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Capítulo 07

ALEXANDRE

Los días se convirtieron en semanas.

No me imaginé que la familia Dunne tuviera tantos problemas, como una hipoteca a medio pagar y la deuda del préstamo estudiantil de su hija, mismos que debían cubrirse con el poco sueldo que Jacklyn ganaba al mes. Y eso sin contar la falta de algunos documentos importantes y contratos firmados con cláusulas capciosas.

Mi estadía en Londres se extendió más de lo que a mí me hubiera gustado. Si bien al principio agradecí el tiempo para pensar que eso me proporcionó; cuando por fin aclaré mis ideas y le di forma, tanto a mis sentimientos por Monique, como por Merybeth, maldije cada día extra que debía quedarme en Inglaterra.

No me malinterpreten, estar con TJ me resultó agradable. El tiempo compartido con ese bonachón fue un respiro de oxígeno puro entre esas aguas legales en las que me vi ahogado. Sin embargo, ni su presencia vivaracha lograba que dejara de pensar en mi chica y en lo que debería estar pensando.

El problema fue que no tenía cara para decirle que lamentaba hacerla pasar por esto. No me atreví a colmarla de mensajes diarios debido a que no me sentía con el derecho de hacerlo después de desviar sus llamadas y no devolvérselas. Yo en su lugar estaría furioso.

Así que comencé con frías frases que después transformaría en recordatorios más románticos. Pero como sus respuestas eran igual de escuetas, supuse que su enfado iba en aumento y que, lo menos que debía hacer, era solucionar las cosas cara a cara.

La amistad que forjó Merybeth con TJ me sirvió para monitorearla a través de este último. Si bien no podía tantear sus sentimientos hacia mí, al menos sabía que estaba viva.

Ya no volví a entrar en la cabeza de Sinclair por tanto tiempo. Mis sueños a veces se entremezclaban con lo que yo creía era su realidad, pero solo fueron vistazos fugaces que no me permitieron saber si su odio hacia ella seguía siendo tan profundo.

Cuando me resigné a esa rutina temporal, vino el caos. No supe lo dependiente que era de las conversaciones de TJ hasta que pasaron horas sin que Merybeth le respondiera. Por supuesto que me preocupé. Ella no solía tardar tanto, si acaso una hora o dos, pero en todo el día mi amigo no recibió respuesta.

Poco antes de que dieran las tres de la mañana, decidí intervenir. Si estaba furiosa conmigo, lo más probable es que no me contestara el teléfono, por lo que marqué desde un número infalible.

No hubo respuesta.

Entré en pánico. A menos de que estuviera dormida, cosa que dudaba porque allá apenas serían como las diez de la noche, no veía motivo por el cual entraran las llamadas y ella no atendiera. O bueno, sí lo veía, pero no quería pensar en la posibilidad de Sinclair en Canadá.

De no haberme contestado al tercer intento, habría ido al aeropuerto. Volví a respirar al saber que estaba bien, aunque esa paz no duró demasiado si consideramos que discutimos.

En fin, Merybeth no era una chica que entendiera de razones a la primera. No quiso escuchar mi advertencia y hasta apagó el celular.

Los días que siguieron a nuestra pelea telefónica fueron los peores. TJ ya no quiso ser mi cómplice; alegó que nada más estaba perdiendo el tiempo y que lo que debería hacer era volver. Seguí mandándole mensajes a la escocesa; unos recibían respuesta, otros no. Y mis pocas visiones de Guildtown desaparecieron por completo; por lo que ya no podía estar seguro de si Graham seguía en su pueblo o ya estaba en otro sitio.

Para el final del mes decidí volver así mis asuntos estuvieran inconclusos. Traté de poner en orden lo más que pudiera con el abogado que llevaba el caso; aunque se veía como un buen tiburón, no quería que se fuera a aprovechar de los Dunne.

Llegué a Quebec la tarde del cuatro de julio; TJ, por petición mía, no le dijo a Merybeth mi fecha de arribo. No me sorprendió llegar a una habitación de hotel vacía; no esperaba que mi chica se recluyera con mi partida, así que aproveché la soledad para darme un baño y alejar la tentación de dormir.

Para cuando volvió, mi cabello ya se había secado y mi maleta no estorbaba en el vestíbulo. Dio un grito al verme en la cocineta, hurgando en el frigorífico.

—Hola, amor —saludé casual.

Ver el mar de emociones en sus ojos azules me trajo paz a pesar de que no fueran los sentimientos que habría querido apreciar tras tanto tiempo de estar separados. Sí, en definitiva estaba enojada conmigo.

Tenía que decírselo, la resolución a la que llegué mientras estuve lejos. Sin embargo, no pude hacerlo. Dejó un vaso con helado sobre la encimera y caminó, dando grandes zancadas hacia mí.

Su vestido, ese que llevó a nuestra cita en el acuario, se ondeó conforme sus piernas acortaban la distancia entre nosotros.

No lo vi venir, por supuesto, yo estaba embobado con su imagen. Ya no estaba en los huesos y su cabello vibraba de vida; fue como regresar a noviembre. Su palma se estrelló contra mi mejilla, devolviéndome a la realidad.

—¿Qué diablos, pelirroja?

—¡¿Qué diablos?! —repitió con escepticismo—. ¡Te fuiste casi un mes! ¡Me mandaste mensajes fríos! ¡Me dejaste aquí! ¡Lo primero que haces al llamarme por teléfono es reclamarme! ¡Y ni siquiera te dignaste a avisarme que ya vendrías! ¿Qué esperabas, Tremblay?

Ya volvió, pensé, hinchando el pecho de alegría.

—Es la segunda vez que me abofeteas después de no vernos durante mucho tiempo —dije con calma, ignorando sus reclamos—. Y esta vez no te escaparás, haré lo que quise hacer aquella ocasión.

Me habría quedado viendo su ceño fruncido de no ser que comenzó a captar el significado de mis palabras.

Le tomé la nuca con fuerza y atraje sus labios a los míos. Si bien los dos emitimos un gruñido, el de ella fue de furia; trató de zafarse de mí, golpeando mi pecho y moviendo su torso como si miles de hormigas le caminaran por la piel. Al ver que no funcionaba, me mordió; aun así, no la dejé ir.

Insistí hasta que sucumbió. No pasó mucho para que su suave lengua juguetona se enredara con la mía, impregnándome un exquisito sabor a chocolate. La fiereza con la que me correspondía fue en aumento; su entrega era como encontrar agua salada en el desierto, era como una bendición y un castigo a la vez.

La tomé de los muslos, sus piernas se enredaron en mi cadera y recargué su espalda contra la pared más cercana. Necesitaba mis manos libres para poder abrir mi pantalón, hacer a un lado su ropa interior, y dirigir mi erección hacia el lugar anhelado.

—Te amo, Merybeth McNeil —susurré contra su boca justo al momento de penetrarla—. Perdona no haber estado contigo y no haberte llamado. Creí que me odiabas.

—Lo hago —clamó a media voz.

—Lo diré solo una vez —continué sin dejar de mover mi pelvis—, y lo haré solo porque mereces mi más completa honestidad, amor. Pero después de que lo haga, lo olvidaremos. Dejaremos atrás a Dunne y este mes que pasó.

Hubo un cambio en su actitud. Entendía que lo último que quisiera hacer mientras teníamos ese encuentro fuera hablar de la doctora, pero yo necesitaba tenerla así, sentir su calidez.

—Alex...

—La quise —confesé, mirándola a los ojos—. Siempre estaré en deuda con ella y siempre sentiré culpa por su muerte. Pero ya cerré nuestra historia. La dejé ir en Exeter, ¿sabes por qué?

Gimió y recargó su cabeza en mi hombro. En ese momento me importaba un bledo que el placer no la dejara concentrarse; tiré de su cabello con suavidad para que me mirara de nuevo.

—Tú eres mi presente y mi futuro, Merybeth —continué—. Creí arrepentirme de esto, de ti. Pero la verdad es que, si me dieran a elegir, sacrificaría todo, y a todos, para tenerte como te tengo ahora.

"Quizá suene egoísta, admito que lo soy. Y es por eso que decidí que tendré lo que quiera, al precio que sea, hasta mi último aliento. ¡Al diablo los demás!

La penetré con mayor arrebato conforme dejaba salir lo que moría por hacerle saber. Una parte de mí pensó que al momento de hacerlo me daría cuenta de lo execrable que sonaba; que el sujeto que lloró frente a un montón de tierra removida me recordaría la miseria que sentí en la tumba; que ni él, ni el frío cuerpo en el ataúd me perdonarían continuar así de fácil. No obstante, se sintió liberador. Cualquier culpa del pasado se quedó en Inglaterra, donde decidí dejarla.

El sabor remanente de sus dulces besos, su respiración agitada en mi cuello, sus tímidos gemidos chocando contra mi piel, y la cálida humedad emanando de su entrepierna, fueron los más exquisitos afrodisiacos que me llevaron a la locura.

Je t'aime —susurré, mordiendo su lóbulo al tiempo que daba un último impulso contra su sexo.

***

—Con temor a arruinar esta paz —comenté horas más tarde—. ¿Quién es Emily?

Esa era una duda que había brotado desde nuestra llamada. Sabía que no se había equivocado de nombre, puesto que ella lo conocía bien.

Sus dedos, que habían estado jugando con la línea de vello bajo mi ombligo, se detuvieron.

—Nadie.

—Merybeth... —insistí. Al sentir sus mejillas calientes, le levanté la barbilla y vi el rojo intenso que le cubría el rostro—, dímelo.

—No, te enojarás. Soy una horrible persona.

—Ambos lo somos. Vamos, prometo que no lo haré.

Suspiró pesado y volvió a recargarse en mi pecho, ocultándome sus ojos.

—Hay una película de Tim Burton y, bueno, Emily es...

—Lo entiendo —interrumpí calmado.

Si bien no me enojé, me desconcertó su humor negro; quizá, en otra situación, hasta me habría reído. Luego, para no agravar su vergüenza, la recosté contra el colchón y comencé a mimarla.

—Es usted muy ocurrente, señorita Everglot —comenté entre besos. Mi broma fue bien recibida de su parte; una risa ligera le salió de los labios.

Durante un rato, solo se escuchó el sonido de la saliva y la piel.

—¿Cómo llegaste a esa conclusión? —preguntó. Sabía a lo que se refería, y aunque dije que solo lo diría una vez, no iba a dejarla con la curiosidad.

Dejé de atender su pecho para responderle:

—Me di cuenta cuando la ciudad me pareció más una prisión que un retiro espiritual. —Sus dedos me acomodaron el cabello despeinado—. Tenías razón, amor. Debía ir a cerrar un ciclo y poner las cosas en orden.

Su ceja se elevó.

—No creí que me fueras a dar la razón, Tremblay.

—No te acostumbres. ¿Qué hay de ti? ¿Qué hiciste durante todo este tiempo?

Le acaricié la piel al tiempo que la escuchaba relatarme sus incursiones por la ciudad y sus aventuras con su nueva amiga. Cuando llegó a la noche en la que discutimos por teléfono, mi embeleso dio paso a la sospecha.

—Amor, respecto a lo que nos dijimos... —No quería sacar al demonio que llevaba dentro, pero tenía que saberlo—. Otra vez volvieron los sueños.

Entonces le narré mi paseo junto al caballo, y lo que sentí al ver una de sus fotografías.

—¿Crees que ahora él me... odie?

Noté cierta tristeza en su pregunta.

—No lo sé. Solo te digo lo que vi. En cualquier caso, será mejor que, si lo vuelves a ver...

—No era él —interrumpió—. Si me hubieras dejado terminar, habrías escuchado que el muchacho volteó y me di cuenta de que Vika tenía razón. Ya se me había subido el alcohol y por eso lo confundí. En fin, tú tuviste la culpa.

—No me culpes de tus problemas de alcoholismo, mujer. —Recibí una patada que me dio la oportunidad perfecta para tomarla del tobillo y besar su empeine—. Y ya que conociste mi bella Quebec sin mí, aprovecharemos para, ahora sí, darnos la escapada romántica que merecemos. Tú y yo nada más, Merybeth.

Me escudriñó minuciosa.

—¿Te gustaría pasar tu cumpleaños en Alberta? No aceptaré un no por respuesta.

—¿Qué hay allá? ¿Y tu proyecto? Espera, ¿no quieres llevarme a Alberta porque tienes que hacer algo relacionado con la empresa de tu padre?

Las ideas de las mujeres podían iniciar en un punto específico y terminar en un tema muy distinto.

—Terminaron el proyecto hace dos semanas; me siento mal, ¿sabes? Por lo que me dijo mi mano derecha, el cliente está satisfecho y todo el mérito me lo llevaré yo. En fin, me veo libre de eso.

"Por otra parte, la compañía no tendría nada que hacer en el sitio al que vamos a ir. Solo hay montañas, lagos, y un bonito chalet para el que ya no hay reembolso. Por cierto...

Carraspeé. Otro tema peliagudo.

—Como veo que no te has quitado el anillo, quiero pensar que todavía está en tus planes ser mi esposa..., algún día —acoté ante su expresión de deja de molestarme con ese tema—. Como sea, creo que debo informarte que, si un día ves pagos desviados a Inglaterra, no es por algún hijo que tenga allá. O bueno, no que yo sepa. Es solo que...

Evité su mirada, sin saber cómo continuar.

Merybeth, sentándose frente a mí, me tomó de la barbilla y no habló hasta que nuestros ojos se encontraron.

—Número uno —dijo con ternura. Jamás había escuchado ese tono en su voz—, no tienes motivo alguno para rendirme cuentas de tu dinero. Número dos, si lo que intentas decir es que ayudarás a su familia, será mejor que no lo hagas. No necesito tener un motivo para querer hacerlo antes de tiempo.

Levantó su mano. El anillo relució con la luz de la lámpara de noche.

—O sea que, si lo digo, ¿nos casaremos mañana mismo? Porque entonces tienes que saber...

Su mano me cubrió la boca y su cuerpo se abalanzó sobre mí para inmovilizarme en la cama. Le dejaría ganar la batalla de cosquillas solo por diez segundos. No más.

En definitiva, pensar solo en nuestra felicidad había sido la mejor decisión.

***

La reservación para el chalet estaba programada para el lunes trece de julio. Como todavía teníamos tiempo de sobra para partir, permanecimos en el Centro Histórico. Lo más curioso fue que yo parecía el turista, Merybeth me llevó a los lugares que visitó en mi ausencia; sitios modestos y encantadores, muy diferentes a los que yo la hubiera llevado a conocer.

Con la aceptación total de la situación que nos tocó vivir, dejé de preocuparme por cosas que no podría cambiar, por lo que me vi como un hombre libre para pasear de la mano con mi chica.

Fuimos a ver el cambio de guardia a la Ciudadela, también al observatorio en el piso treinta y uno del Marie-Guyart, el Museo Naval, nos subimos al funicular, y quedamos de ir a cenar a Le cochon dingue con su amiga y el tipo serio que apenas si habló en todo el rato, muy por el contrario de Vika que lo hizo hasta por los codos.

Merde! —exclamé a mitad del puente colgante de Parc de la Chute-Montmorency.

Merybeth volteó preocupada.

—¿Pasa algo?

—Se me olvidó mandar el correo —confesé pensativo.

La pelirroja había mandado una solicitud a KennArt's para prolongar su permiso de ausencia, y si bien no se lo habían negado debido al buen precedente que tenía, le dijeron que debía proponer a alguien para que ocupara su puesto el tiempo que estuviera fuera, además de responsabilizarse por gestiones que le estarían mandando vía correo electrónico. El problema fue que la persona a la que dejó a cargo, una de sus compañeras de oficina, ya había solicitado sus vacaciones y ahora debía encontrar otro reemplazo.

Me declaré culpable por cambiar los planes. Mi idea de estar a ocho horas de distancia en el Reino Unido no pudo proceder debido al tiempo que pasó y, de cualquier forma, ahora que lo veía con más claridad, no habría funcionado por muchas razones.

En fin, me sentí con el deber de ayudarla en ese aspecto. Conocía a unos cuantos sujetos que estudiaron negocios y que serían buenas opciones, solo tenía que contactarlos y en eso había fallado.

Me miró decepcionada antes de darse la vuelta y continuar caminando.

—Ya puedo irme dando por despedida —exclamó con ligereza.

Quisiera pensar que su tono se debió a que no le importaba tanto, y no a que ya se esperaba algo así de mí.

La brisa fría que sopló me erizó los vellos del brazo a pesar de que el sol mantenía mi piel caliente. La coleta de Merybeth ondeó, al igual que su blusa holgada; vagamente me pregunté si en ese momento no tendría las piernas heladas, ya que su short no le cubría tanta piel y la humedad de las cascadas bajo el puente se elevaba hasta nosotros.

Después de llegar al otro lado caminamos durante un rato entre los árboles. Nuestras botas de montaña, así como su piel blanca, quedaron cubiertas de tierra y manchas verdes provenientes de la vegetación. La charla que mantuvimos fue bastante trivial.

—Aileen quiere conocerte —dijo, manteniendo el equilibrio sobre una roca de gran tamaño. Para ese entonces, las altas copas de los árboles nos protegían de los rayos solares que dejaron en nuestras mejillas un tenue color rojizo.

—Se ve que es una chica agradable. Bueno, cuando no quiere asesinarme con la mirada por pelearme con Graham.

La miré con disimulo. Yo ya le había confesado mi resolución, pero todavía no habíamos hablado del verdadero problema, por lo que no sabía qué es lo que opinaba al respecto.

—Ella es así, no le gusta admitir que tiene un lado sensible, pero no duda en salir a defender a sus amigos.

Sonreí. La lealtad y cariño que emitió con sus palabras me recordó a mi amistad con TJ.

—Igual me gustaría conocerla. Además, creo que es uno de mis derechos básicos.

—¿Eso qué quiere decir?

—Vamos, pelirroja. Yo ya te presenté a los míos y hasta convivirás con ellos en el viaje anual. Podríamos ir a Irlanda después de Palm Springs, ¿eh?

—¿Me estás invitando a ir con ustedes? —preguntó coqueta.

Rodé los ojos.

—Tanto TJ como yo lo hicimos meses atrás, ¿recuerdas? Los hombres no nos retractamos de nuestra palabra.  Y no era una invitación, era una advertencia para que te vayas preparando.

—¿Y también tendré que dormir en un hotel distinto?

Me quité la bota derecha y flexioné mi pie. Habíamos caminado tanto que el hormigueo volvió y por eso nos tuvimos que detener. Al verme masajear mi planta, McNeil bajó de la piedra y se sentó en el pasto, cerca de mí. Quitó mis manos y con las suyas trató de imitar mis movimientos; la intimidad de esa acción me hizo pensar en las cosas que aún me faltaban por descubrir de ella.

—Esa regla no aplica para las novias —respondí después de un rato.

—Entonces no iré como tu novia.

—Como quieras, de cualquier forma me colaré en tu habitación. Eso sí, no quiero reclamos cuando los chicos me lleven a hacer cosas de solteros. ¡Ouch!

Mi sonrisa de satisfacción no duró tanto cuando sus dedos apretaron con demasiada fuerza.

—Lo siento. —No supe identificar si lo había hecho a propósito o no—. ¿Qué cosas de solteros? ¿Van a prostíbulos o algo así?

—Esa es una palabra muy fuerte.

—En todo caso, mientras estés en tu noche de chicos solteros yo podría ir con Sigrid a algún sitio.

La combinación de la nórdica con la escocesa era la peor idea del mundo. Mucha belleza llamaría la atención de todos.

—¿Sabes qué? Mejor le propondré a mi amiga que veamos una película o algo similar. Salir a conocer chicas locales no suena tan tentador.

Emitió una risa musical.

—¿A tu amiga? ¿Cuál de las dos?

Era sorprendente que ahora pudiéramos bromear cuando antes la mención de Sigrid ni se me hubiera pasado por la cabeza para no quebrar lo poco que había avanzado con ella. No es que en ese entonces sus celos no los haya considerado halagadores, digo, fue la señal que me hizo ver que tenía una oportunidad con Merybeth; sin embargo, habría sido más fácil dejarla entrar a mi vida y a mi grupo social.

—A la única a la que me gustaría llevarme a la cama. La rubia, por supuesto.

—¡Me caes mal, Tremblay! —clamó enfurruñada sin dejar de masajear—. ¿Mejor?

Asentí.

—Vamos a comer al restaurante —propuse, poniéndome el calcetín—. Tendremos que usar el teleférico; no prometo que será como la noria, pero la vista no está nada mal.

El regreso fue arduo para mi pie. El masaje que me dio ayudó a aliviar la molestia, no obstante, volver a ponerlo a trabajar hizo que cierta rigidez apareciera en mi arco plantar.

Caminamos más despacio y nos detuvimos en varias ocasiones. Tardamos el doble que de ida, pero el tiempo se compensó con la vista del paisaje desde la cabina del teleférico.

Ignorando a las otras veinte personas con nosotros, la escena hasta pudo haber pasado como el final de una película cliché. La luz naranja del atardecer dotaba a la cascada de una belleza peculiar.

Después de comer regresamos al hotel. Ese fue nuestro último paseo romántico en Quebec, puesto que los días que siguieron volvimos a salir con la ucraniana y su esposo, además de que ultimamos los detalles del reemplazo en Edimburgo. Por fortuna, el más interesado en el puesto fue un sujeto de fiar con el que compartí un par de seminarios en Harvard.

La noche antes de partir volví a tener otro sueño ligado con la mente de mi doble. De nuevo el mismo escenario, en los pastizales y con el caballo, pero esta vez sobre su lomo.

No volví a percibir ningún tipo de resentimiento; por el contrario, sentí cierta satisfacción que hizo que sus labios se curvaran.

Al despertar no supe si fue un sueño o la realidad; mis recuerdos me decían que fue otra conexión; pero al final de la fantasía, cuando vi el aparato entre sus manos y la llamada entrante de Merybeth, pensé que quizá, después de todo, solo fuera un sueño.

Decidí dejarlo pasar.

Al mediodía del sábado metimos todo al Mazda y conduje hacia Laval, quería pasar por unas cosas a la casa y avisar que iríamos a Banff. Claro está que a Gerard no le pareció prudente, ya que quería aprovechar mi estadía para irme asesorando respecto a la empresa. Charly, por otro lado, nos apoyó con la condición de que no tuviéramos un arrebato y nos fuéramos a Las Vegas sin antes pasar por ella.

Cabe decir que la escocesa se veía feliz. Entre las cosas que metí al auto estaba un mapa y una guía turística del sitio al que íbamos. Las fotos en el folleto habían sido tomadas en el invierno, no obstante, la simple visión de las escarpadas montañas, los árboles cubiertos de blanco y las enormes lagunas, fue suficiente para que preguntara miles de cosas conforme nos adentrábamos en la carretera.

Si bien la noche cayó pronto, nuestra primera parada no sería hasta varios kilómetros adelante. El viaje a Banff duraba poco más de día y medio en carretera; había programado unas horas de sueño en un hostal antes de entrar a Ontario y para llegar a él todavía faltaba un buen tramo.

—Aileen tuvo razón —comentó Merybeth, rompiendo el silencio que ella misma instauró en el auto tras apagar el estéreo porque dizque se moría de sueño, pero en ningún momento hizo el intento de dormir—. Respecto a Canadá, quiero decir. Rara vez tiene razón en algo, a menos de que esté ebria.

—¿Dijo algo sobre mi país? —pregunté con recelo. Asintió sin dejar de ver las siluetas amorfas de los árboles a los costados de la carretera—. No sabía que había venido.

—Solo una vez. Una de sus bandas favoritas era de aquí; no fueron tan populares y es por eso que los conciertos no cruzaron fronteras. Cuando anunciaron su separación, le rogó a su papá que la dejara venir.

Una sonrisa se extendió por el rostro fantasmal que se reflejaba en la ventanilla de su lado.

—En fin —continuó—, dijo que me enamoraría de Canadá, de su gente, de su ritmo, de su aire.

Volteó a verme. Por dos breves segundos le devolví la mirada y descubrí un secreto queriendo ser gritado; su sonrisa me ocultaba algo.

—¿Y dices que tenía razón? —respondí, concentrándome de nuevo en la carretera.

—Sí. Creo que me estoy enamorando de tu país.

Mis labios se curvaron en la sonrisa más egoísta de mi vida. En un par de ocasiones noté en su mirada el anhelo de estar en otro sitio; y ahora, saber que se iba adaptando a esta nueva realidad, y que además le estaba gustando, me hizo tener la esperanza de que quizá en algún futuro ya no fuera necesario tener que discutir sobre un lugar fijo de residencia.

Metros adelante descubrí un sendero lo suficientemente ancho como para que el auto pasara. Di vuelta y nos adentramos entre los árboles. Su sonrisa pícara apareció apenas quedamos en completa oscuridad tras apagar el motor.

—¿Qué haces? —preguntó con fingida inocencia.

Bufé, más que nada porque no podía verme libre de su embrujo.

—Algo que juré nunca hacer, Merybeth.

Mi respuesta no fue lo que esperaba. Frunció su ceño, curiosa.

—Le tengo un gran respeto a este bebé, ¿sabes? —murmuré, dando una palmada en el volante con una mano, mientras la otra acariciaba su pierna—. Así que, cuando alguna lo insinuaba... En fin, creo que contigo es más cuestión de desear, que de permitir.

Su respiración ya se escuchaba entrecortada. Dejó salir un suspiro largo y detuvo mi mano antes de que siguiera avanzando, pero no fue para mostrar una negativa, sino como parte del juego.

Sonreí.

—Entonces, amor, ¿muevo el asiento para que no te lastimes con el volante, o nos pasamos al de atrás?

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