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Capítulo 7

—Salga de allí ahora mismo —ordenó Romero con dureza. Audrey lo obedeció en seguida temblando y observando cómo sus fulgurantes ojos azules se fijaban en ella—. ¿Qué hacía escondida allí, señorita Williams? Exijo saberlo ahora.

Audrey tragó saliva sonoramente.

—Yo... Yo... Estaba buscando unos materiales que me pidió Rolland para la tutoría cuando lo oí entrar —explicó con nerviosismo.

—¿Y no pudo simplemente decir «con permiso» y desaparecer de mi vista de inmediato? —la reprendió—. ¿Es que en su casa no le enseñaron buenos modales?

—Sí, pero es que...

—Es que nada —irrumpió—. Vaya ahora mismo con el señor Carson para que firme su amonestación.

—¿Amonestación? —repitió Audrey con los ojos abiertos, sin poder dar crédito a lo que oía.

—Sí. La intromisión es una falta de respeto sumamente grave que no me permito pasar por alto en este colegio —decretó levantando el mentón—. Así que va a llevarse esa amonestación y mañana la necesito firmada por ambos padres.

—Pe... pero es que...

—Vaya ahora, Williams, o tendrá que asumir las consecuencias de sus actos. Y créame que no tengo el menor problema en expulsarla tal como hicieron en su escuela de Canadá.

¡Maldito mundo! Todos la amenazaban con hacer eso, pero nadie sabía cómo habían ocurrido las cosas ni el verdadero motivo de su expulsión. ¡Si tan solo lo supieran!

—Ya voy, director August —dijo con un tono a simple vista respetable, que en realidad venía acompañado de todo el desprecio que era capaz de destilar su voz.

Audrey comenzó a caminar hacia la salida agradecida de que por la oscuridad Romero no pudiera percatarse del color rojo en su cara encolerizada, pero la voz del mismo la detuvo cuando ya estaba a punto de abrir la puerta.

—¡Ah! Y dígale a Carson que lo necesito en mi oficina en veinte minutos. Tengo una tarea para él. Andando.

Audrey asintió una vez más antes de caminar hacia la biblioteca con la caja de los materiales entre los brazos.

Cuando tras hacerle una infinidad de preguntas el chico le entregó una hoja blanca con la dichosa amonestación impresa y le advirtió que no se olvidara de dársela a Romero firmada por sus padres o se enfadaría mucho, la dejó en la biblioteca leyendo un aburrido libro de Geografía para ir al encuentro con el director, —de mala gana y soltando improperios que dejaron con la boca abierta a la muchacha—. Volvió solo hasta que al timbre le faltaban quince minutos para anunciar la siguiente clase, e hicieron un pequeño repaso de casi nada antes de que ella se marchara hacia Historia, no sin haberle exigido su teléfono de vuelta al tutor.

Al rato, Audrey se encontraba ya en la última asignatura antes del receso, habiendo conformado un equipo de trabajo con Dominik, Vanessa y dos chicos más que no dejaban de mirarla de forma extraña; todos trabajaban en silencio, concentrados en el ensayo escrito de una cuartilla que el profesor de Biología exigía tras cada lección vista, y entonces, el silencio fue interrumpido por un toque en la puerta.

—¿Quién es? —preguntó Vanessa estirando el cuello como hacían sus compañeros, para ver el rostro del visitante.

—Carson —se limitó a responder Dominik concentrado en localizar hasta la más pequeña falta ortográfica de su ensayo para corregirla.

—¿Rolland? ¿Qué hace aquí y por qué está mirándote, Audrey?

La aludida bufó; estaba de espaldas a la puerta, pero podía sentir los ojos de Rolland y el profesor clavados en su nuca.

—Quizá porque es mi tutor... —susurró abochornada, sin mover apenas los labios para que el resto de su equipo no la oyera.

En eso, Dominik levantó la cabeza de golpe, y la miró con los ojos bien abiertos.

—¿En serio, Rolland...? —rió—. ¿Estás diciendo que el güero es tu tutor? —Dominik volteó a ver a Vanessa con incredulidad y entonces ambos soltaron una carcajada que hizo a Audrey sonrojarse desde la frente hasta el cuello.

—¿Qué es un güero? —preguntó intentando centrar la atención en algo que no la ridiculizara.

Sin embargo, no lo consiguió por el simple hecho de que Dominik y Vanessa seguían riendo tan fuerte que ni siquiera la escucharon. Y también porque, como si su vergüenza no hubiera alcanzado el nivel máximo, en ese momento el maestro se dio la vuelta en el umbral de la puerta y dijo en voz muy alta:

—¿Williams?

Y como ella era la única Williams en el aula, se volvió en el banco de madera, con cara de asustada, observando al delgaducho con camisa amarilla y lentes de pasta gruesa que levantó un pulgar en su dirección.

—Diga, profesor —balbuceó deseando no recibir alguna clase de regaño a cambio.

No obstante, el profesor no habló, sino que le cedió la palabra a Rolland, quien lo único que dijo fue:

—Ven, pequeña.

Antes de procesar el ademán que el joven le hizo con el brazo, Audrey miró a sus amigos en busca de ayuda, pero estos se encogieron de hombros.

El güero te llama, ve, pequeña —se burló Dominik, a lo que la pelirroja se bastó a reír, mientras que Audrey puso los ojos en blanco.

