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Capítulo 5

Alex caminaba por los pasillos de la escuela rumbo a su tercer clase. Tenía una mano en la frente, tratando de contrarrestar inútilmente la fuerte jaqueca con la que había despertado tras ese horrible sueño que poco a poco comenzaba a manifestársele en forma de cortísimos flashes.

Una pasillo largo y oscuro.

Una luz brillante a lo lejos.

Escrituras talladas a lo largo de las paredes irregulares.

Voces desconocidas que lo llamaban en susurros ininteligibles.

La oscuridad apoderándose de todo de un segundo a otro.

Y luego, luego estaba esa sensación de querer escapar de los cuidados de su hermana para dirigirse hacia el jardín delantero.

¿Por qué diablos iba a querer salir a la media noche, con el frío que hacía y la penumbra que reinaba? ¡Aquello era una vil locura! Y lo peor no era lo tétrico del sueño, ni lo que hubiera sentido después de este, sino que desde su llegada a México, desde el domingo en la noche, esa pesadilla se había hecho presente en su cabeza, atormentándolo, impidiéndole dormir como era debido, pero por supuesto no se atrevía a contárselo a su hermana o a sus padres por temor a que lo tacharan de loco o débil.

Se encontraba forzando a sus piernas a seguir avanzando —porque un cansancio terrible se había apropiado de su cuerpo—, y cavilando en esa horrible pesadilla, cuando una voz algo familiar lo llamó a su espalda.

—¡Alex! ¡Hey, Alex!

El chico se giró y entonces vio la cabellera pelirroja de la amiga de su hermana. ¿Cómo se llamaba? Valeria... Valentina... No. Vanessa.

—Hola. ¿Te puedo ayudar? —preguntó, llevándose una mano al cabello para desordenarlo. No estaba en condiciones de hablar con nadie, pero tampoco quería ser descortés con la chica.

—Yo... bueno... Audrey, Dominik y yo hemos quedado después de la escuela para ir al centro comercial. Hay una cafetería muy linda a donde suelo ir —tartamudeó—. Y me preguntaba si querrías acompañarnos...

—Yo... —demoró no menos de diez segundos en añadir, mirando hacia cualquier lugar en donde no estuviera ella—: dile a Audrey que estaré allí.

Realmente no quería ir a ningún lado mas que a su casa para dormir unos mil años, ¡pero es que esa chica se veía tan ilusionada! Adicionalmente, si le decía que no, era probable que Audrey se enojara con él y lo golpeara por haber decepcionado a su amiga. Y no estaba de humor para pelear.

Ante su contestación, Vanessa abrió los ojos de par en par.

—¡¿De veras?! —Alex asintió distraído, dedicándole una vaga sonrisa de lado—. ¡Oh, genial! ¡Entonces nos vemos allí!

—Sí —miró el reloj. Nueve con cincuenta y ocho de la mañana—. Oye, tengo que ir a clase. Adiós.

—¡Adiós! —le respondió la joven sonriendo de oreja a oreja, con un brillo de entusiasmo en los ojos cafés.

La clase de historia con la profesora Cassandra dio comienzo dos minutos después de que él entrara al salón y se acomodara en el lugar de siempre, rodeado por James, Oliver, otro miembro del equipo y esa bonita castaña que no había dejado de observar durante sus primeros dos días de escuela; tenía un cabello largo hasta la espalda, lacio y la piel de porcelana.

—¿Y si dejas de mirarla como idiota y mejor le hablas? —susurró Oliver en su oído sacándolo de su contemplación a la joven—. ¡Vamos! Es de los nuestros. Si tú quieres serlo también, más te vale que tomes la iniciativa. Así es como somos todos los del equipo: ¿nos gusta una chica? ¡Vamos tras ella!

Alex no contestó.

El caso era que sí quería hablarle, pero todo por lo que él y su hermana habían tenido que pasar en Canadá antes de mudarse le estaba afectando tanto, que lo único que estaba deseando era un poco de soledad para sí mismo.

Cassandra empezó a explicar algo sobre la Conquista Española, tema al que Alex no podía prestar la debida atención puesto que sus ojos no se desviaban de la castaña. Por eso mismo, lo tomó por sorpresa la voz de la docente cuando le dijo:

—¿Y bien, joven Alex?

Él giró la cabeza a toda velocidad, observando que Cassandra se encontraba frente a toda la clase, mirándolo expectante.

Se mordió el labio. A su tiempo, Oliver soltaba una discreta carcajada a la que más tarde se unió James.

—Emmm... disculpe... ¿Podría...?

—¿...Repetirle la pregunta? —completó la profesora con un deje de decepción en el rostro—. ¿Sabe? No tendría que hacerlo si usted me hubiera prestado atención desde un principio —lo reprendió—. ¿Alexander Williams, cierto?

—Sí —contestó, tratando de hacer caso omiso a las risas entre dientes que soltaban los del equipo de soccer o a los guiños que le lanzaban las chicas presentes.

—No se ofenda, pero me gustaría que fuera un poco más como su hermana —luego, volviéndose hacia la castaña que Alex había contemplado, preguntó—: ¿Señorita Mariana, podría ayudarle a su compañero, por favor? Recuérdeme en qué iba.

Entonces su nombre era Mariana...

—Claro —articuló con voz suave. Tan suave que apenas se alcanzaba a escuchar hasta los últimos pupitres del aula—. Íbamos en que...

Pero Alex no pudo escuchar nada más. O al menos no la voz de la dichosa Mariana.

No. No otra vez. No otra vez. Rezó, cuando se dio cuenta de lo que estaba sucediendo.

Sin embargo, ninguna de sus súplicas mentales valió la pena, pues pronto, comenzó a sentir una punzada de dolor en la sien derecha, y luego una burbuja imaginaria se encargó de aislarlo de todo lo que le rodeaba, mientras esos suaves susurros ininteligibles comenzaron a acariciarle los oídos y la nuca.

Tleyotl kaltsaukika... —susurraban las voces, más él no llegaba a comprender ni una sola palabra de las que decían—. Tleyotl kaltsaukika...

Las voces lo acariciaban. Y quizá sonase inverosímil, pero una parte de él —todavía consciente— podía sentir un cálido aliento rozando la piel de su cuello, su oreja y su mejilla, mientras sus iris castaños se habían quedado clavados en un punto muerto, donde nada de lo que observaba tenía color, ni textura, ni sentido...

Tleyotl kaltsaukika... Tlani aneuan xochitoli...

—¡Profesora! —exclamó James amortiguando un poco a la voz susurrante y aterciopelada—. ¡Algo le pasa a Williams!

Cassandra detuvo su clase y al igual que todos los alumnos, se acercó alarmada por el grito del muchacho, quien, junto a Oliver y otros miembros del equipo sacudían a Alex en su inútil intento de despertarlo.

Oliver agitaba una palma delante de los ojos del muchacho en el momento que Cassandra le apoyó a este la mano sobre el hombro y las luces del salón comenzaban a parpadear, amenazando con fundirse de un instante a otro.

Por su parte, las voces perduraron al menos dos minutos más antes de comenzar a esfumarse, hasta que Alex dejó de oírlas y parpadeó confundido, mirando a todos lados, sabiéndose rodeado por el grupo de compañeros que ya se había arremolinado a su alrededor con los ojos bien abiertos.

—¡Joven Alex! —exclamó la maestra, pasándose la mano con uñas pintadas de rojo sobre la boca.

—¿Está... Está todo bien? —tartamudeó él, al tiempo que James se lamía los labios y lanzaba un suspiro de preocupación—. ¿Qué ha ocurrido?

—Eso mismo deberíamos preguntarte a ti, Alex —dijo Oliver, mitad gruñendo, mitad bromeando.

—Disculpe, profesora. Yo...

—Ande al despacho del director —le demandó la docente con la piel amarillenta, como si fuera a vomitar en cualquier momento—. Cuente al director August lo ocurrido. Él sabrá... él sabrá qué hacer.

—Pero...

—Pero nada. Obedezca, por favor —replicó, imprimiéndole demasiada seriedad a su tono, a lo que Alex asintió, tomó su mochila y se fue. Acto seguido, Cassandra se giró hacia James y le dijo—: ¿Me apoyaría en poner al tanto a la señorita Audrey? Me parece que está en clase de Literatura.

—Voy —se limitó a contestar y también salió, cerrando la puerta a su espalda.

Alex caminó palpando las paredes para no desmayarse a medida de que avanzaba hasta la oficina de Romero. Normalmente, tras cada uno de sus trances, sentía una inmensa debilidad apoderándose de su cuerpo y la vista se le llenaba de pequeños puntos negros que nublaban su camino. Por eso mismo, llegar hasta el despacho fue todo un reto para él.

En cuanto estuvo parado frente a la puerta, dio unos golpecitos con los nudillos de una mano, y menos de un segundo después la voz de Romero se escuchó dándole permiso para pasar.

En el interior, August leía una carpeta de documentos sentado en su escritorio, pero al reparar en el Alex agüitado que se sostenía del marco de la puerta para no caer de bruces al suelo sus ojos se abrieron a una longitud inconmensurable.

—¡Joven Williams! ¿Está usted bien? —el chico negó débilmente con la cabeza—. Tome asiento. Con cuidado.

A pesar de lo abatido que se encontraba, Alex pudo distinguir un muy notable deje de preocupación en las palabras de su rector; incluso en la forma de pasarle el brazo por los hombros para llevarlo a la silla de su escritorio y en la cautela con la que lo depositó allí.

—Me duele la cabeza —gimoteó. Esa horrible jaqueca había vuelto.

