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Capítulo 01


ALEXANDRE


Mayo, 2015.


No hay nada que llame más la atención en un aeropuerto que una pareja de recién casados.

Aunque, en nuestro caso, solo teníamos la apariencia, puesto que Merybeth y yo no podíamos presumir del título de marido y mujer.

Sí. Mi idea de estar presente en la ceremonia, e incluso firmar una constancia, fue romántica, pero la verdad es que en el mundo real las cosas no son tan sencillas.

La pelirroja aceptó el anillo que le ofrecí, y también puso su firma junto a la mía en ese papel; no obstante, nadie, y mucho menos un extranjero, se puede casar así de fácil.

Un par de ancianos seguía mirándonos desde el otro lado de la sala de espera al tiempo que se murmuraban cosas al oído; lo más seguro es que sus cuchicheos se refirieran a lo felices que debíamos sentirnos.

¡Ja!, pensé. Si supieran.

La verdad es que McNeil se había enojado conmigo y llevaba como cuarenta minutos sin dirigirme la palabra. ¿La razón? Le confesé que nuestro matrimonio, si bien bendecido por Dios —que dejó noqueado a Sinclair el tiempo suficiente, y por supuesto yo tomé eso como una señal divina—, en realidad era improcedente si nos ateníamos a las leyes del Reino Unido.

Me acusó de mentirle deliberadamente, y a pesar de que le prometí una boda en toda regla para cuando ella quisiera, siguió refunfuñando hasta que llegamos al aeropuerto de Edimburgo.

Nos metimos al avión en cuanto la auxiliar de vuelo nos lo permitió. Como todo debía ser lo más eficiente posible, solo llevábamos una mochila no tan grande. Ya TJ se encargaría de enviarnos nuestras pertenencias después.

Los ojos de Merybeth se perdieron en el infinito al abrir el morral y ver el sobre manila que había en el interior. Cualquier cosa que iba a buscar, quedó olvidada; cerró el zipper y fijó su vista en la ventanilla. Una franja naranja era lo último que quedaba del sábado treinta de mayo.

Tras darle un apretón en la mano, que por fortuna no rechazó, corrió la cortina y se recargó en mi hombro.

Después de firmar la constancia, salimos de la capilla sin esperar a que el párroco volviera de la llamada que mantenía con TJ, fingimos un poco de regocijo delante de los invitados, y disculpamos nuestra futura ausencia en la recepción, puesto que hubo un error con nuestro vuelo y teníamos que irnos si queríamos llegar a tiempo.

Nos fuimos a toda velocidad, pero no a Edimburgo, sino a Guildtown. A mí, al igual que a Merybeth, me hubiera gustado ir directo al aeropuerto; temíamos que Sinclair frustrara nuestra huida, sin embargo, primero debíamos confiscar todo rastro de su existencia.

Si queríamos un buen margen de tiempo, teníamos que obstaculizar su persecución tanto como nos fuera humanamente posible. En cuanto llegamos a la granja, mi chica sacó de una maleta ya preparada un sobre que incluía identificaciones y pasaportes. No conforme con eso, la insté a llevarnos actas de nacimiento, cédula profesional, certificados escolares, licencia de manejo, escrituras de la propiedad, recibos de pagos y cualquier otro papel legal en el que apareciera el nombre de mi doble. No era una solución permanente, pero al menos le tomaría semanas recuperar su identidad y tramitar lo necesario para poder salir del país.

—¿Cómo lo hiciste? —preguntó, frotando su frente en mi hombro, como si tuviera comezón.

Su voz me sacó de mis divagaciones.

—¿Cómo hice qué, amor?

¿Hacerte enojar? Quise añadir. Es un don.

—Todo. Pensé que me odiabas y de repente llegaste. Y cuando creí que te habías dado por vencido, resulta que en realidad estuviste conmigo toda la ceremonia. ¿Tú lo planeaste así?

Sonreí.

—Bueno, dulzura. Tengo que admitir que planeé que te fugaras conmigo a la primera. Pero sabía que no me lo pondrías tan fácil, por lo que, con ayuda de TJ, busqué una forma para evitar que te casaras con Sinclair sin tener que aparecerme delante de todos.

