Capítulo 27
MERYBETH
Regresamos al sitio donde el mundo dejó de ser tal cual lo conocíamos.
La ciudad nos recibió como un año atrás, con cielos encapotados y vientos repentinos. Aunque no me gustaban los estereotipos, lo cierto es que la metrópoli jamás me pareció tan fría; las calles se sintieron vacías en espíritu e incluso los edificios ya no lucían tan espectaculares con la luz violeta de los atardeceres.
Caminé sin rumbo fijo por el parque Hyde con un chocolate caliente en mano. Esa mañana había despertado más agobiada de lo normal, así que había buscado algún sitio que me hiciera sacar toda la tensión que pesaba sobre mis hombros.
Tras tirar el vaso desechable en el bote de basura junto a la entrada de la cerca metálica, entré al área donde estaba la fuente dedicada a la Princesa Diana de Gales. Había pocos visitantes alrededor de la franja ovalada por la que el agua corría, algunos tomaban fotos y otros solo miraban el fluir del líquido cristalino.
Unos cuantos patos se metieron al agua con un gracioso salto, provocando la risa de una niña que iba en compañía de sus padres.
Antes de darme cuenta de lo que hacía, ya tenía el teléfono pegado a la oreja. Tres timbrazos pasaron para que la voz del otro lado me respondiera.
—¿Mamá? —Si bien ya era adulta, me sentí como una niña pequeña.
—¡¿Beth?! —exclamó contenta—. ¿Cómo has esta...?
—Ven, por favor —interrumpí con un nudo en la garganta.
El silencio que recibí fue fugaz. Su tono cambió en un santiamén.
—¿Qué ocurrió? ¿Estás bien, hija?
Ya podía imaginar su expresión consternada. Para que no se hiciera de falsas ideas, me apresuré a responder.
—Estoy en Londres, mamá. Me siento sola y no sé qué hacer. ¿Puedes venir? —supliqué a media voz—. Lo siento. Esto es precipitado. Si no puedes, yo...
—Tomaré el primer tren que salga para allá —dijo sin dejarme terminar—. Las cosas estarán bien, conejito, ¿me escuchaste?
No me sentí capaz de responder algo que no fuera un sollozo que demostrara que estaba al borde de las lágrimas, así que solo asentí con la cabeza, sabiendo que ella no podía verme.
Carraspeé y suspiré profundo para liberar la sensación de ahogo.
—Paso por ti a la estación, ¿de acuerdo? Llámame cuando tomes el tren.
Al despedirnos y colgar, no supe ni qué le diría cuando llegara. Mi necesidad de estar con alguien que me apoyara me hizo actuar de manera impulsiva; y no es que me arrepintiera por verla, eso jamás sucedería, solo que había muchas mentiras que se podrían voltear en mi contra.
Pasé a comprar algo de comida y regresé al antiguo departamento de TJ. El aire viciado del interior me hizo querer salir de nuevo, pero no podía hacerlo porque Alex ya estaba despierto y no me sentía segura de dejarlo solo por mucho tiempo.
—Traje el desayuno —comenté como quien no quiere la cosa.
—Trop tard —respondió con una sonrisa que rayaba en lo estúpido—, ya estoy desayunando. Espera, veré cómo se dice en gaélico. —Se entretuvo en su celular por varios segundos hasta que su expresión se iluminó como si hubiese descubierto un tesoro. La fascinación dio paso a la confusión—. No sé cómo se pronuncia, mujer. Esta vez no tengo a un amable mesero con la suficiente paciencia y avaricia para enseñarme.
—Ro fhadalach —sentencié. Creo que lo hice no tanto para sacarlo de su duda, sino como un comentario para mí misma—. Y el whisky no se considera como un desayuno, Alex.
Rio. Soltó una carcajada que en el fondo fue triste porque decantó en un par de lágrimas que se le escaparon de los ojos. La seriedad volvió en un segundo y eso lo hizo tomar un gran trago, directo de la botella que tenía enfrente.
Su mirada se perdió en la nada.
Me acerqué hasta él y lo abracé; acuné su cabeza en mi pecho con tanta fuerza que mis dedos dolieron. Tal vez apliqué toda esa presión porque él no tenía la suficiente energía para devolverme el gesto y yo debía suplir su inmovilidad con algo que me hiciera sentir que abrazaba a algo vivo y no a un simple objeto.
Ya había pasado una semana desde que llegamos a Inglaterra y Alexandre había ido de mal a peor. La realidad se le volvió a hacer presente al entrar al departamento. En segundos, se quebró; y con los días, su tristeza no menguó, sino que fue en aumento hasta que el desasosiego lo orilló a tratar de olvidarse de la pena que sentía.
Yo no supe cómo afrontar esa situación. Si bien traté de hablar con él, cada que lo hacía terminábamos en una discusión; con los días dejé de insistir y, en vez de eso, solo vigilaba que no hiciera alguna estupidez o lo revisaba continuamente cuando se quedaba dormido para cerciorarme de que su respiración fuera regular y nada la obstruyera.
Poco comíamos, él menos que yo. Coexistíamos bajo un acuerdo temporal de paz que amenazaba con disolverse en cualquier momento. Lo peor, era verme a mí misma en el papel responsable porque no me sentía de tal forma. ¿Qué debía hacer? ¿Cómo nos podía ayudar a salir de ese hoyo en el que nos habíamos hundido?
—Lo extraño —murmuró Alex. No para él ni para mí, sino para liberarlo.
Su cabello, que no había cortado, se le veía opaco al igual que su barba de días; había descuidado su aspecto tanto que poco se asemejaba a aquel al que le di la cachetada. De haber tenido ese aspecto un año atrás, quizá jamás hubiera notado la igualdad con Graham.
Este último desapareció de la faz de la Tierra. En todo ese tiempo no supimos nada de él, ni nosotros ni la policía. Recuerdo que en Holanda se mencionó sobre la posibilidad de una denuncia internacional para que, en cuanto fuera encontrado, lo regresaran a Países Bajos y fuera juzgado allá. Sin embargo, hasta el momento las noticias habían sido nulas y eso me sorprendía, porque yo intuía que había vuelto a Guildtown, estaba casi segura de eso.
Mientras luchaba por hacer que Alex se comiera al menos la mitad del emparedado, me puse a pensar en lo que sucedería si encontraran a Graham. Claro que mis divagaciones no llegaron tan lejos porque me deshice de ellas en cuanto la bilis comenzó a ascender por mi garganta.
De hecho, no solía pensar en él. Lo evitaba a toda costa porque el odio me hacía ver las cosas en rojo. No podía tolerar lo que era, lo que me había hecho, y mucho menos lo que sucedió en Ámsterdam. A veces era tanto el odio, que su mismo nombre me hacía querer ir hasta Perth para prenderle llamas a esa granja y ver, si de ese modo, lograba convertir en cenizas todos los años que pasé junto a él.
Me repudiaron los sentimientos que tuve por el doppelgänger casi tanto como lo despreciaba a él.
***
Salí del baño del hotel tratando de que mis pies desnudos no hicieran ruido. Los cinco pasos que di en dirección de la puerta, en más de medio minuto, tuve que regresarlos corriendo para esconderme en el diminuto cuarto para que la vibración de mi celular no lo despertara.
¡Maldición! Dije para mis adentros cuando mi dedo chocó contra la base del retrete.
—¡Te dije que yo te llamaría! —susurré molesta.
—Y no lo hiciste. Temí que fuera un asesino serial o algo peor—respondió Aileen, ignorando mi tono—. Por cierto, estoy afuera de su hotel.
—¡Doble maldición! —Al asomarme por la puerta, vi que Graham se removía en sueños. Quizá ya estaba a punto de despertar, o quizá no. ¿Quién me lo podría decir? Regresé al fondo del baño y me escondí tras la cortina de tonos azules—. No sé cómo salir de aquí.
—¿Tan mal estuvo? Oye, ¿vas a salir o me voy tras el italiano guapo que acaba de pasar?
Cerré los ojos y me llevé los dedos a la sien derecha.
La noche anterior habíamos salido en grupo a un antro cerca de la Fuente de Trevi. Entre el calor de la tensión que habíamos acumulado los días anteriores, así como la desinhibición que produce el alcohol, Graham y yo habíamos decidido saltarnos los preliminares y por eso dejamos la fiesta para ir a su hotel.
Jamás, ni en mis más estrafalarios sueños cuando creaba escenarios al verlo en la cafetería, me imaginé que nuestra primera vez juntos sería...
—Un desastre —murmuré resignada—. Aileen, no somos compatibles, ¿qué hago?
La risa del otro lado del teléfono me lastimó los tímpanos.
—Nadie lo hace bien a la primera —argumentó entre carcajadas—. Sal y dale algunas lecciones.
Rodé los ojos. Había ocasiones en las que quería matar a Aileen.
—Dame cinco minutos y salgo —corté de tajo la conversación anterior. Por vergüenza no quería admitir que mi amor platónico había terminado por algo tan ridículo.
—¿Por qué tanto tiempo? Ay, no, ¿sigues desnuda? ¿Él lo está? Ya sé, tómale una foto para ver si son ciertos los rumores que circulan de las chicas del club de natación. Dicen que...
Le colgué.
No había mucha distancia entre el baño y la puerta de salida. Debía apurarme sin hacer ruido, y una vez afuera ya podría pensar qué hacer, si decirle que no había química o, de plano, fingir que seguíamos en esa etapa en la que ni nos mirábamos. La segunda me parecía más fácil porque habría sido absurdo echarle en cara algo que él también notó.
Tomé mis zapatos que dejé sobre la tapa del váter y me armé de valor.
La sangre se me fue de la cara al notar que Graham ya estaba despierto. En cambio, él adquirió el color que yo perdí. Ni siquiera había oído cuando se levantó de la cama y caminó a la salida.
¡Triple maldición!
—Yo... —Se calló sin saber cómo continuar.
—¿Ibas a huir? —pregunté, viendo la puerta medio abierta.
—Al igual que tú —acusó tímido, con cierto pincelazo de humor.
—Sí, pero esta no es mi habitación.
—Lo sé. Es por eso que regresé. Yo... ¿Podemos hablarlo?
Me senté en el borde de la cama, tan insegura como él que se acercó con pasos lentos. Cuando lo tuve al lado, pasó la mano que tenía oculta en la espalda hacia enfrente; sostenía una discreta flor amarilla.
—¿Tu intento de huida te dio tiempo de ir hasta una floristería?
Sonrió amplio.
—No. Yo..., eh, te escuché hablando por teléfono; recordé que en el jarrón del pasillo siempre ponen flores y... —Nuestras caras se pusieron del mismo color—. Bien. Aquí voy. Una chica loca un día llevó mucho alcohol a la casa cuando debíamos terminar un proyecto. Esa fue la primera vez que tomé y, como podrás imaginar, mi experiencia no fue tan buena, así que no lo volví a hacer hasta que llegamos a este país y mis amigos dijeron que por una cerveza no pasaba nada. Y ayer..., no sé, creo que no supe medirme y, bueno, si a mi torpeza le añadimos una pizca de inexperiencia y muchas ganas por impresionarte... En fin, lo que quiero que sepas es que puedo aprender.
Puso la flor entre mis manos. Torpeza o no, mi vientre se estrujó al sentir su piel contra la mía.
Su aspecto de chico bueno siempre me había cohibido, pero desde que me atreví a besarlo en el bar, había adquirido cierta confianza con él que, sin importar los minutos previos de vergüenza, me instó a volver a tomar las riendas.
—No quiero que me impresiones, Graham. Quiero que seas tú mismo.
—¿No quisieras ir mejor a desayunar?
Negué sonriendo y él asintió.
En ese instante me pareció más lindo que antes. Luego, cuando sus dedos pasaron de mis manos hacia mis muslos, y las contracciones en mi vientre bajo se hicieron más notorias, supe que quizá nuestra primera noche juntos no había sido la mejor, pero en definitiva sería una excelente anécdota para un futuro.
***
Mi cabeza salió de aquel recuerdo cuando un mensaje llegó a mi teléfono.
El ardor que me provocó la ensoñación, por debajo del esternón, se asemejó a la vez en la que el club de gastronomía de la secundaria presentó su festival de platillos internacionales.
Aileen y yo habíamos admirado la cesta de mimbre en la que unos chicos pusieron distintos tipos de pimientos picantes, muy utilizados en la gastronomía mexicana e india, para su exposición. En ese entonces no conocíamos mucho de límites y constantemente nos retábamos a nosotras mismas, por lo que no es de extrañar que mi amiga se las ingeniara para conseguir uno de esos coloridos frutos. Aquel día sentimos que nuestras papilas gustativas se atrofiarían por siempre y que la quemazón que sentíamos por debajo del esternón nunca se iría.
Una sensación de fuego muy similar a la de ese entonces me atenazó al recordar una escena que antes me trajo sonrisas.
Como siempre que sucedía cuando mi cerebro se permitía recordar a Graham, busqué distractores. Me concentré en el mensaje de mamá y en el desaseado aspecto de Alex.
—Tienes que bañarte —le dije, tratando de impregnarle ternura a mi voz.
Lo cierto era que mis sentimientos parecían haber desaparecido. Me sentía como un robot que solo sobrevive porque no le queda de otra.
—No quiero. Así estoy bien —respondió contra mi estómago.
Un sonido, que fluctuaba entre lo satisfactorio y lo lastimero, salió de sus labios cuando mis dedos le peinaron el cabello.
—Apestas.
—Tú también —bromeó inocente. Eso sí me hizo sonreír—. No, no es cierto. Siempre hueles bien. Me gusta tu olor, Merybeth. Me gustas tú.
Apenas lo solté, volvió a refugiarse en el alcohol. Se bebió una cuarta parte de lo que le quedaba en la botella en lo que yo preparaba la tina con agua caliente y le conseguía algo cómodo para que se vistiera.
Ver mi aspecto abatido en el espejo me recordó la miseria que estábamos viviendo. Mi reflejo me devolvió la triste imagen de una chica de veinticinco años con ojeras marcadas, piel ceniza, un moño desarreglado y un cuerpo cansado bajo un suéter demasiado grande. No obstante, no sobre pensé mucho en eso, puesto que no había punto de comparación entre la muerte de un amigo muy querido y algo tan superficial como la apariencia.
—Todavía no me acabo el whisky —reclamó Alex, arrastrando las palabras, cuando lo ayudé a levantarse. Sus ojos vacilantes buscaron en todas direcciones.
—Ya se acabó, amor —respondí a duras penas. Si bien bajó bastante de peso, seguía siendo un tipo alto, y mi estado anímico tampoco ayudaba mucho con la causa.
Opuso un poco de resistencia al pasar frente al lavabo, en donde había puesto la botella boca abajo para que se vaciara. Sin embargo, en segundos lo olvidó y se dejó llevar hasta el baño.
—Con cuidado —dije a dos segundos de ponerme a llorar por el cansancio que sentía.
Ni siquiera le quité la ropa. Lo ayudé a sentarse dentro de la tina con lo que traía puesto y lo seguí, me acomodé detrás de él para abrazar un cuerpo que estaba al borde de la inconsciencia.
Estuvimos así un rato, dentro del agua que poco a poco fue bajando de temperatura. En silencio, abrazados y ausentes en nuestra propia compañía.
***
Llegué a la estación de trenes con pocos minutos de anticipación. Después de sacar a Alex de la bañera y vestirlo para que no se fuera a enfermar, traté de arreglarme un poco. Mi incursión al mini súper también me retrasó; tuve que ir porque me deshice de lo último que quedaba del alcohol y, si Alex se despertaba y no encontraba en la alacena, saldría a comprar más. Ni siquiera quería imaginar todo lo que podía ocurrir si salía a la calle en un estado tan deplorable. Asimismo, le dejé comida frente a la botella por si le daba hambre y me aseguré de cerrar a la perfección las llaves del gas. No estaba tan segura del tiempo que estaría lejos, así que no estaba de más cualquier tipo de precaución.
El tren llegó justo a tiempo. Mamá viajó ligera, solo con una pequeña maleta de mano que no fue un estorbo cuando me arrojé a sus brazos con más fuerza de la que pretendía. Al percibir el aroma de la vainilla y la lavanda, cerré los ojos. El olor me transportó a cuando era una niña y mis únicas preocupaciones eran la escuela y alimentar al duende.
—¿Qué te pasó, mi niña? —susurró contra mi hombro. La congoja en su voz me rompió.
No la llevé al departamento de TJ, pero sí a un hotel cercano en el que pudiéramos hablar y que fuera cómodo para que pasara la noche. Pedimos la cena en el cuarto, aunque yo no comí demasiado; me fue suficiente con las galletas que metió para el viaje y que una de las vecinas le había dado.
—Nunca me casé con Graham —solté cuando la tensión fue demasiada.
Su consternación duró si acaso un par de segundos. Luego frunció el ceño.
—Pero los vimos —dijo seria.
¿Podría decirle la verdad?
No, me reclamé. Deja de involucrar a más personas. Recuerda lo que le sucedió a TJ.
—Nunca firmamos la constancia y ya no procedimos con el trámite civil porque yo... Me fui a Canadá con alguien más.
—Por eso te quedaste allá —sentenció seria y, probablemente, decepcionada. Agitó la cabeza como si quisiera que sus pensamientos se fueran—. No es que no lo viera venir, ¿sabes? Los noté extraños ese día, pero no imaginé que la verdad sería de esta magnitud. Digo, no te veías tan feliz. Creo que fue mi obligación suponerlo, darme cuenta de que algo no andaba bien dentro de este corazón.
Su mano se apoyó amorosa en mi pecho.
—Lo siento, mamá. —Rompí en llanto. Parecía que lo único que me salía bien últimamente era producir lágrimas—. Sé que tú querías que me casara con Graham y yo...
Sus brazos me envolvieron como lo hicieron otrora, cuando solía tener varios años menos.
—No te equivoques, Beth —murmuró con tono autoritario—. Mi deseo siempre fue que fueras feliz; sabía que Graham era un buen hombre, pero si encontraste esa felicidad en otro continente, no tienes motivos para disculparte, ¿lo entiendes?
Mamá nos fue acomodando para que su espalda quedara sobre los mullidos cojines recargados en la cabecera de la cama. Peinó mi cabello de una forma tan apacible que mis ojos se fueron cerrando, sentí que quizá podría descansar después de mucho tiempo.
—Pero supongo que no me hiciste venir para confesarte, ¿o sí? —preguntó con tono triste—. ¿Qué es lo que te tiene así? ¿Él te...?
Dejó la frase inconclusa. Ya podía imaginar qué cosas se imaginaba.
—No —me apresuré a responder, separándome un poco de ella para verla a los ojos y que notara que le decía la verdad, o parte de ella—. Alex es maravilloso. Deberías conocerlo, él me hace reír y enojar, y me llevó a sitios espectaculares y me hace sentir viva en muchos sentidos...
Una tímida sonrisa elevó las comisuras de sus labios.
—Es solo que... —continué—, su mejor amigo murió. Fuimos a Ámsterdam; una noche Alex y yo peleamos y salí a buscarlo. TJ me siguió para hacerme entrar en razón y entonces... alguien le disparó.
"Y yo lo vi. Fue mi culpa, ¿sabes? Fue mi culpa que él muriera y ahora temo perderlo a él también porque no quiere comer y está triste todo el tiempo, bebe mucho y ya no es él. Ya no es Alex, mamá. Y lo extraño.
Volví a acurrucarme contra su delgado cuerpo. El poco entusiasmo que mostró cuando comencé a hablarle de él, se esfumó rápido. Sabía que tenía demasiadas preguntas, ninguna madre se quedaría impávida al descubrir que su hija estuvo en otro país, con otro hombre, y que presenció un asesinato.
Aun así, se guardó el interrogatorio porque notó que el motivo por el que le pedí que fuera a verme era más de lo que cualquiera podía soportar. Ella entendió que en ese instante solo necesitaba a mi madre, nada más.
—Quiero ayudarlo, mamá. Me duele verlo así y ya no soporto la impotencia de no ser capaz de hacerlo.
—Tienes que darle tiempo para que sane, corazón —susurró suave—. Váyanse lejos y no se descuiden; con los meses las heridas, si bien jamás se borrarán, al menos ya no estarán abiertas.
—Quisiera que estés conmigo. Y que me cuides. Y que me digas que todo estará bien.
Su risa ligera me estrujó el corazón.
—Siempre estaré contigo, Beth; además, las cosas en algún punto irán a mejor. Pero ya eres adulta y tú, más que nadie, sabe lo que ustedes necesitan para salir de este bache.
Me aferré a ella con más fuerza.
—No sé qué hacer. ¿Y si no es suficiente? ¿Cómo sé que haré lo correcto?
Mamá estiró el cuello para alcanzar mi coronilla y dejar un beso.
—Sabrás que lo que hagas será lo correcto porque devolverá al muchacho del que te enamoraste. No hay más.
—Siento que no haré lo suficiente.
—Llevo veinticinco años conociéndote. Eres determinada y tan terca como tu padre. Harás lo necesario, Beth, no lo dudes. Incluso si eso te manda a otro país, otro continente u otro planeta.
La risilla que me causó su comentario provocó una igual de su parte que me zangoloteó por los espasmos en su vientre.
—Alexandre no es un extraterrestre.
—Dudaría de la humanidad de cualquiera que tenga la suficiente paciencia para aceptar de por vida a la hija que crie.
—¡Mamá! —exclamé, fingiendo indignación.
Después de eso nos quedamos calladas. Con más ánimo, se atrevió a indagar:
—Cuéntame de él. Cuéntame de su vida, de sus aficiones y de sus metas.
Le hablé sin entrar en muchos detalles de su apariencia y de la forma en que nos conocimos. Me enfoqué en aspectos que fueran exclusivos de él y que, conforme los fui compartiendo, me infundieron de esperanza.
Nos quedamos dormidas. La presencia tranquilizadora de mamá me hizo olvidar la preocupación constante que por esa noche me dejó en paz.
***
Por la mañana, después de ver partir el tren que iba para Escocia, tomé un taxi afuera de la estación Euston que me llevó hasta el río Támesis. La nostalgia me hizo querer visitar los lugares que fueron significativos en nuestra relación. Compré un café que tomé al lado del Battle of Britian Monument, desde donde podía ver la noria en la que nos subimos y el acuario. Las terminales de transbordadores, a ambos lados del río, se veían abarrotadas a pesar de la hora tan temprana.
Regresé al departamento con un desayuno caliente que lo mantuviera despierto y atento. Esa mañana le haría entender que respetaba su duelo, pero que debía continuarlo en Canadá. Regresaríamos a su tierra y volveríamos a la rutina que mantuvimos por meses en Westmount.
No obstante, cualquier esperanza que creció en mí, se desvaneció en cuanto entré y descubrí un departamento vacío.
Luego, mi mundo colapsó al entrar a la recámara. Sobre el buró yacían dos frascos que no recordaba haber visto ahí en el tiempo que estuvimos; y lo podría jurar por mi vida porque, de haberlos notado, los hubiera alejado de él cuanto antes.
Y justo sobre la almohada, una nota doblada, aguardando a ser leída.
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