QUE NO SALGA LA LUNA - Cap.2: Boda
Estaba asustada. Ni siquiera sabía si todo aquello le iba a funcionar. Se miró por unos segundos al espejo, tratando de reflexionar si todo lo que tenía ideado era lo correcto, pero a estas alturas de la vida, ¿quién pensaba en eso? El reflejo en el espejo le devolvía una mirada cargada de incertidumbre y miedo. La transición que estaba experimentando era un camino complicado y lleno de desafíos, y no podía evitar sentirse vulnerable en ese momento.
Sobre su mano derecha, un papel arrugado quedaba guardado. En ella, una enorme lista de dónde tenía que ir, calles que debía de reconocer, nombres de las víctimas. Pero lo que más necesitaba en ese momento, era saber qué necesitaba para todo aquello.
Después de visitar las dos farmacias anteriores y reconocer que no podía comprar todos los medicamentos que necesitaba en un solo lugar, finalmente llegó a la tercera farmacia. Cada una de estas visitas había sido una experiencia incómoda, ya que no quería que los farmacéuticos se hicieran preguntas o se sintieran incómodos por su lista de medicamentos. Había planeado meticulosamente su día para evitar encontrarse con alguien que pudiera conocerla o hacer preguntas incómodas. Pero incluso con todas estas precauciones, no podía evitar sentirse expuesta y ansiosa.
La farmacéutica detrás del mostrador revisó la lista detallada de medicamentos que le habían sido recetados. Tomó un momento para procesar la información antes de comenzar a enumerar los medicamentos y productos que le entregarían. Mientras la farmacéutica hablaba, ella se esforzó por mantener la calma y evitar cualquier muestra de ansiedad. Cada palabra pronunciada por la farmacéutica parecía amplificar sus dudas sobre si estaba tomando la decisión correcta.
—¿Estás segura de que vas a poder pagar todo esto, niña? —cuestionó la farmacéutica con una expresión de asombro en su rostro al ver que Catalina cargaba con dos bolsas llenas de medicamentos.
—Claro que sí, señora.
Catalina había invertido un considerable esfuerzo en recaudar el dinero necesario para adquirir aquellos medicamentos. Desde pedirle prestado dinero a su hermano, que después le devolvería, hasta conseguir romper su hucha de cristal que comenzó a ahorrar con su padre cuando era pequeña. El dolor que le causó saber que todas las promesas que hizo con su padre se rompieron, le carcomía la mente.
—¿Te queda mucho? Tengo que hacer la cena ya y está mi marido se vuelve loco como tenga que esperar mucho —comentó una mujer de mediana edad atrás de Catalina.
Había formado una enorme cola tras de ella por la insistencia del conocimiento de medicamentos que le pudieran ayudar para su plan establecido. Claramente estaba muerta de miedo, el pánico se asomaba a las esquinas y por cada día que pasaba, sentía que no estaba haciendo el bien y que quizá era mala idea. Pero eso era lo que pensaría un perdedor.
Y ella no lo era.
—Bien, pues haciendo un recuento de todos los medicamentos —habló la farmacéutica tras la mesa—, te llevas la Fluoxetina con la tarjeta de la seguridad social. Y por otra parte, aquí llevas dos cajas de Zolpidem para poder dormir mejor, una caja de insulina para inyectar, dos cajas de Leuprolelina que son los antiandrógenos. Los cinco botes de alcohol etílico y algodón para las heridas. ¿Algo más?
—No, nada más.
Catalina sentía cómo caían las gotas de sudor por su espalda del terror que respiraba en el ambiente. Absolutamente nadie sabía lo que estaba haciendo y por ello mismo quizá se sentía tan vulnerable. Tomó los medicamentos con rapidez y le pagó a la mujer con el temblor en sus manos. La incertidumbre y la tensión en el aire se palpaban, pero Catalina estaba decidida a seguir adelante con su plan, sin importar las consecuencias.
Una vez salió, el aire frío chocó sobre su rostro haciéndole tiritar. Todavía no se acostumbraba al frío de Madrid. Con pasos nerviosos y ambas manos ocupadas fue de camino a su casa, pensaría esconder el resto de medicamentos, excepto los antidepresivos de su madre, en el desván para que nadie se extrañara. Iba a seguir su camino cuando de repente en sus narices, encontró una papelería.
La papelería, un lugar que destilaba la esencia de la creatividad y la organización, se había convertido en un refugio para Catalina desde que era una niña. Era un espacio donde la diversidad de suministros y productos inspiraba su imaginación y facilitaba su vida diaria. En cada visita a este rincón mágico, la joven se encontraba ante un abanico de posibilidades, donde las herramientas geométricas como el compás desempeñaban un papel destacado.