Romero asintió como si estuviera aceptando una seria proposición. Se dio la media vuelta, sirvió en un vaso algo del agua que tenía en un garrafón, para luego inclinarse, sacar algo de entre dos libros de un estante y demorarse un momento en tenderlo al muchacho.

—Beba un poco. Quizá lo ayude.

—¿Qué es?

—Es solo agua —le respondió. Alex lamentó oír en su tono de indignación la posible indirecta de «no está envenenada, por si pregunta».

El muchacho se llevó la taza a la boca, notando que el agua tenía un leve sabor a cereza. Al terminar se pasó la lengua por el labio superior y limpió con el dorso de la mano un poco del líquido que había escurrido hasta su barbilla.

—¿Se siente mejor? —interrogó el director Romero tras cinco minutos de silencio.

—Sí, claro.

August se sentó al otro lado del escritorio y cruzó los dedos bajo la barbilla, recargando sus codos en la superficie de la mesa. Al inclinarse un poco hacia adelante, Alex pudo percatarse de que el hombre llevaba un collar plateado colgado al cuello, cuyo dije tenía la forma de un círculo y algo que parecía una línea cruzada en forma vertical con las puntas curvadas hacia adentro.

Al caer en cuenta de su mirada, Romero tomó el colgante entre sus dedos y lo resguardó bajo su camisa, casi como si considerara un delito que el chico le echase un vistazo.

—Hábleme de usted, joven Williams —solicitó, con aire profesional.

—¿Qué quiere saber?

Romero demoró un momento en contestar.

—No he tenido el placer de conocer a sus padres. Solo al tipo llamado Roberto que se ha hecho cargo de las inscripciones, según me explicó, debido a que ustedes seguían en Canadá cuando su padre y él ya tenían casi todo listo para la mudanza.

—Así es —respondió, tratando de contrarrestar la punzada en su cabeza por tanta información recibida—. Mi papá se llama Leonard. Probablemente lo conozca, porque él es el dueño de la cadena de hoteles Williams, que opera a nivel continental.

—No, la verdad es que no me suena —declaró Romero clavando la vista en la versión diminuta de la bandera de México que había su escritorio—. ¿Y su madre?

—Marie Williams —Alex sonrió—. Su trabajo técnicamente consiste en ayudar a las grandes empresas con sus conocimientos de publicidad, y todo eso. La verdad..., es buena, pero su trabajo no me atrae tanto como el de papá.

—¿Le llaman más la atención los hoteles que la publicidad? Extraño.

—Me lo han dicho mucho —admitió con una sonrisa, que, a su vez, hizo sonreír al hombre de piel cenicienta que tenía delante—. Al final tenemos a mi hermana Audrey.

—Ah, de ella no necesito saber mucho —espetó, con un tono insípido que hizo a Alex fruncir el ceño—. Preguntona, rebelde, curiosa y desobediente —enumeró—. Carson me ha platicado mucho sobre ella. También me dijo que le gruñe el estómago en cada tutoría a la que asiste. Espero que esto último no sea verdad.

—Es porque ese tonto de Rolland se la pasa comiendo —gruñó Alex, porque Audrey se lo había contado. En respuesta, Romero solo esbozó una poco visible sonrisa, como si sus opiniones respecto a Rolland estuvieran sincronizadas.

—¿Y qué hay de sus abuelos?

Ante la pregunta, Alex apretó los labios en una fina línea, pensativo.

—No tengo abuelos paternos —dijo taciturno—. Nunca los llegué a conocer. En cuanto a los maternos... Viven en Ontario; cada navidad los visitamos, pero después de eso es muy raro que los volvamos a ver.

—Comprendo. Y... ¿Qué me dice de esos... trances? ¿Los tiene habitualmente?

—¿Quién le ha hecho saber sobre ellos? —inquirió a la defensiva.

—Eso es irrelevante.

Alex bajó la mirada.

—Me pasan desde los siete años, o un poco antes o después. No lo recuerdo. Solo duran alrededor de diez o quince minutos.

Romero asintió despacio.

—¿Cuándo es más frecuente que le sucedan?

—No siguen un patrón de tiempo. Puedo pasar meses sin entrar en un solo trance, o tan solo un par de días, incluso horas. Nunca se sabe —explicó—. Pero la mayoría me atraviesan entrada la tarde. De hecho, esta es la primera vez que me sucede a esta hora.

—Interesante... ¿Ha llevado un tratamiento, o algo parecido? —Alex negó con la cabeza—. ¿Tiene idea de cuál es el origen de estos trances? —nuevamente, su respuesta fue negativa—. ¿Sabe de qué murieron sus abuelos?

Alexander carraspeó, sorprendido por el cambio de tema tan precipitado. Se levantó, se colgó la mochila al hombro y dijo:

—Si... si me disculpa, profesor. Creo que debo volver a clase. Con permiso.

Y entonces... Salió sin esperar respuesta.

Cuando abrió la puerta del despacho, Audrey se abalanzó inmediatamente sobre él, rodeándole el cuello con los brazos y recargando la cabeza el hueco de su hombro. James estaba acariciándole la espalda en un ademán tranquilizador que poco efecto ejercía en ella.

—¿Pero qué ha sucedido? —preguntó todavía envolviéndolo.

—Solo un trance más, Solecito. Nada de lo que debas preocuparte.

—Odio que le restes importancia a tus ataques —gruñó Audrey—. He llamado a papá, dice que ya viene por ti.

—Pero estoy bien —protestó.

—Nada. Roberto y él estaban haciendo no sé qué cosa para recursos humanos, pero seguro que en una hora llega. Ahora... tengo que ir a clase, pero estaré muy pendiente de ti hasta que te lleven a casa.

Alex puso los ojos en blanco. Audrey solía preocuparse mucho por él, cosa que le enternecería el corazón de no ser porque la culpa lo estaba carcomiendo. Seguía reprochándose en secreto que todo lo malo en la vida de su hermana menor hubiera sido culpa suya, y seguía odiando tener una hermana tan linda como ella, que se preocupara aún cuando gracias a él y a su egoísmo, cada parte de su ser estaba fragmentada en un millón de pequeños pedacitos a los que les llevaría una eternidad ser restaurados.

—Gracias por todo, James —susurró Audrey volviéndose hacia el muchacho y abrazándolo justo en el momento en que Darren hacía su aparición. Ese día el fantasma la había acompañado a la escuela solo para asegurarse de que estaría bien, pero hasta entonces había preferido conocer el colegio.

—No agradezcas, preciosa —replicó acariciando el cabello rubio que Audrey se había atado para su siguiente asignatura—. Es lo menos que puedo hacer por la hermana de mi amigo.

Entonces, cuando James se separó del abrazo dejando a Audrey impregnada de su exquisita colonia y levantó la cabeza, Darren abrió los ojos, para luego acercarse y entrecerrarlos examinando su cara.

Su rostro.

Sus ojos.

Su cabello.

Audrey carraspeó llamando su atención.

—Tengo que irme —pronunció a nadie en particular, pero dirigiéndose indirectamente al fantasma—. Estaré muy atenta. Cuídate, Alex.

—Tú también, Solecito —respondió sin otra alternativa.

Una vez lejos de cualquier persona que pudiera oírlos, Audrey miro a un lado, a otro, y luego dijo:

—¿Qué pasa, Darren? ¿Por qué mirabas así a James?

En efecto. Darren todavía echaba miradas sobre su hombro tratando de divisar al muchacho, pero sus ojos parecían perdidos, lejanos.

—Es que... Sé que dirás que estoy loco, pero juraría que ya he visto a ese chico antes.

Audrey negó con la cabeza.

—No creo que sea posible —argumentó—. Ni siquiera yo lo conozco. Solo sé que se llama James Miller y es amigo de mi hermano. Probablemente lo has de haber confundido.

—Pero... sus ojos —susurró—. No he conocido a nadie más que tenga unos ojos como esos, y sin embargo sé que en algún lugar los he visto.

—Ya lo recordarás, descuida —intentó animarlo, pues lo comprendía porque eso mismo había sentido ella con Dominik el primer día.

Posteriormente, Audrey se reunió con Vanessa y Dominik en el gimnasio para su clase de Educación Física. Todos estaban sentados en las gradas junto a sus respectivos grupos de amigos, pero se apiñaron en el centro cuando una voz masculina resonó en la instancia diciendo:

—¡Buenos días, mis chicas hermosas! ¡Chicos, ¿cómo están?!

Cuando Audrey se volvió hacia la puerta del gimnasio, pudo observar a un moreno cuyos bíceps bien formados eran perfectamente notables gracias a la camiseta sin mangas que usaba; la mandíbula se le abrió casi involuntamente al tiempo que un montón de suspiros soñadores comenzaban a envolver las inmediaciones.

—Wow... —susurró mientras tragaba saliva.

—Veo que has quedado más que impresionada... Justo como yo lo anticipé —le dijo Dominik lanzando una risita.

La pelirroja también se acercó a ella, y apoyó la mano sobre su hombro.

—¿Quién es? —le preguntó Audrey.

—Ese... Ese es Cade Roxley, nuestro profesor de Educación Física. Como podrás observar, tiene a todas las chicas muertas por él.

Audrey rió, mordiéndose el labio inferior.

—¿También a ti?

Vanessa se sonrojó.

—Un poco, sí.

A sus espaldas, un bufido de molestia se hizo sonar sobre todos los suspiros, y cuando ni Dominik ni Vanessa voltearon, Audrey supo que había provenido de Darren. Escuchar su recelosa voz solo le ayudó a confirmarlo.

—Pfff. ¿Así que ahora solo se necesita músculo y un par de ojos bonitos para tener a todas las mujeres babeando por ti? ¡En mis tiempos importaban la clase y los modales a la hora de cortejar a una dama! Audrey... Por favor dime que sus tontos abdominales no han robado tu atención —en respuesta, la rubia solo volteó y levantó los hombros muy discretamente, con una sonrisa coqueta, a lo que Darren abrió los ojos horrorizado—. ¡¿Sí?! ¡Que feo que seas así, Audrey!

De no ser porque Cade ordenó que hicieran equipos de cinco en diez segundos, Audrey se había echado a reír por su hilarante comentario.

Seis segundos después, ella y sus amigos ya se habían unido a un chico de cabello negro que temblaba como gelatina, mirando hacia todos lados, como si fueran a darle un balonazo en cualquier momento, y a la misma chica con la que Audrey había visto a Oliver encaramado en los últimos dos días. Para su sorpresa, dicha jovencita había dado un cambio completamente radical con esos pantalones de deporte holgados y esa coleta de caballo en su cabeza. Parecía... otra.

—Hola, Dominik —le habló con voz dulce, a lo que este inclinó la cabeza un poco. Después se volvió a la pelirroja, su rostro se ensombreció y dijo de forma antipática—: Vanessa.

—Hola, Paula —contestó mirando hacia otro lado.

Cade comenzó a gritarles indicaciones, siempre procurando la atención de las chicas más que la de los hombres; Darren lo miraba con odio —ni él ni Audrey sabían porqué. Quizá fuera debido a que odiaba a las personas superficiales, que se valían de la belleza más que de su cerebro—, y eso provocó que más de una vez la muchacha luchara internamente por ahogar una risa, de modo que fue casi una alivio cuando una hora después la clase acabó y Cade los mandó a cambiarse la ropa para disfrutar de su receso.

Por supuesto que los hombres salieron en estampida, —incluido Dominik—, pero en cambio las chicas armaron un jaleo del que le fue difícil salir a Audrey, pero cuando lo hizo, Vanessa ya se había ido a cambiar de ropa; ciertamente ella no estaba tan entusiasmada con la idea de contemplar a Cade Roxley como las demás.

—¡Menos mal que tu clase con ese bruto acabó! —exclamó Darren mientras caminaban rumbo a los sanitarios. Ella soltó una risa.

—No lo llames así, Darren —le dijo en voz baja—. No es ningún bruto, solo que es profesor de Educación Física.

—¿Y eso qué?

—Pues que su deber es estar saludable y dar el ejemplo.

Darren bufó.

—Pues a mí me parece un bruto de todas formas.

Audrey ya no pudo seguir hablando más con él, pues en ese momento llegó a la puerta del sanitario y se encontró con Vanessa, quien ya estaba cambiada y lista para el receso.

—Te esperaré aquí, Audrey —profesó con una sonrisa—. Dominik fue a la biblioteca por no sé cuál libro. Dice que lo encontremos en la cafetería.

—Vale —contestó metiéndose al baño e internándose en uno de los cubículos con su ropa en mano—. Darren, ¿qué diablos estás haciendo? —le inquirió viendo que el fantasma comenzaba a atravesar también la diminuta puerta de metal.

—Pues pasar, ¿no?

—Estás consciente de que me voy a cambiar la ropa, ¿verdad? No necesito que estés presente mientras lo hago.

Darren puso los ojos en blanco.

—¿No dijiste que querías que viniera contigo a la escuela para cuidarte?

—No de esa forma, Gasparín.

—Oh, bueno, ¿y entonces qué?

—Pues... no sé... quédate allí afuera en los lavabos. Salgo en cinco minutos. ¡Anda! Que no quiero hacer esperar a Vanessa.

—Ash. Ya vale, ya me voy.

Una vez que el fantasma hubo cruzado la puerta, se sentó en los lavabos con los pies colgando, mientras esperaba a que su humana amiguita terminara de cambiarse.

—¿Ya? —le preguntó.

—No.

—¿Ya? —le volvió a preguntar.

—Cállate y espera, Gasparín.

Darren suponía que habían pasado más de cinco minutos, pero no estaba muy seguro, hasta que oyó una de las puertas abrirse haciendo casi nada de ruido.

—¡Vaya! Hasta que... —iba diciendo a modo de regaño, sin embargo al girar la cabeza, se calló de golpe.

No era Audrey quien había salido del sanitario. Era una chica de cabello color chocolate, cuyos ojos se fijaron en un punto a la espalda del fantasma.

Entonces este, al darse cuenta de que él y Audrey no habían registrado los cubículos para asegurarse de que estuvieran solos, giró el cuerpo para ver qué era lo que aquella chica observaba sin siquiera parpadear, pero a menos que estuviera observando los decorados en el mármol de la pared, no había nada más.

