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Capítulo 23


MERYBETH


Antes de partir para Giethoorn, fuimos a Amstelveen para buscar a los Ruud Geldof. Nos perdimos, de esa forma, el almuerzo con los demás en un restaurante que le recomendaron a Robert en el hotel que se estaba hospedando, pero ni a Alex ni a los demás pareció importarles que no fuéramos.

No tuvimos suerte con el primero —o segundo, en todo caso, puesto que Alex confesó haber ido a buscar a uno mientras yo dormía—, sino hasta el tercer intento. En cuanto vimos el complejo de departamentos de puertas verdes en la calle Doctor Plesmansingel, algo me dijo que estábamos en el lugar correcto. Creo que él también lo sintió, ya que se quedó callado, pensativo.

Pasaron unos segundos después de que tocáramos el timbre para que por el intercomunicador sonara una voz femenina. Alex mencionó el nombre de quien buscábamos y luego el timbre nos indicó que podíamos pasar.

Nuestras manos, que no se habían separado, comenzaron a sudar conforme ascendíamos por las escaleras. Llegamos al tercer piso, en donde esperamos a que nos abrieran la puerta del departamento.

Quien nos recibió fue una señora madura. Su expresión amable no se perdió por la cautela que mostró. Nos hizo pasar e incluso nos ofreció café.

—Por el momento mi esposo está trabajando —comentó tranquila, sentándose en el sillón de enfrente—, pero si quisieran dejarle el recado...

Alex carraspeó.

—Tu madre se llamaba Calíope, ¿cierto? —soltó sin más. Alguna introducción no habría sido descortés.

Los ojos de la mujer se achicaron.

—¿Los conozco de algún lado? —preguntó con recelo.

—Merybeth McNeil —me presenté, extendiendo mi mano hacia ella—. Y él es mi novio, Alexandre. Somos amigos de Chester Graves.

Esperé que eso fuera suficiente para que no nos echara a patadas.

—¿Mi tío Chester?

—Siento que todo sea así de rápido. —Apreté la mano de Alex para que se quedara callado. Era cierto que él muchas veces tenía más aplomo que yo, pero se veía nervioso y eso lo hacía hablar sin pensar—. Debemos irnos dentro de poco y, para ser honestos, creímos que no te encontraríamos.

—¿Por qué me buscan?

—Chester nos dijo que tú tenías los diarios que tu madre escribió —intervino Alex, ignorando mi segundo apretón—. Queríamos ver si podrías prestárnoslos porque...

—Lo siento —interrumpí—, no era nuestra intención llegar de esta forma. Tu tío nos habló de tu mamá y...

Me callé. ¿Qué podría decir entonces? ¿Ella sabía cuál fue la naturaleza de su madre? Si sí, ¿le molestaría que quisiéramos indagar en su vida privada? Y si no, ¿cómo podríamos justificarnos para hacer tal petición?

La expresión que puso fue suficiente respuesta a mis preguntas.

—Déjame adivinar —dijo tranquila, dirigiéndose a mí—, encontraste a tu doble.

—En realidad, al de él. —Mi mano libre buscó la rodilla de Alex.

La mujer asintió, sorprendida.

—Habría jurado que eras tú. La desesperación en sus ojos me hizo pensar que tú eres la que va a morir.

—¿Los tienes? —preguntó Alex en un susurro—. Te pagaremos si así lo quieres.

Meneó la cabeza.

—No aceptaría su dinero aunque los tuviera. —Nuestras emociones debieron ser muy obvias, puesto que de inmediato se justificó—: A mí no me servían de nada, así que los doné a un amigo historiador. Podría llamarlo y decirle que le harán una visita, no tendría problemas en recibirlos. Sin embargo...

Se quedó callada. Sus dedos jugaron con una pulsera de plata en su muñeca.

—No nos van a ser de gran ayuda, ¿verdad? —cuestioné resignada. Su mueca de impotencia fue la confirmación de que nuestra búsqueda había sido infructuosa. Para no caer en algún tipo de crisis por el desamparo, pregunté lo primero que se me ocurrió—: ¿Cómo te llamas?

—Tara. —Las arrugas a los costados de sus ojos se profundizaron cuando sonrió—. Y lamento que hayan tenido que viajar tan lejos. Pero la invitación sigue en pie, no habría ningún problema. Quizá mi amigo les sea de ayuda, a él le gusta investigar este tipo de cosas.

Asentí en nombre de ambos. Parecía que Alexandre ya no se encontraba en la habitación con nosotras.

—¿Puedo preguntarte algo? —Hablé más para cerrar un ciclo que por verdadero interés—. ¿Qué sucedió? Después de que Emeraude y Chester se encariñaran con Calíope, ¿cómo continuó la historia?

Tara suspiró profundo; lo más probable es que no pensara que nosotros estábamos al tanto de hasta los detalles más insignificantes

—Se quedaron en Nueva York. Mi madre pronto encontró esa paz para que pudiera formar una vida por separado y conoció a quien más tarde sería mi padre.

"Supongo que eso fue porque obtuvo lo que desde niña buscó. La tía Emeraude y ella se hicieron más cercanas, tanto así que por varios años la relación con la señora Constance se quebró.

"Mi mamá contrajo matrimonio y luego se embarazó. Después de la muerte de papá, y como yo ya me había casado, se mudó con los Graves para no sentirse sola. Emeraude y ella fallecieron al mismo tiempo por causas naturales.

Rogué para que mi decepción no se hiciera notoria. Si bien no esperaba la misma precisión con la que Chester solía contarnos la historia, tampoco imaginé que Tara sería tan escueta.

—Así que no desligó su vida —comentó Alex en voz baja. No le habló a ella ni a mí, sino a sí mismo.

—¿Eso es lo que buscan? —La expresión de lástima fue como una bofetada—. Mamá lo intentó; la pérdida de mi padre la sumió en una profunda depresión y creyó que en algún momento moriría de tristeza. No quiso que Emeraude abandonara a su familia, por lo que buscó remediar lo que hizo muchos años atrás, pero no lo logró.

Alex se levantó con un movimiento brusco y se fue del departamento, azotando la puerta. Sabía lo que sentía; en su pecho de seguro había un vacío tan grande como en el mío; no obstante, no cedería ante las ganas de rendirme porque debía haber un balance entre los dos. No importaba quién perdiera la esperanza, el otro estaría ahí con la fortaleza que ambos necesitábamos.

—¿Podrías darnos su dirección? —le pedí a Tara con urgencia.

Asintió. Se metió por una puerta y salió más tarde con un papel doblado y una cara de disculpa.

—Lo siento —dijo al entregarme la nota—. Le llamaré para que los tenga a la mano cuando ustedes vayan.

Le agradecí y me fui tan rápido como pude. El miedo que me embargó al pensar que Alex se había ido lejos de ahí se disipó en cuanto salí a la calle y lo vi, sosteniéndose del poste de una lámpara. Tenía la cabeza gacha y el cuerpo encorvado.

Al acercarme, una arcada lo hizo vomitar entre los helechos sobre los que estaba.

Esta vez no me dijo que me fuera. Limpió la comisura de sus labios con un pañuelo que tenía en la mano y me rodeó como si aquel fuera a ser nuestro último abrazo.

—Perdón —dijo con un nudo en la garganta—. Creí que podríamos...

—¡Hey, escúchame! —Me separé de él para tomarlo del rostro; sus ojos estaban rojos y desviaba la mirada avergonzado—. Gerard Alexandre Tremblay, este no es el fin, ¿lo entiendes? Tenías razón, amor. No tardamos tanto tiempo en estar juntos para que así termine la historia.

Yo, más que nadie, sabía que las probabilidades de encontrar una solución eran ínfimas; Graham había mencionado que este tipo de situaciones eran irreversibles, pero había mucho a lo cual aferrarse. Calíope desarrolló sus habilidades desde una temprana edad, y eso sin mencionar que vivió muchos años; quizá con el tiempo descubrió aguas más calmadas que nosotros podríamos navegar. Tal vez no había forma de separar las vidas que fueron unidas, pero no era el único camino. Si teníamos suerte, y debía creerlo con todo mi ser, hasta podríamos hallar alguna manera de apaciguar la maldad de un doppelgänger.

—Vamos —continué—, después iremos con el sujeto ese. Pero ahora tenemos un tren que tomar y no quiero que esto arruine nuestros días en Giethoorn, ¿me escuchaste?

Asintió no tan convencido, pasó saliva haciendo demasiado ruido y se alejó unos pasos. Tras despeinarse el cabello, relajó los hombros; al menos, al voltear su expresión ya no era de un terrible tormento.

Caminamos hasta la avenida Van der Hooplaan para tomar un taxi que nos regresara a Ámsterdam. Al hotel solo pasamos por nuestras maletas y de ahí nos fuimos a la estación en la que esperamos solo unos cuantos minutos a que llegara el tren de colores brillantes. Alexandre ya se veía más tranquilo, aunque no había rastro del ánimo de la mañana cuando me despertó para decirme que tuviéramos una escapada romántica.

—Primera clase, ¿eh? —comenté al ver la cabina en la que viajaríamos.

—Te mereces lo mejor, Merybeth. —La alegría no llegó a sus ojos.

Por algún extraño motivo, sus palabras me causaron un retortijón. Me rodeó los hombros apenas me senté junto a él, pero como eso no pareció satisfacerlo, subí mis piernas en su regazo y me acurruqué como si no tuviéramos más espacio a nuestro alrededor.

—Todo esto para nosotros y prefieres irte sentada en mí —bromeó, frotando su nariz en mi coronilla.

—¿Quieres que me quite?

—Jamás.

Sonreí.

—Me alegro, porque aunque me hubieras dicho que sí, no lo habría hecho.

No volvimos a hablar en las dos horas que restaron del trayecto, más que nada porque Alex se enfrascó en su celular que maniobró a duras penas, y yo en el paisaje detrás de la ventana. No dejó de ver el aparato ni cuando tuvimos que cambiar de andén en la estación de Steenwijk para tomar el camión que nos llevaría a Giethoorn.

Después de bajar del autobús, tuvimos que caminar bastante; sin embargo, yo lo habría hecho de por vida si el paisaje nunca cambiaba.

Describir el pueblo en una sencilla frase habría sido hacer una comparación con el escenario de un cuento de hadas. Sigrid tenía razón, en vez de calles, solo había infinidad de canales; las casas, hoteles y negocios se encontraban rodeados de zonas verdes con algunos helechos de flores coloridas que terminaban cuando la orilla aparecía. Había puentes de madera por doquier, de aspecto viejo y romántico. Creo que solo faltaba un grupo de cisnes para que me sintiera como en una película de amor.

—¿Ves esa cabaña de ahí? —preguntó, señalando el otro lado del canal.

Al principio no supe a cuál se refería. Había varias, todas con el mismo aspecto: fachada de color arena, techos de paja y ventanas de madera oscura. Solo cuando nos dirigimos hacia la última, supe que ese sería nuestro hotel. Un sujeto, con evidente aspecto de oficinista en vacaciones, esperaba en la banca exterior.

—¿Señor Tremblay? —preguntó en cuanto nos acercamos. La confirmación de Alex le bastó para que extendiera el brazo con efusividad—: Manfred Naaktgeboren. ¿Han tenido un viaje placentero?

—Así es —respondió. Hizo las presentaciones pertinentes y examinó la fachada del lugar. Con poca discreción, cuestionó—: ¿Te gusta, amor?

Sus ojos volvieron a mostrar su usual picardía.

—Sí, ¿por qué?

—Ya está hecho. —Volvió a dirigirse al tal Manfred—. No necesitamos ver la otra.

Por un segundo mi cabeza colapsó.

—¡¿Compraste esta casa?! —exclamé atónita.

Los ojos del sujeto relucieron.

—¿Qué? No, pelirroja. Es nuestra solo por tres días.

—Podríamos considerarlo, claro está —intervino el otro con su marcado acento—. Si a su señora le gustó...

Bufé para mis adentros.

Alex debió ver mi fastidio porque, sin siquiera sentirse culpable, respondió al tiempo que tomaba las llaves que Manfred le ofrecía:

—Mi señora y yo estaremos encantados de considerarlo. ¿Ese es el bote que mencionaste en el mensaje?

Los tres volteamos hacia la orilla del canal, donde una pequeña barca de aspecto ligero apenas si se balanceaba.

—Oh, sí. A su completa disposición para que no tengan que sufrir en los establecimientos de renta. Por esta zona no hay mucho tránsito; verán que la tranquilidad de...

Dejé de escucharlo y preferí tomar la llave de la mano de Alex para entrar a la cabaña. El interior se veía bastante acogedor para ser un sitio dedicado a recibir turistas; el piso, así como los muebles rústicos, eran de madera en crudo.

—Creo que a la señora sí le gustaría vivir aquí —murmuré, tocando la textura de uno de los sillones de piel frente a la chimenea.

Di un rápido recorrido por las distintas habitaciones antes de salir por las maletas. En el exterior, Manfred le estaba enseñando a Alex a manejar el bote; era un show tan entretenido que me quedé mirándolo.

Para cuando el cielo se encapotó, el arrendatario se fue caminando por el sendero trasero de la propiedad.

—Eres experto en las sorpresas de último minuto —comenté, parándome sobre la delgada viga de madera que delimitaba el canal.

Alex encogió los hombros.

—Te habría llevado a uno de los tantos hoteles que hay por aquí, pero vi esto al último minuto y creí que sería mejor. Anda, mujer, que el día aún no acaba.

Me dijo que fuera por los impermeables que empacamos, porque iríamos a cenar. Al sacar las prendas me pregunté si en algún momento sí nos encerraríamos en esa cabaña o, por el contrario, nuestra travesía en Giethoorn se volvería un tour interminable.

Puis-je? —Extendió la mano con galantería.

Gu dearbh —respondí, aceptando su ofrecimiento para ayudarme a subir al bote que se balanceaba de forma perturbadora debido al cambio de peso.

Antes de que me sentara, me sostuvo de la cadera y me besó con suavidad.

—Me encanta que hables en gaélico.

Manfred fue un buen maestro. Alex condujo sin problemas, guiándose con un mapa de la región. Recorrimos los canales, unos más transitados que otros, como si el tiempo no existiera. El paisaje era inigualable, las ventiscas hacían que las hojas secas cayeran de las copas de los árboles, como una lluvia marrón que flotaba por un instante antes de llegar a tierra. Si así se veía en el otoño, de seguro en la primavera el panorama robaba la respiración.

Pronto llegamos al restaurante italiano Fratelli, en el que no pudimos quedarnos en la terraza, puesto que gruesas gotas comenzaron a caer. Disfrutamos el ambiente bullicioso del interior con ensalada de tomate, albahaca y mozzarella, pizza especial de cuatro quesos, varias copas de Rosé prosecco, y un exquisito Lady Bianca de postre, que consistía en helado de vainilla con salsa de chocolate y crema batida.

—Dime sitios que te gustaría conocer —dijo, llevando lo último que quedaba del helado a mi boca.

—¿Hay límites?

—Ninguno.

—Japón. Me gustaría ver el túnel de glicinias. O también Moscú, para dar un paseo en la Plaza Roja, tomados de las manos. —Su sonrisa ladeada me instó a confesarle una fantasía que surgió en Banff—: Sin embargo, hay un lugar al que, en definitiva, necesito llevarte.

"Quiero que conozcas las Highlands, Alex. Sé que es imposible, pero me gustaría que vieras todo de mi tierra. Quiero llevarte al castillo de Eilean Donan y contarte sus leyendas; al Lago Ness, a la Isla de Skye y a la Capilla Rosslyn; que veas las imponentes montañas, los extensos páramos y que nos sintamos pequeños en los acantilados.

"Y quiero que vuelvas a ir a Port Glasgow porque te daré un tour por mi infancia y conocerás a mi madre. Cuando vayamos en Navidad no quiero que finjas ser alguien más, Alexandre. Me gustaría que ella te viera a ti, que conozca a este hombre que tengo justo enfrente, y que acepte lo que tenemos porque es lo que me hace feliz.

Sus dedos abandonaron a los míos para acomodar un mechón detrás de mi oreja.

—¿Eso es lo que quieres?

Asentí. Sabía lo que pasaba por su mente, puesto que sus ojos no lo ocultaban. Por un lado, la preocupación por todos los problemas que eso nos acarrearía era algo que no se debía subestimar; digo, no solo nos estaríamos metiendo a la boca del lobo por la cercanía, sino que eso significaría dejar al descubierto la verdad que tanto me empeñé en ocultar.

Pero por el otro, la felicidad en su mirar era apabullante. Nunca lo mencionó, por supuesto; no obstante, no hacía falta para saber que, al final de cuentas, nadie está del todo contento por pretender ser el ex de su pareja delante de los demás.

—Buscaremos la forma, Merybeth. Lo prometo.

Nos quedamos para una copa más y luego nos fuimos hacia la cabaña. Quisiera decir que fue un paseo romántico bajo la lluvia; después de todo, los faroles en las calles, jardines, negocios y puentes alumbraban el pueblo como si de una villa navideña se tratase. Sin embargo, la realidad fue que las gruesas gotas incordiaron a pesar del impermeable, casi ponchamos una balsa inflable de unos turistas y, además, nos perdimos porque olvidamos el mapa en el restaurante; terminamos como a cuatro canales de distancia.

—¿Sabes hacer nudos marineros? —preguntó en cuanto bajamos del bote. Observó el pequeño poste de madera al cual ataría la cuerda como si este fuera a darle la solución—. Bueno, esperemos que esto sirva. No tengo ni tiempo ni paciencia.

Apenas si hizo un nudo simple antes de acercarse y cargarme como si fuéramos una pareja de recién casados. Eso tampoco fue romántico, por cierto; los impermeables hicieron que sus movimientos fueran torpes. Una risa incontrolable se apoderó de mí cuando casi me deja caer.

—No es gracioso, McNeil —gruñó, peleando con la cerradura—. Tendremos que venir en mayo para hacer esto de la forma correcta.

—¿Y esa cuál es? —Me aferré a su cuello para que pudiera maniobrar mejor.

—Para empezar, no estaremos usando estas cosas de plástico que solo estorban. —El pestillo cedió y por fin pudo pasar—. Y yo te cargaré de una forma tan varonil que, en vez de reírte, apenas si podrás respirar del deseo y expectación.

¿Cómo podría explicarle que ya lo hacía a pesar de la anécdota de nuestro regreso a la cabaña?

—Te diría que nos quedemos aquí, frente a la chimenea —dije, observando la estancia en cuanto encendió la luz—, pero ni el piso ni los sillones se ven muy cómodos para ponernos románticos, ¿verdad?

—Eso es discutible —argumentó. Me dejó sobre el piso al tiempo que examinaba la sala—. Enciende la chimenea en lo que yo voy por mantas.


***


—No puedo creer que lo hayas hecho —dije, mientras jugaba con la línea de vello debajo de su ombligo.

—Tienes que ser más específica, mujer —respondió, enterrando la nariz en mi cabello—. Hice muchas cosas para las cuales es lógico que estés escéptica.

—Fanfarrón. —Giré el rostro para morderle el torso. La luz del fuego en la chimenea hacía que su piel, ligeramente húmeda por el sudor, me instara a recorrerla centímetro a centímetro con los labios—. Me refería que no creí que hicieras tan cómodo este piso.

No mentía. La tosca madera quedó olvidada con todas las mantas y cojines que trajo. Estábamos tan cerca de las flamas que ni percibíamos el frío.

—Eso lo dices porque estás encima de mí. Tu opinión sería muy distinta si fuera tu espalda la que soporta todo el peso.

La paz se vio irrumpida cuando me moví para que intercambiáramos posiciones. Acomodé mi cabeza en la almohada y él lo hizo sobre mí.

—Lo siento —dijo con un tono que denotaba todo, menos disculpa—, mentí. En realidad solo quería que quedáramos de esta forma.

Sonreí. Algo así me imaginé al sentir la suavidad de las mantas; a veces le daba por acurrucarse en mi pecho, ya fuera después de intimar, antes de dormir, o cuando nos dábamos nuestros momentos de paz en el sillón.

Si bien creí que se quedaría dormido apenas le acariciara el cabello, minutos más tarde acomodó sus dedos entrelazados sobre mi diafragma, y su barbilla en ellos.

—No quiero que esto acabe, Merybeth —susurró con una sonrisa melancólica—. Había sobrevivido a las veces que me dejaste porque no conocía esto; no sabía la dicha que sentiría dormir junto a ti, ni lo feliz que me hacía ver tus mejillas sonrojadas después de hacerte el amor.

"Pero ahora que me lo has dado, me da miedo que algo nos separe y no pueda tenerlo nunca más.

Lo jalé para tener su cara frente a la mía. Esperaba que la cercanía exaltara el significado de mis palabras.

A-nis agus gu bràth, ¿recuerdas? —Le acaricié las cejas tupidas, los pómulos, el ángulo en su quijada y por último los labios. En momentos como ese, en el que lo veía fijamente, recordaba que su exterior era tan bello como el interior—. Maintenant et pour toujours, en francés...

Ahora y por siempre, en español —continuó, tan bajo que apenas si lo escuché—. Adesso e per sempre, en italiano. Y..., bueno, hasta ahí lo dejamos porque se acabó mi repertorio de idiomas y mi alemán no llega a tanto.

Me alegró que se detuviera ahí, ya que en mis planes no estaba hablar por mucho tiempo más.


***


El viernes dimos un paseo matutino después de desayunar en un restaurante cercano. Caminamos por las calles hasta que llegamos al Parque Nacional Weerribben-Wieden, en donde nos subimos a una embarcación pequeña junto con otros turistas y empezamos el recorrido en un gran lago que nos llevó a una zona más conurbada, del mismo estilo de la villa vieja.

Rentamos un par de bicicletas para recorrer parte del parque. Algunos senderos nos adentraron en las zonas verdes —y doradas, ya que el otoño estaba presente en toda la extensión de la palabra—, unas más pantanosas que otras.

—¡¿Qué diablos es eso?! —preguntó Alex, deteniéndose a la mitad de un puente.

Regresé los pocos metros que ya había avanzado y miré hacia abajo.

—Es un cormorán —deduje al ver el pelaje oscuro de un cuerpo del que solo se apreciaba la parte posteroinferior.

—Parece un ornitorrinco —comentó con el ceño fruncido. Mi expresión le hizo rodar los ojos y explicarse—: Ya sé que eso es imposible. Solo dije que parecía.

El animal salió del agua con un pequeño pez en el pico, sacudió su largo cuello y extendió las alas para emprender el vuelo. Avanzó unos cuantos metros antes de aterrizar en medio de unos helechos altos.

Llegó un punto en el que seguir en la bicicleta nos resultó imposible, por lo que regresamos. Aprovechando que ya había pasado un par de horas, nos metimos a un restaurante para recargar la energía que gastamos; de haberme dado a elegir, me habría quedado en el sitio para seguir comiendo las deliciosas fresas Romanoff que nos llevaron de postre, en vez de volver a las acequias y marismas que recorrimos en un punter.

No voy a negar que el paisaje me impresionó más en nuestra segunda expedición. Recorrimos kilómetros de estrechos canales rodeados de matorrales en los se escondían unas cuantas garcetas. Asimismo, también vimos un par de tjasker, tan viejos como el mismo parque; muchos de esos molinos ya se veían oxidados y no parecía que tuvieran otro propósito que el de decorar el panorama y servir para que los fumareles se posaran a descansar y emitir sus trinos.

—Mira hacia allá —susurró Alex, dirigiendo mi rostro hacia el sitio que indicaba.

Habíamos salido a un juncal bastante amplio y de la nada se había quedado callado y quieto. Dejó de remar, por lo que el movimiento se fue ralentizando.

No pasó nada extraordinario. Las aguas de la zona se quedaron quietas, al igual que la vegetación, que apenas se movía por efecto del viento. Entonces lo vi. Cerca de un helecho de parnasias, una nutria salió a la superficie, nadó tras dar una graciosa voltereta, y volvió a sumergirse.

No la volvimos a ver, pero sí admiramos el vuelo de las libélulas y de algunas mariposas de regreso al embarcadero.

Terminamos más exhaustos que cuando hacíamos nuestras incursiones en Banff. Llegamos a la cabaña con la energía suficiente para cepillarnos los dientes, quedarnos en ropa interior, y acurrucarnos debajo de las sábanas.

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