1
El mundo en el que nació Harkan siempre había estado hecho de pesadillas. Sin embargo, sus monstruos eran de carne y hueso.
Y, además, él ni siquiera era consciente de que eran monstruos.
Los recuerdos más antiguos que se escondían entre los pliegues de su memoria eran de cuando tenía tres años. Todo estaba borroso, pero podía visualizar con claridad la primera vez que le habían dado una bofetada.
Bran Levian jamás fue un padre al uso. Su temperamento era tan voluble como el agua, y sus manos tan grandes como palas. Harkan era demasiado pequeño para darse cuenta de ello, de cómo un simple sollozo suyo le enervaba los nervios de cristal que fluían bajo su piel, de cómo el batiburrillo de sonidos incongruentes que escapaban de entre sus labios de infante acentuaba su migraña resacosa.
Desde siempre, Harkan había sido reacio a hablar. Tardó más que la mayoría en formular sus primeras palabras, y con tres años se comunicaba con frases cortas y concisas, y no era porque le costase. Puede que su subconsciente captase de alguna forma las vibras negativas que flotaban por la casa. Sin embargo, a veces no podía evitar expresar lo que pasaba por su mente, no tenía la capacidad para ello. A fin de cuentas, era solo un niño.
No recordaba lo que estaba haciendo su madre aquella mañana, pero sabía que había estado cerca. Sus pies se habían deslizado hasta un lado del comedor, en donde se detuvo junto al desvencijado sofá. Harkan ignoró a la figura que permanecía sentada allí, con los dedos metidos entre las hebras de la barba para rascarse.
La vocecilla de Harkan rompió el silencio, tan solo interrumpido por el bajísimo volumen del televisor, en el que un hombre estaba dando las noticias.
—Mamá, duele.
Una voz dulce le contestó desde la lejanía del segundo piso, a tan solo una ristra de escalones de distancia.
—¿Dónde te duele, cariño?
Su madre esperó una respuesta mientras continuaba con lo que Harkan suponía que debían haber sido las tareas del hogar. El mínimo crujir de sus pasos delataba su presencia en el cuarto sobre aquella estancia. Harkan se llevó una mano a la barriga, cerca de la boca del estómago, y se la frotó con energía, indicándole a su madre el lugar donde sentía aquel malestar.
Para cualquiera habría sido obvio que su madre no podía ver aquel gesto, pero el niño no parecía ser consciente de ello. Al no recibir ningún tipo de atención ni ayuda para solucionar su problema, esperó allí de pie sin decir nada más. Su madre no apareció. Tan ocupada que estaba, debía haber pensado que el niño había cambiado de idea al no recibir respuesta.
Fue entonces cuando Harkan empezó a sollozar. Sus labios se contrajeron en un diminuto puchero y sus ojos se aguaron. Pronto, unas finas lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas. El sonido de su suave y acallado llanto apenas era audible en realidad, pero sí lo fue para alguien que se encontraba a pocos metros de él, y que en aquel momento lo observaba con el ceño fruncido y un nudo de rabia contenida en su interior.
—Cállate ya, me duele la cabeza.
Si Harkan hubiese sido lo suficiente mayor, se habría percatado del fuerte olor a alcohol que su padre arrastraba desde la noche anterior.
Hizo caso omiso de sus palabras, escasamente consciente del incordio que suponía para el hombre, a quien cualquier mínimo ruido lo irritaba por culpa de la enorme resaca que se había adueñado de su organismo. Pese a que los moqueos del niño sonaban tan bajos como el ronroneo de un gato, su padre no pensaba lo mismo.
Con una mano en la sien y la otra junto al mando a distancia del televisor, Bran Levian chasqueó la lengua, molesto.
—He dicho que te calles.
El niño volvió el cuerpo hacia las escaleras, dispuesto a echar a andar hacia ellas para alcanzar a su madre. Su avance era lento, como si aún tuviese la esperanza de que alguien acudiese para ayudarlo, para liberarlo de aquel extraño dolor que se extendía por su pequeña barriga. Continuó sollozando, como es natural en los niños al llorar, y su padre alzó la voz.
—Harkan, ven aquí —lo llamó muy serio.
Al oír su nombre, volvió el rostro hacia él y, sorbiendo el líquido acuoso que le escapaba de la nariz, se acercó hasta ponerse frente a sus piernas. Su padre le escrutó el rostro con las comisuras de la boca apuntando hacia abajo, en señal de asco.
Los grandes ojos de Harkan brillaron por las lágrimas al observar a su padre. El hombre alzó una mano y él creyó que iba a tocarle el lugar donde se situaba su malestar, pero entonces su amplia palma le cruzó la cara.
La bofetada dejó a Harkan descolocado y aturdido. Sus lágrimas desaparecieron de golpe, como si acabasen de cortarle el grifo. Los sollozos cesaron en cuanto sus dedos se estamparon contra su mejilla. Los ojos grises de Harkan se quedaron muy abiertos e inmóviles, como si su cerebro no fuese capaz de procesar lo que acababa de suceder.