Y eso era justo lo que le hizo entrar.
Se utiliza en matemáticas, dibujo técnico y diseño para trazar círculos y arcos con precisión. Estaba compuesto por dos brazos o patas unidos en un extremo con un pivote o bisagra que permite ajustar el radio del círculo que se va a dibujar.
A Catalina se le iluminó la mirada por ver la punta afilada y brillante que decoraba el compás. Observó el dinero que le sobraba en la cartera y con suerte le quedaba algunas monedas que le serviría para comprarla. Una parte de ella estaba confundida de lo que hacía, no estaba acostumbrada a eso y tener unos pensamientos tan retorcidos, pero nada le echó para atrás para comprarlo.
Al entrar en la papelería, fue recibida con la cálida sonrisa de Alfonso, el propietario, un hombre que conocía a Catalina desde que era una niña y que siempre la había tratado con afecto.
—¡Hola Catalina! —saludó el propietario de la papelería—. ¿Qué te trae por aquí? Tenemos nuevos lápices de colores y te guardé una caja por si la querías. Recuerdo cómo tu madre te lo compraba de pequeña.
La mención de su madre y los recuerdos de su infancia hicieron que Catalina esbozara una sonrisa nostálgica mientras miraba a Alfonso.
—Lo recuerdo perfectamente, Alfonso, pero hoy no estoy buscando lápices de colores —respondió ella con determinación.
Desde que era una niña, Catalina había estado profundamente involucrada en el mundo del dibujo. Era su vía de escape, una manera de expresar lo que guardaba en su mente y en su corazón. Sus bocetos eran obras de arte en sí mismos, y su elección constante de colores rojizos, como la sangre, para sus creaciones se había convertido en su firma personal. Las personas que veían sus obras siempre quedaban asombradas por la magnífica forma en que trazaba los detalles y la intensidad que lograba transmitir con sus colores.
—Cuéntame, ¿qué necesitas?
Qué suerte la que yo tuve
El día que la encontré
La señal estuvo a punta de navaja
Alfonso se quedó algo extrañado al verla con dos bolsas cargadas de medicamentos, pero no quiso parecer un entrometido.
—El compás del escaparate.
—Oh vaya, ha salido hace unos días y están los niños como locos. Tienes suerte de que me quedan un par en el almacén. Ahora vuelvo.
—¡Espera! —Catalina pensó en algo más—. ¿Tienes cúter? Es que la profesora nos ha mandado un proyecto donde lo necesito...
Mientras Alfonso salía del mostrador para ir al almacén, Catalina luchaba contra la presión de la situación. El calor del día se sumaba a su nerviosismo, y decidió quitarse la bufanda negra para sentirse más cómoda mientras esperaba. Cada latido de su corazón parecía un tambor en sus oídos mientras anticipaba el éxito o el fracaso de su plan.
—Sí, claro —dijo Alfonso—. ¿Cuántos quieres?
—Seis.
Alfonso frunció el ceño.
—¿Tantos? Las mujeres suelen ser muy torpes en este mundo, pero no esperaba que lo fueras tanto —rio Alfonso sujetando su abdomen.
Su risa resonó en el pequeño espacio de la papelería mientras comentaba, en tono jocoso pero machista, sobre la supuesta torpeza de las mujeres en ese ámbito. Aunque Catalina sintió un nudo de frustración y molestia en la garganta, sabía que debía mantener la compostura. Cualquier comentario agudo o confrontativo podría empeorar la situación y poner en peligro la adquisición de los materiales que tanto necesitaba.
—Es para mis compañeros, que me han pedido que se los compre —sonrió falsamente—. Y dos subrayadores, por favor. Rosa pastel.
Esta pequeña mentira le permitió distanciarse de las suposiciones de Alfonso y, al mismo tiempo, evitar que él profundizara en sus motivos reales. Las palabras cuidadosamente seleccionadas y la expresión tranquila eran parte de su estrategia para lograr sus objetivos sin llamar la atención innecesariamente.
Finalmente, cuando Alfonso regresó con los materiales en sus manos, Catalina se sintió aliviada. Extendió todo el dinero que le quedaba, rezando en silencio para que no le faltara nada de lo que necesitaba. Mientras recibía los materiales, hizo una lista mental de todo lo que tenía en sus manos. El compás, los cúters, los medicamentos, los subrayadores rosa pastel... todo estaba en orden. Solo le faltaba una pieza crucial para llevar a cabo su plan, y gracias a la ayuda de su amigo Darío, sabía que estaría en sus manos en cuestión de minutos.
El corazón de Catalina seguía latiendo con fuerza en su pecho, pero su determinación seguía siendo inquebrantable. Había superado el obstáculo en la papelería y ahora se dirigía hacia el siguiente paso de su plan, ansiosa por alcanzar su objetivo y enfrentar los desafíos que estaban por venir.