—Por tu bien espero que «güero» sea un insulto —gruñó antes de salir al encuentro de su insoportable tutor.

Cinco minutos después, ambos se encontraban saliendo del colegio con rumbo al Zócalo Capitalino. Ella con una caja mediana de cartón entre los brazos, y él con una bolsa de churros que devoraba como si no hubiera mañana; resultó que la tarea de la que le habló August a Audrey fue enviar a Rolland a entregarle un paquete al director de otra escuela, y el muchacho había irrumpido en mitad de la clase solo porque se le había dado la gana de que ella lo acompañara.

—Entonces... Recuérdame porqué debo ser yo la que cargue el paquete cuando te encargaron a ti llevarlo.

Rolland rió. Apenas había escuchado a Audrey, puesto que estaba varios metros alejado de ella, caminando a grandes zancadas como en el primer día de escuela de la chica.

—Estoy cansado —replicó con su voz chillona—. Ayer me fui de fiesta con unos amigos de la universidad y no sabes cómo me duele el cuerpo.

Ella rodó la mirada.

—Así que me trajiste para que cargara esta cosa mientras tú te vas comiendo esos churritos porque resulta que estas cansado...

—Sí, básicamente.

De no ser porque estaba cargando la caja —algo pesada, por cierto—, Audrey seguro se hubiera golpeado la cabeza ante la tonta contestación de su tutor.

—¡Rolland, espera un segundo, ¿quieres?! Esto pesa —exclamó al ver que el muchacho se alejaba.

Este se detuvo y se volvió hacia ella.

—Uno. Ya vámonos.

¡Maldito Rolland. Maldito. Maldito. Maldito!

Eres un idiota, Rolland Carson —refunfuñó entre dientes, a lo que él se giró con las cejas enarcadas.

—¿Qué dijiste?

—¡Que ya me cansé! —gritó.

Rolland tiró la envoltura de sus churros en un bote de basura y tomó la caja entre sus brazos.

—Pequeña, ¿por qué no me dijiste que pesaba?

Audrey comprimió los brazos para no darle una bofetada.

—¡TE LO VENGO DICIENDO DESDE QUE SALIMOS! —gritó desquiciada, ganándose una mirada extraña de los turistas que iban en un autobús de dos pisos admirando la plaza central—. What the fuck do you see?! —clamó en su dirección, a lo que más de la mitad alzó los brazos como diciendo «eh, tranquila», mientras que el resto miró a Rolland.

—Discúlpenla, es que ella está... ¿Cómo se dice «algo loca» en inglés? —le susurró en el oído, recibiendo su mirada asesina como respuesta—. Ex... excuse me. Because she is... algo crazy... —dijo moviendo un dedo en forma de círculo junto a su sien derecha. Luego añadió, volviéndose hacia Audrey—: ¿ves cómo te miran? Es que eres muy extraña, pequeña.

Audrey alzó una ceja.

—Uy, sí. Se me olvidaba que estoy hablando con el rey de la normalidad...

—Ñeñeñeñeñeñe —replicó el tutor haciéndole burla a la chica—. Mejor apúrate, que Romero se va a enojar.

—¿Yo te dije que me trajeras contigo?

—¿Yo te dije que me gritaras frente a los turistas? ¡Por tu culpa tuve que pedirles disculpas en inglés!

—Espera. ¿Eso era inglés? Porquero tu acento es pésimo.

—No, bueno, y es que tu español es excelso —ironizó.

—Ni siquiera sabes qué quiere decir «excelso».

Rolland y Audrey se la pasaron lanzándose réplicas sarcásticas el resto del camino hacia el intransitable callejón en el que Romero le había indicado al chico que su colega lo esperaba; cuando llegaron, no había nadie en la callejuela, a excepción de un hombre de baja estatura, cuya maquiavélica mirada se clavó en ambos al verlos doblar la esquina.

—¿Armando Villegas? —pronunció el tutor hablando con altivez.

—En efecto —confirmó enfatizando cada sílaba de su diminuta contestación—. ¿Tú eres Raúl Carson, verdad?

Rolland carraspeó incómodo.

—Rolland, señor. Rolland Carson.

—Como sea. ¿Trajeron lo que le pedí a August? —ambos asintieron—. ¡Pues qué esperan! ¡Entréguenmelo ya!

A eso, el joven tragó saliva en seguida de darle la orden a Audrey para que le hiciera entrega de la caja; el tal Armando por su parte sonrió de oreja a oreja al tenerla entre sus manos, como si hubiera esperado por ella un millón de años.

—Per-fec-to —enunció arrastrando la palabra. Posteriormente, tuvo que pasar un largo rato antes de que Armando alzara la mirada y notase a los dos jóvenes que lo observaban entre curiosos y confundidos, con una ceja enarcada en forma de triángulo. Ante aquello, el sujeto bufó y dijo—: ¿Y ustedes qué miran? ¡Márchense ya, vamos!

En eso, jugando su papel de cabecilla del equipo que ambos conformaban, Rolland balbuceó:

—Es que... estaba esperando por si quería que le mandara algún mensaje a Romero de su parte...

—Oh, solo dile que nos vemos en donde siempre —le contestó echando la cabeza a un lado como forma indirecta de decirles que se fueran, orden que ambos obedecieron tras una leve inclinación que le hizo Rolland como aparente símbolo de respeto.

