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Capítulo 30

Audrey abrió los ojos y los volvió a cerrar rápidamente cegada por la blancura de la habitación en la que se encontraba. Gracias al nauseabundo olor a desinfectante y medicamento de la misma, ella no tardó en deducir que se encontraba en un hospital, así que no la sorprendió incorporarse en una camilla diminuta con algo conectado a su brazo, y el pitido del monitor de signos vitales haciendo eco en sus oídos.

No obstante, lo que sí la sorprendió fue avistar una cantidad exorbitante de bolsas de regalo acomodadas en un costado de la habitación, sobre el mismo suelo en el que dormía Darren sentado, con la espalda apoyada sobre la pared y un semblante oscurecido por la preocupación con la que había tenido que lidiar desde que vio a su amiga caer inconsciente en la mansión, horas atrás.

Al otro lado de la chica se encontraba Leonard descansando en una silla de madera incomodísima. Sobre el regazo tenía algunos cuadernos con pasta de cuero, y cuando se revolvió en sueños, se le cayeron con un estrépito que despertó de golpe a ambos hombres, alertados por el posible peligro de que a ella le estuviera pasando algo.

—¡¿Qué ocurre, qué anda mal?! —gritó Darren escudriñando el cuarto como si estuviera buscando a un ladrón. En cuanto vio a Audrey despierta e incorporada en la cama, caminó en su dirección a zancadas tan o más grandes que las de Rolland—. ¡Has despertado! ¿Cómo te sientes, Audrey?

Por desgracia la chica no pudo responderle, pues casi a la par Leonard comenzó a hacerle un chequeo a Audrey para ver si no se había dañado mientras dormía.

—Estoy bien, papá. ¿Qué ha pasado?

La voz de Audrey salió tan grave, rasposa y masculina que se sonrojó de vergüenza. Odiaba hablar con ese tono tan hosco, sobretodo frente a Darren.

—Audrey, ayer por la noche nos dimos cuenta de que no habías llegado a cenar, y llamamos a Dominik y Vanessa, pero nos dijeron que no estabas con ellos. Tu madre, Alex y yo avisamos a la policía y hoy íbamos a organizar brigadas de búsqueda junto con Monique, Roberto y algunos colegas de tu mamá, pero afortunadamente regresaste, aunque mojada, hecha un completo desastre.

—¿Qué más? —solicitó la chica.

—Te desmayaste apenas llegar, por lo que decidimos traerte al hospital de inmediato.

Leonard dejó transcurrir un largo momento en silencio antes de poner las manos en la cintura y decir:

—Creo que me debes una explicación, señorita.

Ella no abrió la boca. ¿Qué podía decirle? ¿Que luchó contra un grupo de seres endemoniados y tuvo que quedarse toda una noche bajo la lluvia porque no podía abandonar al fantasma que solo ella podía ver?

Audrey negó con la cabeza para sí misma, optando por decir la primera mentira que saliera de su boca, pero afortunadamente Leonard la interrumpió antes de soltar la primer palabra.

—Mira, por lo que veo no estás en condiciones de hablar, dado el tono de tu voz. Mejor iré abajo y te traeré algo caliente de beber. Espero que los doctores me lo permitan... Nos vemos luego.

Audrey asintió. Prefería quedarse a solas con Darren antes que enfrentarse al padre que aún no estaba muy segura de haber perdonado por su reciente disputa.

En cuanto Leonard salió de la habitación, Darren se sentó sobre un tramo diminuto de la cama y se materializó para pasar su mano por el cabello de Audrey con suavidad. Su cara estaba llena de dolor.

—Audrey, yo... lo lamento mucho. Es mi culpa que estés aquí. Por mi culpa tuviste que quedarte bajo la lluvia, y por mi culpa te has enfermado. Si pudiera hacer algo para compensarte...

—Cállate y acuéstate aquí, Darren —dijo Audrey, soltando una leve risa.

—Necesito disculparme...

—Yo no necesito tus disculpas, Gasparín. Yo solo necesito que me abraces.

Haciendo caso a la chica, tímidamente Darren se acostó sobre la cama, y como esta era diminuta, Audrey casi tuvo que acostarse sobre él para que ambos cupieran, pero eso no fue problema, pues la cercanía entre sus cuerpos los complacía más que la comodidad de la que podrían gozar por separado de tener una cama más grande.

