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Capítulo 03


ALEXANDRE


Había algo que no cuadraba en la historia de la muerte de Dunne. Llámese conocimiento de causa o intuición, yo sabía que lo que quedó escrito en el expediente no fue lo que realmente pasó.

Sus amigos del hospital, al enterarse del deceso y darse cuenta de mi repentina desaparición, hicieron las conexiones suficientes como para insinuar que quizá yo lo había hecho.

No me molestó. En sus zapatos, también habría dudado sobre el nuevo tipo con el que mi amiga estaba saliendo.

Sin embargo, si no se me hizo un interrogatorio de sonsacamiento, fue porque se llegó a la conclusión de que su muerte fue lo que muchos llamarían estar en el lugar equivocado, en el momento equivocado.

Los hechos fueron simples. Monique estaba en Culross, como a eso de las siete; ¿sus razones? Solo Dios las sabrá. Turisteaba por las ruinas de la vieja iglesia, subió al refectorio y fue cuando forcejeó con alguien antes de caer por el barandal. La caída le rompió el cuello. Fue una muerte rápida, y hasta cierto punto, limpia.

Determinaron que fue tras un forcejeo debido a las marcas sobre su piel. ¿Y la razón de este? Un posible intento de abuso sexual que se frustró y terminó en robo, puesto que no encontraron pertenencias de valor, como su teléfono celular o billetera.

Como dije, había algo extraño. La sencillez de la conclusión me resultó ofensiva en varios niveles. Me resultaba imposible creer que el forense no le diera peso a aquello para lo que no había explicación lógica. Por ejemplo, ¿por qué, si se trató de un intento de violación, no había huellas dactilares o cabello del agresor en el cuerpo? Peor aún, en la autopsia descubrieron en sus genitales cierto grado de lubricación, ¿por qué Dunne estaba excitada poco antes de morir?

Para esa contradicción se sugirió que quizá la doctora asistió a la abadía en compañía de alguien más, alguien que probablemente recién había conocido y por eso hubo un acto consensuado que no llegó a culminarse por algún desacuerdo que desencadenó la agresión física que la llevó al borde del barandal.

Por otra parte, la altura desde la que cayó no supondría la muerte de cualquiera, mucho menos de una mujer que, si bien delgada y de aspecto frágil, era lo suficientemente fuerte como para ayudar a soportar el peso de un sujeto de casi ochenta kilogramos.

No conforme con eso, resulta casi ilógico creer que alguien, con la conmoción del crimen que recién cometió, todavía se haya tomado la molestia de esculcar los bolsillos de su víctima. O bien era un estúpido por arriesgarse a dejar más huellas que las que debió dejar al tratar de abusar de ella, y eso sin mencionar que prolongar su tiempo ahí significaba un aumento en las posibilidades de que alguien llegara y lo viera; o bien estábamos hablando de un sujeto que no sentía remordimiento, que no tenía ni una pizca de humanidad en su interior y que sabía cómo deshacerse de la evidencia.

Graham Sinclair fue mi primer pensamiento al considerar la segunda opción.

Por supuesto que el caso quedó abierto. La policía aseguró que seguirían investigando, no obstante, sabía que no sería prioridad; después de todo, no había mucha complejidad en su muerte; no fue un suceso extraordinario, ni algo que se apegara a un patrón que alertara a las autoridades sobre un posible asesino serial.

Monique Dunne, la chica de provincia con sueños ambiciosos, la de pijamas ridículos y caricias ardientes, la que dio todo de sí para hacer de su entorno un sitio mejor para los que la rodeaban, pasó a ser una de las tantas personas que incrementarían la tasa de mortalidad del Reino Unido del año 2015. Su existencia ahora era un ínfimo número dentro del promedio y un artículo en el periódico que conmocionó a los habitantes de la localidad; era la pobre chica que en una semana todos olvidarían porque de ella solo supieron un dato que debió ser privado, y que tuvo que pasar hasta dentro de otros cincuenta o sesenta años.

Muy dentro de mí supe, y si no era cierto entregaba todo lo que tenía, que mi doble lo hizo. El cómo y por qué eran irrelevantes; algo que no quería averiguar. Sin embargo, a falta de pruebas contundentes, y nexos entre Sinclair y la doctora, la policía nunca llegaría a saber quién fue el culpable. Y recalco el nunca porque incriminarlo sería añadir más problemas a los que ya teníamos.

Además, aunque yo me atreviera a hablar, Merybeth también tendría bastante por decir. Aunque no lo había comentado, yo sabía que en el fondo se sentía mal por no haber podido solucionar los asuntos que nos involucraban a los tres. Era cierto que me amaba, casi tanto como yo a ella; y, aunque no quisiera, de igual forma había sitio en su interior para Graham.

Este conocimiento, más que molestarme, me hizo verla de otra manera. ¿Cómo podía culparla de sentir, o de tener un pasado, o de sus buenos deseos para alguien que le había dado años de inmensa felicidad? No pretendía ni quería monopolizar un corazón que me cautivó con su naturaleza. Así como tampoco quería lastimarlo ni obligarlo a volverse en contra de alguien solo porque yo tenía conflictos con la persona en sí. Como Sinclair dijo, ese era un asunto que nos involucraba solo a nosotros dos.

—¿En qué piensas? —murmuró Merybeth, sacándome de los turbios pensamientos que se aglutinaban en mi cabeza.

—Te ves hermosa con mi ropa, ¿lo sabías?

Nos habíamos detenido a la orilla del río en el Parque Nacional Bois de Liesse. Mi chica, que me había soltado el brazo para ir a darles migajas de pan a los patos, me observaba con preocupación desde donde estaba. Sus maletas llegarían al día siguiente, por lo que, rechazando mi propuesta de ir a una tienda departamental, se puso uno de mis pants que no combinaba en absoluto con sus zapatos de piso.

—Mientes, Tremblay. —Sonreí al verla rodar los ojos.

—Nunca te mentiría amor. Solo esquivé tu pregunta para mencionar algo que quise decirte desde que te pusiste mis bóxer —dije con elocuencia, recordando esa escena en particular—. Ahora, para satisfacer tu curiosidad, solo meditaba sobre la muerte de Dunne. No sé, me habría gustado que se le diera la importancia debida.

La pelirroja olvidó por completo a sus plumíferos amigos para regresar junto a mí. En vez de sentarse a mi lado en el tronco caído, lo hizo sobre mi regazo.

—¿Quieres hablar de eso? —preguntó, apoyando su cabeza sobre la mía.

Sabía que desde la mañana había adoptado una posición precavida respecto a la crisis que tuve por la noche. No me molestaba en absoluto que me haya visto vulnerable; de hecho, me sentía en paz. No obstante, me enfurecía que se portara tan calmada en cuanto a lo que tuve con Monique.

Pero, creo que en el fondo, el enojo era conmigo mismo. Me sentía mal porque no me había dado cuenta de lo que empecé a sentir por la doctora. Me frustró que su muerte haya sido lo que dejó al descubierto esos pequeños sentimientos que ahora dolían.

—¿Por qué al final te fugaste conmigo, Merybeth? —pregunté ausente.

Aunque mi voz salió con un tono normal, yo sabía que en el fondo había sido un reproche. Era un reclamo porque, de haberme elegido antes, o de no hacerlo en absoluto cuando me arrodillé frente a ella en Culross, Monique seguiría viva.

—Porque te amo —murmuró, ciñéndome con más fuerza entre sus brazos.

Había posesión en su forma de envolverme. Además, el tono con el que dijo la última frase, más que hacerme sonreír, como siempre sucedía, esta vez no me trajo consuelo. Su imagen al romper conmigo en Newington me vino a la mente. No me estaba diciendo algo.

—¿Qué me ocultas, pelirroja? —exigí, desafiándola con la mirada.

Su cara se puso más pálida de lo que ya estaba. Sin embargo, no fue por mi pregunta, sino por algo que observaba detrás de mí.

—Graham. —Apenas si articuló.

Un miedo paralizante se apoderó de cada célula de mi cuerpo. No hizo falta que dijera otra cosa para que mis sentidos se dispararan. Volteé aterrado hacia la dirección en la que su mirada estaba puesta, al tiempo que mis brazos la rodeaban para protegerla del peligro.

Sin embargo, no había nada ni nadie detrás de nosotros, si acaso los senderistas ocasionales que habíamos observado a lo largo de nuestro trayecto.

Entonces lo vi, un sujeto con ropa deportiva que caminaba junto a otro sobre el puente de madera; ambos sudados, después de haber hecho ejercicio. No era Graham, aunque pudo haber pasado por él si mi chica lo apreció en primera instancia con su vista periférica.

—No es él, amor. —Traté de tranquilizarla, olvidando por completo la charla anterior que estaba tomando un rumbo peliagudo.

Asintió, entretanto pestañeaba como si quisiera aclarar su visión.

—Oye —dije más jovial—, quiero traerte aquí en el invierno.

Una sonrisa de su parte cortó la tensión que sentía sobre mis hombros.

—¿Por qué?

—Porque quiero que esquiemos juntos. Además, deberías ver este sitio en esa temporada. Hay un chalet romántico por aquí cerca que ofrece un buen chocolate caliente. Aunque, claro está, si te tengo dentro de esas cuatro paredes, en lo último que te haré pensar será en el chocolate. Y eso sin mencionar que no quiero que mi novia celosa le arranque el cabello a todas las hermosas mujeres que se quedarán embobadas cuando me vean esquiar.

—¿Tu novia celosa?

¡Diablos! Me encantaba cómo sonaba eso a pesar de que evité a toda costa salir con chicas que me hicieran escenas.

—Histérica y celosa —respondí con un mohín de indiferencia—. Como sea, será mejor que te bajes de mí, mujer, no vaya a ser que venga y me vea contigo.

Recibí un suave tirón de oreja, acompañado de una carcajada que ya iba recuperando la tesitura que le conocí.

—De acuerdo —concedí, dándole un beso fugaz en la mejilla—, tú eres esa chica desesperante. Pero hablaba en serio cuando pedí que te bajaras. Se me está entumiendo la pierna.

—Ya que te molesta tanto mi compañía —exclamó con fingida ofensa, bajando de mí—, regresaré con los patos.

Tomé su mano e inconscientemente acaricié el anillo en su dedo.

—¿Cuándo?

—¡Alex! No hay que apresurar las cosas, ¿sí? —respondió, sabiendo lo que quise decir. Sonreí—. Es que...

—¿Pasado mañana a las diez? —interrumpí.

Su dubitación me hizo sospechar sobre el rumbo que habían tomado sus pensamientos.

—¿Qué?

—Tienes razón, Merybeth. Daremos un paso a la vez. Empecemos con una cita. O mejor aún, saldaremos la deuda que tienes.

—¿Cuál deuda? —De nuevo ese tono enfurruñado.

—Hace medio año me prometiste tres días para demostrarte que podía hacerte tan feliz como siempre soñaste ser, ¿recuerdas? Aún me debes un día.

Entrecerró los ojos. Esa chica se traía algo entre manos.

—¿Y si me niego?

Con un movimiento ágil, me levanté y mi antebrazo golpeó con un poco de fuerza sus corvas con la intención de doblegarlas. Su grito atrajo la atención de los paseantes que primero nos miraron extrañados, y luego nos ignoraron; una pareja de enamorados no era la gran cosa en ese parque de espectacular belleza.

Mi chica no pesaba tanto, pero mi pierna seguía hormigueando, por lo que mi avance hacia la orilla fue bastante torpe.

—¡¿Qué haces, Gerard?! —reclamó entre risas, aferrándose a mi cuello—. ¡Suéltame!

Comme vous le souhaitez, Mademoiselle. —Hice ademán de dejarla caer justo en el agua que ya me cubría los pies—. Tus deseos son órdenes.

Hundió la cara en mi cuello, claramente divertida.

—¡Pero aquí no!

—Creí que habías dicho que regresarías con tus nuevos amigos, ¿no? Solo te hice el favor de traerte.

La vibración de su cuerpo al reír se llevó la tristeza que sentí minutos atrás cuando pensé en Monique.

—Decide, McNeil. O los patos, o yo.

Los animalillos ya se alejaban presurosos debido al estruendo que estábamos causando.

—¿Si elijo a los patos me soltarás?

La luz naranja del atardecer reflejaba destellos casi dorados en sus rizos rebeldes. ¿Por qué no podía menguar esas ganas de estar con ella a pesar de que la tenía justo entre mis brazos?

—Ya te dejaron atrás, amor. No dilato más tu camino, porque tendrás que nadar mucho para alcanzarlos.

Aflojé mis brazos lo suficiente para que creyera que iba en serio. Otro de sus gritos juguetones retumbó en mi oído.

—¡Está bien! ¡Pagaré mi deuda! ¡Me quedo contigo!

—¿Toda la vida? —tanteé.

—Te debo un día, embustero.

Era la mejor oferta que podría recibir bajo esas condiciones, y si bien era muy bueno negociando, en cualquier momento mi pierna fallaría y ambos caeríamos al agua.

Regresamos al estacionamiento entretanto le hacía un minucioso interrogatorio. Me sentí como el soso adolescente que fui al preguntarle nimiedades como su color favorito, la comida de la que jamás se aburriría, su primer beso, costumbres raras que solía tener de niña, sus mejores vacaciones, y más etcéteras que surgieron conforme la curiosidad me iba adentrando en el pasado de la escocesa.

Al llegar al auto le lancé las llaves por encima del cofre. Apenas le enseñé uno de mis mayores tesoros materiales, se encaprichó en querer manejarlo y no descansó hasta que le di mi palabra que de regreso ella se pondría al volante. Mi voluntad iba flaqueando de a poco, pero no es como si ante la amenaza de la abstinencia uno pueda resistirse mucho. Además, ya sabía cómo manejaba; podía confiar en que el mayor daño con el que llegaríamos sería el del lodo de mis tenis sucios.

Sí, Tremblay, me dije con burla al ponerme el cinturón, di lo que quieras para sentirte mejor.

Para cuando cruzábamos el puente Louis-Bisson, el sol ya casi se ponía en el horizonte. Me alegró ver que Merybeth parecía pez en el agua; manejaba como si conociera la ciudad casi tan bien como a las calles de Edimburgo o Glasgow. Lo que recorrimos de la autopista Chomedey lo pasamos en un silencio reconfortante; de ahí solo le di instrucciones breves para ingresar a Avenue des Bois por Jean-Nöel-Lavoie, luego un desvío en Boulevard Arthur-Sauvé para entrar en Chemin St. Antoine, y después todo derecho hasta la intersección con la calle que me vio crecer.

En la casa, Charlotte y Gerard estaban en la sala principal; la primera leyendo, y mi padre revisando varios documentos que tenía sobre su regazo.

—Buenas noches, jóvenes —saludó mi padre. Charly agachó la cabeza para ocultar una sonrisilla traviesa—. Los estábamos esperando para cenar.

—Buenas noches, señor Tremblay —respondió Merybeth con cortesía.

—De hecho... —dije haciendo amago de regresar por donde habíamos venido.

—La cena se servirá en cinco minutos.

Sin más se levantó y salió de la habitación, quizá para ir a su estudio o a la biblioteca. Aunque mi hermana siguió impertérrita, noté que ya no leía, solo observaba la página como queriendo volverse invisible.

—Suelta lo que sabes, Charlotte —dije aprehensivo.

—No sé de qué me hablas. ¡Oh!, mira, ya pasaron dos minutos. Iré a lavarme las manos.

Aunque no sabía qué es lo que se traían entre manos, al menos podía asegurar que no era tan malo, o mi hermana no se hubiera mostrado tan cómplice.

—No tenemos la obligación de estar presentes, amor.

Hasta ahora no me había puesto a pensar en la incomodidad que sentiría Merybeth al estar junto a mi padre después de la vergonzosa escena que presenció en noviembre.

—No creo que vaya a aceptar una respuesta negativa —bromeó, apretándome el brazo. Tras darle una mirada significativa, sonrió con confianza y continuó—: Estaré bien; después de todo, si me las he arreglado contigo...

Elevó una ceja, incitándome.

—¿Eso qué quiere decir?

—Que deberías ir a cambiarte el calzado. No quiero que piense que la chica del campo está obligando a su refinado hijo a meterse al fango. —Guiñó un ojo.

No, de esta no se salvaría.

—¿Insinuaste que soy más difícil que Gerard?

Escondió las manos en su espalda y dio unos cuantos pasos hacia atrás. Di un empujón a la puerta que daba al vestíbulo para que se cerrara; lo que pretendía hacerle no era apropiado para todo público.

—Retráctate, mujer insensata —dije con la mayor seriedad posible.

Supe que fallé en mi intento de parecer amenazante cuando emitió una sonora carcajada apenas mis brazos la rodearon para tratar de cargarla y llevarla al sillón más grande. Se dobló por la mitad y se puso rígida como gato que sabe que será bañado.

—¡Te haré pagar, McNeil!

Tanto su risa como la mía quedaron sofocadas con un carraspeo que provino de la puerta que dirigía hacia el comedor. Mi padre nos observaba con una expresión indescifrable.

—Cámbiate esos zapatos antes de venir, Alexandre —acotó seco—. No quiero que ensucies mi alfombra.

Mi buen humor se esfumó. Sabía que su frase quería hacer alusión a mi madre; solo que, como en esa casa hubo un acuerdo tácito de no mencionarla a menudo, Gerard solía recurrir a sus objetos favoritos para tenerla presente.

No lo juzgaba por la forma en que evocaba su recuerdo, sino por la posesión que expresaba, como si Simone solo hubiera sido su esposa y no mi madre.

Para evitarse un drama delante de nuestra huésped, aventó la piedra y escondió la mano. Se retiró apenas quedó satisfecho de ver la ira contenida en mis facciones.

—¿Sabes qué? —susurró Merybeth, vigilando la puerta por si alguien más venía—. Quizá ahora no, pero podrías hacerme pagar más al rato.

Dejé un beso en su frente. Me pareció en extremo tierno que tratara de alejarme de la mala vibra que había traído Gerard.

—Los alcanzo en unos minutos, diviértete con mi familia —murmuré en su oído al tiempo que le daba una palmada ligera en el trasero.

El codazo que le propinó a mis costillas, más que reclamo por lanzarla a los tiburones, fue un gesto para asegurarme que estaría bien.

Intenté no tardarme; después de todo, si Charly estaba del lado de Gerard, lo más seguro es que los objetivos principales de sus planes malévolos fuéramos nosotros.

Mientras vaciaba mi vejiga percibí un cambio. Era esa vibración distinta en la atmósfera que ocurre cuando una habitación vacía deja de estarlo o, para poner un ejemplo, como cuando la persona dormida junto a ti se despierta, quizá no hable ni se mueva, pero hay algo dentro de ti que sabe que no estás solo.

Si bien cabía la posibilidad de que fuera Sinclair, haciendo uso de sus habilidades, lo descarté casi de inmediato. Mi raciocinio lo atribuyó a las reacciones humanas naturales, puesto que, antes de sentirlo, había estado pensando en Monique; además, todavía seguía fresco en mi memoria el recuerdo de Merybeth, creyéndolo ver en alguien más. Cuando el cerebro se pone a pensar en el peligro, los instintos se activan y la paranoia puede jugar malas pasadas.

Evocar ese momento me llevó a los segundos previos. No había olvidado la reacción de la escocesa, ni la descarga de ansiedad que se disparó en mi sistema nervioso al hacer la comparación con ese día en Newington. Incluso ahora, más tranquilo, seguía teniendo la seguridad de que esa chica me ocultaba algo.

Quedé en completa oscuridad apenas cerré la puerta de la habitación. Los murmullos del comedor ascendían por el resquicio de las escaleras como hacía mucho no se escuchaba.

Entre lo que pude captar, Gerard le preguntaba cosas a Merybeth. Supuse que era algo relacionado a empresas, gestión y demás temas administrativos, puesto que la charla fluía muy bien entre los dos.

No sabría decir por qué me quedé recargado en el barandal. Tal vez fue la curiosidad que me causó la relación que podría haber entre ese par sin mi incisiva parcialidad, o que un sentimiento muy extraño apareció en mi pecho.

Al escuchar la voz grave de Gerard, la risa musical de Charly, y sobre todo la armonía en la voz de Merybeth, sentí una profunda añoranza.

Por lo que he entendido del ser humano, a veces nos vemos atosigados por una debilidad emocional sin razón aparente. Esos instantes en los que uno se pone filosófico no son nada extraordinario, son normales; a todos nos pasan en mayor o menor medida.

La conciencia de mi mortalidad quizá fomentó que entrara en ese modo tan abatido. Si Graham lograra su objetivo, ciertamente jamás podría disfrutar de un momento como el que se vivía en la planta de abajo.

De súbito nació en mí el deseo de ir a hacer las paces con mi padre. No estábamos de acuerdo en muchas cosas, no me gustaba su forma de manejar la empresa, y odiaba su casi nula moral. Pero aun así, seguía siendo el hombre que nos dio todo en la vida para convertirnos en lo que éramos ahora; el que amó a mamá incluso después de la muerte; y el que haría cualquier cosa para protegernos o no vernos en la cárcel.

Asimismo, quise que mamá estuviera aquí. ¡Dios!, me habría encantado ver su reacción al conocer a mi chica, o sus consejos para cuando me dejó. La extrañaba, y mucho.

Traté de que la culpa no me envolviera, por lo que me concentré en su recuerdo, en cielos azules, días lluviosos y cuentos frente a la chimenea.

Debí quedarme absorto, puesto que un movimiento en las escaleras me hizo salir de esa ensoñación. La pelirroja me miraba desde abajo, consternada.

No hizo falta que lo pronunciara con palabras si la pregunta gritaba en sus ojos cristalinos. Quise ser honesto y decirle que no, que desde hacía un tiempo las cosas no estaban bien; sin embargo, conforme fui bajando los escalones, su cercanía me trajo sosiego.

Las ganas de dejar todo en orden se fueron en cuanto la estreché entre mis brazos. Ya después me ocuparía de lo demás, en ese momento solo podía concentrarme en el sentimiento de pertenencia que ella me provocaba.

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