Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Reflejos de sombra

Una guerra causa estragos. Algunos son difíciles de reparar, y otros muchos resultan irremediables. La muerte, quizá el peor efecto, duele como una puñalada que desgarra los sentidos y se recrea en la herida abierta. 

La profesora McGonagall conocía muy bien sus consecuencias: había arrastrado durante gran parte de su vida las muertes de los que la habían ido dejando durante el camino y sentía que su corazón se había forjado como el acero. Sin embargo, la Batalla de Hogwarts le demostró que el corazón no se habitua a la barbarie y que las viejas heridas pueden volver a sangrar a pesar de haber sido ya cerradas. Ninguna experiencia la había preparado para ser testigo de cómo morían los niños a los que había enseñado y visto crecer, ni para dar el último adiós a compañeros y amigos que aún llenos de vida habían caído frente a sí.

Por fortuna, la guerra había terminado y el Señor Oscuro había sido derrotado. Por desgracia, ahora enfrentaban lo más difícil: vivir, y aprender a hacerlo de la fría mano del dolor.

McGonagall aún recordaba, meses después, el motivo que había infundido en ella el coraje suficiente para aceptar la propuesta de convertirse en la nueva directora de Hogwarts. Acudía a ella la visión del Gran Comedor, demolido y convertido en un dispensario que acogía tanto a supervivientes como a damnificados. Algunos se movían de un lado a otro, repartiendo remedios y ofreciéndose a ayudar en las curas; otros se dejaban asistir y agradecían la segunda oportunidad que les había brindado la vida, y muchos lloraban las pérdidas sufridas junto a sus difuntos. El escenario resultaba desolador en muchos sentidos y a muchos niveles, creando en ella un desconcierto que jamás había sentido. Se vio abatida y arrastrada por sus temores más escabrosos y sintió que perdía todo contacto con la realidad a la que pertenecía, a un paso de la locura... hasta que una voz la rescató.

—Ha sido muy valiente, profesora —le aseguró en un susurro—. Todo ha terminado, y ya puede dejarlo ir.

A través de la fina capa de lágrimas contenidas que invadía sus ojos verdes, pudo distinguir los rostros afables de las tres figuras que la acompañaban: Harry, Ron y Hermione le sonreían con gozo y quebranto en su misma medida. Sintiendo sus palabras como un gran peso sobre su alma, se dio cuenta de que tenían razón. Durante años, no se había permitido ser débil y había mantenido el coraje como su más firme escudo. No había adversidad que hubiera sabido derrocarla, ni daño que hubiera quebrantado su fe... y estaba cansada de ser valiente. Ya era momento de dejarlo ir.

Instintivamente, se abalanzó sobre ellos en un abrazo necesitado y sollozó con fuerza, inundando por primera vez su rostro de lágrimas. Los tres la acogieron con ternura y la sintieron gimotear desconsolada, aguantando con la misma firmeza con la que ella había aguantado durante años. Con su llanto no se desprendió de la rabia, ni de la pena, ni de la angustia, ni del duelo... pero supo que se le había hecho más liviano en cuanto se separó de ellos y volvió a mirarles a los ojos. Sabía que existían mil motivos para desfallecer y acabar con todo, pero ellos le habían demostrado que conservaban uno mucho más poderoso y por el que valía la pena seguir.

Para McGonagall, aquella escena se había convertido en su esperanza, y dejó que ésta la acompañara durante los meses siguientes en los que la nueva normalidad se acabó asentando en sus vidas. Muchos permanecieron junto a ella en el castillo, ayudando a reconstruirlo desde los cimientos hasta los techos, y entre sus paredes nació una cotidianeidad que acabó transformándose, con el paso del tiempo, en lo que ella consideraba una gran familia unida. No había día en que no se enorgulleciera de haber persistido en su empeño por recuperarse y en el que no se sintiera madre y protectora de todos aquellos que permanecían allí, a su lado, construyendo un futuro mejor. En aquel poderoso vínculo les había visto a todos perseverar, pero existía una excepción que le pesaba más que su propia aflicción.

Sí, era cierto. Una guerra causa estragos. Pero Hermione se había vuelto lúgubre, sombría, como si el pesar la hubiese arrasado y su alma hubiera quedado marchita para siempre.

Había visto desaparecer el brillo esperanzador que usualmente iluminaba sus ojos castaños; la sentía lejos, distante, como si la única compañía que la llenara fuera la de su propia soledad. Solía encontrarla vagando por los exteriores del castillo, cuidando del monumento que habían construido para honrar la memoria de los que habían caído en batalla y donde descansaban muchos de los restos, y creyó que existía algún vínculo que la mantenía atada al duelo, incapaz de pasar página. Después de todo, no podía culparla: había perdido mucho, quizá más de lo que ella misma pudiera llegar a imaginarse.

