Capítulo 10
La mañana del domingo, cuando Audrey abrió los ojos, tardó un momento en reconocer la bella habitación de paredes en tonos crema de la casa Lawson.
¡Pero qué panorama más bello el que le ofrecía la colina artificial en la que estaba situada dicha edificación que ni los mismísimos ángeles podían darse el lujo de poseer!
Sonriendo para sí misma, Audrey bajó de la cama adoselada en la que su amiga le había permitido dormir, y apenas se había puesto la bata, cuando el ama de llaves tocó a su puerta con suavidad.
—¿Señorita Williams? —llamó—. La señorita Vanessa ha despertado, y dice que la espera abajo para desayunar antes de que Mattheo las lleve de vuelta a su hogar.
Ella se aclaró la garganta no muy segura de si debía limitarse a un «gracias» o decir algo más.
—En... entendido —tartamudeó—. Bajo en seguida.
No obstante, no encontró su ropa por ningún lado de la enorme recámara, y casi se planteaba ir a buscarla fuera, cuando para su fortuna, Vanessa dio unos golpecillos en la madera, y luego de que Audrey se lo permitiera, pasó con una muda de ropa suya, perfectamente doblada sobre sus palmas.
—He aquí un poco de ropa nueva —le dijo tendiendo las prendas en la cama—. ¿Has dormido bien?
—Mejor que nunca —se sinceró.
Tras eso, observó que Vanessa le había proporcionado una bonita falda negra y una camiseta blanca que bien podía ir fajada en su cintura. Además de las botas más bonitas que había visto en su vida. Pero..., existía solo un diminuto problema.
—¿Sucede algo?
—Es que... no suelo usar falda —reveló esperando no enfadar a la pelirroja. Por ello se mostró muy sorprendida cuando la vio lanzar una pequeña risita.
—Me he percatado de ello, descuida. Por eso la falda que te traigo es lo suficientemente larga como para no incomodarte. Además prometo que podrás cambiarte en cuanto tu ropa esté seca —hizo una pausa—. Por ahora es necesario que bajemos a desayunar. ¿Vienes?
Audrey sonrió y la acompañó.
Abajo, varias empleadas domésticas estaban preparando en la mesa un par de platos, vasos del más fino cristal y un montón de cubiertos que intimidaron a Audrey en primera instancia. Tanto fue su asombro, que un ápice de admiración se adueñó de ella cuando vio a Vanessa tomar asiento en la silla central de un modo sinceramente regio, y acomodarse con la columna bien derecha, tal como ella jamás sería capaz de hacerlo, ya que la postura de su columna vertebral no estaba entre sus prioridades.
Con algo de vergüenza, la joven imitó a su amiga consciente de las miradas burlescas que le echaba una de las criadas que servía el desayuno a Vanessa. Su fijación por la mueca de desprecio que dibujo la mujer en su rostro casi hizo que tropezara, pero afortunadamente solo quedó en un resbalón del que ni la propia pelirroja se dignó a hablar.
El desayuno constó de platillos que Audrey jamás había visto en su vida, pero que definitivamente estaban deliciosos.
Posterior a ello, Vanessa la guió personalmente en un pequeño tour por la casa, donde conoció el salón de eventos, las recámaras que le eran permitidas visitar, la cocina, la sala, el establo —donde había cuatro hermosos caballos de carreras—, la piscina y el campo donde las hijas Lawson tenían sus clases de equitación cada miércoles durante dos horas, o dos horas y media si el padre así lo decidía.
—Mi lugar favorito siempre ha sido el establo —decía Vanessa mientras se dirigían hacia allí por segunda vez—. ¿Te presento a los pequeños tesoros de mi padre? —Audrey asintió con entusiasmo—. Bueno... Él es Brightmind —acarició con suavidad a un caballo café con manchas blancas—. Él es Stormroar —tocó el turno a otro cuadrúpedo cuyo tono simulaba el del café con leche—. Ella es la pequeña Rainy, es de mi hermana —reveló sonriendo a un pony completamente blanco.
Pero el último fue el que más impresionó a Audrey, pues se trataba de un caballo tan negro como la noche, y de ojos oscuros, profundos como un pozo, que al acercar su cabeza a la de ella, le ocasionó un escalofrío, como si pudiera observar su interior, descubrir cada uno de los enormes secretos que guardaba, y decírselo por medio de relinchidos.
—Este es Firelight. Mi padre me lo compró cuando yo tenía apenas ocho años, y he estado en clases de equitación con él desde entonces. Dominik parece llevarse muy bien con él. ¿Verdad, Firelight? —relinchar y acercarse en busca de afecto por parte de su dueña fue su contestación—. En unas semas tendremos una exhibición, él y yo, y papá espera que la ganemos. ¿Te gustaría venir?
Audrey abrió los ojos sorprendida.
—¿Te refieres a... verte en tu exhibición?
Su amiga sonrió con timidez.
—Bueno... Dominik siempre me acompaña, y me haría bien verte allí, entre las gradas. Podrías... representar un poco de aliento para mí... Pero no te obligaré a ir si no lo deseas. Solamente era una ide...
—¡Pero claro que me encantaría, Vanessa! —exclamó con una sonrisa que abarcaba el espacio entre una oreja a la otra.
—¿Hablas en serio?
—¡Por supuesto! —aclaró—. Además... nunca he visto una exhibición con caballos. —Se aclaró la garganta avergonzada—. En realidad..., jamás había visto un caballo en la vida real. Solo en películas.
Aquella confesión ocasionó tal asombro a Vanessa, que el café de sus ojos se había encendido con un muy evidente ápice de absoluta incredulidad.
—Debes estar bromeando, ¿no? —Audrey negó con la cabeza sin deformar el gesto de pena que habían formado sus labios—. Entonces estás de suerte, porque creo que en unas semanas presenciarás el mejor show que tus ojos verán jamás.
La joven lanzó una risita.
—Ya lo creo —musitó, de pronto extasiada por que los días volaran y pudiera ver a Vanessa sobre el caballo negro, ambos magistrales, como una princesa y su corsel, siendo ovacionados por todos y cada uno de los presentes.
Se hizo el silencio cómodo justo un minuto antes de que Audrey tuviera la suerte de conocer el lugar que —a sus ojos—, fue más impresionante que todo lo que había visto hasta el momento: se trataba de la recámara de Vanessa, cuyo esplendor hizo caer su mandíbula hasta el suelo, cortándole la respiración en cuanto puso un pie dentro.
—Y... ¿te gusta? —inquirió la pelirroja expectante.
Audrey no dijo nada en un buen tiempo, y es que su mente había quedado libre de cualquier pensamiento al toparse con una recámara gigante, con la cama adoselada al centro, de la que una sedosa cortina blanca caía como nubes acariciando el suelo de madera. En las paredes había millares de collages con fotos de lagos, bosques, desiertos, frondosos follajes, y los más impresionantes paisajes que Audrey solo habría podido ser capaz de ver en un sueño.
Además, había un mural con fotos de Vanessa y Dominik, en varias de ellas estaban sonriendo, en otras hacían caras graciosas, y en las restantes posaban frente a lugares exóticos de México. Pero en cada una de ellas, la felicidad en los ojos de ambos era tan grande que casi se podía palpar. Sin contar que, al centro, una foto más grande se coronaba como la imagen principal, y esta era nada menos que una de las que se habían tomado días atrás frente al asta bandera. Para ser más específicos, la que les había tomado el raro alemán.
—Esto es tan... ¡Genial! —Vanessa sonrió—. Todas esas fotos... ¿Tú las tomaste?
Su amiga bajó la cabeza cohibida.
—Así es —susurró—. Me gusta la fotografía...
—Puedo notarlo —apuntó Audrey mirando la vitrina en el fondo de la habitación que parecía contener un sinfín de cámaras, de diferentes modelos y colores—. ¡Eres asombrosa! ¿Y has pensado en ser fotógrafa?
Vanessa sonrió de lado. Esa no era una sonrisa común, era una sonrisa melancólica, que no tardó en recordarle al Darren perdido del día anterior.
—Daría mi vida por ser fotógrafa, ¿sabes? —explicó.
—¿Y cuál es el problema?
Para entonces, ambas habían ido a sentarse en la cama. Vanessa parecía que iba echarse a llorar en cualquier momento.
—Mi padre está empeñado en que yo trabaje en algo «decente y digno de la familia Lawson» —hizo comillas con sus dedos—. Esta obsesionado con que me convierta en corredora de caballos, o que estudie alguna estúpida carrera donde él pueda darse el lujo de presumir que su hija mayor habla más de dos idiomas.
Hubo un claro silencio.
—¿Sabe que te gusta fotografiar?
—Lo sabe. Ha visto cómo mi mamá me trae cámaras desde cualquier país al que viaja. Pero para él es inaceptable que me dedique a algo tan pútrido e insensato como la fotografía.
—No creo que la fotografía sea pútrida e insensata.
—Pero él sí. —Encogió los hombros con resignación—. Creo que lo único que me queda es tomar esto como un simple pasatiempo.
Después del silencio que se creó puesto que ninguna sabía qué decir, el ama de llaves avisó desde detrás de la puerta que Matt estaba listo y ya tenían que marcharse a la casona, por consiguiente las chicas salieron al jardín, recorrieron el camino empedrado hacia la entrada y finalmente subieron a la limusina, ya con sus ropas de trabajo puestas.
Al llegar a la mansión, un tumulto de personas con overoles y guapas mujeres con trajes hermosos pero sencillos recibieron a las jóvenes: se trataba de los cargadores y las decoradoras que iban a formar parte del proyecto. Estos se encontraban charlando con Roberto, pero cuando abrieron paso a las jóvenes, ambas abrieron la boca con sorpresa, no precisamente por ver a Leonard y Marie parados en el umbral de la puerta, sino por aquella guapa pelinegra que localizaron parada a un lado del señor Williams, tomando notas y asintiendo a todo lo que decía.
—No quisiera ser grosera, pero... ¿quién es esa mujer?
—No tengo idea. —Audrey levantó los hombros concentrándose en la mirada fulminante de Marie que cada vez se agudizaba más sobre la extraña.
Esa mirada... Audrey estaba teniendo un pronto pensamiento sobre de quién se trataba, y como si aquella mujer pudiera leer en los pensamientos de Audrey una posible invocación, levantó el rostro y sus bellos ojos azules la miraron, para después susurrar algo a Leonard y hacer que tanto él como Marie repararan en su presencia y caminaran apresurados hacia ella.
—¡Hola, amor! Qué bueno que has llegado. Solo esperábamos por ti —habló el padre de la chica con un repentino entusiasmo brillando en sus ojos cafés—. Hola, Vanessa. ¿Cómo estás hoy?
—Lista para comenzar, señor Williams —respondió con una sonrisa y añadió la inclinación de cabeza que denotaba respeto.
—Eso me alegra. —A continuación se volvió de nuevo a su hija—. Oh, se me olvidaba. Debo presentarte a alguien.
Entonces, Marie lo observe ceñuda.
—Leonard... —susurró a modo de advertencia, sin embargo él la ignoró y caminó de vuelta a su antiguo sitio, con Vanessa y Audrey siguiéndolo por detrás. En consecuencia, Marie gruñó y los siguió.
Una vez parados frente a la desconocida, esta posó su mirada de color cielo en Audrey.
—Hija mía, ella es Monique Blanchard, mi asistente personal —profesó Leonard—. Monique, ella es Audrey, mi hija menor.
—Oh, oui, me ha hablado mucho de ella, señor Leonard —contestó la tal Monique en un marcado acento francés—. Salut.
Un atisbo de desafío alcanzó a pasar por sus iris azules e iluminar su rostro, no lo suficientemente rápido como para que Audrey no hubiera notado que, con su saludo en francés, Monique pretendía dejarla en vergüenza al creer que solo dominaba el inglés y el español.
De acuerdo, quizá Audrey no fuera como Dominik, quien además de hablar en un impecable alemán, podía interpretar un fluido inglés, francés, portugués, italiano y algo de latín, pero de ninguna manera permitiría que esa mujer la opacara, no después de que por su culpa sus padres hubieran pasado un buen tiempo sumidos en la ley del hielo.
—Un plaisir de rencontrer la fille de mon patron —volvió a balbucear Monique.
—Je suis désole, je en peux pas dire la même chose —replicó ella en un susurro, mirando sobre su hombro para evitar que Monique la oyera.
—S'excuser.
—J'ai dit que c'est sympa de vous rencontrer aussi.
Después de contemplar la cara estupefacta de Monique, y la risa contenida de Marie, Audrey dibujó una malévola curvatura en sus labios gruesos al tiempo que guiaba a Vanessa al interior de la casa, donde ya se encontraban Alex, sus amigos, Abril, Mariana y Dominik; este último llevaba una camiseta gris de manga larga que ocultaba las cicatrices en sus brazos, pero Audrey no pudo evitar mirarlos de modo receloso, notando que desde el día en que lo había conocido, el chico no usaba nada que no fueran camisas formales y chalecos elegantes. En un principio, había creído que usar ciertas prendas le daba un aire más sabihondo, pero ahora empezaba a cuestionarse la posible existencia de más razones que lo hubieran orillado a vestir de esa forma.
En cuanto todos estuvieron reunidos se pusieron a trabajar junto con las más de cincuenta personas que iban de aquí para allá cargando, subiendo y acomodando los muebles nuevos, que por si fuera poco, eran hermosos.
—¿Saben lo que no comprendo? —inquirió Mariana con el ceño fruncido, siempre sin separarse de Alex—. ¿Cómo es que la pintura pudo secarse tan rápido?
Entonces, ante su curiosa pregunta, todos se miraron confundidos. Y es que era cierto. La casona era demasiado grande como para que en unas cuantas horas la pintura hubiera secado por completo.
Audrey tuvo que quedarse con la duda rondando por la cabeza hasta muy entrada la noche, cuando por fin terminaron de acomodar el nuevo mobiliario y la casa lució diferente de pies a cabeza, con las blancas cortinas de seda cubriendo majestuosamente cada ventanal, al igual que la nueva alfombra roja con detalles bordados en hilo de oro, la cual cubría cada centímetro de la escalinata principal y las dos subdivisiones a la derecha y a la izquierda, por las que se llegaba a las habitaciones. El Gran Salón no fue la excepción, pues la diseñadora encargada, por orden de Audrey, lo adecuó para que luciera similar a cualquier sala de fiestas en la casa de un cacique de la época colonial, con un quinteto de nuevas lámparas de araña colgadas en una perfecta hilera, la mesa circular en un extremo, elaborada con la más fina madera oscura que se pudo hallar, y el hermoso piano brillante que Roberto había comprado en algún lugar desconocido.
Al ver el instrumento, Audrey rió. No podía pasar por alto la ironía que suponía tener un piano en casa cuando nadie había mostrado el más pequeño interés por aprender a tocarlo. Si a caso, Leonard interpretaba unas cuantas melodías —de forma horrorosa, por cierto— cuando tenía tiempo libre, pero siempre acaba aburriéndose al cabo de diez minutos y pasaba a ver películas de balazos y sangre junto a Alex.
Incitada por la curiosidad, la joven se sentó en el largo banco recubierto de piel, y pasó las yemas de los dedos por las teclas blancas, sin presionarlas.
—¡Vaya! No sabía que tú también tocabas el piano —exclamó una voz desde el umbral de la puerta, ocasionando un sobresalto a la muchacha.
Cuando se recompuso, pudo observar a Vanessa dirigiéndose hacia ella con determinación; los rizos de su cabellera roja se movían al compás de cada paso que daba, y le cayeron por los hombros en cuanto se sentó junto a Audrey.
—¿Qué? ¡No! Yo no toco esto —señaló el piano con las mejillas ardiendo de vergüenza, mas luego se percató de algo y sus ojos se abrieron—. Espera. ¿Dijiste «también»?
Vanessa sonrió.
—Puede.
Audrey le dio un golpe en el hombro de juego.
—¿Tocas el piano? ¿Alguna otra cosa que no me hayas dicho sobre ti?
Su amiga se mordió el labio.
Me gusta tu hermano. Hubiera querido decir, pero se contuvo y en su lugar comenzó a tocar algunas notas de una canción que Audrey reconoció de inmediato. Se trataba de My Immortal, de Evanescence.
En realidad, ella jamás había considerado tener una voz bonita, pero eso no evitó que al iniciar la melodía, comenzara a susurrar la letra, y poco después, Vanessa revelara lo precioso de su voz al empezar a entonarla por lo alto, haciendo que la mandíbula de Audrey cayera al suelo por pura impresión.
La voz de Vanessa no era bonita, ni lo que le sigue. Era sencillamente... celestial. Tanto que Audrey tardó en percatarse de que sus labios habían comenzado a cantar también, haciéndole coro a la pelirroja.
Y así permanecieron, una junto a la otra, cantando, tocando ese bello instrumento y sintiendo cómo latían sus corazones mientras el significado de la melodía cobraba sentido en sus gargantas.
En cuanto acabaron, se miraron una a la otra, sonriendo, satisfechas consigo mismas por haber hecho un magnífico dueto. Y luego, Vanessa se retiró del Gran Salón dejando a Audrey con un grato sentimiento de felicidad palpitando en su corazón.
Cuando más tarde los chicos tuvieron que volver a su casa, a Alex, James y Oliver se les veía más ansiosos que de costumbre, yendo juntos de un lado a otro y hablando en voz baja, con sonrisas nerviosas en la boca, en tanto, Mariana se veía muy animada, y Abril ponía los ojos en blanco muy a menudo, al tiempo que les decía lo tontos que eran.
—¿Sé puede saber qué se traen ustedes entre manos? —inquirió Audrey a su hermano cuando ambos coincidieron en la cocina.
Alex revisaba el refrigerador que ya Roberto se había encargado de llenar, en busca de algo para comer. Y Pepe el pollo estaba sobre uno de sus hombros, mirando con extrañeza a Chester mientras este le ladraba dando pequeños saltos.
—¿Entre manos? No sé a qué te refieres —replicó sin volverse para mirarla.
En respuesta, Audrey puso los ojos en blanco.
—¿Cómo que a qué? James, Oliver y tú han estado muy extraños. O están planeando ir a un prostíbulo, o están discutiendo la mejor forma de ocultar un cadáver.
Al parecer Audrey había logrado ganarse la atención de Alex, porque este se giró con la cara completamente roja, y una risita salió de sus labios.
—Oh, eso. Bueno... es que mañana es el primer partido de la temporada. Ya te lo había mencionado.
—No me habías mencionado nada —dijo con el ceño fruncido. A su vez, se iba acercando a su hermano con los brazos cruzados.
—Bien, ahora lo sabes. —Hizo una pausa—. James y Oliver están al borde de un colapso mental, pero sus nervios no son nada en comparación con los míos. ¿Imaginas si mi desempeño en el partido no logra impresionar a James? ¡Seguro que no dudaría en echarme del equipo!
Audrey rió.
—Cálmate, Come-Pollos. James no sería capaz de sacarte del equipo, de eso estoy segura.
—Pues, ahora que lo mencionas... —dictó una voz por detrás de ella, y cuando los hermanos se volvieron, James entraba dando pasos lentos, calculadores, y siempre acompañado de esa sonrisa socarrona que jamás le faltaba en el rostro— ...No deberías estar tan segura de ello. Si hay algo que requiero en mi equipo, es perfección absoluta. De manera que si Williams llegara a cometer hasta el error más insignificante, estaría automáticamente fuera.
Respecto a la ceja arqueada de James, Audrey no supo cómo reaccionar en un principio; para empezar, odiaba que alguien que no fuera ella misma subestimara a su hermano mayor, porque sabía cuán bueno era él para todo. Pero por otra parte, James parecía ser de ese tipo de chicos, a los que cualquier contestación errónea, por acertada que fuese, representaría nada menos que un desafío qué él tomaría sin pensarlo, e incluso, una gran catástrofe en la que Alex saldría perjudicado por su culpa.
Por consiguiente, prefirió contestar solo un poco de lo primero que le había llegado a la cabeza.
—Afortunadamente no tienes nada qué temer, ¿sabes? —Cruzó los brazos quedando cara a cara con él—. Mi hermano es muy bueno, y yo sé que se convertirá en tu mejor jugador antes de que puedas decir... —En eso, vio que Darren asomaba por el umbral de la cocina, con los ojos grises abiertos de par en par, y moviendo la cabeza a modo de llamada urgente—. ¡Gasparín! —susurró.
—¿Gasparín? —James estaba desconcertado.
Pero tan rápido como el fantasma había hecho su aparición, también hizo su retirada, pues cuando Audrey miró de nuevo sobre el hombro de James, ya no había señales del joven rubio por ningún lado. Por lo mismo, tuvo que balbucear una excusa y cambiar de tema, siempre con el ceño fruncido de James sobre ella.
—Mi hermano le pateará el trasero a tus demás jugadores —dijo desafiante, cuando ya había logrado formular una frase entera si escucharse como tonta.
—Ya lo veremos, nena —proclamó cruzado de brazos, mostrando los ejercitados bíceps con los que había sido dotado, y luego tomó la barbilla de Audrey con los dedos de una mano—. Hagamos un trato —habló—. Si ganamos el partido de mañana y tu hermano logra meter al menos un gol, te llevaré a dar una vuelta en mi Jaguar. Iremos a una cafetería, y te compraré todos los frappés que quieras.
—¿Cómo sabes que me gusta el frappé? —inquirió más sorprendida de lo que le hubiera gustado.
—Lo sé y ya —determinó—. Pero si perdemos, y Williams no logra impresionarme —dibujó una maquiavélica sonrisa en sus labios—, harás toda mi tarea de química durante una semana. Eso sin contar que lo echaré de mi equipo sin dudarlo ni un segundo. —Señaló con la cabeza a Alexander—. ¿Entiendes?
—Pero soy un asco en química —repuso intentando defenderse, sin embargo, James lanzó una carcajada.
—¿Y qué más da? Bueno..., ¿aceptas o no tienes la confianza suficiente en tu querido hermanito como para arriesgarte?
Con una mano del muchacho tendida frente a ella, Audrey miró la figura delgaducha y temerosa de Alex, cuyos ojos se encontraban desorbitados, como si quisiera interceder, decir algo, pero sin las palabras adecuadas en la boca.
¿Alex asustado? ¡Estúpido James Miller! Sin duda, era más intimidante de lo que su rostro angelical hacía creer.
Pero, esa jamás sería razón suficiente como para hacer que Audrey echara a correr, porque se había enfrentado a chicos mil veces peores. De manera que miró a su hermano, luego a la mano extendida de su amigo, y dijo con decisión:
—¡Acepto! —Y le estrechó la palma.
—Muy bien, nena. —James estaba complacido: el brillo en sus ojos tricolor lo decía todo—. Bien, ahora debo irme. Un campeón debe descansar mucho antes de su gran partido, ¿no? —Le guiñó un ojo—. Nos vemos, Williams. —A continuación se volvió a Audrey. Se acercó tanto a ella, que a su nariz llegó la fragancia masculina que solía embriagarla y hacer latir su corazón con más rapidez de la inusual—. Dulces sueños, nena.
Ante el repentino beso en la mejilla que le soltó James, la respiración de Audrey se extinguió por el largo minuto en el que sus ojos contemplaron la forma en que este se ponía su chaqueta de cuero y abría la puerta principal sin quitarle la mirada de encima, hasta el momento en que el portón se cerró y oyeron un auto rugir a las afueras de la recién remodelada mansión.
Entonces, la joven se acercó a su hermano y le susurró:
—Haz algo bien en tu vida y gana ese estúpido partido por lo que más quieras, Come-Pollos.
—Es... está bien, Solecito —tartamudeó—. Lo intentaré.
La chica bien podía haberle dicho que intentarlo no bastaba, que era el gol o su pellejo. Sin embargo en ese preciso instante, Mariana irrumpió en la instancia con intención de despedirse y las mejillas de Alex se tiñeron de un intenso color rojo.
—Disculpen si interrumpo —masculló con su vocecilla tierna.
—No, no, no, para nada —farfulló el mayor de los hermanos—. ¿Puedo ayudarte en algo?
—En realidad yo solo venía a despedirme de ustedes —confesó dibujando una adorable sonrisa en su rostro al tiempo que se iba acercando a ellos—. Ha sido una tarde muy divertida. Y la casa quedó muy linda.
—Sin ti no lo habríamos logrado —aduló el muchacho, a lo que su hermana soltó una risa que solo él pudo escuchar. En tanto, Mariana asintió sonrojada—. Entonces... ¿Te veré en el partido de mañana?
—Ahí estaré. Mucha suerte, Alex.
—Gracias —susurró mientras ella le daba un suave beso en la mejilla y se despedía de Audrey para luego salir de la casa y dejarlos solos en la cocina.
Fue entonces cuando entre ambos, surgió un largo minuto de silencio. Hasta que Audrey se atrevió a romperlo.
—Entonces... ¿Te gusta Mariana?
Él abrió los ojos con sorpresa y un matiz rojizo extendiéndose por todo su rostro.
—¿Qué? ¡No! Es... ella... Yo... Es que...
Audrey lanzó una risa.
—Ya acéptalo, hermanito. Te conozco mejor que nadie, y sé que te gusta.
—¿Y cómo lo sabes?
Ella bufó.
—¿Sabes cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que vi esa mirada en tus ojos? No la había visto desde...
—De acuerdo, ya entendí —interrumpió con una voz ligeramente más oscura, o quizá melancólica, la cual Audrey no pudo pasar por alto, sobretodo con la visión del Alex cabizbajo que después añadió—: la verdad... la verdad es que Mariana me gusta. Me gusta mucho.
—Pero...
—Pero tengo miedo de intentar algo con ella —reveló sin pensar—. Tengo miedo de que resulte ser igual que ella.
Audrey frunció los labios.
—Comprendo... —murmuró—. Pero Mariana parece ser una buena chica. Y no sabrás si las cosas pudieron haber funcionado con ella si no lo intentas.
La mirada de Alex estaba perdida en la nada mientras él reflexionaba las palabras de Audrey. Sabía que probablemente su hermana tenía razón, pero decirlo no era tan fácil como hacerlo. O al menos eso creía él.
—Sí. Supongo... —se restó a farfullar alzando los hombros. En eso, su teléfono sonó anunciando un mensaje y el rostro que había mantenido inexpresivo, cambió radicalmente: en él se dibujó un gesto de enojo y de sus ojos comenzó a emanar odio puro—. Debo irme. Adiós —fue lo único que le dijo a Audrey antes de desaparecer de la cocina y subir la escalinata con dirección a su cuarto.
Habían pasado ya las once de la noche y la única luz que permanecía encendida en la casona era la del cuarto de Alexander, como era común.
En todo el rato que había estado en su nueva y mejorada recámara, Audrey no había visto al fantasma rondando por allí. De hecho, para cuando ella se dio la undécima vuelta en la cama sin poder conciliar el sueño, se rindió por fin a su insomnio, se levantó calzando sus zapatos y recorrió la escalinata armada de un cuaderno, su teléfono y dos bolígrafos.
Ya frente a una Audrey idéntica a ella, respiró profundo en un intento de pasar por alto el terrible escalofrío que aquel espejo le causaba. —Cabía añadir que el espejo era lo único que había permanecido intacto en la casona, siendo inútiles todos los esfuerzos que los pintores habían hecho por quitarlo de su lugar—.
—Lehuat tlasojtlalistli ueliti mochi —dijo ella en voz muy baja.
Entonces, un destello de luz blanca apareció en el espejo y consumió de a poco el cristal, hasta que el pasadizo quedó a la vista, y la linterna en el teléfono de la joven iluminaba un poco de la bruma en la que estaba sumido el escabroso lugar.
Audrey dio un paso al frente, con lo que el pasadizo se cerró provocando un estruendo que la sobresaltó, y entonces, abrió la libreta en una hoja limpia para ir anotando cada uno de los carácteres desconocidos que iba iluminando su linterna en la pared.
Tres metros delante, sus dedos acababan de anotar la palabra Iztac, cuando de repente vio esculpido en el muro con la letra más pulcra jamás conocida, el nombre de Darren.
—¿Pero qué...?
Y sus ojos se abrieron mucho más en cuanto vio que al lado, estaba escrita la palabra Magg.
Magg.
Recordaba esa palabra.
Bueno, era difícil olvidarla cuando había oído al mismísimo Darren pronunciarla dormido días atrás. Lo que no entendía, era si había algún tipo de conexión entre lo acaecido esa misma mañana en que despertó en el Gran Salón con él, y el hecho de que su nombre y esa palabra estuvieran esculpidas allí, una junto a la otra.
¿Acaso Magg había sido su...?
Una agria sensación comenzó a subir por la garganta de Audrey, quemándola, y todo gracias al montón de imágenes que se apiñaron en su mente, y en las cuales, Darren abrazaba, besaba y miraba con ternura a una joven cuyo rostro era sustituido con una mancha negra puesto que Audrey no era capaz de imaginarlo. Es que... ¿Acaso Magg había estado involucrada en el misterioso pasado de Darren? ¿Se trataba de su novia? ¿Su hermana?
¡No! Eran tantas preguntas que la cabeza comenzó a dolerle. Claro que las imágenes del fantasma entregando su amor a una desconocida no eran de mucha ayuda.
De súbito, miró a la derecha y divisó un resplandor azulado al final del pasadizo. Lo siguió.
A cada paso, su curiosidad iba en aumento, y cuando vio una silueta abultada en el suelo, deseó haber llevado un cuchillo con ella. No obstante, se relajó en cuanto sus ojos se fijaron en la mata de cabello dorado del único e inconfundible espectro que solo ella podía ver.
—¿Darren? ¿Qué haces aquí?
En eso, el fantasma soltó un grito asustado y miró sobre su hombro.
—Dios, Audrey. ¡Por poco me matas! —exclamó dándose la vuelta, pero sin abandonar la posición fetal en la que yacía.
Audrey lanzó una carcajada.
—Eso no tiene mucho sentido, Gasparín.
Él se llevó una mano al pecho fingiendo indignación.
—¡Y todavía me recriminas que estoy más muerto que Porfirio Díaz! —Entrecerró los ojos—. ¡Que feo que seas así!
Ante lo dicho por él, los dos lanzaron una sonora carcajada que extinguió el silencio en el angosto espacio, hasta que este reclamó de nuevo su lugar y volvió a inundar el ambiente, tornándolo incómodo.
—¿Has estado aquí todo el día, entonces? —preguntó la chica sentándose junto a Darren, con la espalda contra el muro que se interponía en el pasadizo, dando fin a este.
Darren agachó la cabeza; un mechón de su hermoso cabello rubio cayó por su frente, y Audrey tuvo que contener las ganas de ponerlo otra vez en su lugar.
—Eso creo. No lo sé —admitió en un susurro—. Aquí uno pierde la noción del tiempo.
—Ya lo creo. —Tras un momento de silencio, añadió—: hace un rato... ¿Por qué apareciste de repente en la cocina, me llamaste y luego desapareciste de nuevo?
—Veo que captaste el mensaje.
—¿El mensaje?
Darren asintió.
—Esperaba que entendieras. Quería verte, pero algunos de tus amigos seguían en la casa, y no parecía tan buena idea hablar en tu recámara.
—Así que estabas sugiriendo que viniéramos aquí...
—Exacto —concluyó—.
—Y supongo que fuiste tú quien usó sus poderes para hacer que la pintura secara más rápido.
Él rió por lo bajo.
—Sabía que te darías cuenta —soltó entre risas, y en cuanto estas se extinguieron, agregó—: ¿Y si estableciéramos este pasadizo como nuestro lugar de reunión secreto?
Audrey sonrió ante la sola idea.
—Eso sería genial. Entonces... cada que necesitemos hablar, aquí nos veremos, ¿no? —Darren asintió ferviente. Su sola proximidad brindaba una calidez extraordinaria a la chica, de manera que instintivamente, ella se acercó de a poco hacia él, hasta que terminaron más cerca de lo que hubieran querido estar—. Siendo así... ¿Tenías algo importante qué decirme antes?
Él negó con la cabeza y encogió los hombros.
—No. Solo quería... hablar y ya. No quería perderte de vista.
—¿Y eso?
Darren permaneció callado por un momento.
—Me siento mejor cuando tú estás conmigo.
Alto. Eso había sido tan... repentino como un balde de agua fría cayendo en su cabeza y disipándose por su rostro y cuerpo hasta llegar a sus pies. No de una mala forma, por supuesto. Pero... Audrey cerró los ojos agradecida de que la esfera de luz del joven no fuera suficiente para delatar el sonrojo en sus mejillas.
Me siento mejor cuando tú estás conmigo.
A lo largo de su vida, Audrey había escuchado, leído o visto en películas discursillos cursis de amor, y nada la había logrado derretir tanto como aquella sencilla frase de Darren. Tal vez había sido el tono impregnado de timidez con la que la había pronunciado, o el matiz de vergüenza en sus bellos ojos grises al mirarla fijamente. No lo sabía ni le importaba. Lo único que ella estaba deseando era seguir repitiendo aquella confesión en su mente una y otra vez, como si fuera un arrullo, una canción para dormir que la internara en el fantástico mundo de los sueños. De esos sueños en los que haría hasta lo imposible por incluirlo a él.
—Estando contigo... —prosigió, sin atreverse a mirarla—, no soy un fantasma sin pasado, invisible para el mundo. Solo soy... Darren.
Basta. ¡Audrey iba a llorar!
—Darren... —susurró.
Como si existiera una conexión entre sus cuerpos, ambos se giraron, quedando cara a cara, tan cerca uno del otro como dos individuos podía estarlo.
Audrey se inclinó hacia él. Dentro de su pecho, el corazón no dejaba de latirle a toda velocidad, como si fuera a salirse de un momento a otro, y en consecuencia, también la rapidez de su respiración aumentó considerablemente mientras la mirada se había desviado a los labios de Darren. Tan suaves, rosas, tan curveados con una dedicada perfección que parecían haber sido esculpidos por los mismísimos arcángeles.
Como si los pensamientos que se empezaban a agolpar en su mente fueran poco más que pecaminosos, la muchacha desvió despacio la mirada hacia el suelo, avergonzada con Darren, avergonzada consigo misma, y es que no daba crédito a las imágenes que se estaban superponiendo en su cabeza.
Milímetros separaban al espectro de la joven, cuando esta abrió los ojos y dio un salto hacia atrás horrorizada, provocando que también Darren salía de su estupor alertado por el grito que salió de los labios que estuvieron a punto de hacer algo que no deberían.
—¿Qué pasa? —inquirió reaccionando de golpe.
Mas Audrey solo atinó a decir:
—¡Tu... tu dedo... está sangrando!
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Hola
Salut
Un placer conocer a la hija de mi jefe.
Un plaisir de rencontrer la fille de mon patron.
Lamento no poder decir lo mismo.
Je suis désole, je en peux pas dire la même chose.
¿Disculpa?
S'excuser
Dije que también es un placer conocerte.
J'ai dit que c'est sympa de vous rencontrer aussi.
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