Darren tardó varios segundos en procesar que la chica no estaba observando nada de lo que había a sus espaldas. No. Lo estaba observando a él.

Lleno de un pánico que repentinamente se había apropiado de él, bajó de los lavabos y cruzó a toda prisa la puerta del cubículo en el que estaba metida Audrey.

—¡Darren! —exclamó asustada mientras intentaba cubrirse con su camiseta de deporte el torso desnudo, justo a tiempo para que el fantasma no observara nada más que sus bronceados hombros por un largo minuto con la boca semiabierta.

—¡No vi nada, no vi nada! —farfulló este dándose la vuelta en el reducido espacio con los ojos cubiertos por una de sus manos.

—¡Te dije que me esperaras allá afuera!

—Ya sé, ya sé. Es que...

—¿Es que qué, Darren? —gruñó entre dientes, apresurándose a ponerse la blusa y la chaqueta.

—Es que hay una chica afuera —susurró temeroso.

La boca se le abrió a Audrey.

—¿Cómo dices?

—Que hay una chica allí. Y ella... ella puede verme.

Audrey se quedó callada un momento, pero después puso los ojos en blanco.

—Claro, Darren. Qué buena broma. Ahora largo de aquí.

—¡No es una broma! —exclamó—. Y baja la voz, que ella te va a oír.

—Darren, no hay nadie afuera —determinó. Acto seguido, abrió la puerta del cubículo y salió, encontrándose con el baño desierto, sin nadie además de ellos—. ¿Ves?

—Pe... pero...

¿Cómo podía ser posible? ¿Cómo se había ido la chica sin emitir el más mínimo ruido?

—Pero nada. Ahora camina.

Sin otra opción, Darren salió tras Audrey del sanitario, todavía patidifusto por lo que había acontecido.

Afuera, Vanessa y ella estaban a punto de caminar hacia el comedor, cuando Oliver junto a su novia llegaron a su lado y este le dijo:

—Audrey, tu padre está en el despacho de Romero. Dice que si puedes ir un momento —besó a Paula para después volverse hacia Vanessa—. Hola, niña de papi. ¿Qué cuenta la buena vida?

Ella rodó la mirada.

—Déjame en paz, Grey.

—Parece que la nena de papá está enojada —canturreó Paula besando la mejilla de Oliver—. ¿Qué pasa, niña rica? ¿Es que tu papi el mafioso no te compró el auto que querías?

Gracias a su irreverente comentario, todos los presentes voltearon a verla como si tuviera tres ojos.

—Mi padre no es mafioso —sentenció la pelirroja conteniendo las ganas de arrancarle el cabello mechón por mechón.

—¿Entonces de dónde viene tanto dinero que hace?

—Hay algo que se llama carrera universitaria y otra cosa, le dicen trabajo bien remunerado. Algo que no entenderías porque pasas más tiempo eligiendo qué tan corta será tu siguiente falda en lugar de ponerte a estudiar como todos los que aspiramos a tener un buen futuro. Ahora... con tu permiso, Audrey y yo tenemos cosas que hacer —e hizo una reverencia y se marchó seguida por la rubia, dejando a Paula y Oliver boquiabiertos.

Cuando llegaron a la oficina de Romero, se encontraron con Leonard sentado a la silla que una hora atrás había ocupado su hijo; August no estaba allí, pero a los pocos segundos en su lugar entró Rolland con Alex siguiéndolo.

—¿Señor Williams?

—Sí. Soy yo —dijo levantándose para abrazar a su hijo.

—Mi nombre es Rolland Carson. El director August Romero tuvo que salir de emergencia, pero me ha dicho que Alex está autorizado para marcharse antes. Ven, pequeño —llamó al chico, quien puso los ojos en blanco odiando la forma en que Rolland lo había llamado.

—¿August... August Romero? —repitió Leonard con el ceño fruncido.

—Sí, señor.

El padre de los chicos meditó por un segundo, y cuando volvió en sí, tenía un semblante pensativo, e incluso perdido. Así permaneció mientras daba las gracias a Rolland por atenderlo, y también cuando los amigos de su hijo hicieron ademán de presentarse con él, pudiendo apenas murmurar su nombre y estrechar las manos de James y Oliver.

—Pequeña, ¿tú también quieres irte? —preguntó Rolland a Audrey. Para entonces, también Dominik estaba con ella y Vanessa, y los tres alzaron la cabeza sorprendidos por su ofrecimiento.

—Pero nos toca tutoría después del receso —susurró frunciendo el ceño, esperando que Rolland se echara a reír diciendo algo como «¡Ya sé, es broma, Audrina! Voy a comprarme unos tacos».

Pero no. Rolland asintió con expresión seria.

—Sí, pequeña, pero hoy tengo reunión con mis brutos compañeros... y con Fany. Por eso te digo, pero no hay problema si deseas quedarte, por mí mejor.

Ella ladeó el labio, sopesando sus opciones. En eso, Leonard se inclinó hacia su oído y dijo:

—Tu mamá está en casa. Si nos vamos puedes ayudarle a organizar todo para la remodelación. Empieza el sábado.

—Entonces me voy. Gracias, Rolland.

—No, pequeña, de qué —dijo sonriendo de lado.

Por un instante, Audrey creyó que lo habían abducido los aliens, por eso el cambio tan radical, mas cuando sacó una bolsa abierta de papas de su bolsillo, puso los ojos en blanco. No. Ese era el mismo Rolland, pero mucho más amable. O bueno, al menos su versión de amable.

—Papá, ¿me das un segundo? —Leonard asintió caminando junto a Alex. Entonces Audrey se dirigió a Dominik y Vanessa—. Vendré terminando las clases para irnos al centro comercial. De verdad muero por probar esos frappés de los que tanto hablan —los tres rieron—. Cuídense, chicos.

—Tú también, Audrey —musitó Vanessa alisando su falda.

—Nos vemos al rato —añadió Dominik sosteniendo su libro con una mano para abrazarla.

A continuación Audrey se dirigió a Rolland.

—Gracias por dejarme ir, Rollencio.

Este puso los ojos en blanco, al tiempo que Vanessa, Dominik, James y Oliver reían.

—Vete o vas a hacer que me arrepienta, Audrina —dijo con su voz chillona—. Nos vemos mañana, pequeña.

Una vez en casa, el primero en entrar fue Leonard, quien se dirigió rápidamente a la segunda planta de la casona siendo perseguido por Marie.

—¿Qué le pasa a tu papá? —murmuró Darren intrigado. Lo bueno era que Alex se había ido a su cuarto y ahora estaban solos en el recibidor.

—No tengo idea, pero está muy raro —luego añadió—: ve, me informas de lo que veas y oigas. Yo tengo que cambiarme para encontrarme con Dom y Vanessa. Y por favor, ni se te ocurra entrar a mi cuarto mientras me estoy cambiando diciendo algo estúpido como que mi mamá puede verte.

Darren no respondió. Sabía que Audrey seguía enojada por el incidente en el sanitario, pero eso no quitaba que el fantasma se sentía mal sabiendo que había dicho la verdad, que una muchacha lo había visto, incluso aunque Audrey no le creyera.

Así pues, subió al segundo piso y se desvió hacia el ala izquierda, encontrando a Marie en el marco de la puerta de su habitación y a Leonard revolviendo los documentos de una maleta negra.

—¿Qué pasa, amor? ¿Te has vuelto loco?

Leonard tardó un segundo en responder.

—Disculpa. Ya mismo limpio esto, pero antes... ¿Dónde? ¿Dónde carajo lo he oído?

—¿Qué es lo que buscas?

—¡Es que yo lo he oído antes!

—¿Qué has oído antes, Leonard? —preguntó Marie con esa paciencia infinita que la caracterizaba.

—El nombre August Romero. Where do I’ve heard that fucking name before?! —exclamó.

A pesar de que en la última semana había procurado hablar en español, todavía conservaba esa tradición de maldecir en un idioma diferente al del lugar en el que residía, misma costumbre que habían adoptado todos en la familia puesto que Marie se enojaba si decían improperios. —No por nada los Williams habían consultado en internet maldiciones en varios idiomas. Así si se encontraban en Canadá maldecían en inglés, y si vacacionaban en Estados Unidos lo hacían en italiano—.

—Calma —susurró Marie agachándose en el suelo para recoger el desorden ocasionado por su marido—. ¿No crees que pudo ser algún cliente que reservó en un hotel o algo así?

Leonard negó vehemente con la cabeza.

—Sé que no tiene nada que ver con eso, pero... —en ese momento se calló, sacando algo de la maleta y poniendo cara de asombro—. ¿Qué diablos hace esta mierda aquí?

—¡Leonard! —lo reprendió Marie, pero también centró la maravillada mirada en lo que Leonard tenía en la mano, lo cual era tan pequeño que Darren tuvo que acercarse para observarlo mejor—. ¿Qué hace el Hillarium aquí? ¿No se suponía que lo habías dejado en la casa de Montreal?

—Sí. Se suponía —manifestó de modo irónico mientras clavaba sus furiosos ojos en... una diminuta piedra de amatista, idéntica a la que había emitido aquel resplandor violeta la noche pasada en el cuarto de Audrey.

Cuando Marie extendió los dedos para tocar la piedra, un ¡auch! salió de su boca, y en el momento que los retiró de allí, Leonard y Darren observaron alarmados que Marie tenía la piel enrojecida.

—¡Esa cosa me... esa cosa me quemó! —exclamó, llevándose el índice lastimado a los labios—. ¡¿Cómo puedes tocarlo, si está... está muy caliente?!

Leonard palpó la piedra con el ceño fruncido.

—No lo está, amor —le dijo—. Pero de todas formas esto no se puede quedar aquí. ¡No, señor! No permitiré que el Hontarium o como mierda se llame esté donde estamos nosotros.

Y dicho eso, se dirigió al cuarto de baño para tirar por el retrete la piedra hasta que desapareció.

Darren se dirigió asombrado al cuarto de Audrey, dispuesto a contarle lo que había visto apenas ella terminara de cambiarse. Y bueno, como no quería que se repitiera el percance de horas atrás, esperó frente a la puerta de la habitación, paciente, el momento en que la chica saliera y pudieran hablar... Hasta que la voz de Alex proveniente de su recámara llamó su atención.

—¿Para qué me llamas? —iba diciendo con un matiz de visible molestia en el tono—. ¿Diez mensajes por hora? ¿En serio?

Darren sabía que no estaba bien lo que iba a hacer, —¡por dios que lo sabía!—, pero aún así, con el peso de la culpa remordiendo su conciencia, cruzó la puerta del cuarto de Alex, encontrándolo caminando de un lado a otro en el amplio espacio que era su dormitorio, con teléfono en mano.

—¿Y por qué crees que debía interesarme algo relacionado a ese hijo de puta? —dijo con desprecio—. Oh, bebé, de ninguna manera le voy a decir una palabra de esto a mi hermana —a pesar de que había usado la palabra «bebé», no había ningún signo de cariño en su encolerizada voz—. ¡¿«Por qué»?! ¿Eres imbécil acaso? No, no me respondas. Sí que lo eres. No le voy a decir nada porque Audrey ya tuvo suficiente con toda la mierda por la que tú y ese hijo de puta nos hicieron pasar como para hacer que se preocupe por alguien que no vale la pena. Así que, cariño mío, vete olvidando de que le diga una palabra de esto a ella. Y ni se te ocurra intentar hablar con mi hermana por ti misma, porque sabes que te va a ir muy mal si me entero de que se lo contaste. Audrey no tiene porqué saberlo, ¿me oíste? Audrey no... se va... a enterar.

Tras su última palabra, Alexander colgó la llamada y arrojó el teléfono a la cama, con la suerte de que este no rebotó, ni se cayó al suelo ni se hizo añicos.

En tanto, el joven se pasó frustrado la mano por el cabello, no para despeinarlo, sino para jalarlo fuerte.

—¡No hagas eso, Alex! —exclamó Darren, aunque fue inútil, puesto que el chico no sabía que un fantasma estaba justo detrás de él, e incluso de saberlo, Darren dudaba que se molestara en obedecerlo.

Alex gruñó, dijo palabras en inglés al igual que su padre, —muchas palabras, por supuesto—, aunque entre ellas se le salió una en español:

—¡Estúpida! —clamó, cubriéndose el rostro con las manos—. ¡Estúpida, estúpida, estúpida!

Cinco minutos transcurrieron antes de que él, ya un poco más calmado, tomara su teléfono, marcara un número y segundos después dijera:

—¿Sigue en pie lo de comer... esas cosas, inchiladas, o algo así? —la otra persona contestó algo, dándole de margen diez segundos antes de añadir—: gracias, James. Nos vemos allá en una hora.

Luego colgó.

Tiempo después, Darren entró con su fantasmagórica habilidad al cuarto de Audrey justo cuando esta ya había terminado de cambiarse y analizaba el trozo de papel que alguien había dejado en el libro la noche anterior.

Solo el guardián legítimo podrá abrir el primer portal.

¿Qué significaba eso?

«—No tengo idea de quién entró a mi habitación ayer» le había dicho al fantasma esa mañana, cuando habían optado por encerrarse en el baño de la escuela para hablar por unos segundos antes de su primer clase.

«—¿Estás segura? No puedo creer que haya entrado sin que lo hayamos oído... quienquiera que fuera» había sido su respuesta.

Audrey dejó de rememorar lo ocurrido en la mañana luego de ver que Darren, con la estela de luz blanquecina rodeando su cuerpo se hallaba recargado en el marco de la puerta, con expresión turbia, como si una lucha de ideas se estuviera llevando a cabo en su interior.

—¿Pasa algo? —interrogó frunciendo el ceño.

A pesar de llevar sólo tres días de conocerse, ver esa seria faceta de Darren la desconcertaba mucho, porque normalmente estaba risueño, sonriente, ingenuo o inclusive tímido.

En respuesta, el joven dijo, con algo más que austeridad en su grave voz:

—Tenemos que hablar.

Y entonces, Audrey asintió, expectante a lo que el chico tuviera que decirle.

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Where do I’ve heard that fucking name before?! ¡¿Dónde he oído ese p*to nombre antes?!

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