Intentó entablar conversación en repetidas ocasiones para ofrecerle consuelo, el mismo que ella le había brindado tiempo atrás, para hacerle saber que no estaba sola y que la carga era compartida, pero todos sus intentos fueron en vano. Y tenía miedo. Miedo a perderla para siempre, como a muchos otros había perdido. No le quedó más que depositar sus esperanzas en el tiempo y la distancia, esperando a que éstos se la devolvieran.

Las clases pudieron retomarse en septiembre de ese mismo año. Tuvo la suerte de que la muchacha, junto con muchos de su generación y posteriores, aceptaran reincorporarse al estudio. McGonagall pensó que quizá el curso lograría hacerla sentir distraída y daría un paso adelante en su recuperación, pero la muchacha se volvió aún más solitaria.

A diario y sin excepción, Hermione tomaba su habitual recorrido hacia el camposanto y permanecía allí hasta que la ausencia de luz la obligaba a retornar al castillo. Siguió, como desde hacía meses atrás, preservando la belleza del monumento y preocupándose en cuidar cada detalle, pero a medida que transcurrían las semanas empezó a perder su disposición. La profesora se dio cuenta que cada vez permanecía más estática y que concentraba su atención en una tumba concreta ante la que acabó tomando un asiento que ocupaba durante horas, fijando la mirada sobre la lápida de tal forma que McGonagall creyó que pretendía perforarla con sus propios ojos. Un buen día la vio llorar, y las lágrimas acabaron habituándose en la costumbre.

Con el desasosiego que perfora el corazón de una madre, la mujer no pudo controlar su afán por querer ayudarla. Durante sus acechos acabó por retener fidedignamente la imagen de la muchacha frente a la lápida, y a pesar del sinfín de tumbas que acogía el extenso terreno, supo encontrar la correcta en cuanto se atrevió a acudir al lugar, sola y envuelta en la penumbra, queriendo ocultar su intromisión. Sin embargo, se sintió incapaz de afrontar la realidad en cuanto descubrió el nombre del fallecido al que la lápida rendía homenaje. Intentó creer que se podía haber equivocado y rehizo el camino varias veces, pero la traicionera realidad persistía. 

Casi sin aliento, vagó como un alma en pena de vuelta al castillo únicamente concentrada en el sonido de sus pasos amortiguados, y no fue hasta que se adentró en la soledad de su despacho, cayendo abatida sobre su butaca, que se echó las manos a la cabeza.

«En memoria de Severus Snape, héroe de guerra».

Resbaló por su cerebro una lluvia de pensamientos incontrolables y retorcidos que la mantuvieron en vela, hecho del que no se percató hasta que el amanecer empezó a manifestarse a través de sus ventanales. Había intentado comprender qué podía llegar a conducir a Hermione hasta aquella obsesión insana, y las opciones eran tan escasas como hirientes, resumiéndose en una conclusión funesta que la revolvía por completo. ¿Realmente había podido existir algo entre ambos? ¿Cómo? ¿Cuándo había surgido? ¿De qué se alimentaba? ¿Y por qué no había sido capaz de darse cuenta antes?

La avidez por conocer la verdad la corroía por dentro, pero sabía que no podía. Lo único que quedaba de Snape a aquellas alturas eran sus bienes, encerrados en su despacho inexpugnable. Los numerosos intentos por mancillar el lugar habían sido en vano desde hacía meses a pesar del empeño: aquel hombre había resultado tan poderoso en vida que incluso después de su partida los hechizos protectores permanecían, volviendo incorruptible su fortaleza. La profesora se imaginaba que existiría un conjuro capaz de romper sus defensas, pero se encontraba lejos de descubrirlo.

Llegó el mes de octubre y Hermione pareció cambiar con él. Sus estadías en el cementerio fueron abreviándose hasta convertirse en una visita concisa. McGonagall tuvo la esperanza de que por fin se hubiera recompuesto, pero el rostro de la joven le indicaba todo lo contrario. Sus ojos se habían vuelto más oscuros e indescifrables; sus ojeras se habían acentuado, haciéndola parecer destrozada, y la apatía se había convertido en la única cara de la moneda. Poco a poco, el mal que la consumía también empezaba a hacer estragos en la profesora.

—Para estar tan llena de vida, se asemeja usted a una muerta errante.

McGonagall, que cruzaba desazonada el corredor tras su guardia en los exteriores del castillo, se detuvo en seco y fulminó con la mirada al espectro que la acompañaba.

—¿Cómo dice, Barón? —preguntó con estupor.

El fantasma de Slytherin se cruzó de brazos y frunció exageradamente los labios.

—Esa joven. Se ha convertido usted en su sombra, pero olvida que sigue siendo corpórea —espetó él en un susurro ronco, suspendido en el aire—. No se aferre a ella. Suficientes demonios la persiguen.