—¿Sabes que al materializarme y tocarte estoy robando parte de tu energía, verdad? —le recordó el fantasma en voz baja. Acto seguido, inclinó un poco la cabeza para besar su frente.

—No puede considerarse como robo si yo soy quien te la da —rebatió ella.

Entonces ambos rieron y se quedaron en silencio por un rato. No era un silencio incómodo, era como uno de esos en los que no se necesita decir una palabra porque ambas partes tienen mucho que reflexionar. No obstante, pasados algunos minutos Darren fue quien se atrevió a romper el silencio, solo que no exactamente de la forma en que Audrey habría esperado...

I remember the day you told me you were leaving... I remember the makeup running down your face... And the dreams you left behind you didn't need them, like every single wish we ever made...

Audrey se quedó completamente impresionada ante la suave y perfecta entonación de Darren al cantar el tema que sonaba en alguna parte cercana del hospital. Los latidos de su corazón aumentaron su velocidad al procesar las aptitudes para el canto del fantasma, y eso se vio reflejado en el monitor, cuyo pitido también se aceleró.

—Wow, jamás te había oído cantar.

Darren dejó de entonar la melodía y rio.

—No lo hago muy bien, por eso evito cantar cuando hay personas delante... aunque nadie además de ti pueda oírme.

Audrey lanzó una exhalación.

—¿Por qué las personas talentosas dicen que no son buenas en aquello en lo que son excelentes?

»Vanessa me ha dicho que no es muy buena para la fotografía, Dominik que no es tan inteligente, y mi hermano que su habilidad antinatural para el álgebra es inferior a la de muchos. Ahora tú me dices que no cantas bien, siendo que en realidad eres increíble.

Nuevamente, Darren volvió a reír.

—Supongo que es porque preferimos infravalorar nuestros talentos antes de convertirnos en un James que cree que nadie juega fútbol mejor que él, por ejemplo.

Ahora fue el turno de Audrey de soltar una carcajada.

—Son tontos, de veras. Si yo tuviera un talento, no me cansaría de presumirlo.

—¿Y quién dice que no tienes uno?

Audrey sonrió de oreja a oreja.

—Y según tú, ¿cuál es?

—Bueno, tienes muchos... El primero es el talento de llevarme la contraria siempre que hay una sombra delante. —Al decir aquello, le mordió el lóbulo de la oreja—. El segundo es el de salir en citas con tarados que no lo merecen. —Ahora fue la mejilla—. Y el tercero... El tercero es volverme tan loco que me está costando un mundo contenerme para no cerrar la puerta con seguro y hacer más cosas que las que hicimos después de que volviste a la vida.

Darren le regaló un corto beso en los labios a Audrey. La ternura, mezclada con un evidente ápice de locura en su voz estremeció a la chica de pies a cabeza, y aunque los dedos que el fantasma comenzaba a pasear por sus brazos y mejillas estaban helados, la única sensación que se apoderó de ella fue el deseo.

Haber dejado que Darren tocara su cuerpo desnudo la vez anterior la había dejado con ganas de más. Mucho más.

Sin embargo, y cuando parecía que los traviesos labios de Darren iban a pasearse por su cuello, unos pasos yendo hacia la habitación se oyeron, así que el fantasma bajó de golpe de la cama y el halo de luz violeta que lo rodeaba desapareció justo a tiempo para no ser visto por el mismísimo Rolland Carson, quien accedió al cuarto con un perro de peluche tan grande que tardó varios segundos en meterlo por el marco de la puerta.

—Audrinaaaaa —canturreó con su voz chillona al tiempo que tiraba al suelo el juguete que había llevado—. ¿Cómo está mi alumna favorita? ¡P*nche susto que me metiste, tarada! Por un momento creí que... —Rolland miró más allá de Audrey, inmiscuido en sus pensamientos. Al final negó con la cabeza como desechando una idea, y añadió con amargura—: olvídalo. En fin... Adivina quién metió gomitas de contrabando. Exacto: yo no.

Audrey torció el gesto decepcionada, a lo que Rolland se echó a reír.

—¡Es broma, pequeña! Te he traído una bolsa completa. Gracias a Dios que mi papá convenció a los médicos de que me dejaran entrar fuera del horario de visitas.

—¿Tu papá es médico? —preguntó Audrey con cierto interés en el tema.

—¡No, claro que no! En realidad mi papá es...

Pero fueron interrumpidos por Leonard, quien llevaba en las manos un vaso de agua tibia para Audrey.

—¡Oh, buenas tardes, Rolland! ¿Qué te trae por aquí?

—Hola, señor Williams. Ummmm... Esta mañana Alexander me ha hecho saber lo que ocurrió con Audrey, así que, como estaba muy preocupado por ella, pedí permiso al director para que me dejara salir antes. Quería verla tan pronto como fuera posible.

Leonard sonrió al oír dichas palabras.

—Te agradezco la atención. Si no te molesta, voy a dejarlos solos un tiempo, ya que debo hablar con mi socio de trabajo para que me dé un informe que necesito con urgencia. Sin embargo, hay algo que quiero pedirles.

—Usted dirá, señor Williams.

Leonard hurgó entre sus cuadernillos hasta
sacar un par de hojas que extendió en dirección a Rolland.

—Me gustaría que ambos contesten este cuestionario. Es para mi proyecto de navidad. Vendré por ellos en un par de horas, ¿está bien?

—De acuerdo —dijeron tutor y alumna al unísono. Leonard se marchó en seguida, y entonces los dos se enfrascaron en una plática/pelea verbal que afortunadamente no duró demasiado, así que, cuando se quedaron sin insultos en la mente, ella y Rolland pronto pasaron a contestar el cuestionario, cuyas preguntas eran del tipo «¿Mantel rojo o azul?», «¿Campanas o cascabeles?», «¿Pavo relleno de frutas o pollo rostizado?». Ellos no entendían el porqué de esas preguntas, pero tampoco quisieron indagar.

Darren se mantuvo quieto en una esquina, oyendo debatir a Rolland y Audrey sobre sus respuestas del cuestionario al menos media hora antes de que a la habitación accediera una enfermera de ropa perfectamente planchada que indicó al tutor que era hora de irse. Después de quedar a solas con la paciente, le administró algunos medicamentos, los cuales aseguró que sanarían más rápido su dolor de garganta. A decir verdad, se comportó tan dulce que Audrey deseó no ser atendida por nadie más que ella, y eso, a su vez, permitió que al instante la conversación fluyera entre las dos.

—Mi nombre es Audrey Williams —le comentaba la chica—. Probablemente deba saber que vengo de Canadá, porque aquí todos tienen apellidos diferentes, como «Sánchez» o «López».

La enfermera sonrió con dulzura.

—Yo me llamo Eulalia Ramírez. Mi apellido también es bastante común entre la gente de México, aunque no tanto como los «Martínez».

—Un amigo de mi padre dice que la mitad de los mexicanos se apellidan así. Él es muy gracioso... O solía serio, hasta que su sobrino murió en una explosión y ahora no ha dejado de estar triste.

La enfermera invirtió su curvatura de labios, demostrando lo mal que le sentaba oír eso.

—Lo lamento por él. Sé lo que se siente perder a un pariente. Yo perdí a mi mamá hace un tiempo, y desde entonces no he estado tan feliz como me gustaría.

Audrey, que había sentido palpitar el dolor en su corazón, estaba a punto de darle un pésame, pero Eulalia se le adelantó y salió de la habitación asegurando que volvería pronto para registrar sus progresos.

Entonces, al verse solos, Darren se acercó a la chica, lamió sus labios, y articuló con demasiado recelo en la voz:

—No sé tú, pero hay algo que no me gusta de esa tal Eulalia.

....

Un par de horas después, cuando Audrey ya había recibido la visita de Dominik, Vanessa, los hermanos Grey, Alex y su madre, al cuarto entró el médico designado a ella y se acercó a administrarle los mismos medicamentos que ya Eulalia había ocupado. Audrey frunció el ceño, extrañada. No era experta en medicina, pero estaba segura de que aún no tocaba una nueva dosis.

—Disculpe, doctor... Nuñez —dijo, viendo el gafete del médico—. Tal vez debería saber que una enfermera ya me ha dado esos medicamentos.

Al doctor se le vio extrañado cuando sus miradas se toparon.

—¿En verdad? ¿Qué enfermera?

Audrey le miró.

—Su nombre es Eulalia. Es... rubia y de ojos grises, y... no tengo idea de porqué se la estoy describiendo, si usted debería conocer...

—Alto. ¿Qué acabas de decir? —El doctor sacudió la cabeza, como desechando una mala idea de su mente—. ¿Estás segura de que su nombre era ese?

Sobra decir que Audrey no era la única confundida, pues Darren y Nuñez también lo estaban.

—Sí, ese era su nombre. ¿Por qué?

El hombre, cuya edad rebasaba ya los cuarenta años, lanzó una profunda exhalación, llevó la mano a su rostro, y tan pálido como una hoja de papel logró articular en voz baja:

—Audrey, aquí no hay ninguna enfermera llamada Eulalia. Pero quizá deberías saber que creo tener idea de quién fue la enfermera que te atendió, solo que no creo que sea muy profesional de mi parte decírtelo.

—No lo calle, doctor —dijo Audrey—, quiero saberlo.

Con dificultad Nuñez tragó saliva. La insistencia, la ansiedad en los ojos de su paciente era tanta, que al final el médico cedió ante la presión que se respiraba en el ambiente y procedió a narrar:

—La leyenda de La Planchada es probablemente una de las más populares de México, pero, siguiendo la versión más famosa, la historia narra que la enfermera Eulalia era una chica bastante guapa, rubia y de ojos claros que siempre demostró profesionalismo y una dedicación que a veces iba más allá del mero deber a la hora de practicar el arte de la curación, por no hablar de su inigualable apariencia, siempre muy limpia, con el uniforme blanco perfectamente planchado.

»Un día, un nuevo médico ingresó al hospital. Cuando Eulalia lo conoció quedó inmediatamente prendada de él, y como este no le fue indiferente, ambos comenzaron una relación de noviazgo al poco tiempo; Eulalia se sintió la mujer más dichosa del mundo, sobretodo cuando, poco después, el doctor le pidió matrimonio. No obstante, le advirtió que antes de la boda debía asistir a un seminario de quince días, pero partió prometiéndole que a su regreso se casarían en seguida.

»A los pocos días de la partida del doctor, un enfermero se acercó a ella para confesarle algo que ya todos sabían: que el doctor renunció a su cargo y en realidad había partido de Luna de Miel con su ahora esposa. Eulalia quedó convencida cuando pasó más del tiempo pactado de su regreso y no habían señales de su amado.

»A partir de entonces, Eulalia jamás volvió a ser la misma. Malhumorada y llena de amargura atendía con desprecio e indiferencia a los pacientes. Con el paso de los años también cayó enferma, lo que le sirvió para arrepentirse del mal trato que por décadas le dio a los desvalidos. En lo profundo de su soledad, la reflexión le ablandó el corazón, se arrepintió de haber sido tan mala y falleció con el profundo anhelo de enmendar sus errores (las malas lenguas dicen que se suicidó por aquel desamor).

»Tras la muerte de Eulalia, surgieron cientos de testimonios de gente hospitalizada que dijo haber sido atendida por una mujer con las características inconfundibles de Eulalia, La Planchada. El personal del hospital también dice haberla visto entrar o salir de la habitación de un paciente e incluso haber sido despertados por el espíritu de Eulalia cuando dormían en sus turnos, tocándoles el hombro.

»Podría decirte que solo son tonterías, pero por nuestra parte hay dos poderosas razones por las que creemos que la leyenda es completamente cierta.

—¿Cuáles son, doctor? —inquirió Audrey.

—Bueno, la primera es que ha habido casos de pacientes que se han recuperado milagrosamente de enfermedades que afectaron principalmente sus cuerpos, como quemaduras o huesos rotos. Y la segunda... es que mis compañeros dicen haber visto merodeando a un joven caballero por los pasillos del hospital durante sus guardias nocturnas. Digo... a mí jamás me ha tocado verlo, pero ellos parecen muy convencidos cuando me lo dicen. Yo no niego ni aseguro nada, creo que solo Dios sabe si al final todo eso es verdad.

»Lo cierto es que a partir de ahora no debes dejar que ningún otro médico o enfermero te administre medicamentos además de mí. Yo soy tu doctor designado y eso no puede cambiar, ¿de acuerdo?

—Sí, doctor Nuñez.

El doctor se dio por satisfecho con la contestación de la chica, y tras oír que alguien lo llamaba por el altavoz, no tardó en retirarse de la habitación. Mientras tanto Darren se aclaró la garganta, y a pedido de Audrey fue a acomodarse junto a ella en la diminuta camilla, justo como antes de que llegara Rolland.

—¿Qué locura, verdad? Seguro el doctor quiso espantarme. La enfermera Eulalia debió haberlo planeado todo.

—Sí... Es una completa locura..., claro —balbuceó Darren. Se materializó para besarle la mejilla, y sin darse cuenta pronto ambos cerraron los ojos, víctimas del cansancio que precedía a la recuperación de energía del fantasma.

....

La noche ya había caído en la ciudad y los pasillos se miraban más oscuros cuando Audrey abrió los ojos de pronto, sacudida por una extraña sensación en la piel de sus brazos, como una ligera brisa que había pasado rozándola con delicadeza, incluso cuando no había cerca ninguna ventana por donde el viento pudiera haberse colado.

Miró a su alrededor, y se sintió insegura cuando reparó en que se encontraba completamente sola en el cuarto. Ni rastro había de Leonard o Darren, y eso la extrañó mucho. Darren nunca la dejaba sola, excepto cuando se iba de la casona sin decirle adónde.

—¿Gasparín? —llamó—. ¿Dónde estás? —Al no obtener respuesta gruñó, simultáneamente se levantó con cuidado de la cama balbuceando—: evidentemente no estás aquí.

Audrey sabía que probablemente tenía prohibido salir del cuarto, y estaba enterada de que si el doctor Nuñez la atrapaba, se iba a ganar una regañiza terrible. Sin embargo, el mero pensamiento de ver de nuevo a Eulalia, fuera una enfermera fantasma o no, la asustaba al grado de que prefería buscar al único espectro al que conocía lo suficiente para saber que sería incapaz de hacerle daño.

Así pues, abrió la puerta con sumo cuidado y revisó que no hubiera nadie antes de aventurarse a recorrer los pasillos del lugar, iluminados tenuemente por la luz blanca de las lámparas. El hospital no era tan aterrador como en las películas, pero cuando una es adolescente y lidia día tras día con monstruos endemoniados, es imposible creer que el recorrido será tan tranquilo como parece.

Al topar pared Audrey dobló en el corredor hacia la izquierda, y se dejó guiar por el rumor cercano que le indicaba que había personas dentro. Ella no era tonta, no era su intención dejarse ver, pero una de esas voces le parecía muy familiar, y cuando llegó a una de las puertas del pasillo que se encontraba abierta, se topó con nada menos que la profesora Cassandra, de su clase de Historia.

—¡Oh, hola, Audrey! —La docente no tardó en reconocerla y saludarla con un cálido apretón de manos—. ¿Qué haces merodeando tan noche por aquí? ¿Has escapado de tu cuarto?

Casi sonaba a regaño, pero Audrey no se dejó intimidar.

—Me aburrí allá adentro.

—¡Lógico viniendo de una Williams! —Cassandra rio.

—¿Y usted qué está haciendo por aquí, profesora? ¿Está enferma?

—No, claro que no, Audrey. Yo... traje a mi abuelo a sus terapias, pero tuvieron que dejarlo aquí para hacerle otros estudios y será dado de alta hasta mañana. Ven, te lo presento.

El hombre en cuestión era un anciano en silla de ruedas tan mayor que fácilmente podría pasar de los cien años. Su cabello era completamente blanco, y tenía los ojos de un vidrioso color chocolate. Este la miró atento; la mandíbula y los dedos de las manos le temblaban como aquellos que sufrían mal de Parkinson.

—Él es mi abuelo Martín —dijo Cassandra—. Abuelo, ella es Audrey Williams.

El susodicho levantó el rostro. Cuando sus ojos se toparon con los de la muchacha, el temblor en su cuerpo cesó como por arte de magia, no obstante, la cara le cambió, parecía como si hubiera visto a una sombra, o a un Canum.

—N... No, Cass. Te estás equivocando. Ese no es su nombre —dijo el señor. Cassandra y Audrey parecieron desconcertadas ante su afirmación.

—Abuelo, no me equivoco. Esta chica se llama Audrey.

Martín negó rotundamente con la cabeza.

—Ella no se llama así. Ella se llama...

—Abuelo, basta. Creo que estás alucinando. Mejor traigo a la enfermera.

Cassandra no ocultó la crudeza de su tono y se apresuró a salir de la habitación, quedando solos el hombre y Audrey. Ella lo miró sin saber bien cómo actuar. Jamás había estado con una persona de edad tan avanzada desde que conoció a su abuelo.

—Señorita —habló Martín de súbito.

—¿Sí? ¿Qué ocurre?

Martín le hizo con los dedos un ademán de que se aproximara. Audrey le obedeció, y cuando estuvo lo bastante cerca de su rostro, este le susurro al oído:

—Ya no queda mucho tiempo. Él sabe que tú lo tienes.

—¿Disculpe? —La frente de Audrey estaba arrugada.

Él está a punto de encontrarlo. Ustedes no deben permitirlo, o va a desatar el caos. No deben dejar que eso ocurra. Deben detenerlo. Solo ustedes pueden.

—¿Nosotros? —preguntó Audrey—. ¿Quiénes?

—Tú... Tú y el muchacho. Dile a él que Ferreira... que Ferreira... que Ferreira fue quien...

Pero no pudo continuar hablando, pues en ese momento llegó Cassandra y obligó a Audrey a salir de su cuarto sin permitirle oír las últimas palabras de Martín. Sin en cambio, y justo antes de que cruzara el umbral de la puerta, oyó muy claramente que el anciano le decía:

—Dile también que se aproxima... se aproxima El Despertar...

Un sentimiento de mareo se apropió de súbito de la joven, misma que rápidamente se alejó de la habitación oyendo una disculpa de Cassandra a sus espaldas.

Su cabeza estaba hecha un lío. Primero, el señor Martín había asegurado que Audrey no era su nombre, cosa de la que había parecido sumamente convencido; luego le había susurrado que «él» sabía que tenía algo, lo cuál no acababa de comprender qué era. Pero lo que más la aturdía era la mención de un joven al que se había referido el anciano. Este quería transmitirle un mensaje que involucraba al tal Ferreira, pero ella no tenía idea de quién se suponía que debía ser el receptor.

En su cabeza comenzaron a formarse teorías. Una de las más coherentes fue que Martín había perdido la razón, y la otra era que quizá el receptor era Alex, pues era el único muchacho con el que ella solía formar un dúo. A no ser que se tratara de...

¡No! ¿Qué estaba pensando? Martín no tenía forma de conocer la existencia de Darren. Él era un fantasma y la única capaz de verlo era ella. Nadie más.

Audrey estaba tan aturdida que no se dio cuenta de que llevaba andando por lo menos cinco minutos antes de oír una voz proveniente del área infantil. Se trataba de la de un niño, de quizá unos seis años; Audrey la siguió, muy pendiente de lo que decía, hasta que esta la condujo a la sala de juegos, que en ese momento se encontraba ocupada por al menos tres o cuatro infantes.

—¡Te he extrañado mucho! —decía el pequeño—. Me gusta que nos visites y me cuentes las historias de piratas que todos amamos.

Una risa adulta se dejó oír.

—¡Sí! —gritó ahora una niña—. Aunque ya no nos visites tanto como antes, sigues siendo el mejor. ¿Verdad que sí, amigos?

—¡Sííí! —coreó el grupo de infantes.

Una sonrisa diminuta nació en la boca de Audrey.

Tres años antes, estaba tan enamorada de Tyson que en las noches fantaseaba con casarse con él y formar una familia con al menos tres niños, cuyo cabello café y rizado se asemejara al de su padre, y que tuvieran los ojos verdes como ella. Pero, la última vez que fantaseó con tener hijos, se imaginó, no a unos niños castaños, sino extrañamente rubios con ojos grises. Cabe mencionar que esa última vez había sido durante esa misma tarde, mientras Darren yacía acostado junto a ella.

—¿Y por qué ya no has venido mucho? —La voz de otra pequeña la sacó de sus cavilaciones.

—Bueno, porque...

—Porque ha estado ocupado con otras cosas, ¿no es así, Darren?

