Capítulo 22
ALEXANDRE
Había una certeza indiscutible: la locura de la que sería mi esposa haría que mis días fueran por completo imprevisibles.
Cuando llegamos a Laval se le ocurrió la brillante idea de sacar los juegos de mesa y desvelarnos toda la noche. ¿Por qué? Bueno, habría dicho que solo Dios lo sabría, pero creo que ni siquiera él lo supo. En fin, el punto es que cedí porque pensé que el sueño le ganaría después de un rato; y aunque así fue, en un descuido se fue a la cocina y regresó con dos tazas de café bien cargado.
No me dejó cerrar los párpados hasta que el cielo se iluminó; claro que para ese entonces ya era demasiado tarde y debíamos alistarnos para ir al aeropuerto.
No es de extrañar que llegáramos a Ámsterdam pareciendo los protagonistas sobrevivientes de una película en la que una horda de zombies atacó la ciudad. Y no era para menos, después de poco más de quince horas de vuelo, que tuviéramos unas ojeras tan oscuras como el sentido del humor de mi doble, quien, por cierto, tuvo la decencia de no irrumpir el poco sueño que pudimos conciliar en el avión.
El paisaje no mejoró mucho mi estado de ánimo tampoco. No tenía una idea clara de lo que esperaba de un sitio al que se le relacionaba con el libertinaje, no obstante, sí tenía por seguro que no sería tan simplón como lo que rodeaba al Aeropuerto Schiphol.
¿Dónde estaban las luces neón, los locales de drogas y los escaparates de clubes nocturnos para hombres en los que las chicas bailaban detrás del cristal? Bueno, no es como que yo hubiera querido mirarlas porque de seguro no serían tan bellas como Merybeth, pero no estaban de más para entrar en ambiente.
El taxi nos llevó hasta el hotel Krasnapolsky, convenientemente ubicado cerca del Barrio Rojo porque, conociendo a los chicos, de seguro lo querrían visitar y la incertidumbre que Sinclair me provocaba no me permitiría estar en paz si estaba muy lejos de la escocesa.
Recuerdo que al reservar por internet imaginé los distintos tipos de reacciones de Merybeth al ver la habitación que tenía vista hacia la plaza Dam. Sin embargo, lo cierto es que bien pudimos haber llegado a cualquier hostal y no habría sido mucha la diferencia. Apenas entramos al vestíbulo me instó a dejar las maletas y, bostezando cual oso después de hibernar, me llevó de la mano hasta que caímos sobre la impoluta cama. No tuvimos energía más que para quitarnos los zapatos y entrelazar nuestras extremidades.
***
Otra prueba fehaciente de que la juventud se nos estaba yendo de las manos fue el tiempo que tardamos en recuperarnos del viaje. El segundo día de noviembre cayó en lunes, justo cuando empezaríamos nuestra travesía grupal. No estábamos al cien todavía, pero al menos no requeriríamos mayor esfuerzo que el de sentarnos en una de las mesas de Barney's para planear el itinerario. En cuanto entramos al local, el olor de la hierba hizo que Merybeth arrugara la nariz cual conejo silvestre. Vagamente me pregunté cómo habrían salido las cosas entre nosotros si hubiéramos frecuentado en mi época más oscura.
Sigrid, quien ya había llegado, platicaba con Robert al tiempo que comía un pequeño pastelillo de chocolate con cannabis. Su pasado tampoco estaba limpio, solo que su consumo siempre había superado al nuestro en cuanto a estilo.
—¿Conoceré otra de tus facetas? —preguntó mi chica al verme examinar la gran variedad de la carta especial.
—Ya lo dejé atrás, amor. ¿Qué me dices tú? ¿Quieres probar? Juro que no abusaré de ti si pierdes el conocimiento.
—¿Recordando viejos tiempos? —La voz inconfundible de Lucas cortó nuestra conversación. Él y TJ acababan de llegar, ambos con el pelo húmedo por la repentina lluvia que se había soltado en la ciudad.
—¡¿Qué hay, chicos?! —saludó TJ, sentándose al otro lado de McNeil. Al menos no lo había hecho en medio de los dos, pero estaba seguro de que llegaría el momento en el que lo haría—. Se ven bien. ¿Te importa, Sissy?