Su afirmación trajo consigo un silencio sepulcral que apenas duró unos instantes pero que pesó como una eternidad.

—¿Sabe algo sobre ella?

—Sé sobre usted. Siempre trata de abarcar demasiado, ¡igual que Godric Gryffindor! —siseó terriblemente el espectro—. Pero no está demostrando ser acreedora de convertirse en el legado de los fundadores.

—¿A qué se refiere? —dudó ella.

—¡Ahora es usted la cabeza del colegio! Y ha antepuesto un solo ser a una escuela entera —le recriminó, inclinándose sobre ella, y el frío que desprendía erizó los vellos de su nuca—. Siglos y siglos se ha fraguado el mal nombre de Salazar Slytherin por favorecer a los sangre pura. Me pregunto qué prestigio aguarda para Minerva McGonagall en las generaciones venideras.

El Barón Sanguinario desapareció del corredor con la misma rapidez con la que se había presentado, y McGonagall sintió caer sobre ella el peso de sus palabras como un cubo de agua helada. Para ser un tonto recuerdo había conseguido removerla más que cualquier ser vivo, y tuvo que darle la razón. Se había obsesionado tanto con Hermione que había olvidado la gran responsabilidad que tenía, y lo que era peor: no había respetado ni el tiempo ni la distancia que se había prometido brindarle a la muchacha.

Allí, en aquel corredor oscuro y con la luna por testigo, decidió anudarse su corazón de madre y siguió firme su camino.

Las semanas que siguieron el hecho resultaron difíciles para ella, pero se sostuvo fuerte en su determinación. Era incapaz de ignorar a Hermione cada vez que se la cruzaba o que compartía con ella un mismo espacio, y muchas veces sintió el impulso de volvérsele a acercar, de demostrarle que aún seguía allí para ella, de secarle las lágrimas... pero no lo hizo. Trataba de confiar en su propia entereza, intentando creer que acabaría saliendo por sus propios medios de aquel pozo en el que se había convertido su vida. Y cada vez que se imaginaba el desconsuelo que debía estar sintiendo, no podía evitar recordar a Snape, dejando que una furia vehemente la sacudiera de pies a cabeza. Podía ver su rostro adusto rondando su cabeza en interminables ocasiones y le maldecía, odiándole con cada diminuta pieza que conformara su ser. Si aquel mal tenía algún culpable, sólo podía ser él.

Por suerte o por desgracia, sus inquietudes internas se vieron eclipsadas por la realidad que se estaba viviendo en el colegio. Minerva McGonagall no hubiera jurado ni en sus siete próximas reencarnaciones que llegaría a procesar un sentimiento muy parecido al agradecimiento por el Barón Sanguinario: su visión la había hecho tocar de pies en la tierra en el momento justo para enfrentarse al verdadero peligro. La primera desaparición.

Nadie sabía ni cuándo, ni dónde, ni por qué. Un muchacho de Ravenclaw de primer año se había desvanecido como el humo sin dejar rastro, y todo el colegio se alarmó. Surgieron teorías que afirmaban que había sido raptado por los grindylows, otras que decían que Peeves le tenía encerrado en algún ala abandonada, e incluso se sugería que se podría haber perdido en el Bosque Prohibido. Sin embargo, lo único cierto que se sabía era que había acudido a su segunda clase del día y que, de camino a la tercera, nadie le había seguido la pista. Los profesores y los prefectos se sumieron en una exhaustiva búsqueda tras un rastro sin huellas que los mantuvo fuera de juego para que, aquella misma semana, hubiera una segunda desaparición. Esta vez, la víctima había sido una muchacha de Gryffindor de segundo año que no acudió a la práctica de Quidditch en la que se la esperaba. De nuevo, no hubo pista que pudieran seguir ni búsqueda que les hubiera servido para encontrarla.

La siguiente semana fue el escenario para dos nuevas desapariciones: un chico y una chica de Slytherin, de tercer y cuarto año respectivamente, habían desaparecido de sus dormitorios durante la noche. McGonagall, que había encargado a los fantasmas de cada casa que vigilaran las distintas áreas del castillo, tuvo que volver a enfrentarse al Barón Sanguinario, delegado en las mazmorras.

—No he visto nada fuera de lo común, directora —le aseguró, sobrevolando el espacio—. Sólo a los mocosos yendo de un lado a otro y haciendo alboroto.

—Pero, después de la cena —insistió la mujer—, ¿no se cruzó con nadie más?

—A esas horas sólo rondan los prefectos, como usted bien sabe.

—¿Y quién hacía guardia esa noche?

El fantasma entrecerró los ojos y aguantó la respiración durante unos instantes antes de darle una respuesta, como si se hubiera resistido inútilmente a hacerlo.

