DE AQUÍ NO SALES - Cap.4: Disputa
Ignacio era un hombre muy trabajador desde muy pequeño, con sólo cinco años ya ayudaba a su padre en el campo a recoger las olivas. Nunca sabía qué quería ser de mayor, apenas se lo pensó muchas veces. Se casó con María, quien a los pocos meses tuvieron unos mellizos encantadores. Ambos tenían la sonrisa de la madre y los ojos del padre. A Ignacio le iba bien en la vida, estaba cómodo y no se quejaba. Al poco tiempo se fue a trabajar a la Calle de Alcalá, en una tienda de chuches que él mismo elaboraba, era bastante reconocida por los madrileños y existió la coincidencia de que varias veces mantuvo relación con Catalina, la chica parecía encantada cada vez que le regalaba un par de chuches, pero en cuanto le decía para entrar en la sala donde se encontraban los 'duendecitos' haciendo las chuches, Catalina lo rechazaba.
Pero sin embargo, hubo otros niños que aceptaron la oferta de Ignacio sin tener la menor idea de que su inocencia se vería truncada en ese mismo instante. Lo que Ignacio no era capaz de reconocer, o tal vez no quería admitir, era que su interés por los niños iba mucho más allá de regalarles simples chuches. Se dedicaba a manipularlos y abusar de ellos tras la atractiva invitación a la misteriosa sala de los 'duendecitos', un rincón oscuro de su mente donde germinaba su retorcida obsesión.
La perversidad de Ignacio era un secreto bien guardado, un enigma que nadie lograba descifrar hasta once años después, cuando los niños afectados finalmente pudieron dar testimonio de las evidencias del dolor y el trauma que aquel individuo había causado en sus vidas. Sus voces, una vez silenciadas por el miedo y la vergüenza, se alzaron como un coro unísono de valentía, dispuestas a revelar la verdadera naturaleza de aquel ser despreciable que se había cruzado en sus caminos.
Nadie creyó a los niños, sin embargo, Ignacio siguió trabajando como siempre.
—Buenas noches —saludó Catalina tras el gorro que llevaba, tratando de ocultar su nerviosismo bajo una capa de normalidad.
La tienda olía increíblemente bien; el dulce aroma de las chucherías colgaba en el aire, haciéndole la boca agua a Catalina. Sin embargo, toda la deliciosa fragancia se vio empañada por la presencia del señor mayor que estaba tras el mostrador, con una sonrisa que parecía inocente pero que Catalina deseaba poder borrar con la mirada.
—Buenas noches, bonita. Hace mucho tiempo que no veía a una muchacha tan esbelta como tú por aquí —dijo el señor con una mirada que recorrió a Catalina de arriba abajo, provocando un escalofrío incómodo en ella.
—Pues qué sorpresa de su parte —respondió Catalina con una sonrisa falsa, tratando de mantener una distancia segura entre ella y el señor Ignacio.
Ignacio, el propietario de la tienda, se mostró sorprendido al ver aparecer a la joven de una manera tan inusual y discreta. Sus ojos, agudos como cuchillos, escudriñaron a Catalina desde los pies hasta la cabeza, lo que hizo que ella se sintiera aún más incómoda bajo su escrutinio. La joven tomó varias respiraciones profundas en un intento de recobrar su compostura y evitar levantar sospechas, pero Ignacio ya estaba empezando a percibir algo extraño en la situación.
—¿Necesitas ayuda en algo? —preguntó Ignacio, su mirada aguda clavada en Catalina, quien se sintió observada y vulnerable en ese momento.
Catalina negó con la cabeza, sin atreverse a mirar directamente al hombre que tenía justo detrás suyo. Su mente trabajaba a toda velocidad para recordar cada detalle de su misión, asegurándose de que en su riñonera llevaba todo lo necesario, pero se encontraba en un estado de confusión momentánea. La tensión en la tienda era palpable, y Catalina sabía que cada segundo que pasaba la acercaba más al peligro.
—¿Desde hace cuánto trabaja aquí? —preguntó Catalina, tratando de mantener la conversación lo más tranquila posible mientras examinaba las estanterías llenas de chucherías de colores llamativos.
—Oh bueno, tendría que hacer un par de cuentas, pero aproximadamente unos catorce años. ¿Eres de aquí? —respondió Ignacio, tratando de disipar la incomodidad que sentía.
—No, vengo de Sevilla —mintió Catalina, desviando la mirada hacia las estanterías llenas de golosinas.
—¡Qué ilusión que venga alguien de tan lejos hasta aquí! —Ignacio trató de mantener su sonrisa, pero su nerviosismo era evidente.
Catalina sonrió falsamente a su dirección y luego le clavó una mirada intensa. Ignacio palideció instantáneamente, sintiendo que sus piernas empezaban a flaquear bajo la presión de esa mirada penetrante. El sonido de los tacones de Catalina resonaba en el silencio de la tienda, que estaba a punto de cerrar y apenas había nadie en la calle.
—Me habían hablado muy bien de esta tienda —comentó Catalina, como si nada estuviera ocurriendo.
—¿Ah sí? Cuéntame —dijo Ignacio, aunque su sonrisa temblaba visiblemente. No tenía ni idea de lo que esta chica planeaba, pero tenía un mal presentimiento.
—Los regalices están muy buenos —continuó Catalina, paseándose por la tienda mientras Ignacio la seguía con la mirada—, y sobre todo las piruletas. Los niños se vuelven locos por ellas. ¿A usted le gustan los niños?
Ignacio asintió sin decir palabra debido a su creciente nerviosismo.
—Los niños son encantadores. También he escuchado mucho sobre el algodón de azúcar. Mi madre siempre me traía algodón de azúcar después de salir del colegio los viernes, y tengo muy buenos recuerdos. Así que creo que me gustaría una bolsa de esas, las de algodón de azúcar rosa —dijo Catalina, señalando hacia el estante de golosinas.
Ignacio tragó con fuerza mientras se acercaba al estante de algodón de azúcar, consciente de que algo estaba tomando un rumbo inesperado. Antes de girarse para atender a la joven, escuchó su voz nuevamente, una voz que parecía inocente pero que escondía un propósito oscuro.
—He oído hablar de una sala de 'duendecitos' aquí —mencionó Catalina, sus palabras cargadas de intriga.
Ignacio sintió un nudo en el estómago mientras su mente luchaba por encontrar una respuesta adecuada. La situación se estaba volviendo cada vez más extraña y peligrosa.
—Sí, tienen mucha fama. Los niños se mueren por querer verlos, y a veces les hago regalos para que se vayan contentos —respondió Ignacio con voz temblorosa, sin darse cuenta de que estaba adentrándose en un territorio peligroso y desconocido.
Catalina pensó para sí misma: "Hijo de puta." Su determinación de descubrir la verdad detrás de esta sala de 'duendecitos' estaba más firme que nunca.
—¿Y podría ir a verlo? —preguntó Catalina, su intriga aumentando a medida que avanzaba en su plan.
Ignacio se encontraba atrapado en un abismo profundo del cual deseaba desesperadamente escapar. Sabía que lo que estaba haciendo no estaba bien y que posiblemente todo terminaría mal, pero se veía incapaz de decirle que no a la joven, movido por el miedo a las posibles consecuencias de negarse.
—Sí, claro. Está aquí —respondió con un tono forzado de normalidad.
Ambos entraron con cuidado en la sala, donde las luces estaban apagadas. Un fuerte olor golpeó el rostro de Catalina, un olor desagradable que parecía llenar el lugar. Mientras caminaban por la sala en penumbra, Catalina no podía evitar imaginar los horrores que podrían haber ocurrido allí, los niños que podrían haber sufrido a manos de la persona que tenía justo detrás de ella. La tensión en el aire era palpable, y cada paso que daban parecía acercarlos un poco más al oscuro secreto que se ocultaba en ese lugar.
Catalina con mucho cuidado fue sacando la jeringuilla que seguidamente clavaría en el muslo a Ignacio, pero ocurrió justo lo que más temía. El señor guardaba a sus espaldas un cuchillo grasiento que utilizaría para matar a Catalina, pero la joven actuó con rapidez y se alejó de él como pudo. Por inercia, Ignacio se echó hacia ella para atacarle mientras que Catalina se tiraba a la pared para poder defenderse. Su respiración comenzó a acelerarse y lo vio todo más difícil.
—¿Te creías que no me iba a dar cuenta pedazo de zorra? —apuntó con el cuchillo a la chica.
—Sabes por qué lo estoy haciendo, es inhumano lo que hiciste con esos niños.
Cuando Catalina no vio más escapatoria se apegó a unas cajas que tenía a su derecha y justo ahí dentro, observó de reojo que había unos martillos.
¿Qué cojones hace este hombre con esa herramienta? Pensó Catalina.
—¿Qué mierda te importa? Sigo con mi vida como siempre, lo que decían esos niños eran mentiras. Ni siquiera se acordaban de nada, todo fue para acusar a un pobre hombre.
—¿Mentiras? ¡Miles de niños le acusaron por pederastia!
Mucho más a mí me duele
De lo que a ti te está doliendo
Tras el grito ahogado que dio Catalina, Ignacio vio el momento idóneo para utilizar su afilado cuchillo para cortar las venas que adornaban su cuello. Se imaginó el momento donde la joven acabaría en el suelo sin vida y él siendo triunfante en la pelea. Pero justo cuando alzó la mano, Catalina fue más rápida y le propinó un fuerte golpe en la mandíbula descolocándola por completo, en el momento en el que cayó Ignacio, sus manos se despojaron del cuchillo y Catalina vio la oportunidad para vengarse.
