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11

La convalecencia de Harkan se extendió por un periodo de dos meses. Al final, el doctor le dio el alta tras examinarlo y le advirtió de que tuviese mucho cuidado y que no corriese por las escaleras. El hombre, tras percatarse del pobre maquillaje que se expandía por la mandíbula de la mujer y del extraño color que afloraba entre sus poros, comentó:

—Son ustedes muy propensos a los golpes.

Una risa nerviosa escapó de los labios de Gina. Intentó poner su mejor sonrisa y le dolió la mejilla al hacerlo.

—Somos una familia de torpes.

Fue extraño para Harkan volver a caminar y a saltar, pero llevaba tiempo deseando poder usar las piernas para echar a correr sin que nadie estuviese pendiente de su actitud descuidada. Un año y medio después de la paliza que lo había dejado en cama por ocho semanas, estuvo perfectamente recuperado. 

Para aquel entonces, un extraño estado de calma se había adueñado de su hogar. Era una paz gris, merecida pero tensa y expectante. Su padre pasaba más tiempo en el trabajo y su madre podía estar tranquila en casa cosiendo patrones y atendiendo encargos, e iba a la ciudad los días que le tocaba. El trabajo de Bran parecía haberse complicado. El volumen de tareas había aumentado en el desguace, y al ser solo dos personas tenían que dedicarle más horas. Cuando llegaba a casa estaba exhausto y, borracho o no, se quedaba frito al instante. 

Harkan estaba a las puertas de empezar a hacerse un hombrecito. Su cumpleaños se encontraba a la vuelta de la esquina y se notaba en él que los doce comportarían un primer cambio físico importante: había crecido varios centímetros a una velocidad abismal y poco a poco sus hombros y pecho estaban comenzando a tomar un aspecto menos aniñado. 

Solo existía un problema para él que merecía la pena tener en cuenta, y era otra de esas cosas que lo diferenciaban de los demás: no había pisado en su vida un colegio, lo que implicaba que no sabía leer, y mucho menos escribir. Sus conocimientos del mundo eran los justos, y los había adquirido de forma autodidacta, observando los elementos y seres que lo rodeaban y almacenando los datos en su mente como un robot. Siempre había sido un niño avispado y de aprendizaje rápido, con un ingenioso potencial aún por desarrollar y ojos sagaces. Dejado de nuevo de la mano de dios, sin embargo, nadie lograría resolver aquel problema.

Si hubiese sido por el resto del mundo, Harkan habría seguido así para siempre. Nadie habría intentado mejorar sus carencias. Tampoco había muchas personas que supiesen, en realidad, de su existencia. Aquello era lo malo de vivir medio aislado del mundo. La separación entre las casas de campo de su zona era la suficiente como para que los vecinos no tuvieran idea alguna de los asuntos de los demás en sus casas. Harkan no conocía a sus vecinos, nunca había salido de su propia parcela. Siempre había respetado los límites del jardín, aunque no se encontrasen físicamente marcados. Fue su necesidad de saber qué había más allá la que lo llevó a evolucionar.

Una de esas mañanas en las que la soledad se alojaba en la casa y el sol vibraba, abrasador en el cielo, Harkan salió al jardín. Empezaba a cansarse de observar solo lo que había cerca. El ruido del arroyo, el balancear de las hojas y las vibraciones en el agua con cada movimiento de las aletas de los peces eran su día a día, y por mucho que dibujase en el barro o construyese figuras con piedras y cortezas de madera, no había mucho más jugo que sacarle a la zona. Llevaba doce años de su vida allí, todo estaba tan visto que las cosas no habían hecho más que desgastarse con el paso de las temporadas. Pero cuando recordaba aquella vez en que pasó al otro lado del río y descubrió al conejo le entraban ganas de ver qué había más allá.

Ese día no lo dudó. Aprovechó que su madre se había ido a la ciudad y la casa estaba vacía para seguir el camino de tierra que iniciaba tras la verja de la entrada. Tras unos minutos caminando por el seco y solitario camino llegó a uno más ancho que parecía casi un eje. El camino se extendía, y desde allí se podían ver otros más pequeños que llevaban a las diferentes propiedades, como el que había tomado él para salir de casa. Se detuvo unos segundos para decidir qué hacer, y fue entonces cuando se dio cuenta de que la casa que veía a lo lejos desde su jardín parecía estar mucho más cerca de lo que había imaginado. 

En el momento en que pensó aquello, su rumbo quedó definido, pero como no quería que nadie se percatase de su presencia, se salió del camino y se dirigió hacia allí caminando entre los matorrales, a escasos metros de la ruta principal para estar oculto y evitar perderse.

Después de un par de arañazos en las manos y tirones para desenganchar la ropa de las ramas, apareció en la parte trasera de la casa. Era muy parecida a la suya, pequeña y de madera, con dos plantas. Caminó agachado al pasar junto a las ventanas para evitar que le vieran, aunque no tardó en descubrir que no había nadie en el interior de la casa. Una vez revelado aquel dato, se irguió para avanzar más relajado, y fue entonces cuando una voz cortó el aire, justo al otro lado de la casa.

Harkan se acercó, bordeó la estructura de madera sin hacer ruido, y se detuvo de golpe al girar la esquina y ver dos siluetas. Reculó de inmediato, no muy seguro de si habían advertido su presencia, pero las voces siguieron conversando con calma, lo que le indicó que seguía siendo invisible a sus ojos. Quería acercarse más para entender bien lo que decían y poder ver lo que estaban haciendo, pero le resultaba imposible desde su posición. Si daba un paso más, se estaría delatando a sí mismo. Sus ojos recorrieron el lugar con rapidez, en busca de algo con lo que conseguir su objetivo. Fue entonces cuando se percató de la forma en que estaban colocados unos paquetes de paja que había bordeado unos segundos atrás, casi sin darse cuenta. 

Nunca antes se concentró tanto para evitar hacer ruido. Desplazó los fardos con cuidado, asegurándose de que no cupiese la posibilidad de que se movieran, hasta que la unión de los bloques formó una escalera. Gracias a ella consiguió llegar al techo de la choza. Se encaramó a las tejas y dio cada paso con una precisión calculada, encogiéndose con cada atisbo de crujido. Al llegar al borde contrario se tumbó sobre el tejado, completamente bocabajo, y asomó la cabeza por el borde, tan solo mostrando los ojos, para poder ver todo. 

Aquel lado daba al porche de la entrada. Desde allí vio a la perfección a un viejo de cabellos canos sentado en una especie de mecedora. Estaba medio incorporado y apoyaba los brazos en una mesa. Junto a él había un niño más pequeño que Harkan que no paraba de hablar con tono alegre. El viejo estaba enseñando a leer a su nieto, y tenía un libro abierto en la mesa en el que no paraba de señalarle lo que Harkan veía como garabatos extraños, muy similares a los que ya había avistado por casa otras veces. 

Harkan podía distinguir a la perfección cada una de las letras, aunque no supiese lo que significaban, además de los dibujos coloridos que había pintados en las páginas. Las voces de ambos eran distinguibles desde allí, por lo que Harkan aprovechó para atender la lección. Cuando abuelo y nieto cerraron el libro un rato más tarde, a Harkan le desagradó que la clase acabara tan pronto.

—Mañana más, a la misma hora. Lo haremos hasta que puedas leer a la perfección cualquier libro o cartel que veas.

El niño asintió, cansado por el esfuerzo mental pero complacido, y Harkan se incorporó en el tejado y se quedó mirando el horizonte desde allí, desconcertado. Quería saber más. Acababa de descubrir algo nuevo, una arma que podía ayudarle a abrir nuevos horizontes y entender mejor el mundo. Si él recibiese clases como aquellas sería capaz de leer lo que ponía en las etiquetas de la comida, o las cosas que su madre apuntaba en el calendario. Incluso los mensajes que salían escritos en las noticias del televisor.

Bajó del techo con rapidez y corrió hacia su casa en cuanto tocó el suelo. Antes de poner un pie sobre los fajos de paja ya había decidido que volvería a hacer lo mismo el día siguiente y estaría allí a la misma hora.


*****


Harkan se las apañó para escabullirse a la casa de su vecino durante una semana, siete días seguidos. Presenció cada una de las lecciones con atención redomada, y se hizo notas mentales con los comentarios del hombre. Empezó a asociar símbolos con sonidos al poco de escuchar en secreto las sesiones, y buscó por casa cualquier objeto que contuviese letras para intentar leerlas. Su ritmo y fluidez inicial fueron nefastos, pero las cosas empezaron a cambiar conforme pasaron los días. Pese a que se trababa, consiguió a una velocidad milagrosa empezar a juntar sílabas y leer palabras completas. 