—La joven Granger.

McGonagall hizo grandes esfuerzos por creer que aquello debía tratarse de una simple y mera casualidad, pero existía una implacable fuerza dentro de ella que la arrojaba a la catástrofe. Sin embargo, decidió acallarla recordando el pacto que había hecho consigo misma: no debía obsesionarse de nuevo con Hermione. No podía.

En mitad de aquella incertidumbre se impusieron una serie de medidas de seguridad. Se obligó a los alumnos a moverse por el castillo supervisados por un profesor o prefecto, se suspendieron las actividades fuera del estudio y se declaró un toque de queda para que sólo los autorizados pudieran rondar el castillo, siguiendo la búsqueda. Pese al intento, en la tercera semana de octubre sucedieron un quinto y sexto arrebato que seguían el esmerado orden que caracterizaba los anteriores. Una muchacha de quinto año había desaparecido habiendo acudido a uno de los lavabos, y un chico de sexto, que ejercía de prefecto, se había esfumado durante una de sus guardias.

Los acontecimientos acabaron por obligar a McGonagall a tomar severas determinaciones. Tal y como Albus Dumbledore lo había hecho durante su dirección, acabó reuniendo a todo el castillo en el Gran Comedor, donde se ajustó el refugio en el que dormirían y en el que tendría bajo supervisión a todo el alumnado. Aunque había intentado evitarlo, puso especial interés en vigilar a Hermione, que parecía más lejana que nunca. No acababa de comprender si aquellos sucesos habían llegado a afectarla de algún modo, si por el contrario era su manera de protegerse del dolor, distanciándose de la realidad, o si realmente había algo de culpa en ella.

La última noche de octubre se acogió entre los integrantes del castillo como el Halloween más terrorífico que habían vivido hasta la fecha. La semana finalizaba y todos temían las desapariciones habituales que aún no habían sucedido, en especial los alumnos de séptimo curso, que se situaban en el punto de mira. Se albergaba cierta esperanza de que los ataques hubieran cesado al fin, pero seguía flotando en el aire una esencia enrarecida que McGonagall era capaz de distinguir. Se encontraban todos allí, de nuevo, acogidos en el Gran Comedor como lo habían estado durante la Batalla de Hogwarts, pero el escenario era mil veces más despiadado: se enfrentaban a un enemigo sin rostro contra el que no tenían arma posible... o eso creían.

Aquella misma noche, Hermione y Neville se encargaban de inspeccionar el castillo con el permiso de la directora. El muchacho debía ser de los pocos, si no el único, que accedía a compartir su labor con aquel ser frío e inerte en el que se había transformado la joven, y ambos salieron del Gran Comedor en cuanto tomaron el relevo. McGonagall les escrutó con la mirada sin vacilar hasta que les vio desaparecer al otro lado de las grandes puertas, y se mantuvo inmóvil, acomodada en su sillón, durante unos minutos en los que ningún pensamiento cruzó su mente. Se concentró en su respiración y cerró los ojos, en un ritual con el que ahondar en sus instintos más primarios, y en cuanto se quiso dar cuenta su propio cuerpo la conducía a través del salón, encaminándola hacia la salida.

Se había hecho una promesa, era cierto. Se había jurado anudar su corazón de madre a pesar de todo lo que viniera. Pero, igual que las cicatrices podían reabrirse, un corazón también podía volver a latir. Estaba cansada de ser firme. Ya era momento de dejarlo ir.

Se desplazó por el exterior de forma tan silenciosa que parecía que flotara sobre el suelo, y se encaminó hacia donde su instinto la guiaba. Rápidamente se encontró cruzando la puerta que la separaba de las mazmorras y descendió los peldaños, atenta al ambiente frío que se percibía entre sus paredes. Al llegar al pie de las escaleras, reconoció un sonido arrastrado a escasos metros de ella y siguió su rastro con prudencia, sintiendo una poderosa adrenalina fluir por sus venas. Cruzó un par de corredores antes de avistar las piernas del cuerpo que estaba siendo transportado a fuerza bruta, y en cuanto el sonido se detuvo en el vestíbulo contiguo, permaneció inmóvil al otro lado de la pared, escuchando con atención.

Auferat hora duos eadem.

Desde su posición, McGonagall distinguió el chirriar de una puerta que se abría con fuerza, y sin necesidad de asomar la cabeza, supo perfectamente de cuál se trataba. En cuanto ésta se cerró, la mujer abandonó su escondite y se situó frente a ella, acariciando la madera que la conformaba con la palma de su mano. Durante meses había intentado traspasar sus secretos y no había sido capaz a pesar de sus esfuerzos... hasta ahora.