Bran lo observó sin inmutarse, con la palma aún caliente tras el golpe. El hedor a alcohol y a sudor flotando a su alrededor.
—Cierra la puta boca.
La mejilla le ardía. Podía sentir la palma de su padre aún sobre la piel, palpitando como si el fantasma de su mano continuase allí. Harkan no se movió, estaba tieso en su sitio, apático, casi ausente.
Puede que aquella bofetada fuese la que lo empezó todo. O puede que el problema viniese desde mucho antes. Jamás lo supo con certeza. Lo que sí sabía Harkan, y que no era capaz de olvidar, era el hecho de que fue entonces cuando inició en su casa el principio de una relación familiar muy destructiva, de la que no fue consciente hasta muchos años después, pero que quizá fue la que llevó a Harkan a ser como era, a percibir el mundo como un lugar que era muy diferentes para todos los demás.
—Deja de quejarte como un inútil —se quejó el hombre con voz pastosa—. Eres una nenaza.
Tras eso, le pegó un puntapié a una botella de cristal que reposaba vacía junto a sus zapatos. No estaba aliviado tras la bofetada, y mucho menos arrepentido. Seguía examinando al crío con el ceño fruncido, con la nariz arrugada.
Extrañamente, el repentino silencio del niño lo irritó aún más. O quizá fue su expresión. Era evidente que su actitud había cambiado. Ya no parecía un infante, si no un muñeco vacío. Su cuerpo estaba allí, pero seguía sin estar en sintonía con su cabeza, que no era capaz de procesar lo que su padre acababa de hacerle. Le observaba con el rostro mojado, surcado por las lágrimas anteriores, pero sus ojos ya no lloraban. No mostraban nada, probablemente por el shock.
Ante su silencio, su padre siguió despotricando.
—Debería darte vergüenza ser tan flojo —masculló—. ¿Ahora ya no te quejas?
La vena de su cuello, que le subía hasta la sien, comenzó a hincharse. Sin motivo alguno, Harkan pudo ver cómo los ojos de su padre se abrían cada vez más, con una repentina furia injustificable para el pequeño niño.
Pese a todo, desde aquel instante los recuerdos de Harkan empezaban a ser cada vez más confusos. Quizá fuese por la propia bofetada, o por el estado en que lo había sumido a él después de recibirla.
Su padre se puso en pie, y los pies de Harkan dieron un paso atrás para que corriese algo de espacio entre ellos. Estando de pie frente a él, la superioridad del hombre sobre su hijo era abrumadoramente evidente. Las orejas de Harkan se aturullaron. Escuchaba los gritos, pero le costaba comprender las palabras.
—Contéstame. ¿Es que te crees mejor qué yo, o no entiendes lo que te digo?
Su padre se inclinó hacia adelante para poder verlo mejor. Harkan se mantuvo quieto, mudo.
—¡Qué contestes, joder!
De pronto, el puño de Bran se elevó en el aire y los sentidos del niño no tuvieron tiempo de reaccionar antes de que este se estampase contra su ceja. A fin de cuentas, ¿qué niño de tres años iba a esperar que su padre le pegase en un arrebato de ira? Bran Levian no había sido nunca su héroe, pero hasta entonces él no había sido consciente de nada que le indicase que algo así podía llegar a suceder.
Puede que hubiese estado demasiado ciego. O puede que tan solo fuese un niño.
—¡Bran, el niño! ¡Qué haces!
El dolor fue repentino e inminente. La fuerza del golpe lo lanzó hacia atrás y acabó cayendo al suelo, a punto de darse también en la nuca con el mueble donde reposaba el televisor. Sentía que el corazón le latía en la frente, justo sobre el ojo.
No sabía en que momento había aparecido su madre. Ni siquiera había oído sus pasos al bajar las escaleras, pero estaba claro que lo había visto todo. Unas manos le acunaron el rostro, suaves y familiares, pero él apenas era capaz de ver con claridad lo que tenía delante. Se sentía mareado, y le dolía la cabeza. Le dolía mucho.
Mientras intentaba enfocar con los ojos para conseguir ver lo que sucedía, el grito de su padre le llegó a los oídos.
—¡Tú también, Gina! ¡Callaos de una maldita vez, no hacéis más que gritar!
Sus brazos se debilitaron y perdió fuerza, lo que le hizo tambalearse en el suelo. Continuó con la boca cerrada, sin producir ni un solo sonido, ni un lloriqueo ni una respiración acelerada, aunque no fuese capaz de pensar con claridad y le pitasen los oídos.
Entre parpadeos captó la silueta de su madre, que lo observaba con horror. Tenía los dedos manchados de rojo, exactamente los dedos que le habían tocado allí donde le dolía. Podía sentir algo caliente y mojado resbalándose por la piel de su rostro, a punto de entrarle dentro del ojo.
El mundo no tardó en volverse negro. Se desmayó al poco de recibir el puñetazo de su padre y el barullo que ajetreaba el salón lo acompañó hasta que cayó en la inconsciencia. Lo último que sintió y que aún podía recordar fueron los dulces brazos de su madre envolviéndole el torso.
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