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Capítulo 2

Teniendo en cuenta que se había mudado a un país nuevo y muy distinto al suyo, cualquiera habría creído que el primer día de clases de Audrey sería algo digno de videograbar para la posteridad, pero lo cierto es que aquello no podría estar más lejos de lo que había tenido que enfrentar.

La mañana del lunes, todo había comenzado con Alex despertándola como de costumbre —entrando a su cuarto sin permiso y golpeando la sartén favorita de Marie con una cuchara de madera mientras le gritaba «¡Arriba, primer día de escuela!»—. Usualmente, que su hermano mayor entrara a su habitación sin tocar y haciendo un escándalo terrible solía enfadarla y obligarla a arrojarle un almohadón en la cabeza, pero esa mañana estaba tan cansada que lo único que hizo fue rogar por cinco minutos más de sueño. En respuesta, Alex caminó hacia el balcón y corrió la cortinilla blanca para dejar que los intensos rayos del sol calaran directo en el rostro de la chica.

—¡A brillar, Sunny! ¡Hoy es un nuevo día! —exclamó, con tono de niño pequeño. Audrey gruñó en respuesta—. Hermanita, deberías arreglarte o llegaremos tarde a nuestro primer día de escuela —le dijo mirándose en el espejo de su tocador y girando varias veces en busca de la pose perfecta.

—¿Y desde cuándo te interesa ser puntual a ti, Alex? —le replicó, riéndose del hecho de que en su antigua escuela, el muchacho acostumbraba llegar diez o quince minutos después de que la clase iniciaba y nunca había parecido interesarle.

—¡Oye! Es mi último año de preparatoria, al menos debo esforzarme por causar buena impresión a mis maestros para que den buenas referencias de mí y pueda entrar a la universidad que yo quiera, ¿no?—luego, saliendo completamente del tema, añadió—: ¿perfil izquierdo o derecho?

—¿No te ves igual de feo con los dos? —bromeó. Su hermano la fulminó con la mirada y luego le sacó la lengua de manera infantil, a lo que ella soltó una carcajada—. ¿Puedo saber por qué has pedido mi opinión sobre «tu perfil»? Usualmente no te importa.

—Eso es porque usualmente no tenemos que asistir a una nueva escuela, con nuevos profesores, nuevos compañeros..., y por supuesto: nuevas niñas a las qué impresionar —luego, le guiñó un ojo a Audrey.

Ante ello, la chica puso los ojos en blanco. Cualquiera se habría derretido ante ese gesto, y estaba consciente de que, de no ser su hermana, quizá ella también.

—Como si necesitaras de esas feas poses para impresionarlas —le dijo, dando por finalizada la conversación para luego seguir las órdenes de su hermano y alistarse.

Más tarde se había enterado gracias a su padre, que la escuela en la que los habían inscrito era un poco diferente a lo que normalmente se veía en México, pues no solo era privado, sino que su modelo educativo había sido diseñado a fin de resultar cómodo para la gran cantidad de alumnos extranjeros que llegaban a estudiar allí. Y es que estaba ubicada en los alrededores de un lugar donde residían muchos importantes ejecutivos provenientes de diferentes países del mundo, aunque por supuesto también había chicos latinos.

Pero lo peor vino al llegar a la escuela, no solo para Audrey, sino para sino para su hermano, quien, tal como ella lo pronosticaba, gozaba de tener todas las miradas de las féminas en él. Esa mañana Alex se había arreglado mejor que de costumbre, y también le había puesto un esmero mayor a su «peinado despeinado» que era como llamaba a la clase de tupé desordenado que solía lucir su cabello castaño a diario. Y si a eso se le sumaba que iba por el instituto con su típico andar despreocupado de «¡mírenme, soy genial!», no había ninguna chica en la instancia que fuera capaz de resistirse a sus encantos.

Como Marie les había indicado antes de que Leonard los llevara al colegio, debían ver al director tan rápido como les fuera posible, así que apenas pusieron un pie en el interior de las instalaciones escolares, caminaron de pasillo en pasillo hasta que Audrey vislumbró una puerta blanca en donde estaba grabado con llamativas letras negras el nombre «August G. Romero».

