Capítulo 14
La atmósfera dentro de la biblioteca y sus alrededores podía percibirse pesada el jueves por la mañana. Incluso Rolland, cuyo simple acto de presencia era siempre sinónimo de ruido, parloteo exagerado, gritos y voz chillona, se encontraba callado, con ojos caídos. Ni siquiera había pronunciado aquel insulto mexicano que acostumbraba durante la extensa plática que tuvo con Diana y Fany. Sin mencionar que por primera vez, no había bolsa de frituras, plato de tacos o rebanada de pizza que le acompañara mientras impartía su clase con Audrey, quien se encontraba sumamente confundida pensando en porqué el joven no le habría quitado su teléfono ese día.
Habría que hacer hincapié en que, en el momento que la muchacha se percató de la tensión en el ambiente, de la ausencia de ruido en la sala de lectura, también había caído en cuenta de que algo faltaba allí. Algo, por diminuto e insignificante que fuera, no cuadraba en todo ese asunto. Ella aprovechó que ese jueves Rolland no parecía estar de ánimos para dar una clase rápida, y malgastó el tiempo pensando en lo que podría haber evocado aquella situación de vacío en ella, pero no fue que se dio cuenta de qué cosa era, hasta que todos los tutores —más de diez, sin contar a Rolland— entraron de repente en la biblioteca con rostros de preocupación.
Excepto Demián.
Por experiencia propia, Audrey sabía que la ferocidad de los ojos cafés de Demián —casi siempre mirándola a ella— resaltaban en cualquier parte. Lo sabía gracias a los recesos que había pasado sentada en la mesa del equipo de Tenis, sintiéndose observada por el joven que empequeñecía siempre los ojos en su dirección. Por consiguiente, le extrañó mucho no verlo unirse al cuchicheo infinito que se suscitó a mitad de la tutoría, lo más lejos posible de la mesa en la que estaba sentada, y del cual solo pudo distinguir frases sueltas como «hacer algo», «actuar ahora», «todos estamos en alerta» y «¡Eres un idiota, Rolland!». Nuevamente era una lástima que Darren no la hubiera acompañado a tutoría, porque seguro él se habría colado en la conversación sin ningún problema.
En algún momento de su clase, cuando Fany se había acercado a ella para saludarla, sonrió con simpatía y le dijo de la forma más casual posible:
—No he visto a Demián el día de hoy. ¿Sabes dónde está?
Y entonces, pudo notar la ansiedad en su semblante, en la forma en que retorcía la punta de su larga trenza y movía los ojos en varias direcciones, como buscando una escapatoria.
—Él... Él se sentía un poco mal —tartamudeó en voz muchísimo más baja de lo habitual.
Sin embargo, Audrey tuvo la necesidad de seguir preguntando por Demián con los demás tutores, gracias a lo que descubrió algo lo bastante curioso como para seguir indagando: las excusas que usaban los colegas de Demián para justificar su ausencia no cuadraban entre sí, porque mientras uno decía que estaba un poco enfermo, otro aseguraba que se había tomado vacaciones, o que había tenido que marcharse para llevar un paquete al otro extremo del país.
En su defecto y al ver que lo que le decían carecía de lógica, Audrey optó por preguntarle a Rolland por el paradero de su compañero. Lo hizo en un momento en que estaban solos, con mucha cautela, demostrando poco interés en el tema, a lo que su tutor respondió tan bajo de energías que su voz apenas podía oírse:
—No debes preocuparte más por él, pequeña. —Tras un segundo añadió—: Se ha ido. Y no volverá.
A Audrey le dio escalofríos el modo en que Rolland no apartó la vista del estante junto a la puerta, con mirada tan vacía como la de Alex cuando estaba en trance.
—¿Cómo?
Al oír la voz de su alumna, el odioso tutor parpadeó.
—Lo transfirieron —manifestó, para después recibir una nueva visita de sus colegas e irse, dejando a Audrey sola y más confundida que nunca.
Más de veinte minutos antes de que finalizara la tutoría, Rolland se acercó a ella y le indicó con aire taciturno que saliera a comer algo, porque seguramente estaría hambrienta. A ello, Audrey frunció el ceño bajando poco a poco el libro Historia de México III, y lo miró, en espera de que este le aclarar que solo había sido una broma. Pero no. Rolland la observaba con semblante serio, sin atisbo ni de una pequeñísima sonrisa en el rostro. Incluso llevaba el ceño fruncido.
—¿Todo está bien, Rolland? —inquirió en voz baja. Odiaba a su tutor más que Alex a las zanahorias, pero estaba dispuesta a escucharlo y brindarle apoyo si tan solo él se lo pedía.
No obstante, Rolland no compaginó la solidaridad en la voz de Audrey. En su lugar apretó los labios, dejó caer los párpados con algo más que frustración, —cansancio, tal vez. Como si no hubiera dormido en años—, y dijo en un timbre inexpresivo:
—Por favor ve a comer, pequeña.
La joven no tuvo más remedio que hacerle caso, así que recogió sus libros lentamente, tratando de no mirar a Rolland a los ojos, y al salir de la biblioteca, notó para su alivio que Darren la esperaba al otro lado del corredor con una sonrisa en su rostro ligeramente bronceado, la cual le había formado un pequeño hoyuelo en la mejilla derecha.
—Hola —le saludó el fantasma, y Audrey no pudo evitar contestarle en voz muy baja al tiempo que admiraba de pies a cabeza lo maravillosamente bien que le sentaba el saco azul que casi le llegaba a las rodillas—. ¿Fue bien tu tutoría con el tarado de Rolland?
Ella rió cubriendo su boca con el dorso de la mano, pero no pudo ni asentir a la pregunta porque el ruido de pasos llegó hasta sus oídos, y luego ambos contemplaron a Diana caminando con rapidez hacia el interior de la biblioteca. —Audrey imaginaba las cosas que pensaría la tutora si la viese asintiendo hacia una pared aparentemente vacía. Definitivamente nada menos horrible que un claro ¡¿Es que esa niña está loca?! O ¿Ahora también imagina que la pared está en llamas?—.
Tanto la chica como el espectro vieron que los dos tutores se acomodaban en una de las mesas de la sala, uno frente a otro, sin siquiera corroborar que no hubiera nadie observándolos.
—¿Qué les pasa a todos esos hoy? —inquirió Darren con gran extrañeza, acercándose al marco de la puerta—. No han dejado de entrar y salir del despacho del director, la biblioteca, la bodega, y de hacer llamadas «importantes» o susurrarse entre ellos que debieron haber tenido más cuidado. Lo que sea que eso signifique.
Pero entonces vieron que Diana y Rolland se inclinaban sobre la mesa para acercar sus rostros y sostener una conversación algo más secreta, aunque, irónicamente, sus voces podían llegar hasta los oídos de Audrey, un poco fragmentadas, pero al cabo de todo, oídas.
La curiosidad se apropió de ambos y permanecieron quietos como estatuas, mientras rezaban para no ser descubiertos. —O más bien Audrey, en el peor de los casos—.
—Rolland, ¡esto es terrible! Romero está furioso, y algo me dice que nada va a mejorar en un futuro próximo.
—Lo sé —concordó él con cara de resignación—. Pero no fue culpa nuestra, como se lo vengo diciendo a Fany.
Diana tardó un momento en volver a hablar.
—Por cierto, ¿sabes que no ayuda en nada el hecho de que todo el instituto esté hablando sobre el asesinato del señor este...? ¡Arggg! Ya se andan creando chismes, algunos incluso giran alrededor de una leyenda que es más falsa que tus buenas calificaciones. ¿Cómo se llama...?
—La leyenda de don Juan Manuel —pronunció Rolland con expresión vacía. Darren y Audrey se miraron con ojos bien abiertos, mientras que Diana chistó.
—¡No! Yo me refiero a la víctima.
—Oh. ¿José Quiroga?
—¡Exacto! —clamó chasqueando los dedos—. ¿No te parece extraño que la policía no haya encontrado ni un poco de sangre en la escena del crimen? ¿O una pista que pudiera dirigirlos al culpable?
Rolland se encogió de hombros.
—A lo mejor sí encontraron algo pero no quieren sacarlo a la luz —asumió resueltamente.
—¿Como si quisieran mantenerlo en secreto? —Su interlocutor asintió—. Entonces eso explicaría porqué se niegan a dar conferencias de prensa...
—Pues yo también lo haría si descubriera algo muy extraño en el cuerpo. Algo que creara pánico colectivo en la población con tan sólo darlo a conocer —aseguró el chico levantando una ceja.
—Como por ejemplo...
—Por ejemplo... sangre negra.
Los chicos contuvieron la respiración tras la puerta al oír aquello, en tanto, Diana contuvo un grito de asombro sin poder procesar bien las conjeturas de su colega.
—¿A qué... A qué te refieres con eso? —inquirió en un nervioso hilillo de voz que apenas pudo escuchar Audrey.
—¿Puedes imaginar un cadáver relleno de pintura Vinci negra?
—No... No lo comprendo, Rolland. Explícate.
A eso, Rolland contestó encogiéndose de hombros de forma despreocupada.
—Eso fue lo que encontraron cuando le estaban haciendo la autopsia, y el comandante se niega a dar declaraciones porque está consciente del impacto que la noticia tendrá en la sociedad.
Audrey, que ya sentía la sangre bombeando a toda velocidad en su cuello, empezó preguntarse mentalmente cómo era que Rolland lo sabía; faltó poco para que entrara a la biblioteca dejándose al descubierto y suplicara por un poco más de información, pero para su fortuna, Diana formuló la interrogante que ya tenía atrapada en la punta de su lengua:
—¿Cómo lo sabes? —Había algo, temor, pánico en su voz.
No obstante, Rolland levantó el mentón hasta adoptar una postura firme, impoluta, para después manifestar un simple:
—Lo sé y ya.
Cuando la misteriosa charla pasó a ser un parloteo sobre el feo traje que usaba la profesora Helena ese día, Darren y Audrey se dirigieron al sanitario vacío, y la segunda le resumió al fantasma lo suscitado en la sala de lectura, incluyendo las extrañas intervenciones de los tutores durante su clase con Rolland el odioso, y la manera tan rígida en que este se había comportado durante las dos horas en que estuvieron juntos.
Por su parte, el fantasma le habló de nimiedades, como que había visto entrenar al equipo de soccer, al de Tenis —hizo mención, por cierto, de lo bien que jugaba Vanessa—, también había recorrido media escuela y había visto a Rolland entrar en el despacho de Romero durante al menos diez minutos en los que pudo captar que el joven trataba de convencer al rector para que hiciera algo, aunque aún no sabía qué.
—Ah, por cierto. Tu director tuvo una reunión con casi todos los profesores minutos antes de que la tutoría terminara —explicó trepado en el lavamanos con las piernas colgando—. Vi que estaba Cade el pedófilo, tus profesores de literatura, química, bilogía... La única que faltó fue la de Historia.
—¿Cassandra? —preguntó Audrey intrigada.
—A ella no la vi. —Calló un momento—. También vino un tal Armando Villegas. No sé quién sea, aunque su nombre me suena de algo...
A Audrey también le sonaba, pero ella no demoró demasiado en recordar de dónde conocía el nombre.
—Armando es el tipo al que Rolland una vez le entregó un paquete. Yo lo acompañé ese día, y fue... aterrador conocerlo. Parece como si de un momento a otro fuera a sacar un cuchillo y asesinarte, ¿no?
—¡Eso mismo pensaba yo!
Ambos lanzaron una carcajada, y al ver que los veinte minutos para comer que le había regalado Rolland a Audrey estaban llegando a su fin, decidieron caminar hacia el salón de castigos con pereza.
Para mala suerte de Audrey, Darren decidió dejarla en el aula e irse a vagabundear por allí luego de despedirse de ella con una bella sonrisa y un guiño. Así que ella tuvo que quedarse en detención por lo menos una hora antes de que a sus oídos llegara el celestial sonido del timbre que anunciaba el receso. Para entonces, Vanessa ya la esperaba fuera del salón. Tenía la cabellera peinada en una coleta alta e iba vestida con una blusa blanca y una falda negra fajada elegantemente sobre la cintura. También llevaba un quinteto de libros en los brazos, sin olvidar que un evidente rubor iluminaba sus mejillas.
—No preguntaré cómo te fue en el entrenamiento de Tenis —soltó Audrey apenas cruzar el umbral de la puerta—. Tengo la sensación de que te ha ido genial.
De la boca de su amiga salió un grito de emoción.
—¡Acertaste! Nos fue excelente, pero sigo muy nerviosa por el partido que ya se acerca cada vez más —confesó—. ¿Qué tal te fue a ti con Rolland?
—Creo que mejor de lo que esperaba. Por cierto... ¿Dónde está Dominik? No lo he visto en todo el día —preguntó Audrey al tiempo que buscaba con la mirada al joven. En ese momento se encontraban caminando en dirección a la cafetería.
—Eso es porque hoy no vino.
Audrey miró a Vanessa en seguida.
—¿Cómo dices?
—Dominik falta a la escuela un día al mes. A veces dos. Creo que es algo relacionado a su familia, o al menos es lo que me ha dicho.
Interiormente, Audrey se sorprendió más de lo que exteriorizó a Vanessa. La verdad era que ella había creído que Dominik prefería morir antes que faltar un solo día a la escuela por lo aplicado y estudioso que solía ser, pero lo comprendía, sobretodo porque de vez en cuando ella también había tenido que faltar a su escuela en Canadá por cuestiones relacionadas al trabajo de sus padres.
Al pasar por el área de los casilleros, Vanessa desvió la vista y casi automáticamente sus ojos se toparon con la imponente figura de Oliver, que caminaba sonriendo de manera altiva a las jóvenes que pasaban junto a él soltándole halagos indecentes y guiños atrevidos.
—Audrey, ¿me... me das un momento?
—Seguro —contestó Audrey viendo cómo su amiga se acercaba con paso inseguro hacia el amigo de su hermano.
Por su parte, Vanessa se sintió algo cohibida, no solo cuando se detuvo frente a Oliver buscando las palabras adecuadas para exteriorizar lo que pasaba por su cabeza en ese momento, sino también cuando él se percató de su presencia e inclinó el rostro para mirarla.
—¡Hey! Hola, nena de papi. ¿Todo bien?
Por primera vez, el tedioso apodo que le había designado Oliver no le había sonado desagradable, sobretodo al ver que sus palabras estaban acompañadas de una gentil sonrisa.
—Yo... ¿Estás muy ocupado? —preguntó con nerviosismo.
—En realidad solo buscaba a mi novia, pero creo que ella puede esperar si lo que tienes que decirme es de suma importancia. —Sonrió, apoyándose en uno de los casilleros y no se atrevió a comentar nada sobre el sonrojo que había empezado a teñir las mejillas de la muchacha.
—Ya que lo mencionas, la verdad no creo que sea tan importante —musitó tímida.
—¡Oye! Por primera vez estamos hablando sin gritarnos mutuamente o evitarnos el uno al otro, lo cuál, (creo yo) es un claro indicador de que lo que tienes que decirme es importante. Así que... expláyate.
Vanessa se mordió el labio. Nunca lo diría en voz alta —ni siquiera a Audrey—, pero si Oliver le lanzaba esa cautivadora mirada a cada chica con la que se cruzaba, y les hacía creer con cada palabra pronunciada que lo más importante en ese momento era escuchar lo que tenían que decirle, entonces ya sabía porqué las colegialas siempre causaban tanto alboroto con su simple aparición.
—Bueno... El caso es que quería agradecerte por haberme llevado ayer a casa.
—Ni lo menciones. —Oliver hizo un gesto con su mano quitándole importancia al asunto.
—Pero es que de verdad me ayudaste muchísimo, ¿sabes?
El chico le dedicó una sonrisa a modo de agradecimiento. Luego replicó:
—No creerás que te dejaría vagar sola a esas horas de la noche con el riesgo de que algo te sucediera, ¿cierto? —Vanessa lanzó una risita en respuesta.
—¿Hay alguna forma en que podría agradecerte?
—Escucha... —Oliver metió la mano en los bolsillos traseros de sus jeans. Vanessa percibió el momento en que él miró fugazmente un punto sobre su hombro, pero al volverse solo pudo observar a lo lejos a la melliza del joven, el cual después de desviar la mirada de su hermana, la posó sobre la pelirroja—. El martes vamos a jugar el segundo partido de la temporada, contra Raven's Club. ¿Por qué no me lo agradeces presenciándolo?
—¿En serio?
—¡Claro! No me molestaría verte allí apoyándome. Quizá tu asistencia sea el punto de partida para una bonita tregua entre tu amigo Harinoso, tú y yo. También lo puedes traer a él, y a Audrey. ¿Qué dices?
Él la miró expectante, pero no tuvo que pasar mucho tiempo para que oyera a la joven replicar un casi ininteligible «ahí estaré. Gracias».
»—Hasta entonces, nena de papi —le devolvió en contestación, y después siguió su camino luego de soltarle un coqueto guiño con el que ella no pudo sino sentirse cohibida.
Después de su encuentro con el futbolista, Vanessa alcanzó a Audrey en la mesa del equipo de Tenis, y en un momento dado, mientras charlaban con las chicas sobre trivialidades, ambas desviaron la vista hacia una solitaria mesa al final de la cafetería, que estaba ocupada únicamente por Dragony, la cuál deslizaba firmemente un lápiz sobre lo que parecía ser un enorme bloc de notas. Su mesa, sin ir más lejos, se hallaba cerca de los malolientes contenedores de basura, por lo que nadie se acercaba por allí, ni saludaba a la chica, además claro, de que a nadie parecía interesarle en lo más mínimo su presencia.
—¿No crees que deberíamos invitarla a sentarse con nosotros? —susurró Vanessa en el oído de Audrey, a lo que esta asintió argumentando que probablemente un poco de compañía no le iría nada mal. Así que caminaron decididas hacia su mesa, atentamente observadas por las jóvenes del equipo.
Una vez que habían llegado, ambas dubitaron un buen rato sin saber muy bien qué decir; Dragony aún no había notado a las dos presencias que la miraban pasando un lápiz sobre el bloc, y tenían la impresión de que les iba a resultar complicado atraer su atención de un momento a otro. De forma que Vanessa carraspeó con la esperanza de que eso bastara —además, claro, de que eso mismo solía hacer ella cada vez que entraba al despacho de su padre y este ni la notaba porque estaba ensimismado en su trabajo—. Dragony levantó la cabeza en seguida, y abrió los ojos ligeramente impactada al ver a la pelirroja frente a ella.
—Buenos días, Daniela —pronunció Vanessa con cordialidad, añadiendo una sonrisa para quitarle algo de peso a la conversación—. Verás: Audrey yo nos preguntábamos si tú...
—Quisieras sentarte con nosotras —completó Audrey de manera más casual, a lo que Dragony clavó los ojos en la mesa ocupada por el equipo femenil de Tenis, y luego parpadeó, incrédula.
—¿Yo? ¿A... Allá... Con ustedes? —balbuceó.
—Solo si no tienes inconvenientes, claro —replicó Vanessa.
—¡Pero por supuesto que no! —espetó Dragony al tiempo que cerraba su bloc de golpe.
—¡Estupendo! —clamó Vanessa comenzando a caminar delante de Audrey y una escéptica Dragony de ojos abiertos de par en par. A juzgar por su reacción, Audrey apostaba que Daniela era la típica chica solitaria a la que los populares tomaban como invisible. El brillo en los ojos de la joven se encargó de delatarla, más aún cuando al ocupar el lugar de Dominik todas la miraron como si fuera una chica nueva a la que le sobraba la confianza justa para ir y sentarse en una mesa llena de niñas deportistas.
A la mirada escrutadora del equipo, las mejillas de Dragony se tiñeron de rojo y ella se encogió en el asiento sosteniendo fuertemente el bloc de dibujo entre sus delgados —o mejor dicho delgadísimos— brazos, a la vez que sus dedos tan gruesos como un palito de bandera se enrollaban alrededor de su lápiz. Estaba claro que tener una docena de ojos clavados en ella la hacían sentir muy incómoda. Y quizá Audrey se había percatado de ello, porque comenzó a incluirla en una conversación trivial que sostenía junto al equipo de Tenis. Sin embargo, se calló inmediatamente después de que una voz se oyera a su espalda:
—Ven conmigo ahora, ¿quieres? Y date prisa.
Aquella solicitud, por exigente que se oyese, había venido nada menos que de la boca de Alexander, el cual ya se encontraba caminando hacia los casilleros sin siquiera percatarse de la cara anonadada de Audrey, ni de las bocas abiertas de sus acompañantes.
Audrey no lo sabía con seguridad, pero creía haber balbuceado una disculpa a sus compañeras justo antes de alcanzar al intransigente de su hermano mayor, indignada o quizá lo que le seguía.
—Alex —lo llamó intentando acompasar sus diminutos pasos con las grandes zancadas del muchacho—. ¡Alex! ¡Graham, para!
—¡¿Cuántas putas veces te he dicho que no me llames Graham?! —soltó Alex irritado dándose la media vuelta. Sus puños golpearon los casilleros a ambas partes de la cabeza de Audrey. Ella lo miró, asustada, furiosa, para luego exclamar embravecida:
—¡¿Cuál es tu maldito problema, Alex?! —Aquello no solo había atraído la atención de media cafetería, incluidos los tutores, sino del mismo Darren, que casualmente pasaba por allí buscando a la joven entre las mesas del lugar, y ahora que la había encontrado, caminaba hacia ella frunciendo el ceño—. ¿Por qué... Por qué estás tan raro? ¡Desde el lunes no paras de gritar, enojarte y luego pedir disculpas excusándote con que no sabes qué te ocurre!
Un par de lágrimas traicioneras amenazaron con brotar de sus ojos, pero ella, armándose de todo el coraje que pudo reunir, las retuvo, lo que no le causó mucho problema, porque ya era experta en eso.
—¿Por qué estás con ella? —inquirió Alex mirándola de un modo peculiar mientras señalaba con la barbilla en dirección a Dragony. Audrey siguió su mirada desconcertada.
—¿Representa algún problema para ti? —repuso fríamente.
—Pues ahora que lo dices, sí. No quiero que mi hermana sea amiga de una maldita psicópata.
La chica rodó los ojos con frustración.
—¡Por dios, Alex! Ya hablamos de eso. Tan solo fue un mal sueño que tuviste. Dragony jamás salió de su cuarto.
—¡Ella intentó clavarme un cuchillo en la mano! —le regresó a gritos—. ¡Debiste verla: parecía una... una loca! Me dijo cosas muy extrañas, me dijo que no siguiera ocultándome más, y... —Pasó una mano por su cabello—. Y que si ellos caían, yo caería también.
Darren intercambió una brevísima mirada con Audrey, quien se notaba exhausta por alguna razón desconocida.
—Alex... —masculló en tono suave, conciliador—. Entiendo que aún sigas muy afectado por lo que sucedió en Canadá. Yo también lo estoy pero... quiero hacer amigos. Quiero iniciar de cero, olvidar todo aquello que...
Pero, con tan solo oír el estruendo propiciado por un golpe sorpresa de Alex hacia los casilleros aledaños, la chica cerró la boca instantáneamente, como si este le hubiera presionado algún tipo de botón de apagado.
—¡Eres... una idiota! —gruñó—. Quiero protegerte. Quiero lo mejor para ti. —La miró amenazadoramente—. Y quiero... que te mantengas alejada de ella, o no respondo por lo que haré si no me obedeces. ¿Oíste... Lynn?
En los ojos de ambos brilló un deje de desafío. Darren tuvo que parpadear para creerse que lo que veía era puramente real, porque en el tiempo que llevaba de conocer a los Williams, jamás había visto que los hermanos se miraran así uno al otro, como dos corredores de autos en el saludo previo al inicio de una importante carrera.
—Fuerte y claro..., Graham —replicó Audrey sin pestañear, enfatizando la última palabra de su intimidante frase. Y luego, ambos dieron media vuelta dispuestos a volver a sus mesas, como si nada hubiera pasado.
....
—Entonces... ¿Tu segundo nombre es Lynn? —Audrey dio una rápida mirada de monotonía a Darren, después tomó el lápiz y garabateó algo en su cuaderno.
Sí. Mi segundo nombre es Lynn, pero que no se te ocurra llamarme así o juro que buscaré alguna forma de matarte, Gasparín.
Darren rió al ver el mensaje.
—De acuerdo, Lynn. Voy a tomar nota, Lynn.
A cambio, Darren recibió un nuevo mensaje, que tan solo decía ¡púdrete!
Tras oír la carcajada de Darren y mirar un segundo embelesada aquel hoyuelo que se le dibujaba en la mejilla derecha, Audrey desvió la vista hacia el pupitre de Dragony, y abrió los ojos con asombro cuando se topó con el hermoso dibujo de un chico de rasgos perfectamente definidos a base de lápiz en el bloc de su compañera.
—¡Wow! ¿Tú lo dibujaste? —inquirió impresionada.
Dragony se sonrojó hasta las orejas cerrando su bloc de golpe.
—Yo... sí pero... son horrorosos, lo sé.
—¡Claro que no! ¡Es igual a Chris Martin!
—¿Escuchas a Coldplay? —la muchacha parecía emocionada.
—Mi hermano escucha un poco a esa banda. Lo mío en realidad es la música electrónica —confesó.
Tras sostener una larga charla sobre música, Audrey se disculpó con Dragony diciendo que iría al sanitario un momento, aunque la verdad era que secretamente buscaba un respiro y adentrarse unos cuantos minutos en Google para informarse sobre muchas de las bandas con nombre extraño que le había mencionado su amiga diciendo que eran fantásticas. Como era de esperarse, Darren la siguió por detrás haciéndole burla a su segundo nombre y se trepó en el lavamanos riendo a carcajadas con los chistes que inventaba.
—¿Quieres dejar de reírte? Algún día descubriré algún ridículo segundo nombre tuyo y entonces no pararé de hacerte burla con él —bramó Audrey desde el interior del cubículo.
—¿Y si no lo hago, qué? ¿Me vas a Lynnchar? —Audrey puso los ojos en blanco. A veces Darren era tan estúpido como atractivo.
¿Atractivo? ¿Por qué estaba pensando que Darren era atractivo?
Bueno, porque lo era.
Cuando hubieron permanecido demasiado tiempo en el sanitario, ambos caminaron por los pasillos de la escuela rumbo al aula de detención, pasando junto a la oficina de Romero, de la cual salieron un par de voces que llamaron la atención de Audrey casi en seguida.
—No pegues la oreja a la puerta —le demandó Darren preocupado—. Siempre que lo haces suceden cosas malas y descubres cosas que no deberías descubrir.
Audrey puso un dedo en sus labios.
—Bien, entonces yo me largo —espetó. Acto seguido, caminó hacia ningún lado en particular dejando a su amiga sola con ese par de voces que se alzaban en una discusión.
—Te he dicho que no vamos a hacer nada todavía —dijo la voz arrastrada de Romero, de una forma en que nadie lo bastante inteligente se atrevería a contradecir... A excepción de la voz femenina que continuó con la conversación.
—¿Por qué no? Tengo pruebas contundentes de que es un Tliltic. ¿No es lo más prudente entonces hacer lo que yo te propongo? —Aquella voz sonaba desesperada, o enojada. O ambas.
—De ninguna manera —decidió Romero—. Ya tenemos planes.
—No. Tú tienes planes. Tú haces todo siempre. Tú elaboras las estrategias, ¡y nunca puedo participar yo en nada!
—¿Y la misión que te he asignado?
—Estoy cansada de ella —objetó la fémina del interior—. No hago más que... eso. ¡Pero quiero más! ¡No quiero sentirme inferior cada vez que el círculo se reúne y me hacen traerles café con galletitas, August! ¡Encontré una Tliltic! ¿No demuestra eso que puedo llegar más lejos?
Romero tardó un buen rato en responder:
—No te creas tan importante. Aún no sabemos con seguridad que sea una Tliltic.
—¡Pero si yo la oí...!
—Está bien. ¿Por qué no nos... tranquilizamos? Eso es... Mira: sabes que podrías llegar muy lejos, pero no sin mi ayuda. Y para obtener mi ayuda, debes... ayudarme tú a mí. De manera que...
—De manera que si no actúas e informas a todos sobre la Tliltic..., voy a actuar yo por mi cuenta.
Cuando el interior del despacho se sumió en un profundo silencio, Audrey se alejó de la puerta sin siquiera pararse a pensar en lo que aquella extraña plática significaba.
Para empezar... ¿Qué era un Tliltic?
Tomó nota mental de averiguarlo en cuanto pudiera mientras regresaba a la maloliente sala de detención, en donde solo pudo distraerse depositando su atención en una larga plática con Dragony sobre música Indie y echando miradas furtivas tanto a Darren como al misterioso Bryan Sheppard, que como los días anteriores del castigo, se encontraba escribiendo incesantemente en su cuaderno, de modo que en el perfil podía contemplarse muy bien su ceño fruncido de concentración y la forma en que los bíceps se le tensaban al garabatear en su libreta.
De súbito, como si Bryan hubiera percibido la mirada de Audrey sobre él, levantó la cabeza en su dirección y le clavó el par de felinos ojos amarillos que produjeron en ella un estremecimiento repentino. Claro que la sonrisa ladina del muchacho no la ayudó a tranquilizar aquella horrible sensación en un dos por tres. En realidad solo la había ayudado a empeorarlo.
Desde ese momento, Audrey trató de no desviar la vista hacia él, ya que siempre que lo hacía, este la estaba mirando fijamente, con una mueca de asco, disgusto y amenaza en su rostro imtimidante. Por tanto, las casi dos horas que transcurrieron a partir de allí hasta antes de que August Romero se presentara en el salón de castigos con su burlona sonrisa habitual, representaron para ella toda una eternidad.
Pero contrario a lo que había creído, ese día la tortura no había acabado aún, porque el director se plantó en el umbral de la puerta con expresión sardónica y los escudriñó a los tres con la mirada color mar que tanto le ponía los pelos de punta a Audrey.
—¿Tuvieron un relajante día hoy, jóvenes? —Preguntó lacónico, a lo que por primera vez Bryan y Audrey coincidieron lanzando una mirada de ceño fruncido a su rector—. ¡Me alegra! Porque ¿qué creen? —Los tres lo miraron expectantes—. ¡Están liberados de su castigo!
—¡¿Qué?! —exclamó Darren sin poder creerse lo que August decía.
—¿Qué? —repitieron los castigados al unísono.
—Así es, jovencitos. Ahora pueden irse a casa y a partir de mañana pueden incorporarse a sus clases con toda normalidad. ¿Qué les parece?
Pudiera ser que Dragony estuviera demasiado contenta para reparar en las caras de sospecha con las que Bryan y Audrey miraban a August. Ellos, más que nadie tenían la sensación de que algo había detrás de la supuesta benevolencia del director, quien se mostró extrañamente afable para tratarse de él, y extendió el brazo hacia la salida con una sonrisa en los labios de color morado.
—Y bien... ¿Qué esperan? ¡Vayan a sus casas, jóvenes!
Tras dubitar un momento, por primera vez Bryan y Audrey se miraron como compartiendo un mismo pensamiento de repulsión hacia Romero, y luego avanzaron cruzando el umbral de la puerta con un último vistazo hacia su director.
Por su parte, Dragony estuvo a punto de salir del aula, cuando el brazo del rector le impidió continuar su camino. Como por autorreflejo, los dos que ya habían salido antes se giraron sin entender lo que sucedía.
—¿Pa... pasa algo, director Romero? —tartamudeó Dragony ceñuda.
—Pasa, señorita Martin, que antes de gozar total libertad de su castigo, ejecutará una tarea demasiado fácil y sencilla hasta para alguien como... usted. —Tosió un par de veces—. Antes de retirarse a su hogar, hagame el inmenso favor de asear los sanitarios escolares. Ambos.
Si Audrey, Bryan y Darren se habían quedado boquiabiertos, a Dragony simplemente se le había desencajado la mandíbula. No solo por el tono burlesco del docente, sino por su sonrisa sarcástica y además, por la desconcertante tarea que le había solicitado.
—¿Qué? Pero...
—Nada de «pero» señorita. —Dio media vuelta—. Y le sugiero que empiece ahora. Los sanitarios están un poco... hechos un desastre. ¡Vamos!
—Pero es que...
—¡Nada! —gritó callándola de inmediato—. Haga lo que le digo o tendrá que pasar el resto del semestre en detención.
En eso, Audrey dio un paso al frente decidida.
—No te preocupes, Dragony. Yo te ayudaré.
—Le agradezco el noble gesto, señorita Williams, pero estoy seguro de que la señorita Martin puede hacerlo por su cuenta.
La voz arrastrada de August Romero no solo destilaba socarronería, sino que también sonaba siniestra, por no hablar de que al sonreír de manera pusilánime, sus ojos azules se iluminaron con un halo de misterio y las arrugas que se le formaron a los costados poco contribuyó a diluir el malformado rostro geisáceo que se le contrajo en una macabra expresión de superioridad hacia Dragony.
De súbito, cuando las lágrimas ya se habían agolpado en el sonrosado rostro de Dragony, una tercer voz resonó en el lugar diciendo:
—Yo lo haré. Yo me quedo, pero deja que ella se vaya.
La impresión tanto de Darren, como de Audrey y de la propia Dragony se transformó en algo totalmente indescriptible al darse cuenta de que quien se había ofrecido a limpiar los sanitarios por algún motivo desconocido para todos... Fue Bryan Sheppard.
Sus ojos amarillos aterrizaron desafiantes sobre August, quien solo se bastó a sonreír como si alguien le hubiera contado una anécdota graciosa, y después dijo:
—Como he dicho: ella puede hacerlo sola, joven Sheppard.
Y entonces, giró sobre sus talones echando a andar con paso lento hacia su oficina, dando por finalizada la conversación.
Ciertamente, algo andaba mal ahí.
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