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Capítulo 21


MERYBETH


El único miembro de la familia directa de Alex que me faltaba por conocer resultó ser una de esas mujeres empoderadas que intimidan a cualquiera.

Geraldine, como es que me pidió que la llamara tras una hora de charla, tenía un espíritu tan dominante que ni siquiera Gerard se atrevió a hablar cuando su madre contó algunos datos un tanto vergonzosos de él.

Poco antes de las cinco salimos al jardín en donde Alexandre ya había instalado una carpa de aspecto elegante para que la ligera llovizna no nos fuera a mojar. Cabe decir que los alimentos estuvieron deliciosos; Maya era excelente, mucho mejor que mi novio, y eso se demostró en el variado bufet que nos presentó.

La convivencia fue de lo más amena. El tiempo transcurrió entre conversaciones, anécdotas, chistes locales y planes a futuro, ya que el siguiente año Charly debía elegir una universidad.

Para cuando llegó la hora del pastel, el ambiente era por completo distinto al de un inicio. Los faroles del exterior, junto con las luces de la casa, sustituyeron al astro rey que hacía rato se había escondido en el horizonte. Los grillos cantaban en los arbustos, la actividad en el río disminuyó, y algunos de los vecinos también salieron a sus jardines traseros para disfrutar la noche.

Charlotte gozó con la atención recibida, por supuesto. No sabía si era un rasgo inherente de la familia Tremblay, pero esa presencia imponente no cualquiera la podría portar. Me recordó mucho a la versión egocéntrica de su hermano, solo que sin esos aires exagerados de grandeza.

En esa ocasión no fui un miembro muy activo de la conversación; todo, y no esperaba menos, fue en francés. Cabe decir que, si bien ya me había familiarizado con el idioma —y que en gran medida eso fue porque le pedí a Alex que lo habláramos en casa de vez en cuando—, mi nivel no alcanzaba para inmiscuirme en negocios y política. Eso ya eran ligas mayores.

—¿Quieres dar un paseo? —susurró Alexandre en mi oído.

—¿En dónde? —cuestioné, mirando a nuestro alrededor. El jardín, casi tan grande como la misma casa, no parecía un sitio en el que uno pudiera dar un paseo en toda la extensión de la palabra.

—Por la orilla del río.

Señaló con la barbilla a una pareja que trotaba a dos casas de distancia. Sus oscuras siluetas pronto se perdieron entre los árboles.

Dejamos a los demás integrantes de la familia en medio de una discusión sobre el impacto ambiental que ocasionaría la nueva empresa que se estaba construyendo en Vancouver. Entrelacé mi brazo con el de él y avanzamos a pasos lentos. La lluvia, para ese entonces, ya estaba disminuyendo, era cuestión de minutos para que cesara; aun así, nos refugiamos bajo un paraguas.

Por un rato reinó el silencio. El río estaba más o menos en calma, no quedaba vestigio de la actividad del club naval, excepto uno que otro rezagado que, según dijo Alex, serían clientes VIP, puesto que a esas horas ya estaba cerrado para el público general.

En algún punto, lo solté y preferí pasar mi brazo por su espalda baja para tomarlo de la cadera.

—¿Podemos retomar la charla de hace rato? —preguntó cauteloso.

No hacía falta que especificara, lo único que teníamos pendiente era lo que interrumpió su abuela.

—¿Qué quieres que te diga, Alex? Solo me he sentido un poco melancólica y...

—¿Extrañas tu hogar? —soltó sombrío.

Me paré en seco. Solo cuando él se puso frente a mí y tomó mis hombros, hablé:

—Mi hogar está aquí.

—Entonces ¿qué te tiene así, amor? Me preocupas.

No entendía por qué hacía tanto alboroto. La respuesta era clara; era obvio que Graham de nuevo me estaba provocando pesadillas que me hacían sollozar en sueños y que, quizá por buena o mala suerte, no recordaba al despertar.

Y recalco el obvio porque no había otra explicación lógica.

Lo curioso es que, justo al abrir los ojos, me invadía un mar de culpabilidad que no podría definir. No recordaba ni imágenes, ni sonidos, ni ningún detalle como los otros tantos sueños que el doppelgänger me provocó. Lo único que tenía para afirmar que esa teoría era cierta era la pesadumbre y congoja que me hacían moverme inquieta y, ocasionalmente, llorar en silencio para no perturbar el sueño de Alexandre.

Respecto a esto último, él solía insistir que fueron más veces, aunque yo solo podía hacer cuentas de dos en las que, después de no dormir, esa extraña culpa amenazó con ahogarme y las lágrimas salieron sin que pudiera controlarlas. Estaba segura de que en ese instante, en el que el agua salada mojó la almohada, sabía con certeza lo que me ponía así, pero luego de que el cansancio me venciera y cayera dormida, el conocimiento se esfumaba y todo quedaba en el regusto de un mal sueño.

—Lo mismo de siempre —contesté, olvidando mis turbios pensamientos—. Graham sigue perturbando mi descanso. Sueño cosas de las que no puedo acordarme, solo sé que me afectan tanto que me pongo así. ¿Tú no te has sentido extraño?

Negó con la cabeza.

—No. Sin embargo, por la noche tuve un sueño muy... raro. Ya ni siquiera sé qué fue, lo veo como a través de una capa de humo. —Tras pensarlo un momento, prosiguió—: No me imaginaba exento, de todos modos. Eso explicaría por qué amanezco tan cansado.

—¿Crees que vayamos a encontrar una solución?

—Debemos hacerlo.

Comprendí el peso de esas dos palabras.

Nunca habíamos hablado del fin radical que mencionaban las leyendas. No sabría decir si porque él pecaba de ingenuo al igual que yo, o porque abordar un tema semejante no es cualquier cosa. De cualquier forma, y aunque matar a Graham nunca haya sido parte del futuro, esa aberrante opción también nos fue arrebatada. Parecía que el precio por estar juntos se debía pagar a plazos y con grandes intereses. Quizá fuera una deuda que nunca saldaríamos.

Como Alex pareció más tranquilo después de confesarle lo que intuía, y eso sin mencionar que mi aseveración le quitó un gran peso de los hombros, continuamos caminando por la orilla del río. Me contó sobre el pánico de su madre cuando él salía a jugar al jardín trasero y se acercaba demasiado al agua, o cuando, ya más grande, Charly era la que le provocaba crisis nerviosas y comprendió los gritos que lanzaba Simone.

Regresamos a la casa para entregarle el regalo a Charlotte, unos boletos para un concierto de Alexz Johnson; y si bien teníamos la opción de quedarnos un rato más para seguir con el festejo, al día siguiente ya habíamos quedado de ir a visitar las atracciones en la isla de Santa Helena. Sería nuestro último recorrido local antes de irnos a Ámsterdam.

La mayoría de las luces de las casas en Avenue Montrose ya estaban apagadas cuando llegamos a Westmount. Durante el trayecto volví a sumirme en esa abstracción con el único propósito de recordar algo, no obstante, mientras más trataba de aferrarme, más se me escapaba de las manos.

—¿Usarás eso para dormir? —preguntó Alex en cuanto salió del baño después de cepillarse los dientes.

—¿Tiene algo de malo? —Observé el corto camisón de seda negra.

—Nada, si tu propósito es volverme a pedir que no me duerma —respondió juguetón.

Mi cerebro se puso en alerta. Vagamente escuché un eco de mi propia voz haciendo esa petición. De hecho, poco a poco se fue extendiendo esa necesidad por permanecer alerta, por no caer en la inconsciencia.

—¿Estás bien? —preguntó preocupado.

—Las cosas malas pasan por la noche  —afirmé, más para mí que para él.

Miró a su alrededor, de seguro en busca de un Graham bilocado.

—Solo son sueños —murmuró—, no pasará nada.

No quise contradecirlo para no preocuparlo, pero era como si, con cada segundo que el reloj marcaba, la certeza de que algo estaba por venir crecía en mi interior al tiempo que ese miedo irracional invadía cada célula de mi cuerpo.

Apagamos las luces y nos metimos debajo de las sábanas. Aún después de cinco meses, todavía encontraba extraño poder compartir la cama con él de una manera tan pacífica, como si lleváramos años haciéndolo.

—¿Y si no lo son? —insistí, buscando una posición cómoda sobre su pecho. De inmediato sus brazos tibios me rodearon y me hicieron sentir segura, al menos de algún daño físico—. Alex, ¿qué pasará si en realidad no son sueños?

El aire caliente que exhaló chocó contra mi coronilla; luego, sus dedos me levantaron el rostro para que nuestros labios se encontraran, suaves y pausados.

—Merybeth —susurró resoluto—, no dejaré que él nos vuelva a separar, ¿lo entiendes? No importa qué haga, lo superaremos.

Por mi mente pasó la idea de hablar de lo que fuera, quizá continuaría con el tema que quedó inconcluso la noche anterior; sin embargo, no tuve la energía necesaria, o tal vez fue que la paz del hombre que me abrazaba fue suficiente para que solo me quedara divagando en cosas tranquilas en espera de que el sueño no viniera esa noche o que, si lo hacía, no me abandonara hasta que la luz del alba atravesara la ventana.


***


Una angustia apabullante me ahogó apenas abrí los ojos y descubrí que todavía era de noche.

Entonces, todos los recuerdos llegaron a mí para darme una bofetada que hizo que las lágrimas se acumularan en mis ojos. Fue como volver a sentir esas caricias cuya ternura me era obscena, esos besos que ahora me provocaban náuseas, esos movimientos que, más allá del placer físico, eran una tortura para mi alma. Me sentí sucia, sin poder ser merecedora de ningún tipo de perdón.

Quisiera ser capaz de describir la desesperación que me embriagó. Era como esa desolación que se percibe después de que has cometido un terrible error y deseas con toda tu alma encontrar una forma de regresar el tiempo. Harías lo que fuera para volver al pasado y cambiar las cosas que ahora te consumen; o rezas y le haces promesas al dios en el que crees para que, de algún modo, cuando despiertes al día siguiente todo haya sido un mal sueño.

Sin embargo, la realidad sigue ahí, burlándose de que lo hecho es inamovible. Los fallos del ayer están escritos con tinta permanente sobre una hoja que ya dio la vuelta. Y no puedes hacer mucho, solo arrepentirte y torturarte con fantasías sobre lo diferente que hubiera podido ser todo con decisiones distintas. En eso radicaba la belleza del hubiera.

Mi cuerpo se debatió entre controlar las arcadas o neutralizar el dolor punzante en mi pecho.

A mi lado, Alex aún dormía. Y aunque sabía que lo haría hasta que el sol saliera, la realidad era que su cuerpo no tardaría en despertar; entonces volveríamos a ese círculo vicioso que por ahora podía recordar, pero que en horas posteriores olvidaría.

Lo cierto es que cada noche lo intenté. Traté de resistirme a un impulso que me era implantado en contra de mi voluntad, aferrándome a que eso podría desmoronar lo que Alexandre y yo habíamos construido. No fue suficiente; ni eso ni los métodos más convencionales, como encerrarme en el baño o atarlo para que no se me acercara. Su dominio mental era más fuerte que cualquier cosa física que yo hubiera podido hacer.

La atmósfera cambió de un segundo a otro. La temperatura descendió y la paz del cuerpo dormido se transformó para dar paso a esa inmovilidad premeditada que sugería peligro. Sus ojos, que ya estaban abiertos y de aspecto vidrioso, se ensombrecieron al tiempo que una sonrisa ladeada dibujaba la mueca de la perversión.

Sentí frío. No solo mi rostro se congeló por lo gélidas que percibí unas lágrimas que no supe en qué momento se derramaron, sino que también mi interior se cristalizó.

—¿Por qué lloras, cielo? ¿Tanto me extrañaste? —preguntó al voltear a verme.

—Graham, no, por favor. Te lo pido.

Di un respingo cuando se movió para encender la lámpara del buró. Luego, me acarició la piel por debajo de la sábana. Cerré los ojos para intentar reprimir lo que su toque me provocaba. No funcionó.

—Tu mente y tu cuerpo piden cosas distintas —susurró letal, regocijándose en la prueba indiscutible que encontró debajo de mi ropa interior—. Hagamos que se pongan de acuerdo.

El odio que sentí, tanto por él como por mí misma, me hizo hablar:

—Tendrás mi cuerpo y mente, Graham. Pero no mi corazón.

La furia hizo que sus ojos relucieran.

Los movimientos de su mano se detuvieron por ese largo instante en el que lo vi luchar consigo mismo para controlarse. No obstante, reanudaron su actividad con más ahínco conforme los engranes en su mente giraban.

Sonrió al sentir que mi cadera se contoneaba para ayudarlo a cumplir su propósito. Mis párpados se volvieron a cerrar y de mi garganta salió un gemido ahogado.

—Tendré que conformarme con eso, Beth. Aunque no estoy muy seguro de que a él le satisfaga tener solo de ti algo tan... sobrevalorado —comentó burlón.

Aprovechó que el éxtasis me tenía atolondrada para cambiar de posición. Las sábanas cayeron al piso al igual que el pantalón de su pijama. Prodigó mi piel con besos que descendieron desde el cuello hasta la parte interna de mis muslos.

Perdería de nueva cuenta la batalla. De mi desasosiego no quedaba más que el conocimiento de que existió y que, una vez que mis necesidades físicas me llevaran a la cumbre, me volvería a encontrar cuando la caída me hiciera sentir como la persona más despreciable del mundo.

—¿Por qué lo haces? —cuestioné a media voz—. ¿Qué es lo que ganas?

Una risa cínica salió de sus labios. Abrí los ojos en cuanto mi piel se vio libre de su atención. Graham lucía glorioso, dominante, satisfecho.

—Quebrarlos —respondió con suficiencia—. Los destruiré de la misma forma en que tú colapsaste mi mundo, Merybeth. Lo pondrás en mi lugar, será el pobre sujeto que ama con locura a una mujer que le entrega su cuerpo a otro.

Las lágrimas volvieron a salir a pesar del deseo que en mi cuerpo se fraguaba.

—De nada sirve si lo olvido al despertar.

—Lo recordarás, créeme. Lo harás cuando ya sea demasiado tarde, cuando él no te pueda perdonar, cuando yo esté harto de ti y cuando hayas pagado el arrepentimiento que debiste sentir al engañarme.

"No te quedará nada, cariño. Nada.

Ahogué un sollozo lastimero. Lo que más me dolía era herir a Alex y, al parecer, eso era algo inevitable según los planes del doble.

—Al menos deja de usar su cuerpo —imploré, cubriéndome el rostro con las manos.

Mis uñas se enterraron en mi frente, tenía la esperanza de que el dolor me hiciera salir de esa hipnosis o, mínimo, me distrajera de mis pensamientos.

—¿Por qué? ¿Temes que pierda la cordura cuando se dé cuenta de que él no pudo protegerte? ¿O de que fueron sus dedos los que profanaron tu cuerpo hasta que tu alma se corrompió? —La expresión que vi cuando quité mis dedos me causó repulsión. Quise arrancar ese mohín de lástima con algo punzocortante—. Eso lo destrozaría, ¿no crees?

"Los destruye a ambos. En cambio, a mí me protege, puesto que no tendrás las agallas de atacar este cuerpo. No me puedes sacar de aquí sin hacerle daño a él.

La distracción funcionó solo por unos minutos. Me recorrió con la mirada y no tardó en concentrarse en lo que hacía antes de que nos enfrascáramos en esa charla. El doppelgänger pronto hizo que cambiara el llanto por suaves gemidos que se entremezclaron con su nombre.

—Dilo, Beth. Sabes que no lo haré hasta que lo pidas —murmuró contra mi boca.

Lo sentía entre mis piernas, a unos cuantos milímetros de mí. El muy bastardo me acercaba a la cima para que mi necesidad de él me hiciera clamar por un contacto que en el fondo no deseaba.

Apreté la mandíbula. No despegué la lengua del paladar y mis dientes casi se quebraron a sí mismos por la fuerza con la que los mantenía unidos.

No lo hagas, Beth. Piensa en Alex.

Un rápido y apenas perceptible roce, y un beso fugaz me hicieron ceder:

—Hazme tuya, Graham.

Y, sin poder evitarlo, volví a sucumbir ante el placer.


***


Por algún extraño motivo desperté con los ojos hinchados. Sentía los músculos entumidos y un dolor constante en la cabeza. Alex, por su parte, parecía noqueado; tenía sombras oscuras debajo de las pestañas, así como una expresión de no haber pasado una buena noche.

Salimos hacia el parque Jean Drapeau más tarde de lo que acordamos. Apenas salimos de la estación del metro, tomó el papel de guía turística y me contó sobre las distintas atracciones de la isla, como los festivales de música y artes, el museo Stewart, el complejo acuático que por la temporada ya estaba cerrado, el festival de fuegos artificiales al cual asistiríamos el siguiente año, o el circuito Gilles-Villeneuve en Notre Dame, la isla vecina.

Como solo planeamos un simple paseo para despejarnos y tomar aire fresco, nos dedicamos a senderear por las zonas verdes; ya después entraríamos a La Ronde, el parque de diversiones, o alquilaríamos una lancha en el lago.

—¿Tendremos un perro? —pregunté curiosa al ver a un chico corriendo con cinco canes a su alrededor.

—Nada de animales, amor.

—¿Por qué no? Los hogares con mascotas son más felices.

Frunció el ceño.

—¿Según quién? —interrogó con la actitud de que no daría su brazo a torcer—. Tú no tuviste ni un pez y no te has quejado en absoluto.

—Tuve a Cuthbert. —Encogí los hombros, absorta en el carrito de helados a varios metros de distancia.

—Eso era un duende, no una mascota, Merybeth. Como sea, me niego a que nuestra casa esté llena de pelos. Eres tan permisiva que de seguro dejarás al perro dormir en nuestra cama.

—Tú serás el permisivo, Tremblay —bromeé, dándole un codazo en las costillas.

Lo pensó por unos segundos.

—Cierto —convino—. Es por eso que los niños y el perro me querrán más a mí.

Los hoyuelos en sus mejillas aparecieron cuando sonrió. El viento ya le había alborotado el cabello, y como era un día nublado, había salido de la casa con su chaqueta de cuero. Jamás se había visto tan atractivo.

—¿Me estás dando luz verde? —Mordí mi labio inferior para que mi alegría no lo hiciera retractarse.

Ambos nos detuvimos. Si bien no perdió su expresión, su mirar adquirió seriedad conforme me tomaba de la cintura para acercar nuestros cuerpos.

—Solo porque hoy te quiero más que ayer.

—¿Y si mañana me quieres menos que hoy?

Rodó los ojos.

—No seas absurda, mujer. Eso es imposible. Oye, no sé qué es lo que te estás comiendo con la mirada, si los helados o al vendedor —comentó con humor, volteando hacia donde mi vista se desviaba—. Vamos, si hay de praliné y chocolate te compraré uno doble.

Caminamos un poco más antes de tener que volver a Westmount. Todavía debíamos hacer las maletas y dejar todo en orden, puesto que nuestro vuelo saldría al día siguiente y con todo eso de la oficina no habíamos podido hacerlo antes. Además, tendríamos que ir a dejar el Mazda y la motocicleta a Laval, ya que Alex no quería dejarlos sin supervisión durante tanto tiempo.

Poco antes de que anocheciera metimos las maletas al auto; me tocó conducirlo, mientras él se fue en su moto porque, aunque ya me había dado algunas clases, todavía no me tenía la suficiente confianza para manejarla sin matarme en el intento.

No sabría decir si fue el conocimiento de que no volveríamos en todo un mes a lo que ya habíamos comenzado a llamar hogar, o una verdadera corazonada, pero en cuanto di vuelta en Avenue Argyle una profunda tristeza me invadió al pensar en el barrio, en los vecinos que, si bien reservados, no escatimaban en saludos y sonrisas al vernos por la callle.

Me dolió dejar Westmount porque una diminuta y molesta voz me susurró que quizá no volvería.


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