La aludida recorrió su plato para que las manos de mi amigo pudieran alcanzar el tenedor. Los ojos de Tom John se iluminaron como si fuera la mañana de Navidad; y tal vez así lo consideró, puesto que no dudó en pedir uno para él.
Si bien los demás no consumimos la especialidad del lugar, nada nos impidió pedir alcohol a pesar de la hora tan temprana.
—No quiero presionar —dijo Robert, ahogando un bostezo—, pero recién llegué y lo único que quisiera hacer por ahora es dormir.
—Esto te revive, hermano —le respondió TJ ofreciéndole el pastelillo. Luego, al verle el semblante, lo reconsideró—: O no. Quizá caigas a la primera mordida. ¿Quién quiere sacar el nombre de la suerte?
De su morral sacó una bolsa oscura en la que venían los nombres de todos, quien saliera sorteado propondría el primer lugar para visitar. Como nos apegamos al plan de Sigrid, ella fue quien sacó el papel.
—Lucas Pierce —anunció, exaltando su acento—. Nada extraño, por favor.
Su rápido guiño le pasó desapercibido a casi todos, excepto a mí y a él, por supuesto.
—Fácil —respondió de inmediato—. Maastricht.
—¿Qué es eso, mi buen Luc-Luc? —Se inmiscuyó TJ—. Suena como a estornudo.
—Una ciudad universitaria casi en la frontera con Bélgica. Está a dos horas y media de aquí; rentamos una camioneta y en un solo día podemos ir y volver por si no quieren pasar la noche allá.
A Merybeth y Sigrid pareció darles igual, y TJ encogió los hombros satisfecho al tiempo que seguía comiendo. En cambio, Robert sacó su mejor expresión incrédula.
—Bien —dijo este último—, ya que Alex no piensa decir nada, tendré que hacerlo yo. Excesos, Lucas. ¿Dónde dejaste el espíritu?
—Tú elegirás los antros de perdición, Rob. Alguien tiene que optar por la cultura. —Ni se inmutó por el poco entusiasmo que mostró el moreno—. ¿Les parece que nos veamos en dos días justo aquí? A las seis y media de la mañana.
—¡A esa hora todavía ni amanece!
—¿No podría ser más tarde? —preguntó Merybeth, a quien tampoco le entusiasmaba mucho la idea de levantarse tan temprano.
—Tomemos en cuenta —añadí a favor de mi amigo—, que para eso de las cinco ya está oscureciendo. No tenemos muchas horas de sol para aprovechar.
—¡Bien! —convino Robert, levantando la manos en señal de rendición—: Pero desde ahora pido el último asiento porque serán dos horas que no desperdiciaré con los ojos abiertos.
Luego de eso pedimos otra ronda de bebidas y dejamos aparte el tema de las excursiones hasta que nos fuimos del local.
A pesar de que sabía que mis amigos y mi novia formaron buenas migas, algo me hizo pensar que sería raro llevar a esta última al viaje anual. Como si eso fuera la confirmación oficial de que era la definitiva. El ritmo vertiginoso que había adquirido nuestra relación a veces me consternaba; seis años en los que no sucedió nada más allá de los encuentros esporádicos de los que ni siquiera nos percatamos, y luego todo se fue a máxima velocidad. En un año partimos del punto cero en el que ella apenas si me toleraba, hasta mudarnos juntos y tener una joya de por medio que era la promesa de un futuro juntos.
Para esa misma noche nosotros nos recuperamos por completo. Tras dejar el tedio del viaje largo y el jet lag, descubrimos que la atmósfera que se instauró entre nosotros fue muy similar a la de Banff. En cuanto volvimos a ser nosotros mismos, pudimos disfrutar de lo que el hotel Krasnapolsky nos ofrecía; nos relajamos, por la buena vibra de la ciudad y porque Sinclair volvió a dejarnos en paz.
De mi doble no tuvimos señales desde que nos subimos al avión. Nuestras horas de sueño no se volvieron a ver afectadas y eso lo pudimos comprobar al despertar descansados, felices y con la satisfacción de poder recordar lo que habíamos estado soñando.
Merybeth, del mismo modo, pareció dejar atrás su repentina tristeza. Esas noches había dormido tranquila y por las mañanas era la misma mujer que conocí, a veces de buen humor como para cantar antes del desayuno, y otras tantas de mal carácter porque la escocesa no solía ser una persona matutina.
La tarde anterior a Maastricht, después de dar un paseo en la Plaza Dam y revisar mi correo, alcancé a Merybeth en la terraza. El sol ya se estaba poniendo y la cortina de agua que nos hizo regresar al hotel no era más que una ligera llovizna que no fue impedimento para que las palomas regresaran a buscar comida en la explanada. El Palacio Real se veía majestuoso con la incidencia de la luz naranja, aunque no tanto como el halo de fuego mojado que era la cabeza de McNeil.
—¿Té? —pregunté, situándome justo detrás de su cuerpo. Dejé la taza sobre el borde y le rodeé la cintura—. Negro con leche. ¿O prefieres café?
—Este está bien —respondió al tiempo que llevaba la porcelana a sus labios.
Una mancha oscura apareció en mi sudadera cuando se recargó en mí.
—Tengo noticias —dije después de un rato. Aproveché que ladeó la cabeza para robarle un beso—. Hay solo cuatro sujetos en Amstelveen y sus inmediaciones con el mismo nombre que están casados. No supe el nombre de la hija de Calíope, pero creo que tenemos muchas probabilidades ahora que las opciones se han reducido bastante.
—¿Cómo los encontraste?
—Soy un súper agente secreto —contesté satisfecho. Si bien rio con mi broma, volteó de nuevo para interrogarme—: Está bien, nada del otro mundo. Le pedí ayuda a Oswald.
—¿Él qué tiene que ver?
—Mucho cuando se sabe mover por el mundo, amor. Hay que admirarle los contactos que tiene. —Me estremecí al pensar en las puertas que se había abierto en miles de ámbitos—. En fin, tengo direcciones y podríamos iniciar después de Maastricht.
—No involucraremos a tus amigos —sentenció firme.
Más allá de que me molestara su tono hosco, entendí por qué los excluía. Claro que eso tampoco nunca estuvo en mis planes, pero que se preocupara a tal grado por ellos solo me hizo quererla más.
Quisiera decir que por la mañana salimos frescos. No obstante, la realidad fue que apenas si pudimos caminar sin caernos debido al sueño. Con nuestros ánimos renovados, el romance se hizo presente a tal grado que quisimos ponernos al día con nuestra vida sexual que habíamos estado descuidando. Ni nos dimos cuenta que el tiempo se nos fue mientras estábamos en el jacuzzi.
El clima y el paisaje en general no fueron de mucha ayuda. El cielo oscuro estaba poblado de densas nubes que en cualquier momento descargarían, y la niebla nos jugó un par de malas pasadas.
En cuanto vi la inconfundible silueta al otro lado del canal, jalé a una adormilada Merybeth para que se quedara detrás de mí. Eso la espabiló y preocupó. Sentí sus dedos aferrándose a mi brazo conforme la sombra avanzaba entre la blancura que cubría la calzada. Por incontables segundos nos quedamos quietos, cada uno sopesando si sería mejor esperar lo inevitable o regresar nuestros pasos. Sin embargo, pronto apareció un rostro que no conocíamos y que nos miró extrañado por la expresión que de seguro teníamos. El sujeto pasó de largo.
No comentamos nada al respecto. Por un momento la paranoia nos volvió a invadir por mi reacción exagerada, pero la verdad es que no teníamos algún motivo que nos hiciera creer que Sinclair estaba cerca.
—Lo siento —susurré al entrar en la calle Haarlemmerstraat—, no quise asustarte.
—Está bien —respondió pensativa—. No deberíamos confiarnos, de todos modos. Ya han pasado cinco meses y quizá sea cuestión de tiempo para que él pueda alcanzarnos en donde sea.
La ceñí con fuerza de la cintura al tiempo que avanzábamos por la desierta calle de edificios altos. Las pocas luces de algunos escaparates en cuyos locales ya se iba viendo un poco de actividad, alumbraron lo suficiente para notar que los inmuebles no eran tan coloridos como en otras zonas de la ciudad.
Para cuando llegamos a la intersección con Buiten Brouwersstraat, vimos que el único que faltaba era Robert; los demás, con cara somnolienta, se encontraban recargados en una gran camioneta blanca en cuyo interior ya estaba un par de mochilas sobre el piso. TJ soplaba al interior de un vaso de unicel que sostenía entre las manos, Lucas revisaba un mapa del país, y Sigrid solo bostezaba cada diez segundos; al parecer, a esa mujer le importaba más su cansancio que el frío, puesto que solo usaba un suéter ligero.
En cuanto Rob apareció, de inmediato se apoderó del último asiento, que tuvo que compartir con TJ porque nosotros iríamos en el central y la noruega iría de copiloto.
Creo que ni siquiera habíamos entrado a la A10 cuando el movimiento del auto, el suave murmullo del motor, y el calor de mi chica que se acurrucó en mi pecho, me hicieron cerrar los ojos. Y para la siguiente vez que los abrí, la luz difusa del amanecer ya permitía que pudiéramos apreciar el paisaje al lado de la carretera, densas cortinas de árboles no tan frondosos cuyo fin no se veía. Al menos ya no había neblina.
El ánimo de todos se encendió al cruzar el río Mosa. Tras sortear algunas calles, Lucas aparcó la camioneta cerca de la Basílica de San Servacio. De ahí, fuimos hacia la Universidad de Maastricht para inmiscuirnos en la vida estudiantil que el californiano tanto quería admirar; y luego buscamos alguna cafetería en la que pudiéramos desayunar; la terraza del Grand Café D'n Ingel nos convenció apenas pasamos por ahí. Las primeras horas del día se nos fueron entre sopas de tomate y pimentón, baguettes con carpaccio, y pollo al pesto.
Aunque al mediodía la temperatura ya había mejorado bastante, el cielo siguió gris. Estuvimos recorriendo las tranquilas calles de la ciudad al tiempo que charlábamos sobre cualquier nimiedad que se nos ocurría y tomábamos fotos. De no haber sido por el idioma que se escuchaba a nuestro alrededor, habría creído que en realidad estábamos en Londres y no en los Países Bajos. La arquitectura era muy similar a la de algunos barrios de Inglaterra.
Una de las desventajas de la fecha que habíamos elegido para nuestras vacaciones era que el clima no era tan propicio. La lluvia no tardó en aparecer, por lo que tuvimos que refugiarnos dentro de la Basílica. Lucas, TJ y Robert se enfrascaron en una conversación que se enfocó en la combinación de estilos arquitectónicos. Merybeth, Sigrid y yo solo los seguíamos a través de los recintos, a veces escuchando cuando los datos eran interesantes, y a veces ignorándolos cuando discutían sobre ángulos, paramentos, pendientes y equilibrio. Lo que más me gustó fue el patio interior, aunque no pudimos salir por la tempestad.
—¡Hora de elegir nuestro siguiente destino! —anunció TJ.
Para ese entonces ya habíamos recorrido todas las zonas abiertas al público, así que nos habíamos sentado un rato en las últimas bancas de madera frente al altar.
—Yo quiero sacar —dijo Robert. Su cara de desilusión nos confirmó que no era el suyo—. Sigrid, es tu turno.
—Ya había hecho mi elección, iremos a Giethoorn —le respondió—. Pero no sé si podamos ir en auto.
—¿Por qué no? —intervino Merybeth.
—El pueblo está sobre un suelo blando que no soportaría la construcción de carreteras. El medio de transporte allá son las barcas.
—Bueno —sugirió Lucas—, vamos en la camioneta hasta donde podamos y ya de ahí caminamos o rentamos una barca.
Al final acordamos salir el sábado siete desde Barney's. Como la lluvia no parecía tener fin, nos dimos por vencidos con las actividades al aire libre y nos fuimos al museo Vrijthof, luego al Centro de visitantes de Maastricht, a la Facultad de Artes y Ciencias Sociales en la que había una presentación de un libro, y por último a Taverna La Vaca para cenar y tomar algunos tragos.
Regresamos a Ámsterdam como a eso de la una de la mañana.
***
El reloj de la habitación indicó que faltaban tres minutos para las cuatro. Sobre mi pecho reposaba la cabeza de Merybeth, quien dormía profundamente. La moví con sumo cuidado para no despertarla, pero de igual forma abrió los párpados, confundida.
—¿Qué pasa? —preguntó con voz ronca.
—Nada, amor. Vuelve a dormir.
Le acaricié el cabello como aliciente para que me hiciera caso; y si bien lo hizo, se ciñó más a mi cuerpo.
Esperé un par de minutos para intentar moverla de nuevo.
—¿Qué haces, Tremblay? —gruñó.
Su tono me indicó que su somnolencia no duraría tanto. Si no la volvía a dormir, descubriría mis planes.
—No puedo dormir, McNeil. ¿Me ayudas con eso?
Levanté su barbilla y comencé a besarla con dulzura. Poco a poco la fui acomodando para que estuviera debajo de mí; fui de sus labios hacia su cuello y luego a sus senos ocultos bajo un conjunto de seda más grande de los que solía usar. Al llegar al borde de la camiseta levanté la tela para satisfacer el deseo que me instaba a desnudarla; sin embargo, no fui más allá de remover también un poco del elástico del pantalón porque no quería perder más tiempo.
Mi lentitud para recorrer su cuerpo surtió el efecto deseado. Su respiración pausada me confirmó que ya no estaba conmigo y por fin pude salir de la cama sin que se diera cuenta.
En la recepción ya me esperaba TJ. Parecía un oso con la enorme chamarra marrón que tenía puesta.
—Nunca en tu vida habías llegado tarde, hermano —bromeó, extendiéndome un vaso desechable con café.
—Merybeth se despertó. Tuve que quedarme con ella para que no se diera cuenta. ¿Listo?
Tras su asentimiento salimos del hotel; la Plaza Dam no estaba vacía del todo, así como algunas de las calles que transitamos que fueron incrementando su actividad conforme nos adentrábamos a la zona de los centros nocturnos.
TJ soltó un silbido de admiración cuando llegamos al local. La mujer detrás del escaparate de cristal nos sonrió coqueta y abrió las piernas lo suficiente para tentar a cualquier hombre.
—Gracias por acompañarme, Tom John —murmuré, viendo la entrada de luces rojizas.
El bonachón ni siquiera pareció escucharme, estaba entretenido admirando a la chica del cristal continuo.
—Het is gesloten —dijo un sujeto en cuanto di un paso al interior. Tuve que explicarme sin que me alterara la fuerza con la que su mano me detenía del pecho. Al menos tuvo la cortesía de cambiar de idioma para que entendiera la respuesta a mi petición—: Si buscas a Ruud, espera aquí afuera. Ya casi sale.
La historia que me llevó a ese burdel empezó con el correo que me envió el contacto de Oswald. Aparte de las direcciones personales, también incluyó las de sus empleos; y como uno estaba cerca, sería mejor ir ahí que a su hogar en Amstelveen.
Esperamos como unos treinta minutos hasta que un hombre, bastante alto y rubio, salió del local. El otro debió decirle de nuestra presencia, ya que de inmediato nos miró para sopesar si éramos tipos de fiar.
—Kan ik u helpen? —soltó casi como un gruñido—. Ken ik jou?
—No habla nada de inglés —intervino el de la puerta—. Pero preguntó si les puede ayudar y si es que se conocen de algún lado.
Esto iba a ser más difícil de lo que pensé.
—Estoy buscando a una mujer. Su madre era una escocesa de nombre Calíope y, hasta donde supimos, se casó con un Ruud Geldof de Amstelveen.
El sujeto nos hizo favor de traducir lo que había dicho. Y si bien nosotros no hablábamos neerlandés, supimos que no era el Ruud correcto por la expresión que apareció en el rostro del más alto.
Agradecimos la ayuda y volvimos nuestros pasos.
—¿Puedo preguntarte algo, mi buen Alex? —TJ, que se había asomado por el borde del puente para mirar las oscuras aguas del canal, frunció el ceño, pensativo—. ¿Por qué no le dijiste a Mery que viniera contigo? Digo, a mí no me molestó, de hecho fue muy educativo para conocer la zona. Pero... ah, bueno, no me había puesto a pensar en eso; quizá sí hubiera sido incómodo para ella.
Mi carcajada resonó en la desolada calle por la que nos metimos.
—Nada de eso, TJ. Solo quise dejarla descansar. Las últimas semanas la había notado exhausta; sin embargo, desde que llegamos volvió a ser la de antes. Además...
Me callé. Si lo decía en voz alta, sería una confirmación oficial de mi temor.
—¿Estás bien, hermano?
—Siento que no habrá solución, TJ —confesé ausente—. Antes de venir creí que aquí encontraríamos una salida, pero ¿y si no? Puse mi fe en esos diarios. ¿Qué va a pasar si no los encontramos? ¿O si lo hacemos y en realidad no hay nada de nuestro interés?
"No me gustaría quitarle la esperanza, ¿sabes?
Lo más sorprendente de TJ era que, más allá de su aspecto despistado, era un chico muy inteligente. No tardó en comprender.
—La situación empeoró, ¿no es así?
Asentí.
—Si Sinclair muere, ella del mismo modo lo hará.
Ambos nos quedamos en silencio.
—Entonces nadie deberá morir —soltó como si no fuera obvio.
—TJ... —susurré dudoso—, siento que se viene un cambio. Desde hace días he percibido algo extraño en la atmósfera; algo me dice que Sinclair no tardará en aparecer y...
—¿Por qué lo dices? —interrumpió, volteando para mirar a nuestro alrededor.
—Así es él. Deja de molestarnos el tiempo suficiente para que nos confiemos, y luego ataca.
Su mano regordeta me palmeó el hombro.
—Estaremos atentos, Alex.
—No, TJ —acoté más agresivo de lo que pretendía—. No queremos que ustedes estén involucrados. Sin embargo, si te lo digo es porque necesitaré que, si algo sucede, lo que sea, no la dejes sola.
—Alex...
—Promételo, TJ.
No sé qué fue lo que vio en mi cara, pero fue suficiente para que dejara de lado cualquier frase positiva que estuvo a punto de soltar y, en vez de eso, asintiera solemne.
Lo acompañé hasta su hotel en la calle Overtoom y regresé mis pasos. Traer a mi doppelgänger a colación solo sirvió para incrementar mi paranoia; a pesar de que algunas calles ya mostraban actividad y que en los canales las primeras barcas ya se veían circular, no dejé de sentirme perseguido por algo que no podía ver.
En la habitación nada había cambiado, si acaso la posición en la que la escocesa dormía. Su cabello rebelde se extendía por la almohada, y las sábanas habían caído al piso, dejando al descubierto su figura cubierta por el pijama del color de la sangre.
Al quitarme la ropa recordé la primera noche en Londres, cuando tuve que despojarla de sus prendas mojadas por la cerveza. Sonreí. La seguía viendo perfecta, como un año atrás.
Me hinqué en el piso, muy cerca de su rostro. Traté de acariciarla lo más suave que pudiera, no obstante, mis dedos picaron al no sentirse satisfechos. Abrió los párpados cuando mis yemas le recorrieron los labios.
Por largos segundos no dijimos nada ni nos movimos, solo nos miramos a los ojos, ambos con tímidas sonrisas.
—Ven conmigo —susurré.
El mohín gracioso que hizo me instó a llevármela aunque fuera sin su consentimiento.
—¿A dónde?
—A Giethoorn. Solo tú y yo.
—¿Y los demás?
La idea salió de la nada; de repente, unas ganas de estar solo con ella me invadieron y no pude controlar mi lengua.
—Nos alcanzarán el sábado, amor. Estos días serán para nosotros. ¿Qué dices?
—¿Ya volviste a tu faceta cursi?
Si bien arrugó la nariz como si desaprobara el romanticismo extremo, yo sabía que en el fondo los detalles hacían que se enamorara más. Era obvio por la forma en que el azul de sus ojos irradiaba tanto cariño y devoción, como si el hielo fuera cálido.
—Si no quieres...
Encogí los hombros, tan indiferente como pude. Miró al cielo, reprimiendo una sonrisa, al tiempo que me jalaba del hombro y me instaba a acostarme muy cerca de ella. El olor de su cabello y la tibieza de su cuerpo me hicieron sentir como en casa.
—Yo me iré al rato, pelirroja. ¿Vas conmigo o con los chicos?
Sus labios comenzaron un tímido recorrido en mi cuello.
—Voy contigo, Tremblay. A Giethoorn y a donde tú quieras.
Y le creí. Lo hice porque en un año aprendí a diferenciar las entonaciones con las que solía hablar, y aunque tratara de escudarse en la ligereza de lo que podría considerarse una exageración, lo cierto es que hablaba en serio. Ella iría conmigo a donde fuera, del mismo modo que yo igual la seguiría.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro