contra el pico de la mesa en la que solían comer. Lo hizo una y otra vez, sin parar, sin detenerse al ver el reguero carmesí que chorreaba de su pelo y caía contra el suelo. 

Los ojos de su padre estaban tan abiertos y llenos de ira que daba la impresión de que se le saldrían de las cuencas. Harkan no sabía entonces lo que era la locura, pero cualquiera hubiese pensado en eso al ver a su padre. Estaba ido y, además, su expresión y movimientos erráticos delataban que también como una cuba.

Los horripilantes ojos oscuros de su padre, tan diferentes en color y forma a los suyos, se percataron de su presencia. Se observaron el uno al otro, Harkan aún asaltado por la inmovilidad. Su padre aún con los dedos aferrados al pelo de Gina. Bran no percibió reacción alguna en el rostro de su hijo dentro de su visión recortada por la ira y la ebriedad, pero no pudo dejar de mirar los ojos grises de Harkan. Vacíos. Ausentes. Más desprovistos de vida que nunca. 

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