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Capítulo 04


MERYBETH


La cena con los Tremblay transcurrió mejor de lo que creí. Debo admitir que al principio el silencio fue incómodo, pero conforme se abrió esa brecha fue más fácil conversar. Supongo que fue gracias a que Gerard abordó un tema que le resultaba familiar; no sabía qué es lo que había estudiado al salir de la secundaria, sin embargo, los negocios le quedaban como anillo al dedo.

Charly se inmiscuyó en la charla apenas su padre me preguntó sobre mi experiencia en la Universidad de Glasgow. Y aunque los ojos verdes de la chica se interesaron bastante, me percaté, por los comentarios de Gerard, que lo menos que esperaba de ella era una de las universidades de la Ivy League.

Cuando ellos dos se enfrascaron entre los pros y contras de Harvard, Dartmouth, Yale y Princeton, aproveché para ir por Alex. Hacía unos cuantos minutos que una súbita ansiedad por no verlo se había filtrado en mi sistema.

Nuestro encuentro fue algo extraño. Percibí cierta nostalgia en su abrazo, como si estuviera profundamente triste. Sin embargo, no quise presionar para que hablara sobre lo que sentía.

La cuestión era que quería respetar su duelo y, al mismo tiempo, alejarme de él. No me sentía con el derecho de llorar una muerte que en lo único que me afectó fue que alejó espiritualmente a Alexandre de mí. Porque sí, seguía haciendo sus bromas recurrentes, planes especiales, y en general me seguía tratando con cariño; pero noté cierta reserva en sus lapsos ausentes, una necesidad de intimidad en la que yo no estaba invitada.

Para cuando nos sentamos a la mesa, el debate se fraguaba entre dos bandos, las ocho antiguas contra Oxbridge. No dudaba que en varios minutos se dejaría atrás a las primeras para retomar la eterna disputa entre Oxford y Cambridge.

Por supuesto que Alex no mostró ningún interés; en vez de eso, se concentró en explicarme lo que estábamos comiendo y la clase de alimentos que me esperaban en su país. Me dijo el nombre de la carne curada con judías y patatas que deleitábamos esa noche, pero lo olvidé en cuanto mencionó varios platillos más, la mayoría en francés.

De la gastronomía pasamos a las historias de los objetos en el recinto; por ejemplo, la gran araña del techo que casi rompe cuando trató de jugar con uno de sus amigos al fútbol americano y el balón entró por la ventana desde el jardín; el jarrón en una esquina en el que solía esconder frituras, la vitrina que sirvió como chalet de invierno para las muñecas de su hermana, y la vajilla que hizo añicos la primera vez que le tocó poner la mesa para Navidad por sí solo.

Escuché atenta esos recuerdos que me narraba con tanta emoción al tiempo que me sostenía la mano por debajo de la mesa. Su pasado no era lo que yo me había imaginado.

El postre, unas deliciosas galletas de menta con chocolate, fue el momento más ameno. Gerard se veía renovado; su semblante lucía tranquilo, y hasta cierto punto alegre. Vagamente me pregunté si así sería en el día a día; las dos veces que lo había visto quizá no habían sido sus mejores momentos; en la primera había tenido una discusión con Alex y se veía colérico; y en la segunda había recibido la noticia de que su primogénito sería interrogado por la muerte de su doctora, así que la preocupación no me permitió ver a esa versión que lo convertía en un hombre común y corriente.

Tampoco mentiré diciendo que en un parpadeo se transformó en el padre ejemplar, puesto que se aisló considerablemente cuando Charlotte comenzó a hacernos preguntas personales. No obstante, prestó atención a nuestras respuestas y dejó que la adolescente se regocijara en su curiosidad.

Después intuí que su actitud dispuesta fue, más que nada, para sonsacarle información a Alex y presionarlo por debajo del agua. Le preguntó por el proyecto, que a razón de los últimos acontecimientos había descuidado, y mencionó con falsa displicencia la posibilidad de un sitio fijo para nosotros. No supe, sino hasta más tarde, cuando Alex me lo explicó al cepillarnos los dientes, si eso fue una invitación abierta e inmediata para irnos de la casa, o una mera sugerencia.

—Entonces —dije enfurruñada, ignorando por completo los besos en mi cuello y sus caricias entre mis muslos. ¿Cómo podía tener cabeza para una segunda ronda cuando los problemas se nos iban acumulando?—, eso de una vida de nómadas fue mentira. Desde un inicio supiste que tu obligación estaba aquí y no consideraste que quedarnos podría ser peligroso.

—Me gusta que te hagas la difícil, pelirroja —clamó pasional, mordiendo mi lóbulo izquierdo. Sentí sus movimientos en la oscuridad para acomodarse en una posición más ventajosa.

—Y ni que decir de mí, porque es obvio que no pensaste en mis obligaciones y mucho menos en si a mí me gustaría vivir aquí.

Eso lo detuvo. Sonreí con satisfacción.

La repentina luz de la lámpara de noche me hizo cerrar los ojos. Su movimiento fue tan rápido que ni siquiera noté su brazo dirigirse al buró.

Al abrir los párpados vi el desconcierto en sus facciones.

—No quieres quedarte en Canadá —dijo. Supongo que lo quiso pronunciar como pregunta y no como afirmación.

—Yo no dije eso.

—Lo insinuaste.

No tuve que pedirle que se quitara, puesto que él solo se levantó y se recostó en su lado de la cama, bufando entretanto se pasaba los dedos por el cabello humedecido de sudor.

Bajé del colchón y me puse la primera playera que encontré en el piso. Seguía pensativo cuando me recargué en la orilla de su escritorio.

—No lo insinué, Alex. Es solo que..., no hemos hablado de esto.

—¿Hablar de qué? —preguntó con la mandíbula rígida.

Suspiré. Era absurdo seguir postergando ese tema.

—De los límites fronterizos. —Asintió. Comprendí que si no lo habíamos hecho no era porque él no percatara ese obstáculo, sino porque hacerlo rompería la endeble burbuja en la que estábamos—. Alex, yo...

—Lo sé —interrumpió con calma—. Tú preferirías estar en tu tierra y yo debo estar aquí.

—Es un gran problema —susurré pesarosa. Tal vez la idea de huir lejos con la persona que amas es romántica hasta que pones en la balanza todo lo demás, como tu trabajo, tu familia, tu idea de un hogar. La verdad era que no se podía vivir de decisiones espontáneas impulsadas por el romance—. Y no solo por lo que yo quiera. Tengo un trabajo en Edimburgo, tengo que regresar cuando el tiempo que me dieron de permiso para mi luna de miel concluya y, aunque tú quisieras, no puedes acompañarme. Si estando a miles de kilómetros siento la ansiedad de que en cualquier momento podría perderte, ¿cómo crees que me sentiré con la amenaza a una hora de distancia?

Alex se levantó de la cama. Todavía desnudo, se asomó por la abertura entre las cortinas, como si quisiera asegurarse de que nadie estuviera acechándonos desde el jardín. Se veía pensativo, calculador.

—¿Cuánto tiempo tienes a partir de ahora antes de que tengas que regresar? —preguntó con profesionalidad.

—Diecinueve días.

—Vayamos a Holanda.

—Alex, rodear el problema no lo hace menos ni nos evita toparnos con él más adelante —solté enfadada por su poco compromiso.

—No, escucha. ¿Recuerdas cuando te dije que quizá había una explicación para mi conexión con la mente de Sinclair? —Asentí, ¿por qué no podía dejarme olvidarlo?—. Tu amigo, Chester, dijo que la doble de Constantina...

—Constance —corregí.

—Quien sea. Lo que importa es que la doble ligó su vida con la de... la esposa. —Rodé los ojos. Al menos había recordado el nombre del señor Graves.

Los siguientes minutos fueron exclusivamente para detallarme lo que eso significaba. Su forma de narrar los acontecimientos me recordaba a los comentaristas en los partidos de hockey.

Al concluir, mi cara palideció.

—¡¿Por qué lo tomas tan a la ligera, Alexandre?! —exclamé horrorizada—. ¿Y eso qué tiene que ver con Holanda, de cualquier forma?

Se acercó a mí, me obligó a sentarme sobre el escritorio y se acomodó entre mis piernas, no con una connotación sexual, sino para estar más juntos. Había un destello de esperanza en sus ojos verdes.

—La doble desistió de su propósito. Según el anciano, también escribió diarios y...

—Crees que ahí podríamos encontrar una solución —completé la oración por él.

—Tenemos que intentarlo, pelirroja.

—No entiendo, ¿qué es lo que quieres encontrar, realmente?

Su ánimo no se apaciguó con mi dubitación.

—Lo que sea. Una forma de desunir mi vida con la de él, algún ritual para alejarlo, un amuleto para perdernos en el mapa...

Quizá Alex era muy positivo, o tal vez ya estaba perdiendo la cordura.

—¿Y si no encontramos nada? —Solo entonces comprendí lo difícil que era ser la parte racional en una relación. Claro que me ilusionaba creer que todo sería fácil, pero rara vez resultaba así.

—Recurriremos a mi plan B —dijo confidente al tiempo que acunaba mi rostro en sus palmas.

—Tus planes me asustan —admití. Di un respingo al sentir que su vitalidad regresaba—. ¿Y ese cuál es?

—Mi obligación es estar aquí a partir de enero, ¿cierto? —Asentí casi ausente cuando jaló mi cadera hacia su cuerpo—. Tenemos varios meses para crear los precedentes de una relación más o menos normal en el Reino Unido.

—¿Qué?

—Tú podrías estar en Edimburgo y yo en Londres, nos veríamos solo fines de semana para que no tengas que dejar la oficina y, mientras tanto, yo podría buscar algo estable. Nos separarían solo ocho horas, amor.

—No funcionaría, Alexandre.

—Ya veremos.

No indagué más en su plan, claramente sacado de la manga, puesto que sus besos y movimientos me hicieron olvidar cualquier cosa que no fuera él, en ese momento de paz que todavía podíamos disfrutar.


***


El siguiente día lo aproveché para dar una vuelta por las calles de Laval y familiarizarme con el barrio.

Al despertar, como a eso del mediodía, encontré en la habitación las dos maletas que me llevaría a la luna de miel. Sabía que Alex no estaba en la casa, puesto que cuatro horas antes me había despertado para decirme que iría a supervisar a su equipo de trabajo a Montreal. Mencionó unas cuantas cosas más, como que dejaría un juego de llaves sobre el escritorio, y que podía desayunar cuanto quisiera; sin embargo, lo demás lo olvidé por estar adormilada, y por haberme concentrado en el exquisito aroma de su loción que me atolondró cuando se acercó para depositar un beso en mi frente antes de marcharse.

La casa, sin la presencia de sus habitantes, se me antojó bastante fría a pesar del empeño que se puso para que su decoración pareciera hogareña. Los únicos sonidos eran los que hacía Maya, la mujer que se encargaba de cocinar para la familia.

Después de asearme y dejar el cuarto en orden, tanto la cama como los objetos del escritorio tirados a los costados, bajé a la cocina, de donde emanaba un aroma dulzón que me abrió el apetito.

Maya no era precisamente parlanchina. Se limitó a darme las buenas tardes con afecto limitado al tiempo que dejaba un plato con waffles bañados con miel de maple. De cualquier forma, me agradó bastante desde la primera vez que la vi; y si no se inmiscuía en los asuntos de los demás, no era por ser hosca, sino porque se veía tan reservada como trabajadora.

Apenas dejé los trastes sucios en el lavavajillas, salí a la tranquila calle que me pareció muy diferente ahora que la recorría a pie.

Había cierta paz en el aire. La mayoría de las casas —o mansiones, mejor dicho—, mantenían el mismo estilo que también compartía la de los Tremblay. Todas eran colosales, de colores modestos y jardines espaciosos. La mayoría incluía un camino de piedra, desde la acera hasta la entrada principal, a varios metros, lo suficientemente ancho para que los vehículos entraran a la propiedad.

Claro que la belleza de las fachadas no se podía igualar con lo que se ocultaba en los jardines traseros, muchos de ellos con sendos árboles que adornaban los metros de pasto verde que colindaban con la orilla de la Rivière des Prairies.

Por lo que me había dicho Alex, por ahí había un club náutico al que iba su padre antes de cambiarlo por su membresía al club de golf privado a una manzana de distancia.

Me sentí fuera de lugar al ver a los pocos transeúntes sobre Rue les Peupliers, la calle del campo de golf. Si bien no era lo que se acostumbra a ver de la clase alta en la televisión americana, sí había cierto aire superior; incluso la mofeta perdida que husmeaba la base de un árbol, al otro lado de la acera, se movía con un meneo impropio de los animalillos silvestres que no están acostumbrados al contacto humano.

Extrañé Escocia. Añoré la humildad de Port Glasgow y el aire a hierba de Guildtown. Quise volver a escuchar la presurosa cadencia de los escoceses y no ese inglés cantado de Canadá. Pensé en nimiedades, como que me gustaría volver a ese sitio en el que el clima podría ser un buen juego de azar, y que el embutido de órganos de cordero era mucho mejor que la carne curada con sal, azúcar y especias.

La vista se me nubló con las lágrimas que no me permitiría derramar delante de gente extraña. Tenía la opción de regresar a la casa, donde de igual forma me sentiría desubicada, o podría dejar a un lado esa sensación que tarde o temprano se iría, como fue que sucedió al vivir en Nueva York.

Pasé a conocer la isla Roussin —salí casi de inmediato, puesto que la ostentosidad de los hogares era más apabullante—, luego al sur hasta el parque Jolibourg, donde una liguilla infantil jugaba soccer, y también por enfrente de una escuela primaria llamada Trois-Soleils. Me pregunté si ahí habría estudiado Alex de niño.

No me di cuenta de lo mucho que recorrí hasta que Chemin du Bord-de-l'Eau, prolongación de Rue les Érables, se me hizo eterna. Llegó un punto en el que la ansiedad estuvo a punto de hacer mella al no verle fin a ese barrio de aspecto más modesto; no obstante, luego apareció la zona residencial y respiré aliviada.

Aquella tarde fue distinta a la anterior. Alex, quien ya había llegado para cuando yo regresé, asaltó el frigorífico y dijo que cenaríamos en su habitación.

El gusto de verlo más o menos formal me duró poco. Tras encerrarnos entre las cuatro paredes de la recámara, se quitó el saco y la camisa, quedando únicamente con sus vaqueros.

Comimos los aperitivos al tiempo que me contaba sobre la gestión del proyecto; luego, fue al cuarto de su padre por unas carpetas gruesas que dejó caer sobre la cama. Eran los álbumes que prometió enseñarme.

Contuve las expresiones que quise pronunciar al verlo de bebé porque eso hubiera alimentado su, de por sí grande, ego. Me sorprendió que desde temprana edad se haya notado la similitud entre Graham y él. Claro que el primero nunca fue fotografiado un centenar de veces en estudios que lo vistieron con todo tipo de atuendos.

Ahogué un suspiro de ternura al ver una imagen donde se encontraba sobre la cama; quizá tenía poco más de un año y sus mejillas regordetas se veían rojas por el ataque de risa que parecía haber tenido en ese momento, seguro provocado por las manos gruesas sobre su estómago. Dos diminutos dientes blancos se asomaban tímidos en la encía rosa, y los hoyuelos en sus mejillas jamás se habían visto tan marcados.

—¡Eras hermoso! —No me pude contener.

Soy, querrás decir.

Le di un manotazo en la rodilla como respuesta. Maldita la hora en que decidí elogiarlo.

—¿Quieres uno igual? —bromeó como quien no quiere la cosa. Ese rato no me habían pasado desapercibidas sus caricias ni la dureza en su entrepierna que sentía en mi coxis. Sin embargo, me podía más su pasado—. ¿Sabes? Hay una expresión que solemos utilizar a menudo.

—¿Sí? —pregunté por compromiso. Nada de lo que dijera podría hacer que dejara de regodearme con su infancia, bastante extensa, por cierto.

—Los hombres de por aquí decimos que tenemos mucho plomo en nuestros lápices cuando nuestro apetito sexual es alto, dulzura. —Dejó un beso en mi hombro. Luego otro en la base de mi cuello. Y uno más debajo del lóbulo. Un retortijón surgió en mi vientre al sentir su lengua juguetona y sus dientes en mi oreja—. Nadie podría culparme si en mi cama hay una bella mujer que me vuelve loco, ¿no crees?

Dejé que siguiera con sus infructuosos intentos de seducción. Al llegar a una imagen en la que se le veía como a los tres años, vestido de capitán, y con un timón de peluche, de plano me separé de él para ir por mi celular. Me llevé el álbum al escritorio para que le diera la poca luz que quedaba del atardecer y tomé una fotografía que quizá sería mi próximo fondo de pantalla.

No me pasó desapercibida la forma en la que me miraba. Por una parte, extrañado por mis acciones; y por la otra, frustrado porque no cedí ante el impulso carnal. Me senté en la silla giratoria; si regresaba a la cama de seguro terminaría por sucumbir.

Alex se levantó con toda la dignidad que pudo reunir, palmeó mi cabeza con suavidad al pasar y se recargó en el marco de la puerta del baño. Su autosuficiencia me recordó a esas primeras semanas en Londres.

—Por si te interesa, pelirroja, hay otra expresión que solemos aplicar cuando la dama en cuestión no está dispuesta a complacernos y tenemos que recurrir a métodos igual de ortodoxos, pero menos satisfactorios —dijo prepotente, mirándose las uñas. Le enarqué una ceja, curiosa por sus frases tan peculiares—. Si no te importa, y si ya no me necesitas aquí, estaré quitándole la grasa al salami.

Sin más, cerró la puerta tras de sí.


***


El Mercado del Puerto Viejo de Quebec era una estructura que sorprendía por su simpleza arquitectónica. Los colores aguamarina del exterior hacían buena combinación con el azul del cielo, y gran contraste con las aguas oscuras que se podían apreciar desde el estacionamiento, justo detrás del mercado.

Si bien desde el exterior se podía percibir la vitalidad de la gente que iba por sus compras del día, no había punto de comparación con la algarabía del interior. El murmullo de centenares de conversaciones entremezcladas se elevaba por el aire para llegar a cada rincón; al pasar capté fragmentos de charlas que apenas si podía comprender. Que las zanahorias de Arthur Cauchon estaban más maduras que el día anterior, que si las cestas de frambuesas en Francois Gosselin habían bajado su precio, ¿qué cebolla se recomendaba para la sopa de verduras, la blanca o la morada? ¡Qué tomates tan rojos! O que si el calabacín iría bien con unos ravioles de queso. La variedad era ilimitada.

De igual forma, la oferta de consumibles me sorprendió sobremanera. Fresas que parecían fabricadas exclusivamente para un comercial; brócolis, pimientos, chalotes, repollo, remolachas y lechugas colosales; maíz dulce, moras, manzanas, melones y arándanos de aspecto exquisito; e infinidad de formas en las que se podría encontrar el producto predilecto del país: jarabe, mantequilla, azúcar, caramelo, dulces y sidra, todo de arce.

Le meilleur fromage de tous les temps, madame —dijo uno de los vendedores en el pequeño local al que habíamos entrado. Sus dedos curtidos sostenían un cuchillo delgado de cuya punta pendía un trozo de queso Camembert. Aunque la corteza blanca de moho no se veía del todo apetitosa, lo acepté por cortesía. El hombre gritó emocionado al verme comerlo—: J'ai dit la vérité, eh?

Tuve que darle la razón. El queso suave probablemente fuera el mejor que había probado hasta ahora.

—¿A esto te referías con ir a comer? —le pregunté a Alex al tiempo que el atento vendedor nos ofrecía un pedazo de pan de centeno que, al igual que todos sus productos, era el mejor de todos los tiempos.

Según nada más pasaríamos al mercado para que lo conociera, pero la afabilidad de muchos comerciantes no nos permitió rechazar las muestras gratis que daban a sus posibles compradores. Mi estómago se fue llenando de a poco con las frutas, trozos de queso y pan untado con distintas variedades de patés.

—Es tu culpa —acusó. Sacó unos cuantos dólares y pagó por los productos que nos fueron entregados envueltos en papel estraza—. La cortesía aumenta en proporción a lo que llevamos en las manos. Si ven que somos peces gordos, harán de todo para que les compremos algo.

Hubiera rebatido su argumento de no ser porque luchaba por no soltar la bolsa de frutas mientras intentaba abrir la envoltura del queso para tomar un trozo más. Nos detuvimos en otro local; como había mucha gente, me quedé afuera entretanto él se hacía paso hasta el mostrador. Varios minutos después salió con un contenedor cuadrado de unicel.

—¿Qué es eso? —pregunté curiosa. Por los bordes de la tapa salía vapor.

—Lo primero que un extranjero debería probar al llegar a Quebec. Vamos, dejaremos las cosas en el auto y nos sentaremos a comer.

Ya con las manos vacías fuimos hacia la plazuela circular delante del mercado, en cuyo centro se erigía una escultura oscura que bien podría ser una hoja caída en el otoño, o una balsa varada con los bordes roídos. Nos sentamos en una de las bancas, junto a un gran helecho de flores rojas, y Alex levantó la tapa del desechable.

—¿Papas fritas? —exclamé incrédula.

Mi falta de emoción pareció ofenderlo.

—No son solo papas fritas, mujer. No insultes este hallazgo gastronómico. —Tomó una y la acercó a mi boca. No estaba crujiente como imaginé, de hecho estaba bastante blanda; supuse que por la salsa caliente que las cubría. Sin embargo, el sabor era espectacular—. ¿Qué tal? Buenas, ¿eh?

Asentí.

—¿Qué es? —pregunté tomando otra con el tenedor de plástico.

Poutine. Papas, queso fresco y salsa de carne. Responde esto, ¿planeas algo más después de KennArt's, o te gustaría quedarte ahí para siempre?

La pregunta me descolocó.

—¿Eso tiene algo que ver con...?

—No. —Su respuesta fue honesta, así que me relajé—. Estamos en una cita, amor. Se supone que esto es para conocernos y, aunque no fuera el caso, quiero saber más de ti.

—Nunca lo había pensado, ¿sabes? —murmuré absorta después de un rato prolongado de silencio—. No sé. Creo que no me hizo falta considerarlo porque..., bueno, hasta hace un año mi plan había girado en torno a una vida sin muchas curvas. Ahora, tú dime, ¿qué harás cuando tengas que tomar el puesto de tu padre?

—¿A qué te refieres?

—Como te lo dije en Brighton, no eres del tipo que uno esperaría ver ocho horas tras un escritorio.

Elevó una ceja.

—¿Entonces cómo me ves en cinco años?

No tuve que pensarlo para responder:

—Justo como te veo ahora. Libre, con la oportunidad de ir a donde quieras sin rendirle cuentas a nadie. Nada de trajes finos, ni corbatas, ni los zapatos formales que llevaste a tu reunión. Quizá una casa tranquila de dos pisos a unas calles de aquí; céntrica, y a la vez algo privada para que puedas disfrutar de las tardes soleadas en primavera.

Buscó mi mano con ternura.

—¿Y tú estás en esa escena?

A pesar de que era una visión a cinco años y de que el escenario era justo en Quebec, podía verme con claridad.

Me pregunté si mi dubitación de dos noches atrás habría sido pasajera, o una consecuencia del desgaste del que me iba reponiendo. Tal vez solo fue ese instinto que me hacía contrariarlo por deporte.

—Creo que sí.

Una tímida sonrisa ladeada apareció en su rostro. Si bien mi respuesta lo satisfizo, él era consciente de lo minado que era ese tema. Hasta ahorita habíamos postergado las resoluciones definitivas, la evasión ante todo; pero ¿qué es lo que sucedería más adelante cuando en verdad tuviéramos que tomar decisiones permanentes? ¿Seguiría viéndome en Quebec y dejando, tal vez para siempre, mi querida Escocia?

Como si me leyera la mente, pasó un brazo por detrás de mis hombros y me jaló hacia su pecho.

Por un rato nos quedamos así, viendo el flujo de automóviles que circulaba por la intersección de Quai Saint-André con Côte Dinan. Esta zona era muy distinta a Laval, quizá por eso no sentí la opresión de desamparo de aquella tarde.

—Alex... —dije ausente. Mis dedos dejaron de acariciar su abdomen y ese cambió lo tensó—. Tengo que decirte algo.

—¿Ese algo tiene que ver con nuestro viaje a Inglaterra?

No hacía falta ser un genio para deducir que mi convicción de acompañarlo menguó conforme más lo pensaba; en especial porque cada vez que él hacía el intento de abordar el tema, de alguna u otra forma desviaba la conversación, como fue que sucedió en el trayecto de Laval al centro de Quebec, o ayer por la noche, antes de dormir, cuando mencionó que ya se había establecido fecha para el funeral.

—No quieres ir —acusó con algo de molestia.

Aunque traté de no enfadarme por su suposición, me sorprendí al escuchar el tono con el que le respondí.

—¿Quieres dejar de hacer conjeturas respecto a mis motivos? —Me separé de su cuerpo y crucé los brazos.

—Lo siento, ¿de acuerdo? Pero no puedes culparme; eres impredecible y no sé qué esperar de ti. Solo..., di lo que tengas que decir.

No pasé por alto la implicación oculta; su acusación tenía que ver con lo que me dijo en el hotel cuando recién llegamos. No obstante, eso lo trataríamos después.

—No es que no lo quiera —dije serena, mintiendo solo un poco porque, honestamente, ninguna chica quiere ir al funeral de la exnovia—, es que eso sería ir en contra de lo que acordamos para evitar a Graham. Si yo voy, él podría encontrarnos con mucha facilidad. Sé que estaríamos a ocho horas, pero aun así... Lo comprendes, ¿cierto?

Asintió en silencio.

—¿Estarás bien? —preguntó pensativo.

—¿En esta bellísima ciudad de ensueño? Créeme, Alex, ni siquiera me dará tiempo de extrañarte.

Hizo un mohín de falso disgusto.

—Será mejor que lo hagas, amor; o buscaré una forma para hacerte pagar cuando vuelva —amenazó, acorralándome contra el respaldo de la banca al tiempo que sus dedos intentaban hacerme cosquillas.

Después de dar un corto paseo por el puerto, fuimos a un hotel distinto que el primero en el que estuvimos, puesto que en ese las habitaciones no tienen cocineta y debíamos preservar los alimentos que compramos en el mercado.

Acordamos regresar a la vieja ciudad para continuar con nuestro tiempo de intimidad. Alex devolvió el auto rentado en la sucursal de Montreal y esa misma mañana nos metimos a su Mazda para volver a la burbuja de la que nos vimos obligados a salir cuando su padre le habló.

Tanto esa tarde, como los dos días posteriores, no hicimos gran cosa. La amenaza de una separación temporal se cernía sobre nosotros; él, aunque mencionaba sitios de interés, no se veía muy convencido a la hora de abandonar la habitación más que para salir a comer, y yo tampoco quería hacerlo, puesto que prefería pasar ese tiempo juntos, conociéndonos más a fondo dentro de cuatro paredes, que en lugares turísticos.

Las horas se nos fueron como agua entre los dedos y muy pronto llegó el momento en que tomaría el avión que lo llevaría a Londres. Conforme nos acercábamos al aeropuerto, su humor se tiñó de gris; supuse que era por la sombría situación a la que se dirigía, por lo que no lo presioné. Sin embargo, ese no era el motivo y por supuesto que me sobresalté cuando, antes de que cruzara los detectores de metal, me tomó de los hombros y pronunció con voz solemne:

—Dime que tomamos la decisión correcta.

Algo en mi interior me decía que no se refería a que él fuera solo al funeral.

—¿Te arrepientes? —Fue mi momento de preguntar.

Él, como yo, notó el dolor en mis palabras.

—Merybeth, no es justo que lo hagas. Monique murió y...

—Claro —interrumpí con frialdad—. Lo entiendo, no estamos en la misma situación. ¿Sabes qué? Hagamos algo. Por lo visto, seguimos alterados y será mejor que lo enfrentemos.

Bufó exasperado.

—¿En serio? ¿Quieres discutir justo ahora?

—Alex, ¡basta! Lo enfrentaremos, pero por separado. Quizá esta distancia aclare las aguas turbias. Ve, pon en orden los asuntos que dejaste pendientes con ella y cuando...

Me callé al sentir la picazón en mis ojos y en un santiamén me vi envuelta en sus brazos.

—Prefiero quedarme para solucionar los que tengo contigo, pelirroja —susurró contra mi coronilla—. Lo siento, ¿sí? Estoy alterado por..., muchas cosas. En cuanto me doy cuenta de que volveremos a estar lejos me pongo aprehensivo, siento que... Entiéndeme, por favor. Maldición, cómo quisiera estar igual de tranquilo que tú.

Eso me hizo enojar. Me alejé, dándole un manotazo en el pecho.

—¡¿Tranquila?! ¿Así me ves? ¡Alexandre, justo en este momento quisiera atarte a la cama para que no te vayas! ¿Cómo puedes creer que...? ¡Eres un egoísta!

Me tomó de las muñecas para evitar que siguiera apretando su esternón con mi índice.

—Entonces átame, amor —susurró pegando su frente con la mía—. No me hagas pasar por esto. No quiero ir y ver la realidad.

Aunque la propuesta fuera tentadora, sabía que él debía, y quería, ir a darle el último adiós. Tenía que pasar esa página, o de lo contrario lo nuestro quizá no volviera a funcionar.

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