Aquello no hizo más que incrementar su suntuosa motivación, por lo que no faltó ni un día a su cita en la casa del viejo. Sus misiones de espionaje y retención de datos fueron ejecutadas a la perfección, pero el séptimo día ocurrió algo que no esperaba. 

Al final de la lección, el niño pequeño se levantó de la silla y salió corriendo hacia el interior de la casa en busca de algo. Harkan aún no se había levantado de su sitio, seguía panza abajo sobre las tejas sucias. Cuando puso las manos en el borde del tejado para empezar a incorporarse, el viejo, que seguía muy tranquilo en su silla, alzó de pronto la mirada y sus ojos se toparon de lleno con los iris grisáceos de Harkan. El muchacho se quedó quieto, congelado en el sitio al ser pillado in fraganti, y el viejo le echó una mirada extraña. Por la expresión en su rostro, a Harkan le dio la impresión de que sabía que llevaba todo el tiempo allí arriba. La cuestión era desde cuándo lo sabía. 

Le sostuvo la mirada unos segundo más antes de sentir que los pies volvían a funcionarle. Y entonces salió corriendo.

Se atrevió a volver el día siguiente, pero optó por no esconderse. Con pasos cautelosos se acercó a la esquina donde vio por primera vez a su vecino, y le sorprendió verlo allí solo. El niño no estaba por ninguna parte, pero el anciano descansaba en su mecedora con la vista perdida en el horizonte, entre las vastas montañas de la frontera sur. No supo si fue por el crujido de sus pasos sobre la gravilla arenosa del suelo, o por el sonido de la saliva al bajar por su garganta, pero el viejo habló sin volverse a mirarlo, como si hubiese sentido su presencia a kilómetros de distancia.

—Veo que te interesan los libros —murmuró el hombre con voz reseca.

—No sé leer.

El silencio que precedió a su respuesta fue largo y denso. Tanto, que el muchacho creyó que no pretendía dirigirle más la palabra.

—Haz el favor de dejar de desmontarme los fardos. Me cuesta lo suyo tenerlos bien ordenados hasta que se los lleven.

Harkan frunció el ceño, confundido por las palabras del viejo, hasta que se percató de que le habla de los bloques de paja que solía utilizar como escalera para acceder al tejado. No recordaba haberlos colocado en su sitio en ninguna ocasión, y allí seguían, formando una especie de pirámide. El viejo no los había tocado tampoco, pero no creía que fuese capaz de darse cuenta de algo como aquello. Estaba convencido de que la diferencia con su estado original era mínima. 

Volvió a verter su atención sobre el anciano, cuyos ojos seguían perdidos entre las no tan lejanas colinas y los pedruscos de las montañas. No volvió a abrir la boca, y Harkan optó por marcharse.

Acudió a su encuentro de nuevo veinticuatro horas más tarde. El niño no estaba por ningún lado, pero el viejo lo esperaba con la mesa preparada y una pila de libros y papeles.

Sus conversaciones fuera de las lecciones eran escuetas y sencillas, pero Harkan llegó a sentir cierta comodidad junto al abuelo. El hombre, con voz medio temblorosa pero autoritaria, le hizo de maestro durante aproximadamente tres semanas. Jamás averiguó dónde fue a parar el nieto de su mentor, pero supuso que se había ido de vacaciones o había vuelto con sus padres.

Aprendió tan rápido como un niño prodigio. Hasta el viejo pareció regocijarse en la rapidez con la que su hábil alumno comprendía sus enseñanzas y progresaba. Si se percató en algún momento de los leves moretones que aparecían por el cuerpo de Harkan de vez en cuando, jamás se lo dejó saber. Él lo prefería así, no había nada que explicar. 

Un día se ausentó de su sesión. Una fiebre intensa lo abatió por completo y se vio obligado a quedarse en la cama durante dos días. En cuanto se hubo recuperado, corrió hacia la casa del viejo. 

Cuando llegó, su cuerpo sudoroso, aún con un punto febril bailoteando bajo su piel, necesitaba un segundo de descanso. Se detuvo a coger el aire perdido durante el largo esprint. Dejó de jadear cuando sus pupilas enfocaron el porche delantero de la casa. No había ni rastro del viejo, la casa estaba vacía. Junto a la barandilla de la entrada colgaba un cartel donde había escritas letras negras muy grandes. Con algo de esfuerzo pero mayor fluidez, Harkan logró leer: «se vende».

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