—Hasta pronto, Catalina —se despidió Alfonso mientras la joven se dirigía a la puerta.
—Hasta pronto, Alfonso.
Una vez que cerró la puerta tras de sí, se dio cuenta de que no tenía mucho tiempo para llegar al lugar donde se encontraría con su amigo. Consultó su reloj de pulsera y notó que le quedaban apenas cinco minutos. Rápidamente, se adentró en el laberinto de calles del barrio, tomando atajos que conocía desde su infancia.
Mientras caminaba, sus ojos se encontraron con varios individuos que parecían haber pasado demasiado tiempo en las tabernas locales. Un grupo de borrachos charlaba ruidosamente en una esquina, y Catalina no pudo evitar que esa imagen le recordara a su padre. Recordó cómo él solía llegar a casa a altas horas de la madrugada con una botella de ron en la mano, su mirada perdida en la distancia.
Para sacudirse esos pensamientos, Catalina agitó la cabeza con determinación y se concentró en su destino. Pronto, dio vuelta a un par de esquinas y avistó a su amigo Darío, que estaba recostado en una esquina, fumando un cigarro. En su mano derecha tenía precisamente lo que ella necesitaba.
—Estaba a punto de irme y dejarte sin esta mierda —comentó Darío al verla.
—Lo siento —se disculpó Catalina mientras dejaba todas las bolsas que había adquirido en la papelería en el suelo.
Darío, con una expresión curiosa, observó los medicamentos en las bolsas y no pudo evitar preguntar:
—¿Qué cojones vas a hacer con todo esto?
Si hay alguien que aquí se oponga
Que no levante la voz
(Que no lo escuche la novia)
(Que no salga la luna que no tiene pa' qué
No tiene pa' qué, no tiene pa' qué)
Con tus ojitos, prima, yo me alumbraré
(Que no salga la luna que no tiene pa' qué
No tiene pa' qué, no tiene pa' qué)
—Es para mi hermano, te lo dije. ¿Me lo vas a dar o quieres seguir perdiendo el tiempo?
Catalina no tenía tiempo para rodeos. Uno de los rasgos que más apreciaba de sí misma era su habilidad para aparentar normalidad, para dar la impresión de que no había roto ningún plato y que era una persona inocente.
Pero Darío no iba a entregarle los medicamentos tan fácilmente. Manteniendo el producto en su mano, cuestionó:
—Antes de dártelo, dime para qué lo quieres.
El silencio se apoderó de los dos amigos por unos segundos, y Catalina sintió un nudo en el estómago mientras luchaba por encontrar las palabras adecuadas. Siempre había sido la chica corriente que pasaba las tardes en la biblioteca leyendo libros de Stephen King, y esa situación sorprendió a Darío. Mientras tanto, Catalina trataba de idear una respuesta convincente, pero las palabras parecían estar atrapadas en su garganta.
—Es para mi hermano —respondió finalmente Catalina, su voz cargada de una excusa plausible que esperaba que fuera suficiente—. Ya sabes que está estudiando química, y lo necesita para un trabajo que tiene que hacer en casa. La universidad no le deja coger materiales de laboratorio.
Darío la miró con una expresión que dejaba entrever su escepticismo. Por un momento, pareció reflexionar sobre la respuesta de Catalina. El silencio se alargó, y la tensión creció en el aire mientras él evaluaba la situación.
—Voy a hacer como que te creo para que acabe todo esto, además tengo prisa —declaró finalmente Darío, dejando claro que estaba dispuesto a pasar página—. Son 90 euros.
Catalina quedó sorprendida por la cifra que Darío puso sobre la mesa. Los 90 euros parecían un precio desorbitado en comparación con lo que había visto en internet. Sin embargo, sabía que no estaba en posición de discutir, especialmente después de lo que había hecho para adquirir los medicamentos en la papelería.
—¡90 euros! Pero si en internet lo venden mucho más barato —protestó Catalina, aunque sabía que sus posibilidades de negociación eran escasas.
Darío se encogió de hombros indiferente y respondió con calma:
—¿Y qué más me da? He venido aquí expresamente para dártelo a ti, y encima ni me dices para qué lo necesitas. Son 90 o nada.
Catalina suspiró pesadamente mientras intentaba calcular sus finanzas. Sabía que no tenía suficiente dinero. Se había gastado la mayor parte en la papelería, y no había pensado mucho en la suma que necesitaría para esta transacción. El dilema la envolvió, y la urgencia de su plan secreto la llevó a tomar una decisión impulsiva.
—Déjame por lo menos ver si es exactamente lo que necesito —dijo Catalina, buscando una apertura para prolongar la conversación y ganar algo de tiempo.
Darío la miró fijamente, con cierta desconfianza en sus ojos. Sabía que algo no encajaba del todo en la historia de Catalina, pero su deseo de resolver rápidamente la transacción lo hacía más tolerante.
—Solo existe un tipo —respondió Darío de manera lacónica, manteniendo su postura firme.
Ante la falta de opciones y la urgencia que sentía, Catalina decidió cambiar su enfoque. Se acercó lentamente a Darío, con una expresión seductora en su rostro, y dejó que sus dedos rozaran su pecho mientras hablaba con voz suave y sugerente.
—Oh, vamos, Darío. Sabes que no me quedaré con esto sin pagarte —dijo, intentando persuadirlo de una manera que sabía que podría resultar efectiva—. ¿Sabes qué creo? —susurraba mientras le miraba intensamente.
—¿Qué? —logró balbucear finalmente, sus palabras casi ininteligibles, mientras sus ojos se encontraban con los de ella.
—Podemos hacer un trato. Tú me das esto que necesito y a cambio... —mintió, tratando de ocultar las ganas que tenía de huir de ahí, de escapar de la tensión que llenaba el ambiente—. Podríamos pasar una noche juntos.
La propuesta de la chica dejó a Darío sin palabras, con la mente dando vueltas en busca de una respuesta adecuada. La sorpresa y el deseo competían dentro de él, mientras luchaba por entender el significado real de lo que estaba ocurriendo.
Darío sabía que no era un hombre sin experiencia, pero esta situación era única y peligrosamente atractiva. La chica había empleado una estrategia sorprendente, una mezcla de astucia y vulnerabilidad que lo había dejado sin palabras. ¿Debería ceder a sus deseos y aceptar el trato propuesto, o resistir y mantenerse fiel a sus principios? El dilema lo tenía atrapado en una encrucijada de la que no sabía cómo salir.
—Bueno...No me parece tan mala idea.
—Perfecto —sonrió genuinamente.
—¿Te viene bien mañana?
La idea de pasar una noche con Darío para obtener lo que necesitaba había sido una mera artimaña para conseguir su objetivo.
—Claro —mintió recordando que mañana tenía que prepararlo todo.
En realidad, no tenía ninguna intención de seguir adelante con la sugerencia que había hecho, pero había logrado su cometido. Darío asintió, pareciendo aliviado de que no fuera una respuesta negativa. A pesar de la sorpresa inicial, la idea de pasar una noche con la enigmática Catalina tenía su atractivo, y la promesa de una recompensa lo hacía más dispuesto a colaborar.
Ambos se despidieron con una sonrisa, que probablemente Darío nunca podría olvidar. Los ojos de aquella chica que le volvía loco era imposible de hacer desaparecer de su mente. La figura de Catalina se iba alejando, aunque la chica se sintiera culpable por haberle mentido, sabía que era lo necesario.
—Me cago en la puta, otra vez he caído, ahora ¿cómo cojones le digo a mi profesor que he robado material del laboratorio? —se lamentó Darío para sí mismo mientras observaba a Catalina desaparecer a lo lejos.
A la virgencita de la Merced un rezo
La hoguerita se apagó por sus besos
Mientras se despedían, Darío no pudo evitar pensar en el enigma que era Catalina. ¿Qué la había llevado a recurrir a una estrategia tan inusual? ¿Qué ocultaba detrás de su fachada de confianza y deseo? Y Catalina, por su parte, se preguntaba si su plan seguiría funcionando, o si la complejidad de sus propias emociones se interpondría en el camino. Se vio obligada a detenerse, observó con detenimiento todo lo que necesitaba. Los medicamentos, el cúter, el compás y por último y no menos importante, el cloroformo y el ácido nítrico. Eso le serviría para dejar dormidos y dañar a todas sus víctimas.
¿Qué?
¿Creías que estaba haciendo todo esto solo y únicamente por aquel profesor?
No.
Catalina llevaba mucho tiempo queriendo hacer esto.
Por las injusticias y los daños.
Desde que su padre le destruyó la infancia y adolescencia.
Por venganza.
Catalina había llevado una carga de resentimiento durante años. Se había hartado de las injusticias y los daños que el mundo le había infligido, y estaba decidida a hacer justicia por su propia mano. Había llegado el momento de tomar el control, de hacer que aquellos que le habían causado dolor pagaran por sus acciones.
Su mente estaba clara, y su determinación era inquebrantable. Se sentía poderosa, como si finalmente estuviera tomando el control de su vida. Había aprendido a esconder sus verdaderas intenciones bajo una fachada de inocencia, y ahora era el momento de poner en marcha su plan.
Sus víctimas nunca verían venir lo que estaba a punto de suceder.
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