Llegaron al colegio cuando ya faltaban solo diez minutos para el receso; Audrey vio a lo lejos la silueta de Darren con el halo blanquecino que solía envolverlo, por ello se aproximó disimuladamente a él, fingiendo que solo se adelantaba hacia el aula de Biología, y fue allí cuando Rolland la alcanzó con esos pasos largos y firmes que lo caracterizaban, y le dijo:

—No me digas que pretendes ir a clase —claro. Añadió ese insulto mexicano que Audrey le escuchaba casi siempre al final de cada oración.

—Pues la gente normal lo hace, Rolland.

Ese chasqueó la lengua.

—¿No te quieres ir a comer antes? Ya no tiene ningún caso que entres a clase.

Audrey frunció el ceño.

—¿Estás autorizado para dejarme salir antes?

El tutor la miró con algo parecido a la indignación en sus ojos cafés tan grandes como canicas tras el cristal de sus gafas.

—O sea, no por nada soy mano derecha y el aprendiz preferido de Romero, ¿o sí? Ahora vete a comer algo, y si te preguntan, di que te lo autoricé yo.

—Si tú lo dices...

Rolland puso los ojos en blanco para después marcharse hacia algún lugar de la escuela.

Pero Audrey no se fue a comer como él le había sugerido, sino que se encerró en el sanitario y una vez habiendo comprobado que todos los cubículos estaban vacíos, le contó a Darren todo, desde la plática que había escuchado de Romero y el individuo anónimo, hasta lo aterrador que había resultado ese tal Armando Villegas, con los ojos saltones y su tono de voz maquiavélico.

—No sé si esto sea normal aquí en México, pero en Canadá los directores de escuelas no hablaban como si fueran asesinos en serie —comentó arreglándose el cabello frente al espejo, e intuyendo que Darren estaba tras ella aunque él no se reflejara en el cristal —el fantasma rió despacio—. ¿Y qué has hecho tú mientras no estuve? —imquirió con curiosidad.

—Nada interesante —dijo—, solo estuve viendo las prácticas de soccer. Tu hermano juega muy bien.

—Lo sé —emitió, con un deje de orgullo en los ojos. Luego su semblante cambió al tiempo que observaba la hora en su teléfono—. Faltan cinco minutos para que empiece el receso. Debo mostrarte algo, pero hay que apresurarnos. Ven.

Obedeciendo a la chica, el fantasma corrió tras ella hasta que se detuvieron frente a una rocambolesca puerta metálica tapizada de letreros, cintas amarillas y advertencias de prohibido el paso, cerrada con un grueso candado de hierro que resultaba intimidante a los ojos del muchacho.

—¿Es la puerta de la que me hablaste? —preguntó, aunque ya sabía la respuesta.

—¿No es tétrica? —inquirió a su vez—. ¿Qué crees que haya dentro?

—Quizá máquinas de alta tensión, o cosas de ese tipo. Ya sabes, de esas que si están al alcance de los alumnos podrían provocar accidentes.

—¿Y es necesario que esté tan restringido el paso? No he visto entrar jamás a Romero, o a los tutores —argulló—. ¡Ni siquiera a Rolland! Y tú mismo has visto cuánto poder y autoridad presume tener.

—Bueno..., es que no se me ocurre qué otra cosa pueda haber.

Audrey se mordió el labio.

—Intenta atravesarla.

—¿Qué?

—Intenta atravesarla. Quizá yo no pueda entrar, pero tú sí. Entrarás y me dirás qué hay adentro. Y no te lo estoy preguntando.

Ahora Darren fue quien se mordió el labio dubitativo.

—Pero es que yo... —farfulló con voz chillona.

—Hazlo de una vez, Gasparín.

Ante la mirada aguda de Audrey, Darren asintió temeroso y pronto se halló acercando la palma izquierda al metal de la puerta; no quería atravesarla, no quería saber qué había dentro solo por el hecho de que aquel corredor en particular le provocaba un escalofrío y un miedo más humanos que nada. Pero lo hizo, o al menos lo intentó, pues cuando ya estaba por tocar el frío hierro de la puerta, el timbre sonó sobresaltándolos y los obligó a abortar la misión antes de que el alumnado empezara a salir en estampida inundando cada pequeña parte de la escuela, menos ese pasillo, por supuesto.

—Fuiste muy lento, Gasparín —le recriminó Audrey recelosa antes de caminar para reunirse con sus amigos en la cafetería.

Una vez que hubo llegado al comedor, encontró a Vanessa y Dominik charlando animadamente con el equipo de Tenis, aunque él llevaba un libro en la mano al que le prestaba algo más de atención.

—Hola, chicas... y chico —saludó sentándose a lado de Vanessa.

—Hola, pequeña —dijo Dominik levantando la vista de su libro para mostrar la sonrisa sarcástica que esbozaron sus labios—. ¿Cómo te fue con el insoportable?

—Dígamos que ahora sé que es pésimo en inglés —argumentó poniendo los ojos en blanco.

—¿De quién hablan? —inquirió una de las chicas al otro extremo de la mesa.

—Rolland es su tutor —comentó Dominik aparentemente poco interesado en el tema.

—¿Rolland? ¿Rolland Carson? —Vanessa y Dominik asintieron.

