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Capítulo 06


MERYBETH


—Te ves cansada —dijo Graham apenas me vio tumbada en la cama.

Ese día había ido a comprar el vestido de novia con Aileen y Valerie. No había considerado lo agotador que sería, más si tomamos en cuenta que, en todas las tiendas que visitamos, recibía el mismo sermón de las vendedoras.

No iba a negar que fue mi culpa por dejar todo a última hora, pero tampoco era para tanto. De cualquier forma, mi idea era un vestido sencillo.

—Creo que Aileen sobregiró la tarjeta. —Su ceño se frunció. Aunque sonara como una exageración, Grahms sabía que con la irlandesa esa frase tenía una probabilidad muy alta de ser cierta—. Es tu culpa, no debiste dársela. Te pediré el divorcio si no tenemos para comer en nuestra luna de miel. Por cierto, ¿qué haces aquí? Pensé que ya te habrías ido a la cabaña.

Cuando llegamos a la granja, cuatro horas atrás, la casa estaba vacía. Mi prometido había dejado una nota falsa alegando una emergencia con la vaca de un vecino, por lo que me sorprendió verlo entrar a la habitación poco después de mí.

Sonrió y se pasó la mano por el cabello. Ese gesto me causó un retortijón.

—Quítate el vestido y date la vuelta, Beth.

El brillo travieso en sus ojos me alarmó.

—Las chicas están en la casa. Además, estoy cansada.

Asintió en silencio. No obstante, no tomó mi respuesta como una súplica para dejarme descansar, sino como una invitación a disponer de mí como él quisiera.

Se sentó en la cama, muy cerca de mí, y comenzó a desabotonar la parte superior de mi vestido. Luego, con mucha suavidad, me ayudó a sentarme para poder desnudar mi torso; levanté la cadera y él jaló la floreada tela por mis piernas.

No había comprendido sus motivos hasta que me instó a ponerme bocabajo, se untó las manos con nuestra crema corporal y presionó mi espalda, creando círculos sobre mis omóplatos.

—No puedo creer que, después de casi siete años, hayas considerado la idea de que no respetaría tu derecho a decir que no —murmuró suave. Lo poco que había destensado mis músculos, fue en vano.

—Lo de la otra noche...

—Fue bajo tu consentimiento, cielo. Y, si no mal recuerdo, fue tu idea hacerlo así.

—Dolió —respondí ausente—. Ya no quiero que lo hagas.

Se quedó callado durante unos minutos, masajeando mi cuello y espalda. Sus yemas hacían la presión necesaria sobre los puntos duros bajo mi piel. Bajaba por los costados, y ascendía por el centro, siguiendo la línea de mi columna.

Yo te entiendo —dijo con calma—, pero él...

Desde el lunes por la madrugada, cuando nos encontramos en el establo, hubo una diferencia con su actitud nocturna. Si antes me daba miedo, ahora era peor, puesto que Graham hablaba como si su yo interno fuera alguien distinto. Se refería a él en tercera persona, de la misma forma en que su versión noctámbula hablaba del Grahms normal.

—No creo que sea prudente hacerlo enojar —continuó—. El acuerdo al que llegaste con él parece tenerlo tranquilo, incluso contento. Beth —apremió con urgencia—, por primera vez en semanas no me asusta que el reloj marque las tres y...

—No sabía que te asustaba —interrumpí.

Me pregunté si el Graham de día estaba encerrado en su cuerpo durante la noche, consciente de lo que hacía su versión demoníaca, pero incapaz de hacer algo.

Dejó su masaje para recostarse encima de mí. Sentía su calor corporal, mas no todo su peso aplastándome.

—Me daba miedo hacerte daño. Pero desde esa noche siento que podría tomar un poco de control.

—¿A qué precio? —Me di la vuelta para quedar cara a cara. Escuché el reproche en mi voz, al igual que él. Aun así, no me iba a retractar—. Me duele, Grahms.

—No será por mucho. Solo soporta el dolor un poco más.

Sus labios se abalanzaron sobre los míos, doblegando mi voluntad y la poca coherencia de mis pensamientos. Había hambre en su forma de besarme y acariciarme la piel desnuda.

—¿Qué haces? —solté al borde del deseo. Lo que fue una pregunta retórica, se transformó en lo que daría pie para un descuido de su parte.

—Te mantendré cansada para que duermas. Sufrirás menos y será más fácil para nosotros.

Supe, por su entonación, que ya no estaba con la misma persona de cinco minutos atrás. Traté de aferrarme a lo que dijo para que sus palabras no se me olvidaran por causa del torrente de emociones que el doble provocaba en mí.

De nuevo, esa necesidad de su presencia que me hizo olvidar los motivos por los cuáles ya no quería que continuáramos con el plan.

El dolor se había esfumado, pero yo sabía que en un rato volvería a apoderarse de mí.


***


Sentí calor en las mejillas cuando un muchacho grandote, más alto incluso que Alex, me ayudó a levantar las manzanas que se salieron de la bolsa cuando se me cayó de las manos.

Pardon —se disculpó tajante, entregándome la bolsa de papel. Alcanzó a sus amigos, que se habían replegado a la pared para no estorbar, y se fue, charlando con entusiasmo.

Si me sonrojé no fue por lo guapo del sujeto, porque Alexandre era mucho más atractivo; ni por el señor que interrumpió su desayuno para ayudarnos a alcanzar una fruta que rodó debajo de su mesa, ni por los comensales de la cafetería que escucharon mi terrible balbuceo en francés.

No, si sentí vergüenza fue porque el grandote pidió perdón cuando, claramente, fue mi culpa de que chocáramos. Lo peor fue recordar que Alex me había dicho que las disculpas eran muy comunes; sin embargo, si los canadienses lo hacían sin ser los culpables directos, muchas veces significaba que lamentaban la torpeza de la otra persona.

Caminé rápido, sin voltear a ver a los transeúntes ni a la tienda de vestidos de novia que me evocó el recuerdo que me hizo quedarme parada como estatua.

Aunque todavía faltaba un par de horas para que se pusiera el sol, me fui directo al hotel, cambiando mi rutina de los últimos días, en los que veía los bellos atardeceres de Quebec en algún punto turístico, para poder videochatear con Aileen.

El chico del elevador, quien había sido mi principal fuente de recomendación al momento de ir a comer, miró mi poutine y sonrió.

—Ya te hiciste adicta, ¿eh? —preguntó con una gran sonrisa al tiempo que apretaba el botón de mi piso.

—Mucho, ¿gustas?

—Quisiera, Beth —respondió sin hacer el exagerado movimiento de manos que hacía cuando me explicaba cómo llegar a determinados lugares—. Pero esta vez voy a rechazar la oferta. Hay supervisión mensual y estarán muy atentos al funcionamiento de las cámaras.

Elevó la vista hacia el pequeño lente en una esquina.

—Ya será para la próxima —respondí—. O podríamos ir por algo en tu hora de comida. La ciudad es muy bella, pero no conozco a nadie y comienzo a aburrirme.

Su carcajada cortada me sacó una sonrisa.

—Cuando mi novio y yo coincidamos en nuestro día libre, te llevaremos a un antro cerca del puerto. ¿Planeas quedarte mucho tiempo en la ciudad?

Encogí los hombros.

—No lo sé. El itinerario lo organiza mi...

Dudé. ¿Qué era Alex? ¿Ya podría llamarlo oficialmente como mi novio?

—¿Prometido? —completó Felix. Ante mi cara perpleja, continuó—: Llevas anillo de compromiso, pero no de matrimonio.

Habría hiperventilado de no ser porque las puertas del elevador se abrieron. El chico se despidió cortés, asegurando que ya habría oportunidad de charlar bien, y desapareció tras un agudo pitido.

Prometido, resoplé para mis adentros entretanto abría la puerta de mi habitación, me comprometí con un sujeto que no responde mis llamadas. Bravo, Beth.

Olvidé mis divagaciones y la bandeja vacía del celular para concentrarme en la portátil de Alex. Aún me sorprendía que en sus páginas frecuentes no apareciera ninguna red social.

En cuanto pude conectarme, Aileen inició la videollamada. El escenario probablemente era la terraza del hotel del tío Eoghan; el cielo ya estaba oscuro y sus facciones apenas si se vislumbraban con la luz de la pantalla.

—¿Disfrutando de tu luna de miel? —Guiñó un ojo—. ¿Qué tal Canadá? ¿Es como te lo imaginaste?

Rodé los ojos.

—¿Cómo estás, Aileen? ¿Todo bien?

De alguna forma, ella supo que no me refería a su situación particular. Tampoco es como si estuviera al tanto de un sitio a varios kilómetros de distancia, eso lo sabía, pero quería reconfortarme con una falsa aseveración que no me hiciera pensar en aquello a lo que le estaba dando vueltas últimamente.

—¿Has tenido noticias? —continué.

Su semblante se oscureció.

—No. Le dejé mi teléfono a tu mamá por cualquier cosa. Supongo que si hay algo importante lo sabremos por ella. Se lo iba dar también a tu amigo el granjero, ese que fue a la boda, pero si él vive tan cerca de..., bueno, habría sido una fuente más cercana, pero no sabemos si tomará represalias. ¿Qué estás comiendo?

—Papas con queso y salsa. ¿No pasó nada ese día?

—Para nada. Los amigos de Graham y el abuelo se fueron hacia Perth, TJ por tu equipaje a Guildtown, y nosotros a casa de Clarisse. Tu mamá nos dio de comer hasta que Valerie estuvo a punto de reventar y sus amigas no dejaron de molestarme en que yo debía ser la siguiente; Albert casi se atraganta con el conejo. ¿Y tu galán?

Comí otro poco.

—En Inglaterra.

—¿Por qué? ¿Ya se separaron? —bromeó.

Le hice un mohín de disgusto que no duró demasiado, puesto que el tema era algo delicado.

—Su doctora murió.

Todo rastro de diversión se esfumó.

Luego me pidió detalles, no en plan indiscreto, sino como quien quiere enterarse de una situación poco común. Para cuando terminé mi relato, su cara estaba pálida.

Carraspeó para aclararse la garganta.

—Beth..., ¿has pensado en que...?

—No lo digas, Aileen.

No era estúpida y por supuesto que lo que insinuaba me pasó por la cabeza desde que escuché que encontraron el cuerpo en la iglesia en la que estábamos ese día. Yo, más que nadie, era consciente de hasta dónde podía llegar Graham. Sin embargo, me negaba a pensar, o más bien, quería mentirme, en que mi dulce Grahms no lo hizo.

Quería aferrarme a que no hicimos que su poca humanidad se esfumara.

—Beth...

—Dijeron que fue un asalto, ¿sí? No tenía pertenencias de valor cuando la hallaron.

—¿No ha hecho ninguna... aparición?

Negué. La falta de señales de vida me preocupaba sobremanera. Sabía que no se podría presentar de un día para otro en el continente, puesto que los trámites que le aguardaban serían engorrosos; no obstante, con su habilidad de bilocación, se me hacía bastante extraño que no se haya presentado en todos estos días.

Miré la habitación, ¿y si en realidad sí nos había estado observado sin que nosotros lo supiéramos? ¿O si, por otro lado, no lo hacía para mantenernos a la expectativa y que la paranoia no nos dejar vivir en paz?

—¿Beth? —La voz de Aileen me devolvió al presente.

—No. No lo ha hecho.

Respondí, omitiendo lo que creí ver el otro día junto al río.

Luego, como yo me empecé a sentir observada, al igual que ella, cambiamos de tema. Nos concentramos en cosas banales, como su trabajo, su progreso de coqueteo con el chef, mis incursiones en Quebec y sus ganas que tenía de conocer al verdadero Alex, sin verlo tras una pelea con su doble.

Fue así que pasamos las siguientes horas, riendo por anécdotas y trazando planes para comunicarnos más seguido de esa forma, pero incluyendo también a Valerie.


***


No fue, sino hasta cuatro días después, que recibí la primera señal de vida de Alexandre, diciendo que su viaje se había prolongado por cuestiones legales relacionadas con la familia Dunne y que todavía se quedaría ahí otra semana más, en el departamento de TJ.

Para ese entonces yo ya me había apropiado de la ciudad como lo hice con Londres en noviembre. Paseaba con la misma soltura que los oriundos de Quebec; poco a poco me fui familiarizando con las bellas casas de piedra del color de la arena, con sus calles inclinadas, con el castillo en lo alto que fungía como hotel, y con los coloridos techos que pintaban las tardes con tonalidades de pacífica alegría.

Mi francés tuvo que mejorar por obligación. Inicié con frases elementales al momento de pedir productos y servicios; escuchaba las conversaciones a la hora de la comida, veía los noticieros y compraba el periódico local. Me sentí como cuando un par de años atrás tuve que cambiar un poco mi forma de hablar para que los neoyorquinos me entendieran.

Con el pasar de los días me aventuré a ir a otros barrios. Mi idea era empezar en Saint-Roch, puesto que ahí desayunamos cuando recién llegamos. Sin embargo, una tarde, al comer un emparedado cerca de la Ciudadela, la calma con la que las personas cruzaban el San Lorenzo en el transbordador, me dio suficiente motivo para ir a Lévis.

Este último me pareció un sitio encantador. Las casas eran modestas sin perder ese toque elegante, las aceras tranquilas y el aire de suburbio se me antojó familiar. Si bien no era tan comercial como la Vieja Ciudad, al menos sí podía presumir de ser lo que uno esperaría de un barrio canadiense.

Después Felix me presentó a una chica, también huésped del hotel, que creyó me caería bien. Su nombre era Vika, provenía de Ucrania, pero se había casado con un empresario que se la llevó a vivir a Columbia Británica. Estaban del otro lado del país por una convención que, para el caso, resultó igual que si ella se hubiera quedado en su hogar. El aburrimiento la llevó a tomar varios folletos sobre atracciones turísticas y eso fue lo que instó al muchacho a presentarnos en el elevador.

—Vamos a La Barberie —dijo Vika con su peculiar acento—. Pediremos algo de comer y el carrusel de degustación. ¿Te gusta la cerveza?

A partir de que comencé a salir con la chica del cabello caramelo, mi hora de dormir se postergó hasta la medianoche. En realidad no nos íbamos de juerga cual estudiantes de universidad, solo conocíamos bares tranquilos y hablábamos sobre el sentimiento de pertenencia que era difícil encontrar en tierras ajenas.

—No tanto, pero oí que la de ahí es buena —respondí antes de llevarme una cucharada de helado que compramos en la tienda de chocolates en Lévis.

Ya iban tres tardes en las que íbamos a ese precioso local para degustar las delicias que ofrecía. Admiré las chispas sobre la cubierta dura de chocolate, y los trozos de brownie. Solo de verlo se me hacía agua la boca.

Caminamos hasta el río para tomar el ferry; del puerto fuimos a la estación del RTC, y en unos cuantos minutos ya estábamos frente a un edificio de dos plantas que lucía acogedor.

La fachada de ladrillo claro no era la gran cosa. Lo único destacable de la parte delantera del local eran las grandes letras negras sobre la puerta marrón, y las incontables macetas frente al barandal que separaba la acera del pasillo donde unas cuantas bancas reposaban para los clientes.

A un costado, por otra parte, la situación cambiaba. La terraza sobre la acera perpendicular rebosaba de vida bajo las series de luces que colgaban sobre las mesas de madera, que, en su mayoría, ya estaban ocupadas.

Nos sentamos entre un grupo ruidoso de jóvenes, al fondo de la terraza, y otra mesa en la que predominaban personas que rondaban mi edad, veinticuatro, y la de Vika, treinta y cinco.

Una pareja, a dos mesas de distancia, me hizo añorar la presencia de Alex. Ese era el sitio ideal sobre el que podría alardear con anécdotas de joven.

Para iniciar la velada, la ucraniana pidió osso bucco, un gran trozo de carne roja sin deshuesar, y yo pollo con salsa de estragón; y para beber, cerveza belga, y de frambuesa.

El atardecer visto desde ese bullicioso sitio me pareció irreal. No podía creer que apenas un mes atrás estaba en Edimburgo, llevando una rutina laboral que incluía horas tras un escritorio, y ahora observaba la puesta de sol con una mujer tan forastera como yo, a miles de kilómetros de lo que yo consideraba mi hogar.

Me gustó. Independientemente de la ausencia de Alexandre, una vibra cálida me hizo sentir acogida.

Una hora y media más tarde, la confianza que provoca el alcohol hizo que los integrantes de varias mesas nos uniéramos al escándalo del grupo del fondo. Lo que al principio fueron comentarios al azar gritados desde el otro lado de la terraza, pronto se convirtió en un reacomodo de mesas y sillas para que nadie se diera la espalda.

El esposo de Vika llegó justo en pleno concierto de patas de muebles arrastrándose sobre el piso de madera vieja. No sabía qué es lo que esperaba de un empresario israelí, pero sin duda no fue el chico de piel trigueña y pestañas largas que tenía al menos siete años menos que su esposa. Tras las presentaciones debidas, y su incursión al sanitario para quitarse la corbata y desabotonarse la parte superior de la camisa, el tal Yeudiel se unió a la algarabía.

El renovado ánimo trajo consigo la idea de pedir un par de carruseles de degustación y una nueva ronda de comida que incluía sushi, hamburguesas y falafel. La variedad de cervezas que incluía el carrusel se podía percibir en los diversos colores de las bebidas, que iban desde el amarillo pálido, pasando por el dorado y el rojo oscuro, hasta llegar al café intenso.

Un chico, tal vez con identificación falsa si juzgábamos su cara de adolescente, animado por la multitud, se sentó sobre una mesa rectangular, apoyo su pie en la silla más cercana, y se dispuso a tocar canciones que fueron coreadas por todos, incluyendo un par de meseros que se recargaron en la pared y apreciaron el show improvisado.

Como Yeudiel acaparó la atención de su esposa, a pesar de los intentos de esta última por incluirme en la conversación, me anexé al grupo junto a mí; si bien contaban chistes algo subidos de tono que hacían reír a todo aquel que los escuchara, la mayoría eran agradables.

El entretenimiento que encontré en La Barberie fue suficiente para que olvidara por completo mi celular y los escuetos mensajes que empecé a recibir cuando me informó la prolongación de su estadía.

Por supuesto que quise saber más de su tiempo allá, algo que no fueran los forzados te extraño, todo bien por acá, TJ te manda saludos, y, mi favorito, sigo vivo. Aun así, le di su espacio; supe, la tercera vez que me colgó, que sus demonios personales lo seguían atormentando, por lo que respeté su soledad. De cualquier forma, lo había instado a que cerrara ciclos para que, una vez que volviera, ese fantasma ya no fuera un problema.

Quise creer que al menos su amigo le alegraría los días. Entre TJ y yo se estableció un acuerdo tácito de mencionarlo entre nuestras conversaciones de Facebook, más frecuentes que antes por la misma razón de que Alex me evitaba, sin que ninguno de los dos sacara le tema de manera deliberada. Por ejemplo, solía platicar lo que iban a cenar y ahí aprovechaba para comentar lo minucioso que era al cortar las zanahorias; o que recién habían vuelto del súper y que compraron tal o cual cosa por recomendación suya.

Internamente agradecí esa consideración. Aunque TJ y yo no llevábamos toda una vida conociéndonos, fue testigo de lo preocupada que estuve durante las semanas en que Alexandre desapareció por estar en el hospital sin medios para comunicarse.

Por la mañana había recibido el mensaje diario de Alex, por lo que olvidé el aparato en mi bolso durante toda la tarde para poder platicar a gusto con Vika. Entonces, no es de extrañar que, al momento de sacarlo para ver la hora, me sorprendiera encontrar tres mensajes, dos llamadas perdidas y una notificación del chat.

Justo cuando iba a abrir este último, otra llamada entró. Era TJ.

Salí de la terraza para poder escucharlo bien. Además, no quería arruinar el ambiente con una cara larga porque, obvio está, su urgencia por encontrarme no era otra cosa mas que una señal de malos presagios.

—¿TJ? ¿Qué sucede? —pregunté, yendo directamente al grano.

No sé si fue el viento frío, la soledad del estacionamiento, o lo oscuro de la zona en comparación con la terraza, pero por mi espina corrió un escalofrío que incrementó mi tensión.

—¡Merybeth! —No era TJ, sino Alex—. ¿Podrías explicarme por qué no contestas?

Sonaba enojado y, al mismo tiempo, aliviado.

—Yo... —comencé. No obstante, reaccioné a tiempo—. ¡¿Qué diablos te pasa, Tremblay?! ¡¿Qué derecho crees que tienes para hablarme así cuando de ti no he recibido más que cuatro palabras al día como máximo?!

—¿Por qué no contestaste los mensajes de TJ?

Cualquier atisbo de recelo que sentí se esfumó con el calor de la discusión.

—¿Eso a ti qué más te da? Mis conversaciones con él no te incumben.

—¡Me incumben porque eso me dice que sigues viva!

Quise gritar, golpear algo, o mínimo patear uno de los autos estacionados.

—¡¿Y por qué diablos no me lo preguntas tú?! También tienes un teléfono, ¿no? ¿Y cómo crees que me siento también al enterarme por él que...?

Apreté los dientes. Hubiera cambiado el rumbo de esa conclusión de no ser que Alex la completó por mí.

—¡¿Que tu novio el psicópata no me ha matado?! ¡Es lo mismo que yo me pregunto, Merybeth!

—¡Estás diciendo sandeces, Alexandre! —grité alterada—. Él no me haría daño.

Pensé que rebatiría solo por seguir discutiendo. Claro que sus argumentos no tendrían fundamentos, pero contradecirnos estaba en nuestra naturaleza. En cambio, un perturbador silencio se instauró.

Cuando volví a escuchar su voz, sonaba más sosegado.

—Merybeth, Graham te quiere hacer daño.

Adiós, diálogo civilizado, pensé.

—Esto es increíble —acoté incrédula—. Ganamos, ¿sí? Hicimos todo para cumplir nuestro capricho de estar juntos. Me quedé contigo porque te amo y estoy en un país que no conozco, sola, porque te elegí, aunque tú estés del otro lado del océano velando a tu... Emily. ¡Le quitamos todo, Alex! Así que ya deja de tratar de ponerme en su contra.

—¡McNeil!

Ya no escuché más, puesto que colgué. Si bien el teléfono comenzó a vibrar, casi de inmediato, desvié la llamada y lo apagué.

Mi intención fue caminar hasta el hotel, no tenía ganas de volver al ambiente que dejé atrás. Sin embargo, debía regresar por mi bolso.

Al dar media vuelta, una figura alta me hizo dar un respingo del susto.

—¿Todo bien? —preguntó Vika con el semblante preocupado.

Negué contrariada.

—Creo que peleé con Alex, ya sabes...

De nuevo la incapacidad de hablar sinceramente con alguien.

La ucrania no pidió detalles, tal vez supo que eso no era de su incumbencia, o que yo no quería compartirlo; se limitó a entrelazar su brazo con el mío y dirigirme al mero centro de la diversión.

—Un chico te invitó una cerveza —dijo Vika en cuanto llegamos a nuestra mesa.

Lo que me faltaba, algún inoportuno que tratara de ligar. Aun así, me llevé el vaso a los labios y bebí hasta que el líquido ámbar desapareció, dejando solo la espuma en el fondo.

Sin ver mi falta de interés, la chica siguió parloteando:

—Se quedó unos minutos por si llegabas, pero se fue antes de que saliera a buscarte.

Por fortuna en ese momento llegó Yeudiel. Si bien no se veía como un tipo sociable, me animé a preguntarle por los sanitarios y aprovechar la oportunidad para irme a refrescar la cara y ver si podía olvidar el incidente.

En el interior el ánimo era más conservador, no había tanto estruendo como afuera. La chica detrás de la barra sonreía como si se hubiera ganado la lotería y, en general, todos mantenían esa misma atmósfera. Quizá yo no desentonaría si Alex no me hubiera llamado.

Tarde más en el tocador de lo necesario. Al levantar la mirada al espejo, un ligero mareo me hizo tambalear; tenía las mejillas coloradas y el cabello un poco alborotado. Me reproché haber bebido con tanta prisa.

Entonces, por efecto del alcohol que relajó esa parte del cerebro que te obliga a pensar antes de actuar, regresé a mi lugar.

Vika me miró preocupada en cuanto comencé a esculcar mi bolso.

—¿Viste mi celular? —pregunté con apremio.

—Sí, lo dejaste solo y lo guardé para que... —Apenas lo sacó de su bolsillo del suéter, se lo arrebaté y mantuve apretado el botón hasta que la pantalla se iluminó. ¿Por qué tardaba tanto en encender?—. ¿Sucede algo, Beth?

Asentí abstraída.

—Tengo que llamarlo y esta cosa no quiere reaccionar. ¿Me prestas tu teléfono?

Su ceño se frunció. Supuse que al ver mi creciente desesperación me daría su celular, no obstante, el efecto fue contrario al deseado; sus dedos largos me arrebataron el aparato.

—Dámelo —pedí impaciente.

Yeudiel le dio un apretón en el hombro para que me dejara en paz. No funcionó.

—Beth, creo que no deberías hacerlo.

—Tengo que escuchar su voz.

Una mínima parte de mi cerebro supo lo patética que sonó esa excusa. No me importaba que pensara que la cerveza hablaba por mí; de cualquier forma, ella no entendería lo terrible que sentía su ausencia, ni lo filosas que eran las garras de mi necesidad por él.

—¡No! —argumentó con tono autoritario. Su voz no sonó tan fuerte para no interrumpir la diversión, pero sí fue decidida—. Mañana, cuando estés en tus cinco sentidos, le hablarás a Alex y solucionarán sus problemas, ¿de acuerdo?

Lo que Vika no entendía era que yo sí estaba en mis cinco sentidos, pero que mi deseo no era hablarle a Alex, sino a Graham.

—Solo será un minuto —dije a dos segundos de rendirme.

—No. Además, acabas de espantar a tu ligue de esta noche.

Levantó la barbilla para señalar a alguien detrás de mí. Volteé más por compromiso que por querer saber quién me había invitado la bebida que me estaba haciendo parecer una loca esa noche.

Un sujeto, con una sudadera verde cuya capucha traía puesta, salía de la terraza a pasos ligeros. Los dos segundos que volteó me fueron suficientes para que mis músculos se tensaran. Sus ojos, tan familiares a pesar de que fueron tan distintos por seis años, brillaron en cuanto cruzamos miradas.

Lo seguí cual insecto a la luz. Mis piernas se accionaron sin que les enviara una indicación, llevándome a él y dejando atrás a Vika con sus gritos de ánimo.

Avanzó una cuadra antes de que pudiera alcanzarlo. A pesar de que se detuvo, no giró ni hizo ningún movimiento. Nos separaban solo unos metros de distancia.

Si bien me faltaba el aliento, lo llamé con voz clara y firme:

—¡Graham!


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