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Capítulo 13


MERYBETH


Desperté al sentir que algo me recorría la cadera con suavidad. El toque ligero de las yemas de Alex descendió despacio por la depresión que se formaba en mi cintura y luego siguió su trayecto hacia el norte hasta que la sábana terminó y sus dedos entraron en contacto con la piel de mi hombro.

La luz del amanecer era engañosa. Por los visillos se podía apreciar una llovizna ligera que chocaba contra los ventanales, pero no parecía haber nubes en el cielo, así que de seguro sería un domingo templado hasta las primeras horas de la tarde.

—Buenos días —saludó en cuanto mis dedos acariciaron su pecho por encima de la playera que traía puesta—. ¿Cómo amaneció la cumpleañera esta mañana?

Su entusiasmo se llevó el regusto amargo del sueño que acababa de tener.

—¿Por qué me levantas tan temprano? —bromeé con voz ronca.

Lo atraje para darle un beso fugaz.

—Lo siento, creo que exageré y preparé el desayuno antes de tiempo. Pero podrías comerlo ahora que está caliente y luego dormir de nuevo.

—¿Y tú me acompañarás?

Sus labios se torcieron en una sonrisa coqueta.

—Por hoy, tú mandas —sentenció solemne. Luego, para no perder su estilo, continuó ligero—: Pero solo por hoy; ya sabes que soy el hombre de esta casa y...

—Payaso —interrumpí tapando su boca con mi mano. Entonces noté su aspecto en general—: ¡Gerard! ¡¿Cómo es que estás arreglado tan temprano?!

Su ropa estaba limpia y su cabello ligeramente húmedo.

—Ya te dije que exageré. No me culpes, nunca le había festejado un onomástico a alguna chica que no fuera mi hermana o mi madre. Siéntate, mujer controladora, ¿lista para el mejor desayuno de toda tu vida?

Recargué mi espalda en la cabecera de madera en lo que él acercaba la mesita portátil. La cantidad de comida me hizo abrir los ojos; había huevos revueltos, tortitas con tocino, sándwiches con queso gratinado, fruta picada, yogurt con granola, pan tostado con mantequilla, té con leche, y jugo que, según me explicó, era de naranja, frutos rojos y crema de coco.

Se sentó a mi lado y engullimos los alimentos despacio. Quise decirle lo que me había dicho Graham; era su derecho conocer lo que acontecería, pero me acobardé al ver su entusiasmo, parecía niño pequeño.

Mientras le preguntaba por cosas al azar, como por qué no había traído la moto, o el porqué de su afición por los Mazdas rojos, me prometí que lo haría al final del día. Antes de irnos a dormir le haría saber que él no era el que estaba ligado a su doble.

Quedamos a reventar y apenas si recaudé la energía suficiente para ir a tomarme una ducha.

Al parecer, Graham sí estaba cumpliendo su palabra. Había una atmósfera distinta; el ambiente se notaba íntimo, como debería sentirse al estar en medio del bosque.

Demoré más de la cuenta en el cuarto de baño porque me puse a pensar en la mejor forma de soltarle la verdad. Busqué las palabras correctas para no hacer que se enojara o preocupara, pero no encontré ninguna. Cuando mis dedos se arrugaron por la humedad, me prometí que, si lo había ocultado para no arruinarle el día, bien podría hacer lo mismo conmigo. Dejaría de pensar en eso por unas horas.

El olor que provenía de la cocina se me antojó de mal agüero. Ese hombre definitivamente tenía la intención de engordarme.

—¿No te cansas de estar en la cocina? —pregunté en cuanto entré. Su aspecto era tan conmovedor como ridículo. El delantal amarillo que traía puesto le quedaba chico—. Y estoy muy segura de que ya no podría comer nada más.

—Esto es para la tarde —comentó sin dejar de batir con un globo el contenido del gran recipiente que traía en el brazo.

—¿Qué es?

—Una promesa —contestó críptico. Elevé una ceja, pero ya no dijo nada más. Si él no iba a satisfacer mi curiosidad, yo misma lo haría. Me acerqué. Una mezcla espesa y blanca se removía en el interior. Como seguí sin captar el significado, prosiguió—: Un cheescake mejor que el de Yorkshire, ¿recuerdas?

Una extraña picazón apareció en mis ojos. Sonreí y seguí viendo lo que hacía para que ese cúmulo de sentimientos no me hiciera soltar las lágrimas.

—¿Quieres que te ayude?

Lo pensó por un rato. Quizá estaba considerando las posibilidades de que hiciera explotar la estufa o de que arruinara su sazón.

—Derrite esa barra de mantequilla en el microondas —comentó al tiempo que señalaba con la barbilla—. Cuando esté completamente líquida, viértela sobre las galletas molidas y mezcla bien.

No sonaba difícil. Hice cuanto dijo bajo su atento escrutinio. Una vez que estuvo contento con el resultado, me pidió que pusiera la base del pay en el recipiente que ya tenía preparado con un papel de aspecto ceroso.

—¿Qué te gustaría hacer hoy? —preguntó al tiempo que vertía su mezcla sobre la galleta y ponía papel aluminio para cubrir el molde redondo.

No tenía que pensarlo.

—Quiero que nos quedemos aquí. Estar en la alberca o dar un paseo por los alrededores.

Su ceño se frunció.

—¿No preferirías algo distinto? No sé, quizá ir a cenar al restaurante del hotel, regresar a las aguas termales...

Negué.

—Tengo que enviar un par de correos a la oficina. Estaré un rato en la computadora, y para cuando termine habremos perdido parte de la mañana. Además, no creo que el cheescake tarde tanto en el horno como para ir y regresar sin que se haya quemado. —Le guiñé un ojo y me acerqué para darle un beso en la mejilla—. Gracias, Alex. Por cierto, ya lo tengo.

—¿Qué es lo que tienes?

—El código.

La curiosidad que se reflejó en sus facciones fue tan fugaz que no estuve segura de haberla visto realmente.

—¿Sí? —preguntó sin mucho interés—. ¿Cuál es?

—Te quiero.

Mi respuesta claramente lo decepcionó. Quizá esperaba algo más creativo, o incluso alguna frase que terminara alabándolo.

—¿Hay algún motivo para que nuestro código súper secreto sea una frase tan corriente?

Lo abracé por detrás y froté mi mejilla contra su espalda.

—Sí. Quiero que siempre sepamos lo que sentimos —acoté locuaz—. Aceptémoslo, Alex, en esos momentos no querremos decirnos un te amo para no perder nuestro orgullo, pero es importante que estemos seguros de que el amor sigue en pie por mucho que discutamos. ¿Me entiendes? Es una frase clara.

Aceptó mis palabras sin rechistar.

—Tiene sentido —convino—, aunque nuestros hijos crecerán confundidos, ¿no crees? Nos oirán decirnos te quiero, pero nos verán enojados.

—Eso forjará su carácter y les enseñará que hay que estar en las buenas y en las malas. Fin de la discusión.

Sacudió la cabeza resignado; apenas lo solté, siguió con sus actividades culinarias.

Tomé la portátil y me acomodé en el sillón colgante de mimbre en la esquina de la terraza de arriba. El mueble no era tan adecuado para trabajar; no obstante, desde ahí podría observar si Alex se acercaba, eso me daría tiempo para cambiar de pestaña para que no viera lo que hacía. Quería que se enterara por mí y no por andar husmeando.

Durante un rato estuve redactando algunas cartas, comprobando pedidos y checando documentos que me habían enviado para revisión. En ningún momento Alex subió, pero sí vi que salió a quitar las hojas de la piscina con la red y que estuvo recogiendo la hojarasca del jardín. Todavía me resultaba increíble verlo en un papel tan hogareño.

El enorme rastrillo con el que jalaba los desechos orgánicos me recordó la noche del establo.


***


—Creo que nos vamos a divertir mucho, princesa.

—Graham...

Cualquier cosa que haya estado a punto de hacer o decir, quedó olvidada cuando ahogué un grito. La vela que estaba en la mesa del fondo se encendió de nuevo. Vagamente me pregunté si era una de esas velas traicioneras que ponen en los pasteles de cumpleaños y que, por más que les soplas, siempre se vuelven a encender. Luego recordé que Graham había mencionado un poco de control sobre la naturaleza.

Lo poco que alumbraba ese simple objeto sirvió para iluminar un rastrillo recargado en la pared, una pala y algunos objetos sobre la madera. Si debía defenderme, tendría que buscar algo que pudiera servirme. ¿Qué tan pesada estaría la pala? ¿Podría manejarla sin problemas? No, lo más seguro era que no.

—¿Qué harás conmigo? —susurré temerosa, ignorando las caricias que prodigaba en mi cuello con su nariz.

Si bien no me estaba haciendo daño, y hasta podría considerarse como un encuentro romántico, saber que estaba con su versión oscura me tenía con los pelos de punta.

—Demostrarte que tengo razón, Beth —dijo con voz letal—. Yo también puedo ser el amor de tu vida.


***


El sonido que produce la vibración cuando choca contra algo sólido me devolvió a la realidad.

Al ver el número en la pantalla, el estómago me dio un vuelco. Por supuesto que quise responder de inmediato, pero por otra parte me aterraba el rumbo que podría tomar esa conversación.

—Hola, mamá —dije con la mayor tranquilidad posible, llevándome el aparato a la oreja.

—¡¿Beth?! ¿Cómo estás, hija? ¿Qué tal la estás pasando en tu cumpleaños?

Sonaba alegre, tan vivaracha como siempre.

Carraspeé y miré a Alex, que parecía no darse cuenta de lo que yo hacía.

—Bien. ¿Cómo estás tú?

Por unos minutos se dedicó a narrarme sus andanzas por el puerto. Pronto sería la fiesta parroquial y ella y sus amigas estaban emocionadas porque harían una venta de postres para recaudar fondos. Además, también había más emoción que de costumbre porque la hija de la vecina llegó con un anillo; y la razón del alboroto fue porque hasta su propia madre la dio por solterona, no porque no fuera agraciada, sino porque nunca la vio emocionada cuando se sacaba el tema a colación.

—¿Cómo te está yendo en la luna de miel? —Lo poco que mi tensión había disminuido volvió a surgir. Cuando le aseguré que iba de maravilla, prosiguió—: Creí que se tomarían solo unas semanas, pero Graham dijo que te veías tan contenta que decidieron prolongarlo.

Sentí que el alma se me fue del cuerpo.

—¿Hablaste con él?

—Sí —respondió como si fuera lo más casual del mundo. Aunque, claro está, para ella lo era—. La Terrier de los McFarland se enfermó. Sabían que tu esposo es veterinario y llamaron para ver si podía darles su número; les dije que aún no sabía si ya habían regresado, pero que me comunicaría con él.

—¿Y por qué no me llamaste a mí? —murmuré con algo de molestia.

La risa que soltó me hizo sentir como si fuera una niña diciendo tonterías.

—Porque los asuntos que le conciernen a Graham siempre los había tratado con él. Hija, aunque seas su esposa, eso no te da derecho de controlar cada mínimo aspecto de su vida.

Suspiré frustrada. Mi forma de reaccionar había sido la incorrecta; jamás le había reprochado que le llamara incluso más que a mí, pero ella no entendía la verdadera situación y por supuesto que tomó a mal mi recelo.

—Lo siento, creo que me cayó de sorpresa que no me haya dicho que habló contigo —me disculpé tratando de sonar tranquila—. Estoy estresada por algunos documentos que me mandaron de la oficina y...

Mamá carraspeó.

—¿Volverán pronto? —Antes de que le respondiera, se apresuró a dar sus razones—: Sé que han de estar felices, hija. Pero ya son adultos y tienen responsabilidades. Dos meses es excesivo, no quiero que pierdas un empleo que te gusta y recuerda que Graham no tiene mucho que inició en la clínica; está mal visto que se tome tanto tiempo cuando no ha formado una buena reputación ahí.

Busqué un poco de paciencia en el cielo.

—Lo sé —convine. En esos casos era mejor darle la razón y no propiciar un sermón más largo—. Regresaremos pronto.

Eso pareció tenerla contenta.

—Y podrían venir a comer. Invitaré a mis amigas y podrán enseñarnos las fotos de su viaje. Estoy segura de que a todas les gustará la idea.

Si bien le dije que lo haría, mi cara estaba más pálida que la cal. No me preocupaba ir a visitarla porque Alex dijo que fingiría ser Graham; llevaríamos las fotos que nos habíamos estado tomando en nuestras excursiones y quizá algunos recuerdos de aquí. No obstante, la cercanía con Perth era una cuestión de sumo riesgo.

Tras mi afirmación de verla pronto charló sobre cosas cotidianas hasta que se le ocurrió la brillante idea de que le comunicara a mi marido. Alegué que había salido a hacer compras y ella, un poco decepcionada, dijo que ya sería para otra ocasión.

En cuanto colgamos, Alex se asomó por la puerta de cristal. Aseguró que el cheescake estaba listo para meterse a refrigerar, así que ahora éramos libres de salir sin temor a que el chalet se incendiara. Como había estado sentada por mucho tiempo, opté por la caminata.

Esta vez nos salimos de los caminos y sorteamos los árboles. Algunos eran tan altos que parecía que sus copas llegaban más allá de las nubes. A pesar del sol, soplaba una brisa húmeda que pronosticaba un aguacero por la tarde noche y hasta los animalillos salvajes se preparaban, puesto que se les veía presurosos.

—¿Y en qué lago se aparece el Opogogo? —pregunté curiosa, recordando la leyenda que me contó sobre el ser parecido al Monstruo del Lago Ness.

—¿El qué? —inquirió apretando los labios.

Me subí por una bifurcación en el tronco de un árbol grueso y maniobré para llegar a una rama que se veía lo bastante sólida como para aguantar mi peso. Hacía mucho que no trepaba árboles; la última vez todavía usaba moños en la cabeza y tenía más raspones en las piernas que piel intacta.

—El Opogogo —repetí. Alexandre emitió una carcajada que resonó por doquier. Incluso las aves que cantaban en algunos árboles a varios metros, se callaron. No entendía qué era tan chistoso—. ¡¿Qué?! ¿Por qué te ríes? ¿Es de mí?

Asintió sin dejar de reír.

—Lo siento —dijo sobándose el abdomen—. Eres muy graciosa, pelirroja. Es O-go-po-go.

Me crucé de brazos y le saqué la lengua. No era mi culpa que la cosa esa no fuera tan popular como para saberme su nombre después de haberlo escuchado una sola vez en la vida.

—¿No vas a subir? —le pregunté al verlo. Había estudiado el tronco con detenimiento y al final decidió sentarse sobre las gruesas raíces sobresalientes.

—Ni loco. Eres capaz de aventarme al vacío —bromeó. Cuando volvió a abrir la boca, su tono ya era normal—: En el lago Okanagan, a unas cinco o seis horas de aquí. ¿Quieres ir a verlo? Eso sí, déjame decirte que su última aparición fue en 1989. Nuestras probabilidades son casi nulas.

Estuvimos un rato ahí, platicando sobre la posibilidad de ir y, ya que estábamos relativamente cerca, dar un tour en Vancouver. Aunque eso implicaría otras cuatro horas en carretera.

Si bien Alexandre dijo que él era un chico de ciudad, la naturaleza le sentaba. Parecía que el aire fresco lo animaba más de la cuenta; en algún momento se enfrascó en un interesante monólogo sobre las veces que llegó a acampar con sus padres y hermana. De igual forma, me contó recuerdos escolares y de los sitios que más le gustaron en sus viajes de amigos.

Lo que hizo que abandonáramos esa paz fue la gota gruesa que cayó sobre mi rodilla. Una lástima, en verdad, puesto que disfrutaba de juguetear con mis piernas en el aire.

Caminamos como por quince minutos antes de que la lluvia apareciera en todo su esplendor. La cercanía de los árboles ofrecía un refugio temporal, pero no fue suficiente, ya que pronto el agua también nos alcanzó y empapó nuestra ropa.

Las gotas estaban heladas y al parecer nos perdimos, porque no encontrábamos el árbol torcido que indicaba el sendero; aun así, lo tomamos con mucho humor. Alex no paró de burlarse de que mi cabello parecía sopa instantánea y yo lo provoqué con comentarios que incordiaron su vanidad.

Después de un rato encontramos el camino. No nos emocionamos tanto —excepto por la parte en que no nos caería la noche en medio del bosque—, puesto que no hubiera habido gran diferencia con nuestra ropa; parecía que el cielo se estaba cayendo.

Antes de llegar al jardín, Alexandre me tomó de las rodillas y me cargó como si fuese un costal de patatas. No pude evitar sonreír cuando mi torso cayó por su espalda.

—¿Repetirás cada cosa que hemos hecho hasta ahora? —grité para que me escuchara.

—¡No! —respondió también a gritos—. Solo lo que debí haber hecho de otra forma.

Para hacer énfasis en su frase, me dio una palmada en el trasero.

No me soltó ni al llegar al jardín ni al entrar al vestíbulo cálido. Subió los escalones con calma y entró a la habitación. Solo entonces me dejó en el piso.

Me abalancé sobre sus labios sin perder más tiempo. Había algo en ese simple fenómeno meteorológico que incitaba a desatar pasiones; quizá fuera el concepto romántico que se le adjudicaba, o que los músculos definidos de su cuerpo se notaban más atrayentes con la tela húmeda que se le pegaba a la piel.

Alex sacó mi blusa con calma, tomándose su tiempo. Se sentó en la orilla de la cama y me atrajo hasta que su rostro quedó a escasos centímetro de mi diafragma. Con la punta de su nariz me acarició, lento y apenas perceptible; a veces solo dejando chocar su aliento cálido y a veces besando despacio. Entretanto, sus manos subían y descendían por la parte posterior de mis piernas, desde mis pantorrillas, hasta el borde de mi short.

Cuando sus caricias mesuradas amenazaron con volverme loca de la desesperación, tomé el borde de su playera, exponiendo un torso que producía espasmos en mi vientre bajo.

—Acuéstate —ordené sin dejar de mirarlo a los ojos.

Se quitó las botas y los calcetines primero. Luego, se arrastró por la cama para que sus piernas no quedaran colgando por el borde. Al quitarme también mis botas, vi las manchas de lodo que estábamos dejando, pero eso sería una preocupación para después.

Desaté las cortinas de seda de los postes y las acomodé para que quedáramos encerrados en esa burbuja. Alex solo observaba mis movimientos, cual león estudiando a su presa. Cauteloso, sensual.

Cuando estuve satisfecha del escenario, me senté a horcajadas sobre él y le recorrí los pectorales con mis manos frías. Su espalda se arqueó involuntariamente.

Mis labios buscaron los suyos. El beso inició siendo lento, suave; nuestras lenguas, más que fraguar una batalla de conquista, se dedicaron a acariciarse, a disfrutar de las texturas y sabores a los que ya estábamos acostumbrados.

Sin ser por completo consciente de mis movimientos, me bajé de él y yo misma me quité el short con sutileza para no distraerlo de las caricias con las que atendía mi cuello, hombros, brazos y espalda.

Desabroché su pantalón y metí mi mano. Mis dedos pronto encontraron un miembro cálido y duro, cuya humedad no se debía a las prendas que todavía traía puestas. Sonreí orgullosa cuando un sonido lascivo chocó en mis labios apenas encontré el par de tersas esferas que tanto me gustaba mimar.

Así como yo emití un ronroneo de satisfacción al sentirlo listo, él también me deleitó con un gruñido gutural cuando lo aprisioné con fuerza. Impaciente, maniobró para quitarse la ropa sin dejar de besarme; me hizo volver a mi antigua posición en cuanto la pesada mezclilla cayó a la alfombra y se incorporó para alcanzar mis labios hinchados por los besos y las mordidas.

Mi sostén no tardó en caer. Los movimientos oscilatorios de nuestras caderas se vieron interrumpidos cuando ahogué un gemido. Sus labios encontraron otra distracción que se vio atendida con un ritmo e intensidad que él ya había aprendido para que yo perdiera el raciocinio.

No supe cómo terminé con la espalda contra el colchón y con sus dientes bajando la única prenda que aún me cubría. Si bien el camino hacia abajo se me figuró eterno, el regreso fue la tortura más larga de mi vida. Sus besos, que habían iniciado en mi pie, no parecían tener prisa; cada que su boca me tocaba, o su aliento se estrellaba, una corriente eléctrica me hacía elevar la cadera en busca de algún roce.

Cuando su boca llegó a mi entrepierna, y se quedó ahí, a unos cuantos milímetros del tan ansiado contacto, cerré los ojos. Mi respiración estaba agitada y mi corazón no paraba de latir desaforado.

En esos momentos, en los que veía la oscuridad detrás de mis párpados, dejé de prestar atención al resto del mundo. Solo debía concentrarme en la expectativa, en que en cualquier momento su lengua juguetona me llevaría al cielo.

—Me encantas —dijo pasional.

Gemí de sorpresa y placer en cuanto sentí un invasor inesperado. Su erección se alojó en mi interior sin previo aviso, llenándome por completo. Al abrir los ojos, los suyos ya esperaban pacientes a que les devolviera la mirada; expresaba tanto con tan poco. Podía ver un gran respeto, pasión, deseo y, sobre todo, amor.

No sabría decir cuánto estuvimos así, quietos y transmitiéndonos sentimientos en silencio. El momento preció eterno y efímero a la vez.

—Te amo, Alexandre —susurré.

Eso fue lo que nos sacó del trance. Sus labios se curvaron en una sonrisa que pocas veces le había visto. Acortó la distancia entre nuestros labios y seguimos besándonos como hasta el momento lo habíamos hecho, al mismo tiempo que él comenzaba a mover su pelvis contra la mía.

Por un rato no se escuchó en la habitación más que la torrencial lluvia de afuera, los chasquidos de los besos ensalivados, los sexos húmedos encontrándose y los sonidos que nos guiaban para brindarnos el mayor placer posible.

Al verlo sudado, y con ese gesto de suma concentración, por mi mente pasó lo mucho que podía sorprenderme en cada encuentro. Así como él mismo lo había dicho, a veces podía ser un completo cavernícola dominado por sus impulsos carnales al que le gustaba tomarme del cabello, y a veces era la viva representación de una escena de película romántica en la que nuestros dedos se entrelazaban para sentirnos más unidos en el acto. Me fascinaba tenerlo de esas dos formas.

Al sentir que el punto cúspide del éxtasis se iba apoderando de mí, enterré mis uñas en su espalda ancha. Esa señal, que él ya conocía a la perfección, lo motivó a moverse con más ímpetu, tanto para hacerme llegar, como para que también alcanzara su liberación.

Mis espasmos lo aprisionaron más de lo que ya estaba. Tras un último impulso, dejó salir un suspiro pesado y se quedó quieto, disfrutando de ese momento en el que éramos uno mismo.


***


Las llamas de la chimenea crepitaban apacibles. Los débiles chasquidos parecían una sinfonía cuyo único propósito en el mundo fuera adormecer los sentidos y el alma.

No hacía mucho que el sol se había ocultado en el horizonte; todavía seguía lloviendo y no se veía que fuera a parar pronto.

—Veamos si mi sazón es tan grande como mi presunción —dijo Alex, volviendo de la cocina. Sobre las manos traía un plato con una gran rebanada de cheescake. Se sentó junto a mí en la mullida alfombra y partió un trocito con el tenedor—: Abre la boca.

Sabía que debía controlarme, o de lo contrario su ego llegaría más allá del sol; pero no pude. Cerré los ojos al tiempo que emitía un sonido gustoso. No sólo era por el exquisito sabor del queso y la vainilla, sino también por la suave textura que parecía deshacerse en la boca y por la salsa de frutos rojos que aportaba el perfecto nivel de acidez que balanceaba el dulzor.

—¿Y bien? —cuestionó vanidoso—. Te escucho.

Me mordí la lengua.

—No está mal —respondí con voz chillona.

Extendió el labio inferior, elevó una ceja y se encogió de hombros, indiferente.

—Bueno, supongo que podríamos tirar esto e ir por uno a Yorkshire. —Hizo ademán de levantarse para alejar esa delicia de mi alcance.

—¡No! —Lo jalé del brazo—. De acuerdo, superaste mis expectativas, ¿contento?

—¿Solo eso?

Miré al cielo. De seguro le había puesto algo que causaba adicción, ya que no podía dejar de ver el rumbo del plato conforme lo movía.

—El mejor cheescake del mundo —admití enfurruñada. Ya no había marcha atrás, lo supe al ver su sonrisa triunfadora—. Ahora, dámelo.

—Espera —pidió. Caminó hasta un mueble al fondo de la habitación y de un cajón sacó una vela rosa y un encendedor. Ese gesto me hizo olvidar el disgusto. Regresó, por completo extasiado—: Pide un deseo.

En ese instante era tan feliz que cualquiera habría pensado que no tenía nada que pedirle a la vida. Pero la verdad era que deseaba infinidad de cosas.

Apagué la llama pensando en un hombre que no solo estaba a más de seis mil kilómetros de distancia, sino a seis años también.

Alex puso música a un volumen bajo, abrió una botella de vino tinto y comimos nuestro postre entre risas, bromas y comentarios al azar.

Pasada una hora, y antes de que el alcohol desacreditara mi toma de decisiones, por fin se lo hice saber:

—¿Alex? —comencé dubitativa. Su curiosidad salió a flote en cuanto nuestras miradas se cruzaron—. ¿Te acuerdas de la noche que cenamos con tu padre y con Charly?

—Sí, ¿por qué?

La duda también floreció.

—Gerard mencionó la diversidad de oferta que hay en la compañía. Digo, no lo consideré en serio en ese entonces porque aún no sabía que era definitivo. —Frunció el ceño, confundido—. Y, ya que renuncié a KennArt's esta mañana, supongo que deberé buscar un empleo...

—¿Eso qué sig...?

—No quiero límites fronterizos, Alex —interrumpí—. Todo el año aquí, pero las Navidades serán en Escocia.

Se quedó callado, meditando el significado de mis palabras.

—Merybeth...

Mi nombre quedó flotando en el aire. Él lo había comprendido, sin embargo, no quería demostrar lo que sentía hasta que estuviera cien por ciento seguro.

—Nos quedaremos en Canadá, Tremblay.


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