Después, todos en la mesa comenzaron a reír como si se estuvieran convulsionando, lo que hizo a Audrey fruncir el ceño avergonzada.

—¿Podrían reír más fuerte? Creo que en Canadá no los han escuchado —ironizó, cosa que el resto se tomó en serio porque el volumen de sus risas aumentó, hasta que una voz a espaldas de Vanessa se escuchó.

—Hola, niña de papi. ¿Cómo amaneciste hoy?

—Largo de aquí, Grey —espetó la chica sin siquiera mirar a quien se encontraba con la boca muy cerca de su oreja, golpeándole la mejilla con el aliento cálido que escapaba de entre sus labios.

Al otro lado de Audrey, la voz de James no se hizo esperar.

—¿Qué tal andas, costal de harina? Oh, ya veo que sigues siendo todo un perdedor. ¿Qué estás leyendo —le arrebató el libro de la mano a Dominik—. Shakespeare. Aburrido —dijo y lanzó el ejemplar directo hacia el bote de basura.

Audrey, que miraba atónita la sonrisa socarrona de James y el deje de orgullo en sus ojos por haber hecho lo que hizo, devolvió la vista a Dominik creyendo que bajaría la mirada, sometiéndose ante él o hundiéndose bajo el peso de sus acciones, porque en su antigua escuela, lo más común era encontrarse con un sabelotodo que se empequeñecía ante las calamidades del popular. Pero... sucedió exactamente lo contrario; su amigo ni parpadeó, ni se inmutó ante lo dicho por James, sino que se restó a recoger su libro de la basura y sentarse de nuevo junto a ella, susurrando en el proceso un muy audible «Púdrete, Miller» entre dientes.

Del otro lado, Oliver pasaba la mano por la cabellera rojiza de Vanessa.

—¿Ya te he mencionado lo sexy que te viste en tu entrenamiento de Tenis hoy? —le dijo al oído, más todos los presentes pudieron escucharlo perfectamente.

—He dicho que me dejes en paz —exigió por enésima vez, llevándose a la boca una manzana verde.

No obstante, justo antes de que pudiera probarla, Oliver se la arrebató de la mano y le dio un gran mordisco lamiéndose el jugo de la misma que bajaba por sus labios.

—Esta manzana está muy buena. Pero no más que tú, por supuesto —articuló.

Oliver, además de soltarle juegos de palabras con el objetivo de burlarse, ideó una nueva forma de atosigar a «la snob presumida» como él la llamaba. Fue así que se inclinó lentamente, e iba a rozarle el lóbulo de la oreja con los labios, cuando una fuerza bruta pasó empujando un poco a Audrey y segundos después, el cuerpo de Oliver se encontraba arrinconado entre la pared y Dominik. Sus masas musculares distaban mucho de ser iguales, ya que mientras el primero era alto, de torso firme y atlético, Dominik era delgado, mucho más con esa camisa formal que no dejaba a la vista ni un poco de músculo. Pero aquella diferencia abismal no tomaba ni un poco de importancia a la hora de ver cómo el chico pálido aferraba las palmas a la pared para no permitir que Oliver escapara.

—No vuelvas a meterte con Vanessa, hijo de puta —siseó enfadado—. Con ella... no.

Oliver se bastó a sonreír, pero en sus ojos brillaba un deje de arrepentimiento sincero, e incluso, un pequeño y casi imperceptible ápice de temor.

—Ya, vale, Parker. Sólo era una broma —intentó moverse, pero Dominik lo sostuvo de los hombros y lo sacudió contra la pared, impidiéndoselo—. Nada más quería chinchar a tu amiguita. Ni en esta, ni en un millón de vidas pensaría que es sexy. Nah, ella no es mi tipo, aunque ese cuello...

—¡Cierra la maldita boca! —exclamó interrumpiéndolo y en seguida el comedor quedó sumido en un silencio sepulcral, de esos rebosantes de una tensión tan palpable que casi se podía cortar con un cuchillo, pues nadie podía creer que alguien como Dominik se atreviera a enfrentar al segundo chico más popular de la escuela.

—Viejo, cálmate —farfulló Oliver.

En un segundo, este se acercó hacia el oído de Dominik y le susurró algo que mágicamente logró hacer que lo soltara; Vanessa intercambió una mirada extraña con Audrey ante aquella bizarra escena, sabiendo que ambas se estaban preguntando qué era lo que le había murmurado para que calmara de golpe y  el ojiazul volviera a su asiento, así como también su contrincante y James al suyo.

—¿Qué diablos fue eso, amigo? —escuchó Audrey que James susurraba a su colega.

—Persuasión, es todo —se limitó a contestar al tiempo que se limpiaba el sudor de la frente.

Esa tarde, al regresar de la escuela, ambos hermanos se encerraron en sus respectivas habitaciones, Audrey para hacer su tarea, y Alex para realizar una videoconferencia con James y Oliver a fin de que estos le explicaran las estrategias que el primero tenía preparadas para su primer partido, que estaba a tan solo unas semanas de jugarse; luego, al ver que ya era noche, Alex preparó un par de sándwiches y llamó a Audrey para que se los comieran mientras veían una tonta película de comedia que parodiaba algunas cintas icónicas fallando estrepitosamente, con la que rieron hasta que el portón principal abriéndose delató que sus padres habían llegado del trabajo.

Los hermanos limpiaron el poco desastre que había preparándose para recibirlos, pero lo que en realidad recibieron, fue la desagradable sorpresa de ver cómo Marie caminaba apresurada en su intento por alejarse de Leonard, quien la seguía gesticulando con los brazos; ambos gritaban tanto, que los chicos apenas se percataron de que Roberto entraba tras ellos.

—¡¿Quieres parar ya de decir estupideces, por el amor de Dios?! —exclamó el padre de los hermanos en voz muy alta.

—¡No son estupideces, Leonard! —le gritoneó Marie de vuelta—. ¡Yo misma lo vi! ¡Vi cómo la mirabas. No te hagas el tonto conmigo!

Leonard puso los ojos en blanco.

—¡Patrañas! Es solo una mujer, no sé porqué tienes que ponerte tan dramática.

Su esposa bufó.

—¿«Solo una mujer»? ¡Es una fácil! Y agradece que no la llamo de otra forma —replicó—. ¿Qué tiene ella que no tenga yo? —sollozó. ¿Cómo podía una mujer pasar de los gritos a las lágrimas en cuestión de segundos?—. ¿Es por que es francesa? ¿O por que su cuerpo es más bonito que el mío? ¡Dímelo, Leonard! ¡Solo dime que ya no me quieres y lárgate con esa... mujer! —nuevamente allí estaban los gritos. ¿Cómo rayos lo hacía?

—Marie, solo... tranquilízate, ¿quieres?

—¡NO ME DIGAS LO QUE TENGO QUE HACER, MALDITO HIJO DE...!

—¡Niños, el tío Roberto trajo regalos! —gritó el mejor amigo de la familia irrumpiendo el improperio que saldría de la boca de Marie, al tiempo que ponía en alto dos cajas envueltas en papel metálico adornadas con un moño azul y otro amarillo.

Roberto le entregó la caja más pequeña a Alex, mientras que a Audrey le ofreció una cuyo tamaño era evidentemente mayor.

—¿Por qué no van a sus recámaras y abren sus regalos? —sugirió el hombre—. Hay cosas que los adultos debemos arreglar aquí.

En eso, Alex frunció el ceño.

—No nos trates como si fuéramos unos niños, Roberto —lo desafió, a lo que Audrey asintió de acuerdo.

—Técnicamente lo son. Solo tienen diecisiete y dieciséis —argumentó con el atisbo de una sonrisa.

—Yo casi cumplo dieciocho —rebatió Alex—, y te ordeno que me digas qué diablos sucede con mis padres. Ahora.

Muchas veces, a Audrey le había sorprendido el inigualable don que poseían los hombres Williams de exigir que alguien les proporcionara información y el individuo lo hiciera, casi siempre a la primera y sin rechistar; de acuerdo, quizá con lo famoso e influyente que era Leonard en el mundo de la hostelería no le representara mayor complicación, sin embargo, Alexander a pesar de no poseer un rostro intimidatorio, ni una carrera, ni fama internacional, ni contactos, podía hacer que alguien le dijera lo que quería oír con solo pedirlo, tal como en ese momento con Roberto, que miró a ambos lados del vestíbulo como buscando un escape, y al no hallarlo, los llamó con un gesto de la mano, agachó un poco la cabeza para quedar a su altura y dijo:

—Su madre ha conocido a la asistente de Leonard. Es muy guapa, y creo que se ha puesto celosa de ella.

Ambos se miraron con expresión inquisitiva.

—¿Mamá celosa? —musitó Audrey—. Jamás había escuchado una tontería como esa.

—Pues no es ninguna tontería —aseguró Roberto algo receloso—. Y ahora vayan arriba y no bajen por nada del mundo. Esto solo empeoraría con ustedes disfrutando el espectáculo.

Leonard y Marie seguían discutiendo y gritándose a toda voz sin siquiera prestarles algo de atención, razón por la cual no creían ortodoxo quedarse a presenciar una riña de tal magnitud. Por consiguiente, la primera en obedecer fue Audrey, pero no porque quisiera irse precisamente, sino porque en repetidas ocasiones había sentido que la caja que le había dado el amigo de Leonard se sacudía, por lo que decidió ver de una vez por todas qué había allá adentro.

Cuando ella y Darren estuvieron juntos y Audrey abrió la caja, soltó un gritito de ternura que hizo sonreír al fantasma, y es que allí dentro había un cachorro Bull Dog Francés café con manchas blancas. Estaba dormido, pero en cuanto la luz del cuarto caló en sus ojos, despertó y miró a su alrededor clavando la vista en el lugar exacto donde se hallaba Darren.

—¿Él puede... verte? —inquirió Audrey desconcertada.

—Eso parece —musitó él sonriendo hacia el cachorro—. ¿Crees que ya tenga nombre?

—No lo creo. No hay collar en la caja, y Roberto no me dijo nada.

—¿Entonces cómo le pondrás?

Audrey se quedó pensando, pero en su cabeza no se formaba nada que pareciera un buen nombre para el cachorro.

—No lo sé —suspiró—. Esto es difícil, ¿sabes?

—¿Por qué?

—Jamás había tenido una mascota.

Darren la miró como si tuviera una segunda nariz.

—¿Estás bromeando? ¿Quién no tiene mascotas en sus dieciséis años de vida?

—Es que... mis papás siempre andaban de viaje cuando vivíamos en Canadá. Una niñera se hizo cargo de nosotros durante catorce años, y a ella no le gustaban los animales, así que no nos permitió tener nada nunca. Y ahora... no tengo idea de cómo cuidar a un perro porque jamás he tenido uno.

—¿Y qué fue de ella? —preguntó de modo curioso, a lo que Audrey encogió los hombros.

—No lo sé. Un días solo... desapareció.

—¿Así nada más?

—Así nada más. Y por cierto, el que sufrió más con la noticia de su desaparición fue Alex. Ella siempre lo cuidaba más a él porque sentía alguna clase de preferencia hacia mi hermano. Todos siempre han preferido más a Alex —reveló con cierro recelo.

—Yo no —susurró el espectro, consiguiendo que Audrey sonriera enternecida y se sonrojara.

—Gracias, Darren.

Habiendo pronunciado el nombre del espectro, sintió un extraño cosquilleo en la lengua y recién entonces se percató de que pocas veces lo había hecho... Pero sonaba bien, o al menos a ella le gustaba la forma en que cada letra se unía a la siguiente para formar una sílaba, y esta a su vez una palabra. Entonces, al pensar en ello, tomó nota mental de llamar más seguido al fantasma por su nombre, y no por un apodo como «Gasparín».

—¿Churrumino?

La voz del joven frenó su introspección haciendo que lo mirara confundida.

—¿Qué?

—¿Y si lo llamas Churrumino?

Ella rió.

—¡Estás loco! No puedo llamarlo Churrumino.

—¿Y por qué no?

—Porque suena ridículo —contestó como si fuera obvio.

—Bueno, ¿qué tal Nepomuceno?

—Darren, deja de decir tonterías —replicó entre carcajadas.

—¿Qué me dices de «Firulais»?

—¿Podemos dejar de lado los nombres ridículos y/o demasiado trillados? Es decir, sé que te dije que nunca he tenido una mascota, pero también sé que esos no son nombres que querría ponerle a un perro... ni a ningún otro animal —fingió un escalofrío—. ¿Sabes? Creo que lo llamaré «Gomita». ¡Porque amo las gomitas!

—Oh, y yo soy el que dice tonterías —repuso poniendo los ojos en blanco.

—Bueno, ¿qué tal «Bruno»?

—Hablando de nombres comunes...

—Ummm... ¿Dustty?

—No, pero te vas acercando.

Audrey se mordió el labio. Las opciones ya se le habían acabado. Bueno, todas menos una...

—Vale, ¿qué hay de «Chester»?

Darren abrió la boca para replicar algo, observando que el cachorro levantaba la cabeza de inmediato, dirigiendo los redondos ojos cafés a su nueva dueña.

—Ese es... —hizo una pausa, analizando meticulosamente el nombre en su cabeza—. Es genial. Sí. Me gusta —sonrió—. A ti también, ¿verdad, pequeño?

El cachorro ladró y sacó la lengua en su dirección, a lo que Audrey también sonrió.

—Decidido, entonces. Bienvenido a la familia, Chester.

Era ya de noche. La creciente asomaba por el balcón cuando los gritos en el piso de abajo cesaron por completo para darle paso al profundo silencio que permitió a Audrey hacer una videollamada con Dominik y Vanessa para acabar el trabajo en equipo que había dejado incompleto en clase de biología gracias a Rolland y su cansancio de parrandero nocturno. Claro que ella había aprovechado de presentarles al peludo nuevo amigo que tenía, y claro que ellos no cesaron con las burlas a costa de su insoportable tutor.

Mientras tanto, Darren bajó para darle un poco de privacidad, enterándose así, de que Marie se había ido a dormir enfadada con su esposo, en tanto que este se encontraba a punto de llevar a Roberto a su vehículo a las afueras de la casona.

—Perdona por tener que presenciar la escena de hace rato —dijo el señor Williams avergonzado cuando cruzaban el patio principal con rumbo al portón.

Roberto hizo un ademán con su mano quitándole importancia.

—Nada de qué preocuparse, Leonard. Aunque me temo que no puedo culpar a Marie por estar hecha un demonio, y es que Monique no es naaada fea.

—¡Tonterías! —rebatió—. Me casé con Marie por algo, a pesar de todo lo que te he contado que pasó entre nosotros, ¿no? Me niego a poner los ojos en otra mujer que no sea ella.

—Fidelidad ante todo, ¡muy bien, amigo! —le palmeó el hombro.

—Sí, bueno..., el caso es que no te pedí que vinieras solo para hacerla de mediador entre nosotros, sino porque hay algo que debo pedirte.

Roberto abrió un poco más los ojos.

—¿Con quién quieres que negocie? —dispuso, ajustando aún más su corbata para mostrar que estaba listo para lo que viniera, pero Leonard negó rápidamente con la cabeza.

—No, no se trata de eso.

—¿Entonces?

—Necesito... necesito que averigües todo lo que puedas sobre un tal August Romero.

En respuesta, Roberto frunció el grueso entrecejo.

—¿Te refieres al director de la escuela?

—El mismo.

Su compañero soltó una carcajada.

—¿Por qué quieres que lo investigue?

—Porque creo que su nombre se me hace conocido. Sé que lo he oído en otra parte, lo que no recuerdo es... dónde —hizo una pausa—. Marie ha sugerido que quizá haya sido algún cliente que reservó en alguno de los hoteles, aunque tengo la corazonada de que no, de que no tiene nada que ver con eso. Bueno... ¿Podrás ayudarme?

—Completamente.

Leonard le agradeció con un movimiento de cabeza para luego despedirlo y regresar a la mansión, resignado a dormir en una de las recámaras para huéspedes hasta que lograra convencer a su esposa de que nada pasaba ni pasaría entre su nueva asistente y él.

....

—¡Eres una perra! ¡¿Es que no puedes hacer nada bien?!

Ella tragó saliva con los ojos cristalizados mientras veía aquel par de fulgurantes ojos acercándose cada vez más hacia el umbral de la puerta, donde justamente se encontraba de pie.

—¡Juro que no fue mi intención! —sollozó—. Por favor disculpa.

—¡¿Y tus putas disculpas de qué me sirven?! Esa fiesta era importante para mí. ¡Y tuve que ir solo por culpa de una estúpida como tú! ¿Sabes lo que sentí? ¡¿Sabes cuántas personas estuvieron preguntando por qué llegué sin compañía?! —ella estuvo a punto de responder, no obstante, él se acercó lo suficiente para propinarle un fuerte bofetada que la hizo aullar de dolor—. ¡No lo sabes, hija de puta! ¡No sabes las excusas que tuve que poner porque mi noviecita prefirió pasar tiempo con su familia en vez de ir a la fiesta del triunfo!

—¡Para! Me estás lastimando, por favor —rogó al borde de las lágrimas.

Pero él no le hizo caso, sino que tomó un gran mechón de cabello en su nuca y tiró de él hacia atrás, ocasionándole el llanto inmediato.

—Dijiste que me amabas —le recriminó—. ¡Dijiste que me amabas!

—Y lo hago —aseguró—. Te amo.

—Es mentira. ¿Sabes por qué? Porque si me amaras preferirías pasar el tiempo conmigo y no con tu tonta familia —otra bofetada—. Pero ahora te voy a enseñar lo que ocurrirá cada vez que antepongas a otros antes que a mí.

En seguida, la adentró en la habitación, cerró la puerta con seguro, y lo único que pudo oír la criada después, fue una serie de gritos, súplicas y perdones por parte de la muchacha. Claro que ella hubiera querido hablar, pero no podía, sobretodo porque tras cada altercado, él le pagaba una fuerte cantidad de dinero de todo el que le daba su millonario padre para que no dijera una palabra de todo lo que veía y escuchaba. No era que fuera ambiciosa, ni mucho menos ávida de riquezas materiales, pero su pequeño hijo estaba enfermo, de algo que solo los caros tratamientos y las constantes terapias podrían curar, sin embargo se prometió que apenas el infante superara su malestar, lo demandaría y lo haría pagar por todo lo que le estaba haciendo a la dulce chica que tan solo media hora después salía de la recámara con nada menos que el labio inferior ensangrentado, un moretón junto al ojo derecho, y un cardenal en la frente, que se tornaba cada vez más morado.

—¿Por qué? —le preguntó en voz baja cuando ella estuvo a punto de cruzar la puerta para marcharse.

Sabía exactamente a lo que se refería, pero ¡joder! Estaba tan harta de hablar...

—Sus razones tendrá —repondió antes de salir de la casa para volver por el camino más largo intentando buscar un pretexto creíble con el qué justificar aquellos golpes de los que se había hecho merecedora.

....

Audrey abrió los ojos. Esa era una de las pocas noches donde había dormido una infinidad y miraba su teléfono creyendo que el reloj marcaría como mínimo, las seis de la mañana —lo que le caería de maravilla puesto que no quería volver a internarse en el mundo de los sueños otra vez—, sin en cambio, soltó un gruñido por lo bajo cuando vio que tan solo eran las dos.

No. No cerraría los ojos de nuevo.

Pero estos se encontraban tan empañados por las lágrimas que resbalaban por sus mejillas cayendo en la almohada, que decidió liberarlas en lugar de intentar retenerlas; llevaba ya cuatro días en México y seis haciendo lo posible por no reflejar el dolor que apretujaba su corazón, que había fragmentado su alma. Para cualquiera seis días podrían representar un lapso pequeño, casi diminuto, pero para ella significaban toda una eternidad.

Tarde o temprano uno termina depurándose de todo el dolor con el que ha cargado por un buen tiempo, sea o no la persona más fuerte del universo. Recordó que había leído aquello por algún lado, y decidió que era el momento de ponerlo en práctica.

Así pues, salió de la habitación silenciosamente, tratando de no despertar a Darren, porque esa noche él había optado por no salir de la mansión como venía haciéndolo desde que se conocieron. Luego subió la escalinata lateral que llevaba hacia el tercer piso, y la del cuarto, que en realidad resultaba ser el Gran Salón. Un sitio que jamás había explorado, pero que la dejó impresionada por su magnificencia.

Grande, silencioso, impoluto. El sitio perfecto para acomodarse en posición fetal y llorar escondiendo la cabeza entre sus rodillas hasta que toda ella se hubiera secado. Sí. E incluso quizá...

Video no disponible. Dictó el enunciado en cuanto presionó el enlace de ese estúpido mensaje de texto que todavía guardaba por razones desconocidas.