Acogiendo la varita entre sus manos con un temblor más que evidente, repitió cada palabra con fidelidad y fue testigo de cómo la puerta se abría al fin frente a sí, cegándola momentáneamente con la luz que emanaba de su interior. A ciegas, se adentró en el espacio y, en cuanto sus ojos verdes se acostumbraron a la luz, se encontró en una gran habitación cuyas paredes oscuras encerraban un conjunto de muebles de caoba antiguos, una gran estantería que acogía libros e ingredientes en su misma medida, una mesa de roble que reinaba en el espacio y que era ocupada por pergaminos, tinteros y plumas, una gran chimenea que se erigía y un par de sillones de cuero acomodados a su alrededor. Pensó que el despacho de Snape había permanecido intacto desde la última vez que había estado en él, con una poderosa excepción: esta vez, el cuerpo inerte de Neville Longbottom yacía en mitad del gran espacio.

Haciendo de tripas corazón, se acercó a él y lo contempló con pesar, evidenciando el fatal desenlace que había sufrido. No había heridas visibles en él, cosa que la hizo estremecer de pies a cabeza, y se agachó para ponerle la mano en el cuello, descubriendo que aún existían latidos en su pecho.

—No está muerto —le declaró una voz a sus espaldas—. Pero pronto lo estará.

McGonagall se enderezó con delicadeza y dedicó su mirada desolada a la muchacha que cerraba la puerta tras de sí.

—Mi pobre angelito... —susurró, abatida—. ¿Pero qué has hecho?

En los ojos de Hermione irradiaban las llamas de una profunda furia que los volvía irreconocibles.

—He hecho lo que debía.

—¿Y realmente crees que esto es justo?

—Nada en este infierno es justo, profesora.

La muchacha trazó una rápida línea en el aire con su varita que empujó violentamente el cuerpo de la mujer contra una de las paredes vacías, y con otro movimiento, la apresó con unas cadenas que se anclaron en ellas, manteniéndola inmóvil. Ambas se observaron entre sí desde sus respectivas posiciones, teniendo claros sus papeles: el de la presa y el de la cazadora.

—Imagino que a estas alturas ya sabrá que algo existió entre el profesor Snape y yo —murmuró Hermione, caminando de un lado a otro—. Se ha esforzado mucho en descubrirlo, así que no le negaré la evidencia.

McGonagall pudo haberse resistido, haberle plantado cara y haberla confrontado, pero no lo hizo. Quería escucharla. Necesitaba escucharla, aunque fuera lo último que hiciera.

—Me enamoré de él desde el primer día que pisé este colegio. Severus era un hombre enigmático, con una personalidad arrolladora y una pasión desenfrenada que nadie conocía pero que yo me esforcé en descubrir. Al principio fue difícil lidiar con su rechazo, pero poco a poco se dio por vencido ante lo que él también sentía. Éramos dos almas solitarias que vagaban en pena hasta que nos encontramos, dándonos cuenta de que nos necesitábamos el uno al otro. Ni las jerarquías, ni la distancia, ni los ideales fueron capaces de separarnos a pesar de encontrarnos a millas. Nuestro amor estaba por encima de todo... menos de la muerte, por más que intenté confrontarla con todas mis fuerzas.

Las imágenes de una desesperada Hermione tratando de salvar a un agónico Snape en mitad del Gran Comedor, siendo observada por una masa de rostros conocidos, acudieron a la cabeza de McGonagall con la rapidez de una bala: la muchacha gritaba en todas direcciones, pidiendo ayuda frente a una multitud petrificada. Siempre había creído que su gesto era fruto de su buen corazón, capaz de perdonar, sin detenerse a pensar en las connotaciones.

—Supongo que ahora entenderá por qué luché contra viento y marea para que no muriera. No se trataba sólo de mi profesor —prosiguió en un hilo de voz—. Al principio no lo entendí o no lo quise entender... la muerte es un proceso. Por eso pude mantenerme firme, porque no fui capaz de lidiar con su pérdida. No era capaz de aceptar que ya no estuviera conmigo.

Los profundos hoyuelos que se habían instalado en sus mejillas, adornando su demacrado rostro, hicieron pensar a McGonagall que la muchacha sufría una severa deshidratación: por ello, se sorprendió al ver que todavía era capaz de llorar.

—No ha habido día en que no le haya visitado. Al principio lo hacía por deber, sin terminar de entender que él estuviera allí, sepultado bajo la tierra. El destino me lo arrebató tan rápido que no he podido acabar de creerme que haya dejado de existir —exclamó ella, limpiándose las mejillas con las mangas sucias de su jersey—. Reemplacé mis horas de estudio, mis tardes junto a mis amigos y mis horas de descanso por estar ahí, justo a su lado. Y aguanté, hasta que me di cuenta de que todo giraba entorno a él, y al sentir que mis fuerzas amainaban por no probar su tacto, le lloré por primera vez. La primera de muchas.

—Querida mía... —suspiró la profesora, sintiendo su corazón en un puño—, te he visto llorar tantas veces sin comprender el porqué... he querido arroparte entre mis brazos y susurrarte que todo saldría bien...

—Lo sé. Siempre he sabido que la tenía a mis espaldas, intentando tomar partido en una lucha que no la incumbía —sentenció ella, deteniéndose y fulminándola con sus ojos abnegados de rabia—. ¿Acaso no tiene suficiente con sus propios demonios? ¿Quién se ha creído que es para arrebatarme los míos?

—Mi dulce niña... una madre no quiere ver sufrir a sus hijos.

La muchacha apretó los puños con una fuerza desmedida, haciendo palidecer aún más, si eso era posible, sus nudillos pronunciados.

—¡Usted no es mi madre! ¡Yo nunca he sido su hija ni su responsabilidad! —espetó con furia—. ¿Pero sabe? Gracias a usted me vi obligada a buscar una alternativa... y la encontré. Su estúpida intromisión me llevó al mejor regalo que me ha dado la vida hasta ahora.

Antes de que McGonagall pudiera preguntarse a qué se refería, la muchacha apuntó con su varita hacia un punto de la sala que había pasado inadvertido para ella hasta ahora.

—¡Accio!

Un voluptuoso objeto que se mantenía oculto bajo una larga manta se arrastró hasta ella bajo la fuerza de su magia, y Hermione, decidida, tiró de la tela, agitando el polvo en el aire. Se descubrió un espejo magnífico tan alto como el techo, cuyo marco dorado acogía unas características inscripciones.

—El Espejo de Oesed —lo reconoció McGonagall con los ojos abiertos—. ¿Cómo? ¿Cómo pudiste encontrarlo?

—He ayudado a reconstruir cada maldito muro que conforma este castillo. ¿Pretendía que no lo supiera? —alegó ella, manteniéndose junto a él sin moverse ni un ápice—. Al terminar la guerra no me atreví a mirarme en su superficie. Nunca. Deseaba alejarme de mi tormento, del reflejo que éste pudiera tomar en él... hasta que comprendí que mis demonios podían traerme paz.

Tomándose unos instantes en los que pareció acoger en sus entrañas todo el coraje posible, la muchacha dio un par de inseguros pasos, colocándose frente a él, y alzó la cabeza para enfrentarse a su reflejo con los ojos acristalados y el pulso tembloroso.

—La primera vez que vi a Severus junto a mí, me quedé paralizada. Su imagen es tan condenadamente real que sus ojos negros consiguen abrasarme cada vez que los confronto —explicó con detenimiento, manteniéndose firme como pudo frente a él—. Empecé a hablarle, a decirle lo mucho que le quiero, que le echo de menos, que le necesito conmigo... y algo en mí cambió. Se apoderaron de mí unos impulsos extraños por acercarme a la muerte y comprenderla. Entre sus libros encontré tomos de anatomía y necromancia: había en ellos pistas, indicios de que exista una vía que posibilita devolverle el alma a los muertos, y lo convertí en mi cometido. He leído, visto y hecho cosas que la harían vomitar, profesora. En mí lo consiguieron.

Hermione alzó su mano temblorosa y la colocó sobre la superficie del espejo. El reflejo impertérrito de Snape la acompañaba, mirándola con fijación.

—Al principio me carcomía la culpa, ¿pero sabe qué ocurrió? Que Severus me la quitó.

—¿Severus? —preguntó la profesora, atónita ante lo que oía—. ¿Cómo podría hacerlo?

—Empezó a hablarme desde el más allá. Me decía todo cuanto debía hacer para recuperarle, y comprendí que el bien y el mal son conceptos cambiantes e inconstantes —aludió la muchacha, enfrascada en su labor por acariciar el cristal, resiguiendo pausadamente las facciones rígidas del poderoso reflejo de él—. Severus es la voz de mi conciencia, es quien me guía, y yo soy el instrumento que lleva a cabo las acciones que me ordena. La fuerza de su alma persiste en este mundo y me posee, dándome el coraje que necesito.

McGonagall se revolvió en su apresada posición, sintiéndose mareada bajo el peso de sus palabras.

—¿Él te lo ordena? ¿Los asesinatos? —murmuró con cierta debilidad, viendo como Hermione asentía con parsimonia como respuesta—. ¿Por qué? ¿Qué conseguirías con eso?

—Cada intento es un avance, una lección que me acerca a convertirme en una experta nigromante.

—¡Pero ellos eran tus compañeros, tus hermanos! ¿Cómo puedes vivir cargando con eso sobre tu conciencia?

—Sus sacrificios son una ofrenda a la muerte. Una vida a cambio de otra —aseguró ella—. Pero la vida de Severus no es una cualquiera. Traerlo de vuelta requiere esfuerzo y sufrimiento... es todo lo que yo le ofrezco.

Una rabia sin precedentes empezó a asestar la mente de la profesora, viéndose víctima del delirio que presenciaba. Durante los últimos meses había intentando cargar con el poderoso revés que la acompañaba, como una mezcla de culpa y frustración que había soportado y que ahora parecía estar hirviéndole en las venas con una fuerza abismal. Se odiaba profundamente, acusándose a sí misma de no haber hecho lo correcto desde un principio, y sólo la aversión que sentía hacia el recuerdo de Snape era capaz de igualar el oscuro sentimiento que la corroía por dentro.

—¡Severus está muerto y enterrado! ¡¿Es que no te das cuenta?! ¡Tú misma has creado el mundo delirante que te rodea con su recuerdo! ¡No es más que un intento de curar el dolor implacable que te ha producido su pérdida! —gritó desesperada, sintiendo como la cólera se impregnaba en sus palabras, dejándola extasiada—. Por favor... vuelve. Necesito que confíes en mí.

Un silencio ensordecedor invadió el espacio, en el que ambas se contemplaron entre sí con el aliento agitado. McGonagall, sintiendo recaer sobre sí el peso de los ojos castaños de ella, tuvo la esperanza de haberla hecho recapacitar con su crudeza. Estaba convencida de que en ellos era capaz de discernir a la Hermione a la que conocía y quería con toda su alma, en un destello que iba abriéndose camino en el dolor que abarrotaba su rostro... hasta que las comisuras de sus labios se inclinaron en una sonrisa cruel y despiadada.

—No me importa que no lo comprenda, profesora. De todas formas, no necesito su comprensión —susurró ella—. Lo único que me sirve de usted es su sacrificio... y es algo que me llenará especialmente de gozo.

McGonagall contempló cómo su mano izquierda acogía una pequeña hoz que la muchacha había mantenido oculta bajo la manga de su jersey, y la vio acercarse a ella con una lentitud aterradora, empuñando el diminuto instrumento. Sentir cómo la muerte le era próxima no era ni por asomo lo que más llegaba a horrorizarla: más bien, que ésta le llegara adoptada por los resquicios de la locura que consumía a Hermione. Su alumna. Su hija. Su vida.

—¿Por qué, Hermione? —sollozó la mujer al sentir su aliento putrefacto sobre sus mejillas y el tacto de su mano sobre su estómago—. Sólo he tratado de recuperarte, de volver a hacerte sentir querida... ¿por qué yo?

La expresión vacía de la muchacha a escasos centímetros de ella fue el golpe más duro que en vida había sentido.

—Porque usted se ha entrometido en lo que no debía. Entre Severus y yo.

Sin previo aviso, Hermione empuñó con fuerza la hoz que sujetaba contra el vientre de la profesora y desgarró lentamente su carne, deleitándose con sus gritos. La mancha de sangre crecía con rapidez sobre la tela que la cubría y goteaba sobre el suelo de piedra, salpicando sobre ella, que con una sonrisa triunfante veía como el rostro de McGonagall, a medida que se recreaba en su herida, se desencajaba y adquiría una palidez que sólo había visto en los cadáveres.

La resistencia y las fuerzas de la mujer empezaron a apagarse en cuestión de pocos minutos, cuando un inmenso charco de sangre se filtraba por las losas de la piedra. Los gritos habían cesado y sólo podía oírse su respiración fatigada, cada vez más pausada. Hermione, contemplando la noche estrellada a través de uno de los ventanales hechizados que reinaban en la pared del fondo, comprobó la hora en su reloj de muñeca, asegurándose que éste marcaba las tres en punto.

Satisfecha, tiró la hoz al suelo y se apartó del cuerpo cada vez más frío de la profesora McGonagall, acercándose de nuevo hacia el espejo con ojos expectantes.

—Los antiguos celtas creían que la línea que une a este mundo con el Otro Mundo se estrechaba con la llegada del Samhain, una festividad céltica, permitiendo a los espíritus pasar a través —sentenció en voz alta, sabiendo que la profesora aún podía escucharla—. Llevo semanas ofreciéndole almas al Otro Mundo... y esta noche, la deuda será saldada.

Envuelta en un poderoso silencio, Hermione volvió a contemplarse en la lisa superficie del Espejo de Oesed, viéndose junto a la figura impoluta de Snape. La invadía una dicha tan vigorosa que se encontraba impaciente por sentirle aparecer junto a sí de un momento a otro, enredada en una fantasía inconcebible. Se mantuvo allí mismo, quieta y expectante a que algo sucediera, y no supo con certeza cuánto rato había permanecido en esa posición, hasta que un miedo insólito asomó en su corazón, viéndose a merced de una realidad que no estaba dispuesta a afrontar.