—¡Qué me has hecho! —gritó el hombre, su voz ahogada por el dolor, sintiendo que su boca se desgarraba por completo. La sangre caía profusamente por su cuerpo como una fuente, tiñendo de rojo oscuro su delantal blanco. El hombre se aferraba con fuerza a su mandíbula, pero sus esfuerzos eran en vano; el dolor era tan profundo que ni siquiera tenía fuerzas para emitir un grito más.
Catalina lo observó con una mirada fría y sin piedad mientras él se retorcía de agonía. Cada gemido de dolor que escapaba de sus labios solo parecía aumentar la determinación de Catalina.
—¿Qué has hecho tú con la inocente vida de tantos niños? —continuó Catalina, su voz llena de desprecio y rabia, como un eco de la ira que sentía hacia ese hombre—. Y estás aquí, como si no hubieras roto ningún plato... Esto es simplemente para que te des cuenta de lo despreciable que es tu vida.
Sin darle tiempo para responder o justificarse de alguna manera, Catalina actuó con agilidad. Agarró las tres jeringuillas llenas de insulina y, sin previo aviso, las clavó de manera contundente en el muslo del hombre. La aguja se hundió en su carne con determinación, inyectando el líquido de manera implacable.
Amargas penas te vendo
Caramelos también tengo
El hombre emitió un gemido ahogado mientras su cuerpo reaccionaba al impacto repentino de la insulina. Catalina permaneció impasible, observando cómo el color de la piel del hombre palidecía gradualmente, sus labios temblaban y su respiración se volvía más agitada. Sus ojos mostraban una mezcla de miedo y confusión, incapaces de comprender lo que estaba sucediendo en ese momento.
Catalina no mostró piedad ni vacilación. Su determinación era inquebrantable.
Poco a poco, observó cómo la inyección elevada de insulina comenzaba a hacer efecto. El temblor en el cuerpo del hombre aumentaba con cada segundo que pasaba.
—La hipoglucemia severa puede ser potencialmente mortal si no se trata a tiempo. Qué coincidencia, ¿no? Una bajada de azúcar en un vendedor de chucherías y en una tienda repleta de alimentos compuestos principalmente por azúcar —dijo Catalina con un tono siniestro.
—¡Ayuda! —suplicó Ignacio, aunque su voz sonaba débil y distorsionada debido al dolor. La visión comenzaba a hacerse borrosa, tenía la boca seca y la mandíbula emitía un dolor tan profundo que comenzó a convulsionar. Se le dificultaba cada vez más hablar y moverse, su cuerpo estaba perdiendo la fuerza rápidamente.
—Llenaste de traumas a todos aquellos niños y casi lo conseguías conmigo. Después de esto no volverás a hacerlo más.
Antes de abandonar la escena y dejar el cuerpo de Ignacio tirado en el suelo, Catalina tomó el subrayador pastel que guardaba en el bolsillo de su pantalón y dejó su firma como un sombrío recordatorio de su venganza.
Lilith.
Catalina ya no sentía remordimientos. En su mente, estaba tomando las riendas de algo que el sistema legal no había logrado resolver. Aunque lo que estaba haciendo no era legal ni moral, su falta de comprensión hacia el mundo exterior la hacía sentir justificada en su búsqueda de justicia. Había cruzado una línea oscura y estaba decidida a continuar.
Justo estaba saliendo del local con las manos ensangrentadas cuando su atención fue captada por una terraza de un animado bar. En ese momento, la televisión del establecimiento estaba encendida y una gran parte de los comensales estaban absortos en lo que se estaba hablando en ella. La curiosidad de Catalina se despertó, y se acercó cuidadosamente, tratando de pasar desapercibida, consciente de que su apariencia no era precisamente la más convencional.
—Se ha encontrado el cuerpo de José, un profesor de universidad, con los ojos gravemente heridos debido a un arma que aún no ha sido identificada —informaba el presentador en la pantalla del televisor. La noticia era impactante y había captado la atención de todos los presentes en el bar. Catalina se acomodó en un rincón, intentando mezclarse con la multitud para escuchar mejor la información—. Se cree que el utensilio utilizado por el agresor contenía algún tipo de líquido corrosivo. Actualmente, la investigación del crimen está en curso. El profesor se encuentra hospitalizado en la unidad de cuidados intensivos. Las heridas son profundas y graves, y según los médicos, no hay posibilidades de que recupere la vista.
Mierda.
Mientras tanto, los comensales comentaban la noticia entre ellos, especulando sobre lo que podría haber sucedido. La joven se dio cuenta de que su acto de venganza había tenido un impacto más profundo de lo que había imaginado, y la investigación del crimen estaba en marcha. Sabía que debía mantenerse en guardia y ser aún más cuidadosa en el futuro, pero por ahora, se retiró discretamente de la escena, sintiendo que había logrado hacer justicia de alguna manera, aunque fuera de manera inusual y peligrosa.
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