Interiormente le dio gracias a Leonard, ya que él había pagado una fuerte cantidad para que esa tonta grabación fuera borrada totalmente de internet. Pero... ¿y su dignidad? ¿Y su privacidad? Eso nadie se lo podría devolver. No después de todo lo que había pasado, y de lo que sus padres sabían únicamente la mitad.

Alex y ella eran los únicos que sabían con exactitud lo que había ocurrido realmente, aunque no podía decir si eso era bueno o malo. En cambio, lo único que sabía, era que ya no podía más. El corazón le dolía, su alma se fragmentaba en pedacitos cada vez más pequeños que la dejaban con la incertidumbre de no saber si algún día podría encontrar un pegamento lo suficientemente poderoso como para unirlos otra vez. Por ello, reclinó la frente sobre sus rodillas y se echó a llorar, sabiendo que nadie allí podría escucharla.

Mientras, en su cabeza solo se preguntaba ¿por qué a mí?

Solo cuarenta minutos bastaron para que Darren despertara, alertado por los pasos de Chester junto al sofá en el que dormía plácidamente.

—¿Qué quieres, pulgoso? —le habló rascándose los ojos somnoliento justo antes de caer en cuenta de que la cama a su lado se hallaba vacía—. ¿Audrey? —inquirió en voz baja, pero no hubo respuesta—. Audrey, ¿estás en el sanitario? —todo siguió en silencio.

Una imagen tras otra de la joven siendo acechada por las sombras o por el ser alado lo obligaron a casi saltar del sofá e ir en su búsqueda, preparado para pelear si la situación lo requería.

Buscó primero en toda la habitación, luego en el cuarto de Alex, en la cocina, el vestíbulo, el comedor y los cuartos de huéspedes del segundo y tercer piso, pero al no hallarla, recurrió a su última esperanza, que resultaba ser el Gran Salón, donde justamente la halló hecha un ovillo llorando a lágrima suelta.

De inmediato corrió hacia ella.

—¿Estás bien? ¿Quién te hizo daño? —inquirió de inmediato buscando al causante de su mal, con una esfera luminosa entre las palmas.

Audrey levantó la cabeza alarmada y avergonzada a partes iguales.

—¿Darren? —preguntó secando las lágrimas con el dorso de su mano.

—¿Ha sido una sombra, o esa cosa con alas de la que me hablaste?

Ella dubitó.

—Yo... quería estar sola, es todo.

—¿Y por qué lloras? —interrogó con voz suave, sentándose a su lado en el suelo.

Audrey rápidamente borró todo rastro de llanto en sus ojos y mejillas, pero ni a pesar de la oscuridad se atrevió a mirar a Darren.

—No quiero hablar de eso —emitió.

—¿Por qué? —la chica encogió los hombros—. Bien, no estás lista, lo entiendo, pero...

Darren se detuvo en cuanto los sollozos de Audrey se intensificaron.

—Perdona, es que... ya no puedo más —gimoteó—. Todo esto me está consumiendo. ¡Siento que muero!

Darren abrió la boca y la cerró tratando de encontrar las palabras adecuadas para decirle, pero sabía tan poquito sobre ella, que no podía pensar en algo lo suficientemente acertado.

—¿Quieres hablar de ello? —inquirió casi en un murmullo, aunque sabía que nadie además de ella podría oírlo.

Audrey negó con la cabeza, y al sentir un par de fuertes brazos rodear sus hombros se sobresaltó, creyendo que algún ente malvado estaba a punto de atacarla. Pero no. El responsable no había sido otro que Darren, cuyo halo de luz blanca había sido sustituido por uno violeta.

—¿Darren? ¿Pero qué...?

—Shhhh —chistó acercándola más a él—. No te presionaré para hablar si no quieres. Esperaré a que estés lista.

Así que... así era como se sentía tener a alguien que no la acusara de dramática, ni que la obligase a dar explicaciones incluso cuando ella no quería. Eso podría catalogarse como algo... extraño. Sobretodo porque ella jamás había tenido a una persona así de su lado. Incluso Alexander había entrado a su cuarto, la misma noche en que todo ocurrió para exigirle que le contara toda la historia. Nadie había sido capaz de decirle que la esperaría, con la misma honestidad con la que el fantasma había hablado.

Y... así era como se sentían los brazos de Darren alrededor de su cuerpo. Tan cálidos, tan seguros como una barrera protectora que la cuidaría de cada peligro existente en el mundo, encajando a la perfección con sus hombros.

Audrey cerró los ojos esfumando de su mente todos aquellos pensamientos perturbadores que la invadían, dejándose llevar por la agradable sensación de los brazos de Darren, y también por ese sentimiento de Deja que comenzaba a recorrerle de pies a cabeza. Porque sí, aquella misma tranquilidad la había sentido ya, pero no sabía de dónde.

Por su parte, Darren no habló, no se movió ni cuando la respiración de la chica que abrazaba se había ralentizado, evidenciando que ahora dormitaba con la cabeza recargada en su pecho.

Solo cuando todo quedó en silencio y él tuvo la certeza de que ella no lo escucharía, le recogió un mechón de cabello tras la oreja, y susurró:

—Te voy a cuidar siempre, Audrey. Lo prometo.

Después, no supo qué sucedió, porque él también cerró los ojos.

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