Desesperada, apoyó ambas manos sobre el cristal y acercó su rostro a escasos centímetros del hombre que la observaba impasible.

—Mi amor... mi luz... mi vida... —susurró, impregnando la superficie con el vaho de su aliento—. ¿Por qué me haces rogarte? Sabes que lo daría todo por ti... He cumplido... he hecho todo cuanto me has ordenado para que vuelvas a estar conmigo...

El reflejo de Snape se mantuvo impasible ante ella, y sin poder evitarlo, las palabras que la profesora McGonagall había proferido sobre sí empezaron a atizar violentamente su cabeza. La muchacha empezó a golpearse en la frente con las manos, en un intento por querer hacerlas desaparecer, pero éstas sólo tomaban más y más fuerza.

—No... no. ¡No! Ella no lo comprende... no ha visto lo que yo he visto. Su pobre cabeza no es capaz de entender la magnitud de nuestras acciones —quiso convencerse a sí misma, volviéndose hacia el espejo—. Ella se equivoca, ¿verdad? He hecho lo correcto en cada momento, ¿no es así? ¡Por nosotros!

Pero la imagen que el espejo le devolvía se mantenía inmóvil, sin mostrar ningún ápice de respuesta. Hermione, ante aquello, fue incapaz de detener la desesperación que empezó a consumirla.

—He cometido actos abominables por ti, Severus. Me he manchado tantas veces las manos de sangre que el hedor de mis delitos no desaparecerá jamás de ellas. ¡He asumido tantos riesgos por ti, y así me lo pagas! ¿Qué más quieres de mí? —gritó con fuerza, sintiéndose arrastrada por su propia angustia—. ¿Ahora no hablas? ¿No eres capaz de hacerlo?

Fruto de la rabia, Hermione asestó un poderoso puñetazo sobre el marco que hizo temblar el espejo bajo su fuerza desmesurada.

—¡Contéstame, maldita sea! ¡Dime que todo saldrá bien y que volverás a mí! —le exigió al reflejo con los ojos llenos de lágrimas—. ¡Dímelo, Severus! ¡Dímelo de una puta vez!

Y entonces, la cabeza de Hermione comprendió que el Snape que veía enmarcado en el Espejo de Oesed jamás le respondería. Había estado compartiendo cada momento de su miserable existencia con el reflejo de un anhelo que obedecía a sus instintos, pero que no evidenciaba ninguna prueba de que él estuviera allí, aún junto a su persona. Era fruto de una ilusión que la había cegado completamente, llevándola a cometer locuras inimaginables que le caían ahora como un peso insostenible.

Sintiéndose profundamente vulnerable ante lo que veía, profirió un grito que desgarró el mundo y asestó un golpe contra el cristal que lo rompió en pedazos, desplomándose sobre ella. Se dejó caer en el suelo, recibida por un dolor punzante que apenas podía compararse con el que sentía su alma marchita, y sollozó como un cachorro indefenso, presa de su propia pena, hasta que sintió quedarse sin lágrimas.

Con los ojos hinchados, levantó la mirada y se encontró con la madera que conformaba el espejo. Era plenamente consciente de que con su gesto se había deshecho del único vínculo que podía unirla a Snape, y viéndose sola en aquel mundo hostil, buscó uno de los cristales que habían quedado desperdigados en el suelo y lo tomó con las manos temblorosas, acercándolo a su rostro.

—No... no lo hagas... —le imploró un hilo de voz, justo a sus espaldas—. Suéltalo, angelito...

Hermione cerró los ojos con fuerza, sintiendo como el pánico se apoderaba de su cuerpo y la hacía temblar.

—¡Ya no me queda nada! ¡Nada! —gritó sin remedio, ahogada por sus propios latidos—. Si Severus no puede volver conmigo a la vida, seré yo quien se una a él en la muerte.

McGonagall, que apenas podía ver su emborronada silueta, mantuvo sus ojos entrecerrados sobre ella.

—Hermione... no... —le imploró con las pocas fuerzas que le quedaban—. Todo... todo ha terminado... Déjalo ir... déjalo ir...

Los ojos abnegados de la muchacha le dedicaron una última mirada en la que la profesora encontró el arrepentimiento que había estado buscando insaciablemente en ella, y con la que encontró la paz antes de partir. 

Hermione, sintiendo que saldaba así sus deudas morales con el mundo que la rodeaba, se rajó la garganta de un golpe decidido y cayó desfallecida en el suelo del despacho, cubierta por su propia sangre.

El pedazo de cristal que había quedado atrapado entre sus dedos inertes reflejaba un ojo negro como el carbón que, junto a ella, acabó desvaneciéndose para siempre.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro