Capítulo 31
ALEXANDRE
Pensé que mamá sabría que no querría hablar con alguien. Que ignorara su pregunta, subiera los escalones como si quisiera destrozarlos con los pies, y azotara la puerta de mi habitación, fue suficiente para que cualquiera en la casa supiera que no estaba de humor. Aun así, no pasó mucho para que asomara su cabeza por la puerta.
—¿Puedo pasar? —preguntó cauta. Me quedé callado porque en realidad no quería que pasara, pero tampoco quería darle un no rotundo—. Te traje comida.
Mi enojo incrementó con la última frase. Ella bien sabía que me había propuesto bajar de peso y, aunque lo estaba logrando por las sesiones de básquetbol y natación, todavía tenía problemas para controlar mi impulso por la comida, en especial por la chatarra.
—No me hagas esa cara, Alexandre —murmuró, cerrando la puerta tras de sí. Al sentarse en la cama, levantó el domo metálico del plato—. Ensalada con carne magra, ¿qué dices?
—Gracias, mamá —convine, sintiéndome pésimo.
—Supongo que no te fue tan bien.
Lo sabía. Sabía que sacaría el tema a relucir.
La cuestión era que mi relación con Irina no iba como yo hubiera querido. Después de armarme de valor e invitarla a salir por primera vez, seguimos frecuentando en plan romántico. A veces estábamos bien, a veces estábamos mal. Incluso pensaba que tenía ciertos problemas de bipolaridad.
—¡Está loca! —exploté por fin—. No sé qué es lo que quiere porque de seguro ni ella lo sabe. Y ya me cansé de tratar de adivinarlo.
—Creí que habías dicho que la querías.
Hice un mohín. Meses atrás, cuando me iba a declarar, se me ocurrió la estúpida idea de preguntarle a papá sobre la floristería a la que solía llamar para sorprender a mamá. Como los arreglos que envían son espectaculares, Irina no dudó en entrar a mi salón y, delante de todos, besarme con efusividad. Ese día estaba tan pletórico que en la cena afirmé que la quería y que lo haría por siempre.
—¡Bah! Creo que ella a mí no y, para serte honesto, madre, no me apetece querer a ninguna mujer con desequilibrios.
Simone rio. Me gustaba que lo hiciera porque de inmediato yo lo hacía.
—Veremos si lo cumples.
—¿Dudas de mí? ¡Es en serio!
—Eso decía tu padre —susurró cómplice, guiñando un ojo.
—¿Eso qué quiere decir?
Se levantó con gracia y se acercó para darme un beso en la frente. Luego de eso, se fue porque el teléfono comenzó a sonar.
Durante semanas estuve meditando sobre sus palabras hasta que ya no pude más y fui directamente con Gerard.
Lo abordé una tarde, después de la cena. Ya había revisado los papeles que dejó en su escritorio sobre las ganancias mensuales, y por eso sabía que su humor estaría por las nubes.
Cuando le pregunté, su carcajada me hizo divagar por qué no podía ser así siempre.
—¿Y bien? —increpé al ver que no daría información.
—Los hombres Tremblay somos unos estúpidos, Alexandre. Nunca lo olvides.
Vaya respuesta, pensé.
—¿Por qué?
Encogió los hombros sin perder la sonrisa.
—Elegimos a las mujeres más... peculiares.
—Mi mamá no es peculiar. —Traté de imitar el tono casi burlón que hizo—. Es ejemplar.
—No son términos excluyentes —contestó, volviendo la vista al periódico—. De cualquier forma, ya viene en los genes, creo. No hace falta mucha ciencia, solo mira a tus abuelos.
Se rio para sí mismo y buscó la sección de finanzas, dando por concluida esa charla.
Creo que me habría ido a mi habitación de no ser que escuché que Charly veía, por quinta vez en la semana, una película infantil que era la sensación en su colegio. Solía subir tanto el volumen que traspasaba las paredes y no me dejaba concentrar en mis asuntos.
—¿Qué haces? —le cuestioné a mamá, quien leía con atención un libro en la barra de la cocina.
—Busco una receta —respondió absorta—. A tu hermana se le antojaron unas galletas de naranja.
—¿Y por qué no las compras?
Mamá sonrió porque siempre le hacía la misma pregunta. Era como un código entre nosotros.
—Porque no hay mejor manera de demostrar el amor que cocinando. —Su mano me acarició la espalda en cuanto me acerqué a husmear lo que leía—. ¿Me quieres ayudar?
Un asentimiento inseguro le bastó para que fuera por los delantales. Vagos recuerdos de cuando era niño llegaron a mí. Solíamos hornear muchas galletas en Navidad, en la casa de Toronto, solo que nunca de naranja, solo de jengibre.
Por un rato estuvimos en silencio, añadiendo ingredientes y amasando para que la mezcla quedara suave.
—¿Irina vendrá este fin de semana a cenar? —La voz de mamá me distrajo de mis pensamientos.
—Cortaré con ella —dije de la forma más tranquila que pude—. Así que no, no creo.
Lo cierto es que eso era una mentira piadosa. Ya lo había hecho un par de días atrás y, si bien ya tenía planes con Holly, no tenía ninguna intención de decirle a Simone nada de eso porque, número uno: salir con la mejor amiga de tu exnovia no es algo que enorgullezca, y número dos: si me dejé seducir por ella fue por lo exuberante de cierta parte de su anatomía y no tanto porque me gustara su persona; así que no, en mis planes jamás hubiera estado llevar a Holly a la casa.
—Espero que hayas sido educado, Alexandre —reprendió con el ceño fruncido, intuyendo la verdad.
Como no quise responder a eso, porque saldría perdiendo y recibiría un sermón épico, dije lo primero que se me ocurrió:
—Pensé que te enojarías, mamá.
Se quedó pensativa mientras extendía la masa con el rodillo.
—¿Por qué habría de enojarme?
—Ya sabes, ustedes se llevaban tan bien.
—Claro, pero cuando no es la indicada no hay nada que se pueda hacer.
Rodé los ojos. A veces el romanticismo de mi madre rayaba en lo fantasioso.
—La indicada, ¿eh? Si creyera en eso, y hago énfasis en el si, ni siquiera se las habría presentado. Pero ya no cometeré el mismo error. La siguiente vez que traiga a una chica a la casa, sea la indicada o no, será la definitiva; será hermosa, reservada y completamente cuerda.
Sentí un escalofrío al recordar a Irina y lo mal que tomó haberme visto con Holly afuera de los vestidores.
—La siguiente vez que traigas a una mujer a esta casa, hijo —contraatacó—, será tu némesis. Será todo de lo que ahora huyes y, ¿sabes qué?
—¿Qué? —respondí con humor, igualando su tono de suficiencia.
—Te diré el mayor te lo dije de toda la historia.
Bufé.
—Lo siento, mamá, pero no te daré esa satisfacción. No pienso aguantar la inestabilidad de nadie, ya tengo suficiente con la mía.
—Lo harás porque así es el amor, Alexandre. ¿Podrías encender el horno, por favor?
¿Quién hubiera creído que meses después el universo pondría una pelirroja en la ecuación para darle la razón a Simone?
***
Wang aparcó el auto frente a una cafetería pequeña en las calles de Edimburgo, salí de mi ensoñación porque un auto casi nos choca; él no era tan diestro con eso de manejar por la izquierda.
En todo el trayecto no había dicho ninguna palabra, solo se dedicó a mirarme de vez en cuando por el rabillo del ojo. Una vez dentro del establecimiento, pedí lo primero que vi en el menú y me preparé mentalmente para lo que sea que estuviera a punto de decir. Al menos, por la hora tan temprana, no había nadie más.
Sus ojos rasgados se aguzaron.
—No lo hiciste tú, Alexandre —acusó sereno—. Te conozco desde que naciste y he visto lo peor en ti, pero jamás le hubieras arrebatado la vida a nadie.
—Ju, ¿cómo está?
Suspiró frustrado porque la conversación no iba como él la había planeado.
—Abre los ojos y parece estar ahí, pero...
—Tengo que ir a verla —interrumpí, haciendo amago de levantarme.
—Te quedarás aquí hasta que yo lo diga, hijo —sentenció, tomándome del brazo.
Enterré mis dedos en mi cabello.
—Dije que tengo que ir a verla —murmuré con los dientes apretados—. No puedes retenerme aquí, ¡maldita sea! ¡No tienes ningún derecho!
Su mano golpeó la mesa.
—¡¿Y tú crees que tienes el derecho de llamarme desde el otro lado del Atlántico porque estás detenido por homicidio?!
Bien sabía que este momento llegaría. Desde que me pusieron las esposas mi primer pensamiento fue el sermón que recibiría por parte de Wang porque, no había de otra, él sería siempre mi primera opción. Y aunque no me presionó para que le dijera la verdad cuando hablamos porque podríamos caer en contradicciones en pleno juicio, noté que él jamás aceptaría como verídica mi declaración.
—Solo cumplía lo que le prometí —respondí cansino—. Le dije que buscaría la forma de absolverla hasta de un asesinato y...
—¡¿Te estás escuchando, Alexandre?!
Yo sí, pero parecía que él a mí no.
—¡Fue legítima defensa! —Me exacerbé así como él lo hizo segundos atrás.
—¿Sabes lo difícil que es eximir un asesinato apelando a ese alegato? —Al menos bajó la voz porque no sería bien visto discutir con un posible criminal en plena cafetería.
—Leíste el expediente, Wang. Ya se tenía constancia de una agresión ilegítima previa en Ámsterdam.
—Sí, pero que los hechos sucedieran cerca de donde el tipo solía vivir, ¿qué nos hace pensar? —interrogó con evidente esfuerzo por controlarse. Ni siquiera me dio tiempo para reflexionar sobre su pregunta retórica porque él mismo la respondió—: Provocación.
—Se tenía registro de que él ya no vivía ahí. Supuestamente estaba desaparecido.
—Tú lo has dicho, supuestamente. Ustedes no actuaron por alguna agresión actual, Alexandre, sino por una potencial, y de haberse comprobado, en estos momentos estarías cumpliendo una condena bastante larga en prisión. Agradécele a la deidad en la que creas que esa chica presenta síntomas de inestabilidad emocional y se le eximiera de ir a declarar porque...
—Lo sé —interrumpí—. ¿Crees que no estoy consciente de que ella pudo tirar por la borda mi declaración?
—Parece que no.
La mesera llegó con nuestra comida.
No me enojé porque era lógico que él no lo entendería. Si creía que lo había hecho por algún acto romántico-heroico en el que la mente no tuvo ni voz ni voto, no lo desmentiría. Dejaría que creyera lo que quisiera porque al final del día no tenía la energía suficiente para exponer mis razones.
Lo cierto es que jamás había pensado tanto en mis acciones futuras como lo hice en el momento en que colgué la llamada a los servicios de emergencia. Si marqué fue porque tuve la esperanza de que llegaran a tiempo para salvar la vida de Sinclair y, con ella, la de Clarisse. Sabía que si él moría, Merybeth jamás se lo iba a perdonar.
Sin embargo, la realidad me golpeó de inmediato; ella había atentado contra otra persona y sería juzgada por ello. Independientemente de cómo concluyera todo, la situación no sería nada favorecedora.
Las cosas empeoraron cuando mi doble dejó este mundo con una expresión de paz. No solo perdió a su madre, sino pronto también perdería su libertad.
Admito que no pensé mucho en mis acciones presentes, sino en la forma en que saldría de ahí. Tomé el arma para que mis huellas dactilares también estuvieran en el revólver y me quedé con él para que, al momento en que la policía arribara, la atención estuviera enfocada en mí. No sabía cómo procedía un caso similar porque Escocia contaba con un sistema legal distinto al de Inglaterra, con el que me había familiarizado con la muerte de Monique, pero esperaba que, al declararme culpable, el arma no fuera objeto de estudio minucioso en el laboratorio forense porque no tenía ninguna excusa que justificara sus huellas.
Lo peor no fue verme en esa situación, sino darme cuenta de que estaba dejando a Merybeth sola cuando, claramente, necesitaba que alguien estuviera ahí con ella. La desesperación me embargó al verla luchando contra el personal de paramédicos que intentaba tranquilizarla. Sus gritos lastimeros me oprimieron el pecho incluso mucho después de que el auto me alejó de Wolfhill.
Lo que transcurrió después apenas si lo recuerdo. Llamé a Wang porque era el mejor abogado que conocía; quizá lo hubiera hecho a Deroeux si se hubiera dedicado al derecho porque era ese tipo de sujetos que podían obtener el indulto de un asesino serial, pero como no era el caso, tuve que conformarme con la creencia de que el oriental haría todo lo posible por sacarme de ahí.
No fue fácil, por supuesto. Si bien aceptar la culpabilidad agilizaba el proceso legal, probar la legítima defensa era en extremo complejo. A mí favor tenía el registro de su ataque en Países Bajos, pero aun así, sería imposible demostrar que actué como consecuencia de una agresión ilegítima inmediata que justificara mis acciones, ya que el incidente de Ámsterdam solo servía como precedente de la delicada situación entre nosotros, mas no como prueba irrefutable de que en ese momento, en medio de la nada, tanto mi vida como la de Merybeth corrían peligro y no tenía otra opción que la de dispararle para salvaguardar nuestros derechos.
Pasé varios días en prisión en lo que el tribunal llegaba a una resolución respecto a mi caso. Ni siquiera me preocupé por mí porque algo me decía que yo estaría bien; en vez de eso, pensé en la mujer de la que recibí información a cuentagotas por parte de Wang.
Su crisis nerviosa pareció terminar en cuanto despertó en el hospital. Sin embargo, creo que fue porque su cerebro reptiliano tomó el mando de su cuerpo y la obligó a actuar de manera responsable porque había asuntos de los que debía hacerse cargo. Tuvo que organizar el funeral de su madre, por fortuna no lo hizo sola, puesto que Wang y varios vecinos la ayudaron; pero las emociones llegaron en la ceremonia y tuvo que ser internada porque sus lapsos de histeria se volvieron constantes.
La prórroga que se le otorgó para postergar su visita para que declarara, por respeto a su situación, se volvió de carácter indefinido cuando el médico que la atendía dio fe del estado catatónico en el que había caído. Los hechos eran contundentes, no se podía obligar a una mujer a que hablara cuando su dolor ni siquiera la podía mantener despierta.
Volví a ser un hombre libre el viernes dieciocho de diciembre. Para ser honesto, creí que mi alegato no procedería; quizá así fue. Y aunque Wang jamás lo mencionó, siento que Gerard tuvo mucho que ver porque, de súbito un nuevo abogado apareció en el caso para colaborar con Ju; a partir de ahí las cosas se dieron muy rápido, lo que me hizo sospechar sobre el manejo de influencias que, evidentemente, mi honesta defensa no había intentado porque respetaba la rectitud de los procesos penales. Muy distinto a los métodos de mi padre.
—Ju... —dije cauto, midiendo lo que quería decir—, gracias por todo. Y sabes que te considero como si segundo padre..., pero mírame, hay una lista larga de cosas que necesito en este momento y la primera está a varias cuadras de aquí.
La comprensión o la resignación, una de esas dos, lo instó a señalar la salida, dándome permiso de dejar esa charla para después.
—Solo llama a Gerard y a Charlotte, por favor. Están preocupados por ti —se despidió, levantándose para darme un fuerte abrazo—. Y ya no lo vuelvas a hacer nunca más, ¿lo oíste?
—Lo prometo —juré, consciente de que cumpliría mi palabra, puesto que ya todo había acabado.
***
Las lágrimas se agolparon en mis ojos al ver a Merybeth, acostada en la camilla de hospital. Su piel cetrina dejaba ver sus venas por debajo de la traslúcida epidermis; no me hizo falta quitarle la sábana para comprender que estaba en los huesos, ya que eso se notaba en lo consumido de un rostro cuyos ojos azules sin vida miraban hacia el techo.
No me miró sino hasta que estuve a pocos centímetros de ella; y aun así, el cambio no fue mucho, porque volvió a su estado ido.
Con sumo cuidado moví la intravenosa que conectaba con su brazo y me acosté junto a ella, ayudándola a acomodarse sobre su costado para atraerla a mi pecho que en poco tiempo se vio empapado, al igual que su coronilla.
Por primera vez, en mucho tiempo, pude dormir más o menos tranquilo.
***
Pasaron otros cuatro días para que ella volviera a la realidad.
Dejaron de sedarla en cuanto entró en ese estado, y a pesar de que parecía que su inestabilidad no la sumiría en los cuadros nerviosos que llegó a presentar, no le darían el alta hasta que alguien pudiera hacerse responsable de los cuidados que necesitaba.
Tampoco habré de decir que con mi repentina aparición su rostro se iluminó y de súbito volvió a ser ella misma. No. Las cosas no fueron así de fáciles. Sin embargo, los pasos mínimos que fue dando sirvieron para que se viera una mejora; al segundo día aceptó comer y su disposición logró que le quitaran el suero. Asimismo, recobró el habla de a poco, con palabras sencillas de lo que necesitaba: comida, baño, frío, abrazo.
Si bien habría preferido quedarnos ahí, el psicólogo que la trataba dijo que sería bueno para ella dejar el hospital y volver a casa. Así que, como último favor, antes de que se marchara a Canadá para afinar los detalles de la dimisión de Gerard, le pedí a Wang que se encargara de aspectos básicos, como rentar a mi nombre un auto y conseguirnos mudas de ropa.
—Listo, amor —dije con el mayor ánimo del que fui capaz al terminar de ponerle la bufanda.
—¿Mi abrigo? —preguntó con el ceño fruncido, mirando por la ventana a los copos de nieve que caían.
—Ya lo tienes puesto —afirmé paciente—. Vamos, de seguro quieres comida de verdad y...
—¿Mi abrigo? —volvió a preguntar, examinando la gruesa tela que la cubría—. Este no es mío.
Entonces comprendí que se refería al mío, al que dejó en la granja.
—Mañana iremos por él, Merybeth. Ya es tarde y está nevando.
—Ahora, por favor —suplicó.
La frustración me hizo querer llevarme las manos a la cabeza. No sabía cómo lidiar con esa versión de ella porque no me sentía con el tacto suficiente para decirle las cosas como eran. Tenía que recordarme, cada que estaba a punto de perder los estribos, que ella también lidió conmigo en Londres. A pesar de sentirme cansado, era mi turno de ser el fuerte.
—Vamos por el abrigo —convine, ayudándola a levantarse.
Para la tarde del martes veintidós, toda la ciudad ya estaba cubierta de nieve. La actividad en las calles de Edimburgo eran las propicias de la época navideña, muchas luces por doquier dotaban ese aire nostálgico y apacible que se percibe al ir por los regalos de última hora.
—Lo siento, Alex —murmuró ella, con la cabeza recargada en la ventanilla.
—Saldremos de esta, amor. Estaremos bien.
Aunque asintió, no la vi tan segura.
Claro que no quise regresar a Guildtown por los posibles traumas que podría suponer el sitio para McNeil. No obstante, tampoco podía negarme a sus peticiones.
El paisaje no ayudó a calmar mi nerviosismo; siendo las cinco y media de la tarde, el cielo ya estaba por completo oscuro y la escocesa parecía dormida, la mayoría de habitantes estaban en sus hogares y la sensación de soledad dejó al descubierto una paranoia cuando el auto viró en Wolfhill y los árboles del camino parecieron el perfecto escondite de algo que nos vigilaba de cerca.
Si bien mi plan fue pasar por el abrigo e irnos de regreso a Edimburgo, Merybeth tomó la prenda y subió los escalones sin preocuparse siquiera en encender las luces. Su destino fue la habitación principal; se acostó en la cama, abrazada a la polvosa lana, y me miró suplicante para que le hiciera compañía. No supe ni en qué momento me quedé dormido.
Si había algo en lo que concordaba con Sinclair, fue en que las cosas sucedían por una razón. Tal vez fue una necesidad volver a ese pueblo porque eso fue lo que sacó a Merybeth de su letargo emocional. La mañana siguiente, para no despertarla tan temprano, decidí dar una vuelta por la propiedad. El interior me resultó tan lúgubre y encerrado que opté por los establos, uno de los cuales estaba abierto.
El caballo de Graham levantó la cabeza cuando notó el movimiento. Por largos segundos, me miró con sus oscuros y tristes ojos, e incluso hizo el amago de levantarse. Se le veía débil, desnutrido. En cuanto sus patas se doblaron y su torso volvió a quedar sobre la paja, me acerqué a él.
—No soy él, amigo —murmuré, acercando mi mano a su nariz.
—¡¿Qué haces aquí?! —Una voz ronca gritó desde la entrada. Mi primer instinto fue disculparme por haber irrumpido en esa parte de la casa, sin embargo, al voltear vi que Merybeth ni siquiera notaba que yo estaba ahí. Le hablaba al caballo, rasgándose las cuerdas vocales—: ¡Vete! ¡Vete de aquí, Charles!
Dio grandes zancadas hacia él, la furia y el dolor desbordándose en las lágrimas que de la nada derramó. Intentó, en vano, mover el gran cuerpo del equino; lo jaló del cuello, instándolo a que se levantara, e incluso trató de acomodar sus patas como si ayudara a un discapacitado a bajar de su silla. Sus sollozos se mezclaron con los quejidos lastimeros del animal; cualquiera habría creído que le estaba haciendo daño, pero lo cierto es que ella no tenía la fuerza suficiente como para hacerlo; más bien, era el duelo de un ser que extrañaba a su dueño y no quería abandonar el sitio que le recordaba a él.
—¡Vete, Charles! —insistió con un nudo en la garganta—. ¡Por favor! ¡Vete! ¡Él ya no está aquí! ¡No volverá! ¡Vete!
Cuando ya no pudo más, se abrazó al caballo que, tras ves verse libre de los empujones, solo volvió a recostar su cabeza sobre sus patas delanteras.
—Amor —susurré, acariciando su espalda—, ven.
—Dile que se vaya, Alex —imploró—. Dile que ya no lo espere.
Su tristeza me partió el alma.
Quise decirle que él ya lo sabía, pero no lo hice porque no lo hubiera comprendido. En vez de eso, dejé que se desahogara sobre el lomo de Charles hasta que el cansancio la venció y se quedó dormida.
—Si no te quieres ir, no te vayas —le dije al caballo después de un rato. Le acaricié la cabeza con la esperanza de que se animara un poco, aunque esto no sucedió, puesto que siguió con sus orejas caídas y la vista fija en la paja—. Este es tu hogar y si aquí estás feliz porque lo recuerdas...
Mis palabras fueron perdiendo volumen.
En algún punto, no pude lidiar más con la tristeza de ese ser abandonado y, aprovechando que la temperatura descendió un poco, salí de ahí con Merybeth en brazos. El caballo apenas volteó al notar el movimiento cuando a duras penas traté de cerrar lo suficiente la puerta para que no le diera frío.
Esa fue la última vez que lo vi vivo.
***
No nos fuimos de Perth. Los días que restaron del año los pasamos en la granja a la que traté de ordenar para que Merybeth dejara de sentir el cambio tan drástico de cuando ella solía vivir ahí.
Poco a poco su humor se fue estabilizando a un nivel humano; la catarsis que sufrió con el caballo le sirvió para recordarle que seguía viva y que su dolor seguía ahí, con ella; que no le servía de nada bloquear el mar de sentimientos que se empeñaba en evitar porque solo alargaría un proceso de por sí arduo. Comprendió que no estaba mal el desamparo porque, si quería salir de ahí, primero debía tocar fondo para luego ascender.
Yo traté de comprenderla aun sabiendo que la perdía. No fue un acuerdo hablado, por supuesto; solo llegó ese punto de quiebre que me hizo notar que se alejaba sentimentalmente. Y aunque entré en pánico, comprendí que las cosas debían fluir solas porque, si las presionábamos, terminaríamos quebrándolas, como fue que sucedió con mi doble.
No festejamos Navidad ese año. No teníamos el humor y, para ser honesto, me preocupé más porque el tiempo se me agotaba.
Gerard llamó varias veces para recordarme que debíamos estar en la cena de dimisión, y si bien le aseguré que ahí estaría, no podía prometer que ella también iría; en especial porque la rutina y la familiaridad le estaban sentando bien y no quería estropear su progreso.
Sin embargo yo, al igual que mi padre, necesitaba una certeza y no sabía cómo preguntárselo porque ni siquiera sabía en qué punto estaba nuestra relación. ¿Cómo podría presionarla a dejar lo poco que le quedaba porque yo debía irme?
Lo intenté. Juro por mi vida que varias veces traté de abrir la comunicación entre nosotros, pero su actitud indiferente me hizo retroceder.
El jueves treinta y uno decidí armarme de valor para saber la respuesta a la pregunta que tanto me atormentaba. Por la mañana, al subirle el desayuno y dejárselo sobre la mesilla junto a la que se solía sentar para mirar el paisaje desde la ventana, carraspeé para llamar su poca atención.
En cuanto vi el azul de sus ojos, quise decirle todo lo que me moría por hacerle saber. No obstante, me guarde mi discurso cursi porque no quería que mis sentimientos influyeran en sus decisiones.
—Nunca nos casamos —dije sin desviar mi mirada de la suya—, por lo tanto, esto es innecesario y, en todo caso, tampoco será legal.
Le extendí el sobre que había preparado el día anterior. Adentro se encontraba un formato genérico de divorcio.
—Si es que ya no puedes o no quieres estar conmigo, Merybeth, preferiría saberlo viendo tu firma que escuchando tus palabras porque, si te soy franco, amor, no podría soportarlo una vez más.
Dejé el sobre en su regazo y salí de ahí, temeroso de que pudiera pronunciar lo que no quería escuchar. Y caminé, caminé tanto por la pradera que rodeaba la propiedad que después de un rato el ligero entumecimiento que creí olvidado volvió.
Me habría gustado que fuera primavera. De esa forma me habría acostado sobre los pastizales a disfrutar el cielo azul y los vientos ocasionales; y habría conocido la magia de la tierra que a la pelirroja le gustaba presumir.
Un sonido cínico se escapó de mi boca al pensar que ahora que podíamos iniciar el recorrido por su tierra al que tanto me quiso llevar, no teníamos el deseo suficiente para hacerlo.
Sin darme cuenta, mis pies me llevaron al refugio en el que había encontrado un poco de cordura. De la chimenea de la primera casa de Wolfhill salía humo.
—¿Otra vez por acá, muchacho? —La tranquila voz de Chester me dio la bienvenida—. No es de noche, supongo que tu visita es social.
Sonreí al recordar tres noches atrás cuando fui a pedirle ayuda como a eso de las diez porque no sabía qué hacer con el cadáver de Charles. Entre ambos sacamos el cuerpo del animal y lo arrastramos más allá de la pradera del norte para cavar una fosa lo suficientemente grande para que cupiera. Todavía me dolían los brazos del esfuerzo.
—¿Puedo pasar?
—Por supuesto, hijo.
Cada que iba por víveres a Main Road, solía encontrarlo y era rara la ocasión en la que no platicáramos un poco en el porche de su casa.
—¿Cómo está? —preguntó al dejar unos bocadillos de sardina sobre la mesilla de la sala.
—Bien, creo. Es solo que... Se acerca la fecha en que debo irme y..., no sé, siento que ella no está lista para dejar Escocia.
—¿Es eso, o tú no quieres que vaya a Canadá?
Una de las mejores cosas del señor Graves es que era muy bueno escuchando. Él, al ser mi único contacto social en el pueblo, estaba al tanto de todo lo que había acontecido.
Miré su casa como si fuera la primera vez. Vi las paredes desgastadas, los sillones mullidos, las incontables fotografías y la solitaria gallina que salió de su cocina; según él, las mantenía adentro cuando la nieve caía porque las aves podían ser muy delicadas.
Luego lo vi a él, su semblante arrugado se veía tan amable como de costumbre; creí dar una sonrisa de suficiencia cuando noté sus overoles, pero creo que no tuve la energía suficiente.
—No —respondí con el corazón en la mano—. No quiero que vaya a Canadá.
Me despedí de él con un apretón de manos al terminarnos los bocadillos y el té. Ya había pasado mucho tiempo desde que hui de la granja; era hora de volver.
La escena que me recibió en cuanto entré me dejó desconcertado. Un par de maletas me esperaban junto a la entrada y, encima de ellas, el sobre color manila. Apenas si puede ver el contenido, que no era lo que yo esperaba, porque un movimiento me puso en guardia.
De la sala salió Merybeth, vestida como si estuviera lista para irse a Rusia. Su rostro cetrino lucía un poco de maquillaje básico y, aunque ya no traía la máscara del dolor, al menos no se veía tan intranquila.
Sus ojos se inundaron cuando dio un último recorrido a la casa con la mirada. Encogió los hombros y trató de sonreír.
—Quiero ir a casa, Alex —murmuró triste.
Acorté la distancia que nos separaba para envolverla con mis brazos. El familiar olor de su champú me hizo aferrarla con más fuerza, casi tanta como la que ella aplicaba en torno a mi cadera.
Creí que me arrepentiría por la decisión a la que llegué en el hogar de Chester, pero no fue así, puesto que había cosas que estaban destinadas a ser y otras que solo eran por mero capricho.
Maniobré para buscar con mis labios su frente tersa y, cerrando los ojos para disfrutar más el momento, dejé un beso que compensó todos los que no nos habíamos dado en esas semanas.
—Ya estás en casa, amor.
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