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Capítulo 05



ALEXANDRE


El funeral de Monique fue precedido por un párroco tan viejo como el Exwick Cemetery. Pocas personas asistieron, supuse que la mayoría fueron familiares y amigos de infancia que no lograron salir de ese pueblo simplón; y aunque no tuve el valor de acercarme a escuchar la misa en su nombre, con un poco de decepción noté que muy pocos de sus amigos y colegas de Edimburgo se presentaron.

Mi primera intención fue rendir mi más profundo pesar frente a su tumba, escuchar las buenas palabras de aquellos que la conocieron y, tal vez, decir algo por mi propia cuenta. Sin embargo, al caminar por los grandes campos con sus grises lápidas sobresalientes, y percatarme de la intimidad del grupo en luto, creí más prudente excluirme.

Permanecí ahí, fingiendo orar por el difunto a mis pies, hasta que los asistentes, con las cabezas inclinadas por el dolor, se esparcieron en silencio.

Todo ese rato intenté bloquear mis sentimientos. Traté que el recuerdo de la primera vez que la vi, gritando a los cuatro vientos en esa escueta habitación de hospital, fuera más agradable que hiriente. Quise sonreír al pensarla viendo las carpetas de los proyectos y emocionarse por muebles coloridos que nunca compró porque le parecieron demasiado costosos. Luché por imaginarla con las mejillas sonrosadas por la cerveza, por el pudor, o por el placer, en vez del rostro pálido que descubriría si se abriera el ataúd. Y sobre todo, me obligué a no pensar en la culpa que me haría gritar hasta perder la voz porque un descuido la llevó al último sitio que visitaría en su vida.

Porque sí, muy en mi interior, y a pesar de que no encontraron nada que pudiera justificar su estadía en Culross, yo sabía que la estúpida nota sobre su buró fue lo que la dirigió a la abadía esa tarde.

Si TJ solo se hubiera limitado a darme la información hablada, o si yo no me hubiera aprendido de memoria sus garabatos, Dunne no habría tenido ni una sola pista de dónde encontrarme.

Me dolía pensar que hasta el mínimo cambio habría sido la diferencia.

No fue sino hasta una hora más tarde que reuní el valor suficiente para acercarme. La superficie de la tierra que cubría su lecho apenas si servía de cama para unas cuantas flores modestas; aún no había lápida, ni nada que pudiera indicar que ahí yacía la doctora, mas que un marco de madera tan simple como su despedida de este mundo.

—Lamento ser el responsable de que tu mayor miedo se hiciera realidad, Dunne —exclamé con pesar, ignorando el nudo en mi garganta—. Quise hacer que emprendieras el vuelo, y creo que lo único que hice fue cortarte las alas.

Me hinqué sobre la tierra húmeda, en parte porque un ligero hormigueo apareció en mi pierna, producto de esperar por tanto tiempo parado, y en parte porque quería más intimidad con ella.

Dejé el ramo de rosas blancas junto a las demás flores y tomé su fotografía. Su piel canela lucía tan suave como se sintió en vida; esos ojos no podrían irradiar más felicidad, y su sonrisa quizá habría ganado el concurso de la sonrisa más bella de Inglaterra. Inconscientemente pasé mis yemas por el contorno de su rostro, queriendo acariciarlo con suavidad, como contadas veces lo hice.

No pude ser honesto cuando la tuve en mi vida porque mi capricho me cegó, pero al menos lo podría ser una vez. Quizá no me escuchara, o sí, ¿quién podría decirlo? No obstante, lo diría, porque debió saberlo.

—Tenías razón, Monique. Todos merecemos un amor que no nos haga cometer locuras. Lo peor, y que ahora me carcome, es darme cuenta de que tu constancia quizá rindió unos frutos que maduraron muy tarde.

"Te extraño, ¿sabes? Y perdona si mi discurso no es lo que esperarías. No sé cómo ponerle un orden a todo lo que me gustaría que supieras. Lo único que puedo hacer es dejar que las cosas salgan como me salen, sin pensar mucho.

Carraspeé.

—Debí darte más, bonita. Lo sé. Digo, yo en tu lugar odiaría a este estúpido que tiene el descaro de venir a molestarte con palabras improvisadas, pero...

De súbito, la realidad me golpeó; ella en verdad se había ido por mi culpa. Fue a buscarme porque la abandoné sin siquiera decirle adiós de la manera apropiada; murió sola, sin saber lo importante que fue para mí.

—Perdóname, Dunne —dije, abandonándome al desamparo que percibí aquella noche entre los brazos de Merybeth. Las lágrimas que luchaba por contener salieron sin que pudiera controlarlas—, perdóname por apenas darme cuenta de que lo nuestro habría funcionado en Toronto. Perdóname por jamás decirte que fuiste una de las mujeres más extraordinarias que conocí; por hacerte creer que entre nosotros solo había un nexo físico; por usarte para olvidar a una chica que, de haber sabido que me costaría tu muerte, no habría ido a buscar; por no haber bailado contigo esa noche en Terrebonne, y por haber subestimado lo especial que fuiste.

"Monique, yo...

Me callé. Nada de lo que pudiera decirle serviría para hacer que regresara de esa oscuridad. Entonces, ¿por qué quería continuar hasta que se me acabara la voz? ¿Para desahogarme? ¿Para que se llevara mis palabras al más allá? ¿O para que la constatación dicha de una certeza que permaneció en silencio nos liberara del pasado y, al mismo tiempo, nos uniera como no sucedió cuando sus ojos rebosaban de vida?

—Yo te quise —susurré por fin, haciendo a un lado el dolor en mi pecho y la obstrucción en mi garganta—. Te quise cuando no merecí sentir algo por alguien tan extraordinaria, te quise cuando no pude ponerle un nombre a la paz que me proporcionaba tu presencia, te quiero ahora que ya te has ido, y te querré aun cuando la mujer que ultrajó un lugar que quizá tú merecías más, me haga olvidar tu positivismo, tus ganas por hacer de este mundo un lugar mejor, y lo increíble que fue mi existencia ese mes que estuve contigo.

Enterré mis dedos en la tierra, como si con ese acto le diera una última caricia.

Mientras esas gotas saladas seguían brotando de mis ojos, me pregunté por qué, ¿por qué ella, que merecía mucho más de lo que obtuvo, terminó así? ¿Por qué Sinclair fue amado profundamente y, además, seguía vivo si había hecho cosas horribles? Incluso nosotros, ¿por qué Merybeth y yo podíamos disfrutar de esos días sin sentir remordimiento cuando estábamos juntos? ¿Por qué no podía regocijarme en el dolor y culpabilidad al tenerla cerca? ¿Por qué cuando la veía solo podía pensar en ella y no en todo lo que nuestro amor, si es que en verdad era eso, le había costado a los demás?

—Lo haré pagar, Monique —juré con voz ahogada, apretando la mandíbula para que el grito de dolor y rabia no saliera de lo más profundo de mi garganta—. Puedes irte en paz porque esto no se quedará impune, ¿lo oíste? ¡Vete, Dunne! Si es que todavía sigues aquí, ¡vete! Ya nos reencontraremos algún día. Mientras tanto..., solo...

Me llevé las manos a la cabeza, desesperado por no poder sacar todo lo que quería expresar. Y lloré. Lloré con más sentimiento que aquella noche. Lloré desolado por la pérdida; lloré de frustración y furia por la impotencia de saber que el culpable no había pagado aún, y también lloré de alegría porque Merybeth no estaba ahí y podía disfrutar de mis últimos momentos con Monique.

—Buen viaje —me despedí en un susurro.

Sin pensarlo más, o cabría la posibilidad de permanecer ahí hasta que oscureciera, me levanté y me alejé sin voltear atrás.

Salí del camposanto y caminé por las calles empedradas de Exeter, ensimismado en los pensamientos que no quería volver a dejar salir. Me fijé en las casas antiguas, la gente tranquila, y esa atmósfera pacífica que se sentía ajena a la chica que abandonó aquel sitio por perseguir un sueño.

No quise hacerlo, por respeto y porque esa punzada de resentimiento permanecía fresca, sin embargo, pensé en Merybeth. Me descubrí debatiéndome en un dilema moral. En el avión me dije que el tiempo que estuviera en Inglaterra sería para mí y Dunne, le diría adiós, la dejaría ir, y una vez que partiera, enterraría en su pueblo su recuerdo y continuaría con mi vida, perdonándome a mí y a la pelirroja por el caos que estábamos ocasionando. Lo sé, bastante frío; pero lo más sano, en todo caso.

Y si bien esa fue mi intención, no pude sacarla de mi pensamiento. Era como si la Merybeth de mi cabeza tuviera la misma testarudez y rebeldía que la real. Su recuerdo se plantó con ímpetu, como si me reclamara el estar pensando en otra mujer y no en ella. No conforme con eso, también se regocijaba con el reproche que sentía; la notaba desafiante, retándome a que mi rencor fuera en aumento.

Y así fue.

Llegó un punto en el que su actitud me fastidió, ¿por qué no podía ser más centrada? ¿Por qué era tan indecisa? ¿Acaso era mucho pedir que atara los cabos necesarios para que se diera cuenta de que su exnovio mató a Monique?

La peor parte vino cuando consideré si en verdad la quería, y si no sería mejor dejar lo nuestro como la aventura más romántica y fugaz que recordaríamos por el resto de nuestra existencia.

Entonces, mi mundo colapsó.

El hoyo negro que nació en mi estómago me confirmó que ya estaba hasta el fondo. Sí, me había quejado de su inmadurez, pero imaginarme sin esa chispa infantil que me hacía sonreír como imbécil era intolerable. Ya no podía, ni aunque quisiera, aceptar una realidad en la que no despertara con su cabeza en mi pecho; no me gustaría volver a acariciar otra piel ni estar entre las piernas de alguien que no fuera mi escocesa.

A pesar de todo, de querer y de no hacerlo, deseé que estuviera conmigo, ella sí encajaría ahí; quizá le habría gustado conocer la Catedral o pasear a las orillas del río Exe.

Esos sentimientos tan opuestos, encontrados, y luchando por sobreponerse a su contrario, me hicieron sentir extraño. Y si bien unas inmensas ganas de volver me invadieron, todavía me quedaba un asunto pendiente ahí.

Fui directo al modesto hostal en el que pasaría la noche; necesitaba descansar y retomar los ejercicios y masajes de mi terapia. A pesar de que ya caminaba sin el mínimo apoyo del bastón y que solo sentía cierto entumecimiento cuando forzaba mucho mi extremidad, me seguía preocupando la diferencia de temperatura entre un pie y el otro. Si mi circulación no se normalizaba en unas semanas más, iría con un fisioterapeuta.



***



—Vamos al cine —dijo Dunne en cuanto cerró la puerta. Traía en sus manos el bolso donde guardaba su uniforme de guardia y la bata blanca. Se veía agotada después de trece horas de estar en el hospital, ¿ o habían sido veinte?

—Mejor vamos a Yorkshire —respondí sin mucho interés.

Los últimos días había estado recordando la acampada con Merybeth, creyendo que fue especial. No obstante, si lo hacía con alguien más dejaría de tener tanto significado, ¿cierto?

—¿Qué hay ahí? ¿Hiciste de comer? —Abrió el frigorífico y sacó unos recipientes desechables que recién había metido.

—No, la pedí a domicilio. —Encogí los hombros con indiferencia a pesar de que sentí un atisbo de remordimiento; en realidad a mí no me costaba nada cocinar y de seguro ella ya estaba cansada de la comida preparada. Con más ánimo contesté—: Iremos al Parque Nacional, acamparemos y te haré llegar a las estrellas mientras las ves en el cielo.

—Tengo que organizar mis rondas para poder irme un par de días. ¿Qué tiene de malo el cine?

Nada, quise responder, excepto que no tengo que exorcizar ningún recuerdo de ahí.

Iba a soltar algún comentario cargado de sarcasmo, pero ella interrumpió mi tren de pensamiento.

—Me gusta esa canción. ¿Cómo se llama?

¡Mierda! Olvidaste quitarla, Tremblay. Me recriminé.

El doloroso lamento de Jont al cantar el coro de Another door closes salía por los altavoces. Por regla, cada vez que escuchaba que llegaba Dunne la quitaba; y eso era porque sentía cierta posesividad con aquel melancólico tema, puesto que fue el que le canté a la escocesa cuando bailamos en el puente de las cascadas Aysgarth.

Pensar en bailar con la doctora mermó mis intenciones de llevarla. Quizá compartiría el sitio, pero no estaba dispuesto a cantarle algo que le pertenecía a otra chica.

—¿Sabes qué? —atajé para desviar la conversación—. Me agrada tu idea. ¿Crees que hará frío por la noche?

Apagué cualquier interruptor a mi paso para que no se viera tan obvio mi deseo de quitar la música. Por supuesto que ella no era estúpida; me ahorró la molestia y su delgado dedo apretó el botón de encendido.

—Lo dejaste claro, Alex —acotó cansada—. No soy tu novia, no hay motivo para darme largas.

Tras dos minutos de haberse encerrado en la habitación, la seguí. Estaba en ropa interior, cambiándose por algo más cómodo. Me sorprendió no seguir mi instinto ante esa imagen y, en vez de eso, preguntar:

—¿Te parece si hoy cenamos en el restaurante que vimos el otro día?

—¿El que te pareció pretencioso y cursi?

Encogí los hombros.

—Vamos, Dunne. Todos los días estás uniformada, aprovecha este momento para ponerte algo lindo que no sean esos pants. No quiero que nos nieguen el servicio por verte andrajosa.

Al menos mi comentario sirvió para aligerar su aire taciturno.

Cuando salió, nos dirigimos hacia la puerta. Su espalda se perdió en el marco, luego crucé yo y fue cuando me percaté de que era un sueño. De repente ya no estaba en Edimburgo, sino en Guildtown. Y el breve consuelo de haber soñado un momento que pasé junto a Dunne, creyendo que era real, pronto se transformó en recelo.

Jamás fui consciente de estar soñando. Bueno, solo en contadas ocasiones que tenían un factor en común.

Sin embargo, ese factor no apareció por ningún lado. En ese nuevo escenario solo estaba yo, caminando por la pradera multicolor. Un caballo caminaba junto a mí, no tenía que jalar sus riendas porque el semental me seguía manso.

Iría a cortar leña. Pero antes de eso, fui a la sala. Tomé el primer marco que agarraron mis dedos de la repisa y, justo cuando vi el rostro que extrañé tanto por la tarde, mi cuerpo se embriagó de cólera, desdén, odio.

Y en un segundo, fui expulsado de su mente.



***



Desperté sudoroso, alterado por los terribles sentimientos que se fraguaron en mi interior por esa ínfima fracción de tiempo.

Aún acostado, con la difusa luz del amanecer entrando por la ventana, traté de descifrar lo que había sucedido. El ansia de sangre fue lo que más me trastornó. En cuanto vi la alegre sonrisa de Merybeth en la fotografía, fue que apareció el deseo de venganza, la incontrolable necesidad de... matar.

Si bien estaba asustado, sabía que aquello no había sido mío. Cualquier aspereza que tuviera con ella no justificaba la vorágine de veneno que me corrió por la venas. Y eso lo podría asegurar porque a mí, Alexandre Tremblay, me alegró verla. Por lo tanto, podía jurar que fueron sentimientos de Graham; verla lo puso así, en ese modo diabólico que no podría encontrar satisfacción, mas que en un acto espantoso.

Mi cara palideció.

Quizá lo que hicimos fue como el efecto mariposa. ¿Y si lo que consideramos que sería algo no tan grave, en realidad había trastornado a Sinclair a tal grado que ahora ni siquiera Merybeth podía estar a salvo?

Salí de la cama tan rápido que tuve que apoyarme en la pared hasta que se me pasó el mareo.

Luego, me apresuré lo más que pude para salir del hostal. Terminaría mis diligencias ese mismo día y quizá por la noche ya estuviera en el aeropuerto.

Un taxi me llevó a las afueras de Exeter, más allá del cementerio. Días atrás, cuando fui a ver a mi equipo en Montreal, le había pedido como favor personal a Wang que me consiguiera información sobre el caso de Monique; por ejemplo, la fecha en que entregarían su cuerpo a la familia para que procedieran con el funeral y, de ser posible, una copia del expediente. Las influencias de Gerard eran amplias, aunque no tanto como para conceder esto último; al menos lo poco que me permitieron husmear fue suficiente para averiguar que su familia vivía en una casa en Westwood Lane.

En esa zona había más campo que cualquier otra cosa. No me resultó difícil dar con la casa, ya que no había muchas opciones; de no haber tenido referencias concretas, de todos modos no habría tardado tanto en tocar en cada puerta en busca de los Dunne.

La señora robusta que me abrió tenía los ojos llorosos. No se parecía mucho a su hija, excepto, tal vez, el cabello oscuro y fino. De nuevo ese golpe de realidad.

—Buenos días, ¿Jacklyn Dunne? —pregunté serio. Asintió sin desviar la mirada. Algo más en común, pensé, la fortaleza—. Soy Alexandre Tremblay. Vengo porque...

—Conociste a mi hija —interrumpió con voz ronca. Ante mi sospecha, se aclaró la garganta y continuó—: Te vi en su tumba ayer. Regresé para darle algo y ahí estabas tú. Es una lástima que no hayas llegado a tiempo para escuchar la misa, fue muy bonita. Todos sus amigos fueron bienvenidos a compartir memorias. A ella le hubiera gustado escucharte, ¿sabes? —Asentí. Parecía que hablaba más consigo misma que conmigo. A los pocos segundos pareció darse cuenta de la situación en la que estábamos—: ¡Oh!, no te quedes ahí. Pasa. Perdonarás el desorden, no ha habido tiempo de limpiar. Solo tengo té, ¿lo quieres con leche o con limón?

Su forma de sobrellevar el dolor me entristeció. Me pregunté en qué se entretendría cuando no hubiera nadie a quien atender.

—Llevabas poco de conocerla, ¿verdad?

—Desde marzo.

La seguí hasta la cocina. Los platos sucios se apilaban en las encimeras, aunque no se veían como si llevaran ahí desde la noticia del fallecimiento. Quizá fueran de la tarde anterior si es que ofreció algún alimento a los asistentes.

Con las manos temblorosas pudo apañárselas para poner la tetera.

—Lamento...

—Ella habló de ti —interrumpió—. Dijo que un tal Alex la estaba tratando muy bien en Canadá. No me agradó que te la llevaras tan lejos, ninguna madre quiere eso. Pero aseguró que era temporal, que regresaría y que era una buena oportunidad para ella. Gracias por darle trabajo. Era una buena chica, muy estudiosa; hasta los vecinos decían que...

El golpe de algo al caer, en otra de las habitaciones de esa casa de una sola planta, me hizo dar un respingo. Eso hizo que Jacklyn interrumpiera su monólogo y volviera a la realidad, se secó las manos en su delantal y se disculpó antes de salir por el marco de la puerta.

Al estar ahí pude comprender los deseos de Dunne de huir de Exeter, así como la aprehensión por su familia. Debió ser duro para ella enfrentarse a querer salir al mundo y dejar a una madre un tanto dependiente en casa.

Cuando la tetera silbó, apagué el fuego. Hacía varios minutos que la señora se había ido y no se veían señales de que fuera a regresar pronto.

Un nuevo ruido me hizo dejar la cocina. Ese había sido más pesado que el anterior.

Entré a la estancia principal, casi en penumbras por las gruesas cortinas a medio cerrar. La voluminosa silueta de Jacklyn se inclinaba sobre algo que desde mi posición no alcanzaba a ver.

—¿Se encuentra bien? —pregunté con cortesía.

La mujer se levantó; al mirarme, me di cuenta de que había olvidado mi presencia por completo.

—Lo siento —murmuré pensativo—. Vine en mal momento y...

Me callé al ver detrás de Jacklyn. Un hombre en silla de ruedas, con la mirada perdida, trataba de agitar sus manos dobladas por la debilidad muscular.

—Perdona —se disculpó apurada—, tuve que venir a ver a Hank. Acércate, te presentaré con mi esposo.

Me moví como autómata. El desagrado que sentí no fue por los músculos faciales caídos del hombre, ni por la saliva reseca en las comisuras de sus labios, y tampoco por la mancha en sus pantalones que expedía un tenue aroma a orina fresca.

No, si me dieron ganas de vomitar fue por la bofetada que volví a recibir. Cuando intentaba poner en paz mis asuntos, perdonar y dejar ir, algo me recordaba que el tormento quizá nunca se iría.

—¡Hank! —clamó Jacklyn con un poco más de volumen—. Querido, vino un amigo de Monique. ¡Hank!

Para la tercera vez que pronunció su nombre, sus ojos ausentes voltearon a mirar a su mujer quien, de nueva cuenta, le repitió lo que le había dicho. Otra vez se había inclinado hacia él, para sostenerle la cara con ternura y limpiar un poco su boca.

Ante la mención de Monique, los ojos de ambos se llenaron de lágrimas.

—Háblale claro, no hace mucho que tomó sus medicamentos y por ahora se encuentra un poco adormilado —sugirió Jacklyn.

Me arrodillé frente a él para quedar a una altura que no lo forzara a una posición incómoda. Tomé su mano, fría y temblorosa, entre las mías y me presenté, luchando con toda mi alma para no derrumbarme por el enorme parecido con su hija.

Hank no emitió sonido alguno, pero me escuchó atentamente.

En ese instante comprendí las motivaciones de Dunne y el compromiso que sentía con la investigación. Me dolió saber que su hambre por crear un cambio en realidad era porque tenía en casa a alguien a quien no podía ayudar. Asimismo, entendí que sus cadenas en Exeter eran más fuertes y dolorosas de lo que imaginé; a ella no le daba miedo la superación, sino dejar a un padre enfermo y a una madre que debía llevar sobre sus hombros el peso de una tragedia que no tenía opción de abandonar.

Cuando creí prudente levantarme, me dirigí hacia la señora Dunne.

—Vine porque quiero ayudarlos —dije con calma—. Llevaremos a Hank a un hospital...

Su cara se ensombreció.

—No es necesario —interrumpió apenada—. Tanto nuestra niña como en el hospital del condado nos dijeron que no hay cura para la escle-esclerosis. Tenemos medicina, ¿sabes? Al menos le alivia el dolor.

Iba a proponer un sitio mejor para vivir. Algo más citadino en el que pudieran acudir rápido a un centro médico de especialidades en dado caso de una complicación o emergencia; sin embargo, al ver las pertenencias desperdigadas en la estancia —que al principio creí que eran cachivaches al azar—, me percaté de la cruda verdad.

Juguetes varios, como una vieja muñeca de trapo, carritos y peluches sucios, permanecían en los sillones, estantes y mesitas, entre telas de distintos colores que, no dudaba, eran la ropa de Monique y de su hermano.

Los Dunne no se irían del único sitio que les recordaba que alguna vez tuvieron hijos.

Carraspeé.

—Fui amigo de su hija, sí. Pero también fui su abogado —mentí. Eso captó su interés de una forma no tan bienvenida; supongo que lo último para lo que tenía cabeza era para cuestiones legales—. Ella tenía un seguro de vida; en dado caso de que algo le sucediera, no quería dejarlos desamparados, por lo que sus beneficiarios son ustedes.

Su expresión cambió al percatarse de que no abordaríamos nada que fuera un conflicto.

Le expliqué que mensualmente recibiría cierta cantidad a la cuenta que manejaba cuando su hija le enviaba dinero. De igual forma, que si me permitía algunos de sus documentos y una carta poder, me haría cargo de que ellos tuvieran un seguro médico que cubriera la totalidad de gastos.

Gracias a su poco conocimiento en el ámbito legal, o quizá fue por el dolor, Jacklyn no hizo preguntas, solo se limitó a asentir conforme yo le iba explicando. No obstante, en algún momento de mi verborrea, uno de sus interruptores se activó.

—Dijiste que eras abogado, ¿verdad? —Asentí—. Uno de los vecinos, bueno, no creo que lo haya dicho con afán de incordiar, pero él sabía que la propiedad estaba a nombre de mi niña. Cuando Hank fue diagnosticado ella acababa de cumplir la mayoría de edad y creímos conveniente que su nombre estuviera en las escrituras. Claro que no pensamos que se iría tan joven, ¿sabes? Cuando tenemos hijos queremos verlos llegar a viejos. Ella igual creyó que viviría más porque nos dijeron que no dejó un testamento.

"Como sea, él nos dijo que debíamos hablar con un abogado porque por ahí escuchó que una casa con propietario muerto pasa a ser del estado. Nos advirtió que tuviéramos cuidado porque nos podrían echar, ¿verdad que no nos iremos de aquí?

El desamparo con el que preguntó me caló hasta los huesos.

De manera clara le expliqué la forma en que un caso semejante procedía en mi país y que, si bien no estaba tan inmiscuido en las leyes el Reino Unido, no creía que fuera muy distinto. De cualquier forma, le aseguré que contactaría con un abogado local para informarme y, entre los dos, hacer el trámite necesario para que la propiedad estuviera a su nombre.

Salí de la casa poco después, con el alma rota y los brazos cargados de documentos viejos. No podía regresar a Canadá ese mismo día, así como tampoco tenía ganas de quedarme en el pueblo.

Tomé el primer tren que me llevaría a Londres y cerré los ojos, queriendo escapar de esa realidad en la que la impotencia amenazaba con llevarse mi cordura.

La vibración en mi bolsillo me quitó ese momento de paz. Sabía que era ella; en la última hora había marcado dos veces. También sabía que su intención no era presionar, sino solo cerciorarse de que seguía vivo. Aun así, por más que quise contestar y escuchar su voz, nada en mi cuerpo pareció reaccionar.

Dejé que el teléfono vibrara hasta que, harta de mi indiferencia, Merybeth colgó.


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