Los hermanos se fueron acercando a la puerta lentamente, expectantes de lo que pudiera pasar, pero, cuando ya estaban a escasos metros de ella, esta se abrió de golpe y de allí salió un muchacho de piel trigueña tapizada de tatuajes cuyas formas Audrey no pudo distinguir.

—Agradecería que dejara de meterse en problemas, joven She... —solicitó una profunda voz masculina desde dentro del despacho.

—Sí, sí. Como digas, Augusto —canturreó el chico de un modo demasiado impetuoso, y acto seguido, al sentir la mirada de una Audrey boquiabierta sobre él, pasó por su lado susurrando—: ¿se te perdió algo?

—Ehhh... yo... no, disculpa —balbuceó la chica saliendo de su estupor.

—Entonces deja de mirarme —le espetó, para luego marcharse a prisa hacia su casillero.

Una vez que el chico se alejó de ellos, los hermanos se adentraron a la oficina, encontrándose, primero que nada, con un hombre de piel cenicienta y resplandecientes ojos azules sentado al otro lado del escritorio que había en la oficina. Si a los chicos los había intimidado tan solo su voz, al reparar en el aspecto imponente de su rector, ambos se quedaron pasmados en el marco de la puerta, creyendo que los tontos de Leonard y su inseparable amigo Roberto los habían enviado directo a la boca del lobo.

—¿Williams Alexander, cierto? —inquirió August con las manos entrelazadas bajo su barbilla.

—Ehhhh... sí. Y ella es mi hermana Audrey.

—Adelante, por favor —los invitó a sentarse extendiendo una mano hacia el par de sillas que descansaban al otro lado de su escritorio—. ¿Desean un poco de té o atole?

—¿Qué es atole? —musitó Alex frunciendo el ceño.

En lugar de mostrarse exasperado, el director dibujó una afable sonrisa en su rostro y le contestó:

—Disculpen, olvidé que no son de aquí. El atole, joven Williams, es una bebida típica de México —luego observó el ostentoso reloj que llevaba en su muñeca e hizo un gesto de inconformidad con la boca—. Pero me temo que tendrán que esperar a probarlo después, porque ahora deben ir a la biblioteca. Sus tutores los están esperando allí.

Audrey no se atrevió a preguntar si de verdad tenían tutores incluso aunque tenía muchas ganas de hacerlo, y es que la forma tan pausada en la que hablaba el director August la intimidaba al grado de temer hasta respirar en frente suyo, por eso mismo, en cuanto Romero pasó por su lado para abrir nuevamente la puerta del despacho, ella caminó, con la vista clavada en el suelo y la mano de Alex sobre su hombro, como símbolo de apoyo.

Los chicos salieron de la oficina y caminaron pasillo abajo con la intención de ir a la biblioteca, creyendo que al menos se habían librado de aquella situación tan bochornosa. No obstante, nada más habían dado un par de pasos, cuando August, arrastrando las palabras de esa manera tan particular que le erizaba la piel a los chicos, dijo a sus espaldas:

—Un placer tenerlo en mi colegio, joven Williams.

El muchacho se dio la vuelta, no sabiendo muy bien qué responder a eso. Se quedó un momento observando a Romero a los ojos para procesar el hecho de que al parecer había decidido excluir por completo a Audrey de su despedida, y luego, en respuesta, solo asintió y dijo:

—Gracias.

El par de hermanos caminó solo unos cuantos metros antes de vislumbrar una enorme puerta de madera abierta de par en par, por donde asomaban estantes con una cantidad exorbitante de libros acomodados en perfecto orden. Supieron de inmediato que esa era la biblioteca, quizá por eso los desconcertó el coro de risotadas que oyeron segundos después en el interior de la estancia.

Entraron con paso inseguro, y se encontraron a un grupo de jóvenes algunos años mayores que cualquier estudiante de esa preparatoria; portaban el mismo uniforme de camisa de manga corta blanca y pantalón formal azul oscuro. Había tanto hombres como mujeres, pero todos tenían bandejas de comida dispuestas a lo largo de la mesa y reían por algo que había dicho uno de ellos.

En cuanto una de las chicas levantó la cabeza y reparó en los hermanos, una tímida sonrisa nació en su rostro.

—¡Mira, deben ser ellos! —exclamó.

Fue entonces que el chico que se hallaba sentado frente a ella, observó sobre su hombro y también sus ojos dieron automáticamente con las figuras de Alex y Audrey. El muchacho se levantó en ese momento, dejando ver que se trataba de un tipo alto, delgado, de piel clara, que llevaba unas gafas de pasta gruesa sobre sus ojos cafés y el cabello azabache peinado hacia en frente con demasiado gel para el gusto de Audrey.

—¿Hermanos Williams? —preguntó, con voz aguda. Ambos asintieron—. Y bien... ¿Quién de ustedes dos es Audrey?

Por detrás de él, una pelinegra puso los ojos en blanco como si aquello fuera lo más patético que hubiera oído en su vida.

—No seas idiota, Rolland. ¡Como si Audrey fuera nombre de niño!

En respuesta, el muchacho de los anteojos soltó un bufido de molestia.

—Ya lo sé, estúpida. Estaba bromeando —a continuación se volvió hacia Audrey—. Pequeña, me llamo Rolland Carson y voy a ser tu tutor escolar, ¿bien? —Audrey asintió.

Si ese chico con pinta de intelectual iba a ser su mentor, al menos estaba segura de que él tendría respuesta a todo lo que le preguntara.

Por detrás del tal Rolland, la chica de sonrisa tímida agregó usando un tono tremendamente dulce:

—Yo me llamo Fany, y seré tu tutora, Alex, ¿de acuerdo?

El muchacho sonrió.

—¡Por supuesto! Encantado de conocerte.

Tras la breve bienvenida, y sin previo aviso, Rolland comenzó a dar grandes zancadas hacia la puerta, y cuando estuvo en el marco, se volvió hacia Audrey y le dijo en un tono bastante mordaz e irónico:

—¿Ya o quieres que te de más tiempo?

Al oírlo, la muchacha miró boquiabierta al resto de los presentes, con las mejillas rojas como un par de tomates. Sus ojos se clavaron especialmente en la pelinegra, y en cuanto esta reparó en su mirada, le sonrió como para tranquilizarla.

—No lo tomes personal, corazón. Rolland es así de maleducado con todos —comentó, subiendo a propósito la voz para que el chico pudiera escucharla.

—Cállate, Diana —replicó este—. ¿Ya, Audrey? —la apremió.

Apresurándose, la chica caminó hacia la salida tratando de alcanzar a su tutor, quien ya doblaba el pasillo en dirección a la entrada principal a paso exageradamente largo. Al ver la longitud de los pasos que daba, lo primero que se le pasó por la cabeza fue que Rolland caminaba como si un ente malvado lo estuviera persiguiendo, y cuando aquel pensamiento efímero la atravesó, no pudo evitar soltar una risita.

—¿Cuál es el chiste? Yo también quiero saberlo —profesó el chico de modo sarcástico, lo que la obligó a callarse de inmediato.

—Es que... me acordé de algo gracioso —se excusó, tratando de no mirarlo a los ojos para no reírse del hecho de que estos parecían un par de oscuras canicas tras los cristales de sus gafas.

....

Treinta minutos después, Audrey había comenzado a alucinar a Rolland, pero alucinarlo en serio. Y era que el chico llevaba quince de esos treinta minutos cantando en voz alta y chillona una boba canción pop sin sentido que no dejaba de sonar en la radio, por no mencionar que, pese a que escuchaba los jadeos de cansancio de la muchacha, no se detenía a esperarla.

—Ro... Rolland, dame un segundo para descansar, ¿quieres? —le solicitó dejando su mochila en el suelo.

Rolland detuvo su recorrido.

—Uno. Listo, ya vámonos —al ver que Audrey no caminaba, añadió—: corre, que todavía me falta dejarte en tu clase y no tengo todo tu tiempo.

¿Y ese chico grosero le iba a dar tutorías? Quizá lo mejor era ir buscando la forma de que la expulsaran de nuevo.

Sin tener más remedio, Audrey lo alcanzó con los pies adoloridos de caminar tanto y tan rápido; estaba tan fastidiada que fue un alivio cuando el chico la depositó en la puerta del aula de literatura, su primer asignatura y le comentó rápidamente que la segunda clase que tenía era historia, luego se tendría que reunir con él en la biblioteca para dos horas de tutoría. Después de eso, el insufrible chico tocó la puerta del salón y una mujer de edad madura salió a recibir a Audrey; el aspecto de su rostro la intimidó en un primer momento, pero al darle la bienvenida, pudo darse cuenta de que Helena era el tipo de profesora con la que llevaría las cosas en paz si tan solo se dignaba a ser cumplida con sus tareas y trabajos.

Audrey tuvo que estar alejada de ambos mientras estos charlaban sobre ella, por lo que se quedó un poco apartada en el corredor, acompañada de una extraña sensación de pesadez sobre los hombros que llevaba teniendo desde que Rolland le había mostrado la escuela, además, claro, de un sudor frío que recorría su espina dorsal. O era porque estaba muy cansada por el tour, o era que la paranoia de sentirse observada por alguien a pesar de estar sola en el pasillo la trasladaba directo hacia la noche anterior, cuando una sombra alada la había vigilado desde su balcón.

Todo está en tu mente recitó, mientras esperaba ansiosa a que Rolland dejara de parlotear sobre un favor que le había pedido August.

Audrey supuso que el sonido de una risita oyéndose a lo lejos no había sido producto de su imaginación, porque casi robóticamente se giró y pudo ver un rostro masculino asomándose por la puerta del aula más lejana.

Soltó un respingo de sorpresa.

—Pequeña, ¿estás bien? —le inquirió Rolland mirándola un momento.

Ella, sin perder de vista la puerta, ahora cerrada, solo asintió con la mente en otro lado.

La clase de literatura no fue lo más maravilloso, ni lo más común, ni lo más insólito del mundo. Fue como cualquiera, si Audrey dejaba de lado los susurros que tuvo que soportar durante toda la clase y las miradas que se clavaron en ella sin discreción alguna.

Al pasar a su siguiente asignatura, todo marchó sin inconvenientes; su profesora se llamaba Cassandra, y era la más cálida y dulce que Audrey tenía la fortuna de haber conocido. La dejó sentarse donde ella quisiera, y no la obligó a presentarse ante el grupo, que extrañamente, no musitó palabra alguna ni la miró como bicho raro mientras Cassandra estuvo presente. Hasta allí, todo marchó bien.

El problema fue cuando vino el fin de la hora y con ella Audrey se vio obligada a ir a tutorías.

Primero, al llegar hasta su casillero para sacar el libro correspondiente a las tutorías, y ver que este estaba justo debajo de toda la pila, se maldijo mentalmente. Sin otra alternativa comenzó a sacar el resto de los ejemplares, cuidando no tirarlos, pero cuando estaba a punto de lograrlo, un chico pasó por su lado y azotó la puerta de su respectivo casillero tan fuerte, que esta terminó tirando al suelo todo lo que cargaban sus brazos gracias al susto.

Al instante, todas las miradas se posaron en ella mientras se concentraba en mirar el suelo para no llorar por la humillación.

—Permíteme ayudarte —dijo una voz de hombre un minuto después, cuando ya había comenzado a formar nuevamente la pila de libros.

Unas manos blancas recogieron con rapidez los útiles, y en el momento en que Audrey levantó la cabeza, se topó con un pálido chico de cabello café algo ondulado y ojos tan azules como el mar. Esos ojos. Audrey se quedó mirándolo por un momento, consciente de que parecía una tonta. Pero es que esos ojos eran tan bellos y le parecían algo... ¿Familiares?

No. Eso no era posible. Aquella era la primera vez que veía a ese chico, así que estaba loca si creía que lo conocía de alguna parte.

—Gra... gracias —musitó levantándose del suelo con los libros en mano.

—Por nada. Nos vemos después —profesó el joven y se alejó de ella.

Cuando Audrey llegó a la biblioteca todavía ofuscada por el encuentro con aquel muchacho, y básicamente obligada por sus propios pies, encontró a Rolland Carson acomodando obsesivamente una pila de libros sobre su respectivo estante. Aunque estaba de espaldas a ella, pudo percatarse de que Audrey había sido impuntual y no dudó en recriminárselo.

—Dos minutos tarde —profesó.

Poniendo los ojos en blanco, Audrey le musitó una disculpa por lo bajo.

—Ahórratelo. Tus disculpas no valen conmigo —maldito Rolland. Estaba empezando a hartarla—. Ahora dame tu teléfono —le ordenó el muchacho mirando hacia la bolsa lateral de su mochila, de donde sobresalía el móvil de la chica.

—¿Cómo dices?

—Que me des tu teléfono —repitió extendiendo una mano hacia ella. Al ver que Audrey no hacía caso, añadió—: pequeña, no se permite tener teléfono durante mis tutorías. Dámelo y prometo que te lo devolveré cuando acabemos.

La chica suspiró. Sin más remedio le entregó el dichoso móvil y se dispuso a enfrentar las dos horas siguientes junto al insufrible de su tutor. Éste se sentó con ella luego de guardarse el teléfono y comenzó a explicarle el programa que estaba planeado para llevar a cabo durante todo el semestre. Posteriormente, la chica tuvo que realizar un examen diagnóstico, en el que poco se pudo concentrar gracias a que Rolland había sacado una bolsa de frituras de quién sabe dónde y se las estaba comiendo sin molestarse en procurar no hacer ruido.

Una hora después, mientras Audrey terminaba su examen, Diana, la misma tutora pelinegra de horas atrás se asomó por la puerta y dijo:

—Rolland, August dice que si puedes venir un minuto —luego, en un susurro añadió—: creo que es importante.

El muchacho, aún con sus frituras asintió.

—Dile que ya voy —la tutora asintió y luego pasó de largo hacia la oficina de Romero—. Pequeña, vuelvo en un momento. ¿Me ayudas a acomodar el resto de los libros cuando acabes la prueba? Gracias, qué linda eres.

Y sin esperar respuesta, salió de la biblioteca dejándole a Audrey su bolsa de frituras vacía y un agradable sentimiento de tranquilidad.

Tal como su tutor le había «pedido», al terminar su examen Audrey se puso a acomodar los ejemplares en sus anaqueles, con el objetivo de distraer a su cabeza para que esta no sucumbiera al pánico que suponía encontrarse sola en la biblioteca y aparentemente, también en el corredor.

Los acomodó por género, autor, tomo y tamaño. Ya llevaba un buen tiempo en eso, cuando oyó un golpe seco en el estante aledaño. Giró la cabeza y tuvo que observar dos veces para poder caer en cuenta de que lo que había provocado el ruido era un libro, el cuál ahora se hallaba tirado en el suelo. Dejó el resto de los ejemplares que llevaba en las manos en la mesa más cercana y caminó hacia allí para poner de vuelta la obra en su sitio. Se agachó, lo tomó y alcanzó a ponerlo en su lugar, cuando oyó el mismo sonido y se percató de que a sus espaldas, otro se había caído. Volvió a acomodarlo.

El proceso se repitió al menos tres veces, hasta que, de pronto, ya no fue un solo libro el que se volvió a caer, sino decenas de ellos. No conforme, no solo se caían, sino que volaban en todas direcciones, se abrían y sus páginas se corrían solas, como si hubiera un potente ventilador cerca.

A pesar de que Audrey estaba en shock, trataba de controlar la situación antes de que llegara su tutor, y es que si Rolland se aparecía por allí, seguro que le impondría un horrible castigo por destrozar su biblioteca. Por eso mismo, la chica corría de un lado a otro tomando libros y poniéndolos de vuelta en sus estantes, sin importarle que estos se volvían a caer.

No fue hasta que un reflejo naranja en el suelo llamó su atención, que giró y soltó un chillido al observar el estante junto a la puerta consumiéndose en llamas, junto con varios ejemplares. Audrey, patidifusta, comenzó a llorar y corrió como alma que lleva el diablo hacia la oficina de Romero, en donde seguramente encontraría a Rolland.

El temor, la angustia y el pánico la hicieron olvidar cualquier posible represalia que pudiera tomar Rolland para con ella. Ni siquiera le importó la cantidad infinita de libros que habría que pagar cuando eso acabara. Ella solo quería llegar hacia su tutor y contarle que la biblioteca estaba en llamas.

Al estar en la puerta de la oficina, Audrey comenzó a aporrearla con los puños mientras gritaba el nombre del chico desesperadamente. Este salió al poco tiempo con el ceño fruncido gracias al alboroto que había armado.

—¿Audrey? ¿Qué pasa, pequeña?

Desde donde estaba, Audrey podía ver al director y al resto de los tutores mirándola con una ceja enarcada.

—Te... te juro que yo no fui, por favor no me mates —suplicó con lágrimas en los ojos.

Sin embargo, Rolland permanecía con el rostro confundido e inamovible.

—A ver, pequeña. Cálmate, ¿vale? ¿Qué sucedió?

Incapaz de detener su llanto, Audrey respondió:

—La biblioteca está... está en llamas.

Como si hubiera estado preparado para eso, Rolland salió disparado hacia el lugar sin avisarle al resto. En el fondo, Audrey agradeció la autosuficiencia con la que había actuado él, y es que lo que menos quería era causar un escándalo mayor al de su reciente ingreso a la escuela, sobretodo frente a los tutores y al director del colegio.

Sin saber muy bien cómo actuar, la muchacha volvió sobre sus pasos y alcanzó a Rolland unos segundos después. Al observar al chico de pie frente al marco de la puerta, con las manos en la cintura y una pose impoluta, se preguntó porqué no actuaba, porqué se quedaba allí parado mientras la biblioteca se quemaba.

—¿Qué clase de broma es esta? —le preguntó de forma bastante seria. Quizá hasta enojado.

La chica no pudo comprender a lo que se refería el muchacho, hasta que llegó junto a él y observó también al interior de la estancia. Entonces lo entendió.

La biblioteca no estaba en llamas.

Tampoco había libros tirados ni chamuscados, todo estaba tal como Rolland lo había dejado antes de dejarla sola, minutos atrás.

Presa del miedo, la chica soltó un sollozo y más lágrimas resbalaron por sus mejillas.

¿Cómo era posible? Ella había visto cómo las obras se iban cayendo al suelo con un estrépito. Ella había visto cómo sus hojas volaban gracias a un viento inexistente. Ella había visto un reflejo naranja en el suelo y había visto al estante envuelto en fuego. ¿Cómo habría sido todo aquello producto de su imaginación?

—Ro... Rolland, te juro que no te mentí —lloró—. Te juró que la biblioteca se estaba incendi... —Audrey dejó de hablar en cuanto la fría mano de Rolland se situó en su frente.

—Tienes un poco de fiebre —le dijo. No parecía enfadado, pero ella sabía que lo estaba. El muchacho observó a todos lados del pasillo y cuando se encontró con el mismo chico pálido que había ayudado a Audrey con sus libros horas antes, le dijo—: ¡hey, tú! ¡Domingo!

—Soy Dominik —enfatizó el chico con molestia, acercándose a ellos.

—Como sea. Ayúdame a llevarla a la enfermería. Creo que tiene fiebre.

Al percatarse el dichoso Dominik de que se trataba de Audrey, corrió en su auxilio y la transportó con cuidado hacia la enfermería.

Al parecer, Alex había sido avisado de lo sucedido con su hermana, porque tan solo media hora después, se asomó por la puerta de la enfermería con el rostro paliducho, quizá de miedo.

—¡Audrey! —exclamó corriendo hacia ella.

Dominik estaba a lado de la chica en cuanto ambos oyeron la voz de Alex. Entonces se giró hacia ella y dijo:

—Mi nombre es Dominik Parker. Si necesitas algo, no dudes en llamarme.

La chica asintió, agradecida por las atenciones que le había brindado el chico mientras se recuperaba del susto.

—¿Cómo te sientes? —le inquirió su hermano apenas llegó junto a ella.

—Me duele la cabeza —admitió. El dolor punzante había ido desapareciendo en los últimos minutos, pero el pinchazo en su sien derecha la había estado volviendo loca desde que Dominik la depositó en el sofá de la enfermería y comenzaron a administrarle un montón de medicamentos que ella no conocía.

Tener a Alex haciéndole miles de preguntas mientras el miedo se reflejaba en sus ojos cafés fue lo más mortificante que tuvo que soportar ese día, sin contar la mirada compasiva que le lanzó Rolland en cuanto pasó a preguntar por ella con la enfermera. Le dolía. Y también le dolía saber que a su hermano le estaba ocultando lo de la noche pasada porque no quería verlo tan alterado como en ese momento.

Para el momento en que la enfermera la dio de alta, Alexander ya había tenido que regresar a su última clase, y Rolland a su reunión con Romero, cosa que Audrey agradeció, puesto que no deseaba que nadie la escoltara afuera. Por tanto, apenas recibió autorización, se puso en marcha a través de las instalaciones intentando ubicar el aula de álgebra, que era su última asignatura del día. Todo habría sido más fácil de recordar si Rolland no hubiera hablado como recitando un trabalenguas mientras le mostraba el instituto.

Durante el camino al salón de álgebra, Audrey experimento una oleada de pánico recorriéndole la espina dorsal al saberse sola. El pasillo estaba en completo silencio, no se oía ni siquiera el zumbido de una mosca, era algo francamente aterrador.

La chica avanzó con un extraño peso cerniéndose sobre sus hombros, decidida a llegar al salón lo más rápido posible... Hasta que algo la hizo detenerse de súbito.

«No pase» era la advertencia escrita en uno de los tantos letreros colgados al frente de una puerta metálica al fondo de un corredor oculto. Ésta se hallaba cerrada con un grueso candado y, por las cintas amarillas que prohibían terminantemente el acceso a «personal no autorizado», Audrey dedujo que allí había algo digno de ser oculto de forma tan cautelosa, que comprendió porqué Rolland no la había llevado a esa parte de la escuela durante su recorrido.

Dominada por la curiosidad, Audrey se acercó a paso lento hacia la puerta, intrigada gracias a todos los avisos que podían avistar sus ojos; no pasó más de medio minuto antes de que, súbitamente, sintiera un cuerpo a centímetros de su espalda, y una voz masculina le susurrara irónicamente en su oído:

—Te lo digo por tu bien, novata. No te acerques a esa puerta...

Dos segundos.

Solo dos segundos le tomó a Audrey volverse. Una cantidad de tiempo tan insignificante como para ser posible que, al levantar la vista para observar el rostro del susurrador, el pasillo estuviera totalmente desierto.

....

El sol ya se había puesto cuando Audrey terminó de comer lo poco que había dejado Marie en el refrigerador antes de marcharse al trabajo.

Para ese momento, se hallaba sola en la mansión haciendo su tarea y esperando paciente a que su hermano volviera de donde quiera que se hubiera ido con un par de compañeros que ni siquiera se había dignado en presentarle.

Una canción electrónica sonaba en su teléfono mientras ella se cuestionaba si todo lo que había visto desde su llegada a la casona había sido real o solo un invento de su imaginación. En parte hubiera querido creer que sí, que el hecho de haber viajado en un avión durante varias horas consecutivas sin poder descansar como era debido le estaba afectando. Sin embargo, la pluma blanca, la prueba irrefutable de que al menos la silueta en su balcón había sido real, estaba justo frente a sus ojos, tendida en la cama, derrochando una magnificencia extraordinaria.

Pero... ¿Qué había de la sensación de estar siendo observada a toda hora, en todo lugar? ¿Qué había de la biblioteca en llamas? ¡¿Qué había del susurro en su oído cuando descubrió esa misteriosa puerta en el colegio?! ¿De verdad estaba tan loca como para imaginarse todo eso?

Lamiéndose los labios, Audrey se levantó a cerrar la puerta del balcón, sabiendo que ya comenzaba a hacer frío en la estancia. Una vez que lo hizo, corrió la cortina dispuesta a continuar haciendo su tarea, cuando el estallido de cristal rompiéndose la hizo cerrar los ojos con fuerza para luego abrirlos y verse atrapada entre la pared y un ser diabólico cubierto por una capucha negra que desprendía un humo negro de la parte trasera.

—¡¿Dónde está?! —gritó el ser con voz de ultratumba—. ¡¿Dónde lo escondes?!

Audrey no sabía cómo había llegado a estar atrapada entre ese terrible ser y el muro paralelo al balcón, suspendida en el aire gracias a que una mano huesuda estaba envuelta alrededor de su cuello, pero lo que sí sabía, es que la daga de mango plateado que el monstruo había sacado de quién sabe dónde, no podía significar otra cosa que su inminente fin. Pudo darse cuenta de ello cuando toda su vida pasó frente a sus ojos.

Lágrimas comenzaron a caer de sus mejillas; estaba entrando en un ataque de pánico, y parpadeaba constantemente con la esperanza de despertar en cualquier momento y saber que aquello solo era un horrible sueño del que le urgía salir. Pero nada pasaba. Por más esfuerzo que ponía, cada que sus ojos verdes se abrían, el monstruo seguía allí, con un par de puntos escarlata haciéndose pasar por ojos, observándola con malicia, por no mencionar la punta del arma que destellaba de forma siniestra gracias a la luz de la luna que entró por el balcón.

Dime dónde está —dijo el ser acercando cada vez más la daga a su yugular, pero o ella no sabía qué decir, o la voz se le había ido, porque de su boca no salió ninguna palabra.

Cuando el monstruo movió bruscamente el brazo, Audrey cerró los ojos para evitarse la pena de ver cómo el frío metal del arma traspasaba su piel, acabando con su vida al instante. No quiso pensar en lo que pasaría cuando los Williams volvieran, ni qué es lo que verían. Vació su mente de todo pensamiento, lógico o no y se restó a esperar, con los párpados bien apretados que su corazón se detuviera.

Sin embargo, todo sucedió en un segundo: la daga nunca tocó su cuerpo, y al abrir lentamente los ojos, observó atónita una barrera transparente interponiéndose entre ella y el cuchillo y lanzando al encapuchado muy lejos de allí, al otro lado de la habitación.

La chica se levantó del suelo agradecida con la alfombra por haber amortiguado su caída, y al mismo tiempo horrorizada por lo que sus ojos contemplaban: una esfera luminosa de color azul que traspasó el cuerpo del ente, ocasionando que éste soltara un fuerte chillido mientras todo él se vaporizaba, al igual que la daga.

Audrey cubrió sus oídos. Permaneció así hasta que todo quedó en silencio, y una vez que eso ocurrió, escudriñó su habitación con el corazón desbocado en su pecho.

Se encontraba haciendo una breve panorámica del lugar, cuando sus ojos captaron algo que le arrancó un grito de la boca: parado allí, a unos metros de ella estaba un chico cuyos ojos grises la miraron con algo parecido a la preocupación, pero solo por un segundo, porque cuando Audrey menos lo pensó, sus párpados se sintieron pesados y ella cayó al suelo inconsciente.

—Mierda... —oyó que decía alguien antes de perder el conocimiento por completo.

....

Audrey abrió los ojos algo desorientada. Miró hacia el techo y tardó un momento en darse cuenta de que estaba acostada en la cama de su nueva habitación con su manta azul favorita cubriendo su cuerpo. Casi de inmediato, los recuerdos de aquel encapuchado que había entrado por el balcón y que había amenazado con asesinarla llegaron a su mente, haciéndola soltar una carcajada con las mejillas rojas y sintiéndose ridícula.

Avergonzada consigo misma, se incorporó en el colchón y comenzó a reír creyendo que tenía una imaginación muy desbordante como para inventar semejantes tonterías.

...O eso pensó, hasta que miró hacia el balcón y vio al chico de ojos grises observándola con curiosidad desde el marco de la ventana... que por cierto, se hallaba en perfectas condiciones.

—Ehhh... ¿hola?

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