A Audrey se le detuvo el corazón tras oír el nombre del fantasma saliendo de la boca del niño. Sin quererlo, un grito contenido salió de su garganta, e incrédula ante lo que acababa de escuchar, se fijó por la rendija de la puerta entreabierta.

En efecto: fácilmente pudo distinguir el saco azul rey de Darren en mitad de la estancia. El chico se encontraba sentado a modo indio en el suelo, con un aura de luz violeta rodeando su cuerpo, y una fila de seis niños acomodados frente a él.

«No... es... posible», se dijo. «¡Ellos pueden verlo! ¡Y están hablando con él»

Trataré de venir más seguido si eso es lo que desean. ¿Les gustaría?

Los dientes blancos de Darren asomaron en una sonrisa dulce que a ellos los maravilló. En tanto, Audrey solo tuvo cabeza para retroceder tratando de no hacer ningún ruido, y en cuanto le fue posible, rehizo el camino hacia su habitación, aturdida por los recientes acontecimientos.

Así que... ¿Esa no era la primera vez que los niños veían a Darren? Porque, a juzgar por la plática que se desarrollaba, parecía obvio que no.

De pronto ató cabos sueltos, y se dio cuenta de que tal vez, solo tal vez, el hospital era el lugar al que Darren iba cada que se escabullía de la mansión en las noches. Y también podría ser ese el motivo por el que el doctor Nuñez aseguraba que varios médicos habían visto a un joven merodeando por los pasillos del sitio. No se trataba del doctor traicionero de la leyenda. ¡Se trataba de Darren!

Audrey no supo cómo sentirse respecto a sus recientes descubrimientos. Por un lado se sentía feliz de saber que Darren se escapaba en las noches para hacer compañía a niños enfermos, quizá próximos a morir. Pero los balbuceos de Martín acababan por opacar dicha alegría. No podía entender lo que significaba El Despertar, ni quién era ese tal Ferreira.

Para cuando ingresó a su cuarto, decidió que se quedaría despierta con el objeto de hablar con Darren al volver este, sin perder ni un segundo de tiempo.

Sin embargo sus planes se vieron opacados al descubrir que no estaba sola en su habitación.

—¡Buenas noches, Audrey!

Eulalia se encontraba de pie a un lado de la cama. Sus labios dibujaban una sonrisa escalofriante, y el objeto que sostenía en las manos no ayudaba a contrarrestar la malévola imagen que ofrecía a la tenue luz de las lámparas.

Cuando, súbitamente, la puerta se cerró a espaldas de Audrey, esta supo que algo andaba mal y quiso escapar, pero el picaporte no cedió, y para el momento en que iba a gritar el nombre de Darren, la enfermera se abalanzó contra ella, cubriendo su boca de inmediato.

—No llames a tu amiguito, esto es entre tú y yo —soltó Eulalia con voz de ultratumba.

....

Darren oyó el sonido de unas pisadas rechinando contra las baldosas del suelo mientras le decía a los niños que los visitaría más seguido si era lo que deseaban. Frunció el ceño. Ellos no habían escuchado ese ruido, pero él, además de que sí lo había hecho, también reparó en la silueta de una persona asomando por la rendija de la puerta. Al instante supo de quién se trataba, por lo que se disculpó con Jazmín, Karla, Shakti, Erick, Saúl y Jorge y salió de la sala de juegos dispuesto a volver con Audrey. El problema fue que, para el momento en que logró estar fuera del salón infantil, ya la chica había doblado en el primer pasillo y no se le notaba por ningún lado.

—Demonios... —susurró.

Un mal presentimiento se había apropiado de él, y ese presentimiento al final de cuentas no estuvo tan equivocado, porque al llegar al cuarto 315, el sonido de unos jadeos llegó a sus oídos.

—¡Maldición, deja de moverte! —gritaba una voz femenina.

Darren acercó la oreja a la puerta y su inquietud creció al caer en cuenta de que dentro parecía desarrollarse una disputa.

Sin perder tiempo atravesó la madera del portón, y el corazón de fantasma casi se le salió de la boca al vislumbrar a la enfermera Eulalia sosteniendo con una fuerza descomunal a la aterrorizada Audrey al tiempo en que con una mano le acercaba una jeringa al brazo. La chica se retorcía, intentaba gritar, pero la mano de Eulalia se lo impedía terminantemente.

—¡Audrey! —exclamó Darren, horrorizado.

Lo que más lo sorprendió, sin duda alguna, fue que la enfermera se dio vuelta al instante y le dedicó un macabro gesto de fingida felicidad, como las muecas de los icónicos protagonistas del cine de terror.

—¡Oh! Veo que tu amiguito no te deja ni a sol ni a sombra —canturreó Eulalia. Como Audrey no dejaba de retorcerse, le soltó un golpe en la frente que la hizo caer de vuelta a la almohada, algo desubicada, pero no inconsciente.

Por su parte, Eulalia dejó de lado a Audrey para caminar hacia Darren. No lo sorprendía en absoluto que pudiera verlo, sino que un halo de luz naranja la rodeara, haciendo contraste con el deslumbrante uniforme blanco que llevaba puesto.

—Ha sido más fácil de lo que imaginaba. ¡Sí que eres tonto, Rosewood!

Darren se quedó sin aliento. La enfermera sabía su apellido.

—Tú... —balbuceó Darren—. ¿Quién eres?

Eulalia rio con frialdad.

—¿Crees que te lo voy a decir? ¿Por qué no mejor vamos al grano?

Darren no tuvo oportunidad de contestar. Y es que, antes de que pudiera procesar lo ocurrido, la enfermera se abalanzó hacia él, y en el acto su cuerpo esbelto se transformó en el de un terrible esqueleto encapuchado cuya cara estaba como deformada por lo que parecían quemaduras de tercer grado. Sinceramente era aterrador solo verlo. Pero su aspecto era lo de menos, ya que lo peor era lo desmedido de la fuerza con la que arrojó a Darren al suelo, con una facilidad increíble.

—¡Ustedes son tontos! ¡¿Creen que pueden contra él?! ¡Ja!

Eulalia, o lo que fuera eso, comenzó a soltar golpes a Darren, a diestra y siniestra, atacando sobretodo su cara. Este no podía defenderse por más que lo intentara, porque la enfermera se había apostado sobre su cuerpo, lo que lo dejaba casi inmóvil gracias al peso.

—¿Quién... eres? —balbuceó.

Seguro estaba de que no era una sombra. Era algo mucho peor.

—La pregunta es ¿sabes quién eres tú? No. No lo sabes. No sabes por qué estás aquí, no tienes idea de lo que ocurrió hace cinco siglos, ¡no tienes idea de nada!

Eulalia lo tomó del cuello sin miramiento alguno, y con un solo movimiento lo arrojó contra la pared de la derecha, haciendo que él jadeara por el dolor en su espina dorsal. Después lo alcanzó en dos grandes zancadas y asestó un par de patadas sobre su cabeza.

Mientras tanto, Audrey buscaba como enloquecida la roca de amatista, pero tarde se dio cuenta de que habían confiscado todas sus pertenencias al ingresar al hospital y se maldijo interiormente.

Cambió de planes.

Buscó algo con qué atacar al ente, algo, lo que fuera, y cuando ningún objeto útil encontró, la desesperación se hizo con ella, orillándola a atacar al ente por la espalda. Desgraciadamente este se dio cuenta en seguida de lo que la chica planeaba y sin mirar atrás la arrojó al suelo usando simplemente una de sus manos.

Audrey jadeó.

Darren intentó incorporarse y se sostuvo de las paredes para no caer, pero en eso, Eulalia pateó su rodilla izquierda, tirando al fantasma de nuevo sin esfuerzo alguno.

—¡Hija de puta! ¡Solo dime quién eres! —exclamó deseando reponerse para salvar a Audrey.

—¡Jamás lo sabrás! —gritó en respuesta.

—Entonces... Entonces dime quién te envió. ¿Fue él? ¿Fue Gonzálo? ¡¿Quién carajo te envió?!

El monstruo soltó una risotada enloquecida, y acto seguido, retrocedió un paso, al tiempo en que su imagen comenzaba a difuminarse, como convirtiéndose en humo, no negro como el de las sombras, sino blanco, como el de su uniforme de enfermera. Y luego, tanto Darren como Audrey se quedaron paralizados en su lugar al oír decir a su atacante, antes de que desapareciera por completo:

—El mismo que te mandó matar...

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