—Fue muy convincente. —Dio un apretón en mi rodilla desnuda. El toque de sus dedos me hizo pensar en cosas que sería mejor reservar para un lugar más privado—. Incluso te pusiste un Kilt y aprendiste algo de gaélico.

—No fue la gran cosa, excepto lo del lenguaje. ¿Sabes lo difícil que fue para mí y mis raíces francesas hacer el acento que ustedes tienen? ¡Aún me hormiguean la lengua y el paladar por sus erres tan marcadas, mujer! No, espera. Creo que eso no fue lo peor. Lo más arduo fue fingir ser Graham. Pero supongo que ya estamos a mano. ¿No crees? No, olvídalo —volví a corregir al ver que la mención de su nombre la ponía triste—. Lo que más trabajo me costó fue cuando el párroco dijo que ya podía besar a la novia y me tuve que conformar con un simple roce de estos encantadores labios.

Recorrí esa parte de su anatomía al tiempo que le decía aquellas palabras.

—Si hubiera sido por mí —continué con más ánimo—, te habría besado con tanto esmero que todos se habrían preguntado si en realidad no te estaba comiendo ahí mismo.

—¡Alexandre! —gritó tan indignada como divertida. Después, prosiguió más seria—: Lo hubieras hecho.

—Aunque extrañaba tus besos más que cualquier otra cosa, no podía arriesgarme a que me descubrieras e hicieras un escándalo. Pero escucha esto, apenas estemos solos, lo compensaré.

Se quedó callada hasta que alcanzamos la altitud de crucero. Pensé que se había quedado dormida, por lo que me sorprendió escuchar su susurro justo cuando el sueño ya me estaba venciendo.

—TJ no debió decirte nada.

—Tienes razón. Debiste ser tú.

Levantó su cabeza y volteó a verme con ese semblante que evidenciaba su disgusto al ver sus argumentos rebatidos.

—¡Alex! ¿Qué pasará...?

—¿Te arrepientes? —pregunté tomándola de la nuca—. Sé honesta.

—No. Pero deberemos...

—Tener cuidado. Lo sé.

Cualquier cosa que estuvo a punto de decir fue acallada con el beso que le robé. No es que no me gustara discutir con ella, porque, por muy extraño que sonara, lo disfrutaba mucho; no obstante, los planes y soluciones tendrían que esperarnos unos cuantos días, cuando ya tuviéramos las ideas claras y la cabeza fría.

—Alex —murmuró contra mis labios—, ¿qué es lo que haremos?

Me alejé. Esa chica podía ser tan terca como yo.

—Encontraremos una solución, ¿de acuerdo? Pero primero quiero tener un poco de paz junto a ti. Mira, pasemos una semana, solo una, juntos. Tú y yo. Será como nuestras primeras vacaciones, luna de miel ficticia, o como le quieras llamar. Te muestro Quebec, Laval y Alberta... Bueno, ¿qué te parece si lo prolongamos a dos semanas? Luego de eso, trazamos un plan.

A regañadientes prometió olvidarse de los problemas por el tiempo establecido. Quiero creer que fue porque quiso complacerme en algo, y no porque estaba tan agotada como para discutir. Y no me refiero a extenuada por el día, sino a un cansancio mental.

TJ tenía razón. Algo malo le estaba pasando.

Cuando llegamos a Quebec ambos estábamos confundidos y extenuados por las más de dieciocho horas de vuelo. Si bien quería llevarla a que conociera mi hogar de infancia, me retracté al pensar en el interrogatorio de Charly; y no es que no las quisiera juntas en una misma habitación, porque ya estaba ansioso por ver cómo congeniaban; más bien, creí pertinente tomarnos un tiempo para volver a adaptarnos a estar juntos, antes de incluir a terceros.

Tomamos un taxi que nos llevó al Hôtel du Viex, en Rue Saint-Jean. Las viejas y hermosas calles del centro ya hervían de vida, con su clásico y elegante esplendor de aire galo. Quizá más tarde la llevara a conocer la Ciudadela, el mercado del Puerto Viejo, las cascadas de Montmorency, o la catedral de Notre-Dame de Quebec.

Debo admitir que al pensar en traer a Merybeth a mi país, no me imaginé una reacción como la que le vi poner al mirar por la ventanilla del automóvil. Sabía de antemano que su recorrido por el mundo era vasto; digo, no por nada nos encontramos en Roma, París, Londres, y solo Dios sabrá en que otros sitios también llegamos a coincidir. Así que no es de extrañar que esperara si acaso un vistazo indiferente.

No obstante, una avasalladora sensación de orgullo me hinchó el pecho al notar que sus ojos curiosos iban de un edificio a otro conforme los íbamos dejando atrás; las casas de piedra gris, con sus coloridos techos de dos aguas, hicieron que su sonrisa se expandiera como hacía mucho no veía.

De repente, me vi incapaz de frenarme. La fascinación que mostró por mi tierra hizo que la deseara como nunca antes. Tomé su cabeza con más fuerza de la que pretendía y la besé como debí hacerlo en el altar. Ella, por supuesto, se sobresaltó, pero no dudó en corresponderme con la misma ferocidad.

Para cuando llegamos al hotel, la estimulante sesión de besos se había llevado por completo el cansancio. Bueno, eso, y las miradas indiscretas de algunos transeúntes que observaban a un escocés y su esposa llegar con tanta frescura, como si en el edificio se fuera a celebrar la recepción.

Por fortuna, la habitación Quebec estaba disponible. Quizá no era tan lujosa como la suite del Radisson Blu, pero era la mejor del sitio y, al estar en el sótano, se podía presumir de cierta privacidad.

—Así que tendré que mejorar mi francés, ¿eh? —murmuró en cuanto cerramos la puerta. Dejó la mochila sobre el escritorio de madera clara y recorrió el cuarto, fijándose en los detalles que sabría que le gustarían, como las paredes de ladrillo gris que rodeaban la cama, el piso de duela, o la chimenea.

—Es más común que se hable en esta provincia, pero no tendrás ningún problema si les hablas en inglés —respondí, acercándome a ella por la espalda. Hice a un lado su cabello y besé su cuello. Su mano me apretó la pierna como respuesta a la suave mordida que aprisionó su lóbulo—. ¿Qué tan cansada estás, amor?

—No tanto.

Dijo esas palabras con una sensualidad que esfumó el débil debate interno que se fraguaba en mi mente sobre si sería correcto u oportuno para ella. En cuanto sus labios se abalanzaron sobre los míos, supe que no me podría detener ni aunque el mundo se estuviera acabando afuera.

Su lengua juguetona se entretuvo bastante tiempo en mi cuello, más que nada porque mis dedos no encontraban la sutileza apropiada para bajar la cremallera de su fino vestido.

Mi deseo de verme masculino y dominante se vio frustrado al escuchar una risilla coqueta en lo más profundo de su garganta. No podía creer que ella ya me estaba desabotonando la camisa y yo seguía luchando con el cierre atorado en la tela.

—¿Quieres que te ayude? —preguntó sardónica, dejando caer mi corbata al piso.

No esperó una respuesta. Con gran habilidad se quitó ella misma el vestido de novia, dejando al descubierto el conjunto de encaje blanco que le vi en la abadía.

Merybeth era consciente del poder que tenía sobre mí y sabía aprovecharlo. No por nada me dedicó una mirada lasciva al tiempo que sonreía con inocencia.

Si a eso quería jugar...

Me quité la camisa sin prisas; asimismo, tomé mi tiempo para desatar las cintas de mis zapatos, quitarme las calcetas y la falda de tartán. La pelirroja se sentó en el borde de la cama, atenta a mis movimientos. Aunque su postura y ojos parecían indiferentes, casi aburridos, su cuerpo no podía mentirme. Un precioso rubor le tiñó las mejillas, sus hombros aumentaron el ritmo con que se elevaban, y los dos botones rosados bajo su sostén se veían tan erectos como mi miembro, que, aún debajo del bóxer, era sometido a miradas fugaces por su parte.

Llevé su mano a mis labios para besar sus nudillos y, de esa forma, instarla a levantarse. Le rodeé la cintura, asegurándome de que sintiera mi dureza contra su piel, antes de murmurar cerca de su mejilla:

—Iré a darme una ducha, amor. Si quieres puedes descansar.

Tuve que ahogar la risa al escuchar su sonido de disgusto y frustración, puesto que eso habría roto la tensión de la atmósfera. Justo al tratar de separarme de ella, su boca siguió con lo que estaba haciendo antes de que mi torpeza nos hiciera comenzar ese juego, solo que ahora acompañó sus besos y mordidas con sutiles caricias que fueron en descenso hacia mi pelvis.

Su húmeda lengua obnubiló cualquier atisbo de voluntad que pude haber tenido. ¿En qué momento pensé que podría ganarle?

—No juegues conmigo, Gerard —amenazó coqueta, con voz aterciopelada.

—Y tú no lo hagas conmigo, McNeil; porque ya sabes qué es lo que sucede cuando juegas con fuego.

—Ya veremos quién se quema primero. —Sonrío. Las llamas del infierno parecieron arder en esos orbes del color del cielo de invierno.

Sin más, bajó hasta que sus rodillas tocaron el piso.

En ningún momento dejamos de mirarnos. No apartó la vista ni cuando me quitó la única prenda que me cubría y tomó mi miembro con una seguridad que me causó escalofríos.

Inició con movimientos mesurados y constantes; si su intención era volverme loco, lo estaba consiguiendo. Luego, después de unos minutos en los que ninguno habló, acercó sus labios a las inmediaciones de mi centro de placer para prodigarme roces y lamidas inocentes. Minutos más tarde, en los que el éxtasis me hizo permanecer con los párpados cerrados, me aprisionó de súbito, provocando que expulsara un gruñido gutural.

Tomé la parte posterior de su cabeza, excitado con la imagen de mi chica, vestida con su conjunto nupcial, mirándome desde abajo con una picardía que a cualquiera hubiera trastornado de la lujuria.

—Es mi turno, amor —dije con la respiración agitada. Aunque me encantaba lo que me estaba haciendo, debía pararla si quería prolongar la diversión.

El colchón apenas si cedió bajo su peso. Aquel detalle me hizo percatarme de lo frágil que lucía, con esas extremidades delgadas y las protuberancias de su caja torácica sobresaliendo debajo de sus perfectos senos.

Supongo que eso fue lo que provocó que el rumbo de mis pensamientos se fuera por una vertiente muy distinta. Claro que en mi cabeza seguía la idea de terminar lo que habíamos iniciado; no obstante, mi impulso carnal se desmanteló para dejar paso a un deseo espiritual. Quería, en palabras simples, hacerle el amor para que se sintiera segura, amada y respetada.

Y así lo hice. Si Merybeth se dio cuenta de mi repentino cambio, no dijo nada. En esos momentos no hacía falta hablar, me bastó con escuchar sus suspiros de satisfacción y sentir sus delicados dedos en mi cabello, obligándome a permanecer en ese suave rincón de sabor embriagante hasta que, empeñado en llevarla a la cima tantas veces como me fuera posible, expulsó mi nombre, apenas inteligible debido a los delicados espasmos que se apoderaban de ese níveo cuerpo.

Debo confesar que hubo un instante en el que me paralicé; fue justo al verla recostada en la cama, completamente desnuda y lista para recibirme. Lo que desató esos segundos de incertidumbre, miedo, y sí, un poco de rencor, fue la certeza de lo efímera que era esa chica. Si bien la tenía ahí, nada podía asegurarme que al día siguiente no se iría, ya fuera por Sinclair, por alguna gran diferencia entre nosotros, o porque en algún momento tendría que confesarle la relación que tuve con Monique. No importaba la razón, yo sabía que tarde o temprano la volvería a perder.

—Alex, ¿estás bien? —Miró de un lado a otro, como si buscara un peligro inminente.

—Te vas a ir.

Eso la descolocó, era lo último que esperaba escuchar en esa situación. Luego, con una determinación que se llevó mis dudas, se acercó a mí y me tomó del cuello al tiempo que pronunciaba:

—Te amo, ¿no lo entiendes? Alex, estoy aquí. Y lo estaré de ahora en adelante.

Al final decidí que el cansancio me estaba jugando malas pasadas. Tal vez la acumulación de tragedias, que inició en febrero, quebró la confianza que solía tener de casi cualquier cosa.

La siguiente media hora transcurrió bajo las sábanas. La hice mía con calma, disfrutando del camino y evitando a toda costa llegar a la meta, puesto que me era más satisfactorio sentirla bajo mi cuerpo, ver el embeleso en su mirada, y saborear el sutil regusto de sus dulces besos.

Disfruté el acto como nunca antes. Traté de guardar en mi memoria la tesitura de sus tímidos gemidos en mi oído, lo tibio de la humedad entre sus piernas, y lo extasiado que me sentía dentro de ella.

Para las tres de la tarde no éramos más que un conjunto de pieles sudadas, sábanas revueltas, músculos relajados y extremidades entrelazadas.


***


La única fuente de luz que vi al despertar fue la de la chimenea eléctrica encendida, justo en la pared frente a la cama. Todo lo demás estaba oscuro.

Una sonrisa, que hasta yo mismo consideré estúpida, surcó mi rostro al sentir la piel desnuda de Merybeth sobre mi pecho. Su alborotado cabello tenía más volumen que de costumbre, efecto de haber caído rendidos apenas terminamos de bañarnos.

No quería mirar el reloj. De seguro la hora me confirmaría que padecía el terrible jet lag, y ser consciente de que estaba con la energía renovada a las dos de la mañana solo empeoraría la situación durante las horas posteriores.

Si bien consideré volver a dormir, al final opté por encender mi celular para ponerme al tanto sobre los últimos acontecimientos. Al menos era más tarde de lo que pensé.

En un correo, TJ me informaba que había regresado a Londres y que desde ahí enviaría las dos maletas de Merybeth que pudo sacar de la granja. De lo que ocurrió después de nuestra partida no mencionó mucho, solo que Aileen, quien estaba al tanto de lo que hice con Graham, sugirió que el pequeño grupo de invitados fuera a Port Glasgow, a la casa de Clarisse. De esa forma, no corríamos el riesgo de encontrarlos en Guildtown, y TJ también tendría la libertad de ir por el equipaje. Asimismo, supuso que hasta el momento no había ocurrido gran cosa; su cybernovia no había mencionado nada que se relacionara con los recién casados, y como las malas noticias viajaban rápido, la tranquilidad era una señal de que la bomba quizá no explotaría pronto.

También tenía correos de la empresa. Wang convenció a Gerard de que me permitiera trabajar a mi manera, por lo que mi padre dejó de molestar tanto con mi lejanía. Durante mayo, el tiempo que estuve con Dunne, envió, si acaso, cuatro correos preguntando para cuándo planeaba resolver mis asuntos pendientes en Escocia. El que envió el día anterior de seguro era una copia idéntica de los demás; no valía la pena abrirlo.

Por otro lado, me alegró saber que el proyecto marchaba bien. Revisé los archivos adjuntos que compartió mi mano derecha, en su mayoría registros fotográficos del proceso de construcción, y correos recibidos de nuestro cliente.

Una hora después, a varios minutos de que dieran las seis de la mañana, la escocesa se despertó, atolondrada y algo gruñona.

—Buenos días, alegría —exclamé con ánimo. Todo rastro de desesperanza que tuve el día anterior ya había desparecido. McNeil emitió un sonido gutural antes de volver a acostarse sobre mí.

—¡Tengo hambre! —reclamó. Ante mi sonora carcajada levantó la cabeza para que el movimiento de mi torso no perturbara su paz, o bien para reprenderme con la mirada. Su gesto perdió efecto, puesto que apenas si lograba distinguir sus facciones—. ¿De qué te ríes, Alexandre?

—De ti —susurré, acomodando un mechón de cabello detrás de su oreja—. De haber sabido que eres más propensa a despertar de malas, lo hubiera pensado dos veces. Exijo una devolución.

—Ya lo sabías, lo viste por ti mismo cuando me llevaste a tu hotel —argumentó locuaz. ¿Cómo olvidar a la fiera que despertó junto a mí aquella mañana?—. Además, lo siento, no hay devoluciones. Bidh mi còmhla ribh gu bràth.

No entendí la primera parte, no obstante, las dos últimas palabras las había practicado durante horas; era la forma de decir para siempre en gaélico. Me arriesgué a pensar que lo que dijo fue algo romántico y no un quédate en el infierno para siempre, así que, después de darle un beso fugaz, le respondí:

Moi aussi, Merybeth.

Perdí esa batalla de idiomas, por supuesto. En nada se comparaba mi escueto «yo también», con lo que sea que ella dijo.

Cuando las luces del amanecer aclararon el cielo, nos vestimos con la única muda de ropa que metimos en la mochila y nos fuimos a desayunar a una cafetería cerca de Rivière Saint-Charles.

La pelirroja comentó que tenía tanta hambre que se comería una vaca. Claro que yo pensé que era una exageración hasta que la vi pedir una orden de huevos benedictinos, un sándwich Croque Monsieur, un té inglés, pan tostado con mantequilla y mermelada, y un éclair de chocolate. Ya sabía yo que esa chica era de buen comer, sin embargo, me sorprendió ver que, contra todo pronóstico, terminaba sus alimentos sin quejarse de que estuviera a reventar.

Sonreí al ver cómo se lamía las puntas de sus dedos manchados con el chocolate que se derritió de su postre. Al menos no tardaría en recuperar el peso que perdió.

Caminamos por la orilla del río mientras le contaba anécdotas de cuando era joven y, apenas el invierno congelaba las aguas, iba con mi grupo de amigos para jugar hockey. Algunos corredores pasaban trotando a nuestro lado, otros más iban en bicicleta, y varios paseaban tranquilos, justo como mi chica y yo.

En cuanto llegamos al floreado puente de Rue de la Croix-Rouge, dimos vuelta en esa calle hasta que llegamos a Rue du Cardinal-Maurice-Roy; al pasar frente al estadio CANAC, mis historias sobre hielo se transformaron en recuerdos de beisbol. Algunas me resultaron insulsas, como la ocasión en que invité a una chica a ver un partido, a la tierna edad de catorce años, y por error le tiré la soda encima. Sin embargo, McNeil me prestaba total atención y hasta preguntaba por detalles.

—No volvió a hablarme —concluí con humor, deleitándome con los grupos de jóvenes bulliciosos a las afueras del estadio—. Bueno, no es como si lo hubiera hecho antes de ese día. Pero creí que al tratarme al menos le gustaría mi personalidad.

Su risa ligera resonó en el aire.

—Así que una chica no te consideró atractivo, ¿eh? ¿Hay más de esas en la lista? Me gustaría conocerlas.

—Te tardarías bastante tiempo en contactarlas a todas, pero si quieres te llevo a la siguiente reunión de generación —tanteé. Su mirada inquisitiva me obligó a ser más específico—. Verás, no fue hasta los dieciséis, o diecisiete años, que me convertí en el Adonis que soy ahora.

—¡No! —gritó, soltando mi mano para cubrirse la boca, claramente entretenida—. ¿Eras de los que tenían acné, tratamiento de ortodoncia y se quedaban en casa durante el baile de primavera porque no tenían pareja?

—Y varios kilos de más —añadí.

—¡No puedo creerlo! —Dio un par de saltitos.

Hice un mohín. Sabía que le había dado un arma a esa mujer para molestarme de por vida, pero era algo que tarde o temprano tendría que saber. Charly no sería tan condescendiente como para ocultar los álbumes con los que ahuyentaba a cualquier prospecto de cita que tuviera.

—En mi defensa —argumenté—, puedo decir que el tratamiento de ortodoncia se puso en la cara posterior de los dientes, por lo que nadie lo vio.

—¿Tienes fotos? ¿Puedo verlas? ¿Me regalarías una?

Parecía niña en Disneyland.

—Respetando el orden de tus preguntas... Sí. Quizá, si te portas bien. No, jamás.

Me rodeó el cuello. Aunque puse mis manos en su cintura, no iba a dejar que usara sus tácticas de persuasión.

—Alexan...

La vibración en el bolsillo de mi pantalón de chándal la interrumpió. De haber sido de la oficina, o de Gerard, habría continuado con ese placentero chantaje. No obstante, contesté al ver que era de casa.

—¿Pasa algo, Charlotte? —pregunté preocupado.

Me pareció extraño que no marcara desde su celular.

—¿Estás en Canadá? —No era mi hermana, sino mi padre. Entonces recordé que había bloqueado su número para que no me entraran sus llamadas en el tiempo que estuve en Escocia. Tras mi afirmación, prosiguió con un tono que muy pocas veces le escuché—: Regresa a Laval. Ahora.

Muy a mi pesar, tenía que concederle a Gerard la extrema tolerancia que solía mostrarme. Sí, es verdad que discutíamos más de lo sano entre un padre e hijo, pero la mayor parte del tiempo me salía con las mías. Y aunque rara vez me impuso su voluntad, sabía identificar cuando no había lugar a discusiones, y mucho menos contradicciones.

Merybeth, que se había alejado unos cuantos metros para darme privacidad, seguía absorta, mirando el entrenamiento de la liguilla local en el campo de fútbol soccer.

—Oye —murmuré cauteloso—, ¿qué pensarías si te dijera que debemos ir a Laval?

—¿Pasa algo malo?

—Gerard está molesto. Seguro que me echará en cara lo decepcionado que se siente de que su hijo no terminara el proyecto antes que Sebastian. Pero, ¡hay que verle el lado positivo! Podremos ir por mi auto, conocerás el lugar que me vio crecer y tal vez te quiera enseñar esas fotos de las que estábamos hablando.

No tuve que decir más.

Regresamos al hotel en taxi. Mientras la escocesa registraba nuestra salida, puesto que era incierto el tiempo que estaríamos en Laval, yo fui a la calle contigua para ver si podía rentar un auto con tan poca anticipación.

A eso de las cinco de la tarde ya íbamos en camino. Cabe decir que no conseguí el modelo del año, pero el vehículo en cuestión serviría para que mínimo no tuviéramos que ir en camión.

—No sé qué tan raro pueda resultar esto —dije cuando un pensamiento me vino a la cabeza—, pero... ¿quieres que pasemos a una farmacia, o...?

Frunció el ceño, era obvio que no entendió lo que traté de decirle sin palabras.

—Ya sabes. No usamos condón, terminé adentro y... los bebés suelen venir cuando menos los esperas.

Merybeth apretó los labios para ocultar una sonrisa.

—¿Y hasta ahora te preocupas? —Encogí los hombros. Tras lanzarme una mirada cargada de un sentimiento que no pude reconocer, le dio un ligero apretón a mi rodilla antes de continuar—: Alex, cuando nos reencontramos yo estaba en una relación de años, ¿pensaste que no me cuidaba?

Claro, ¿cómo olvidar que la mujer de mi vida estuvo en la cama de otro hombre durante tanto tiempo?

Mi enojo inicial dio paso a la indignación.

—¡¿O sea que esa noche, cuando acampamos en Yorkshire, en realidad sí hubiéramos podido hacerlo?!

—Amor —dijo, volviendo a poner su mano en mi pierna. Era injusto que me llamara de esa forma, puesto que de inmediato me tenía en su palma. Si quería algo de ventaja, jamás le tendría que confesar el efecto que provocaban en mí sus palabras de cariño—, durante semanas estuviste alardeando sobre la máquina sexual que eras; te vendiste a ti mismo como un gigoló insaciable. No podía arriesgarme a una enfermedad.

Gigoló insaciable. Repetí en mi cabeza. Si sus ocurrencias no fueran tan encantadoras y absurdas habría tardado más en perdonarle el terrible dolor de testículos que no me dejó dormir bien esa noche.

—¿Falta mucho? —preguntó a mitad del recorrido. Le hice saber que todavía nos faltaba otra hora y media para llegar a nuestro destino y, por supuesto, siguió indagando ahora que tenía otra pieza del rompecabezas que era mi pasado—: ¿Qué hacía un chico de catorce años tan lejos de su hogar?

—Si te refieres a la chica de la soda —acoté. Nada se le escapaba—, era fan del béisbol. A Gerard le dieron los boletos, los dejó en el bote de basura y yo los tomé para impresionarla. Simone me ayudó con la cita, ¿sabes? Era la primera vez que me atrevía a hacerlo, así que me propuso llevarnos hasta el centro de Quebec. Incluso habló con los papás de Camile para que no se preocuparan.

—Me hubiera gustado conocerla —susurró.

—Y a ella le hubiera gustado conocerte. Presentarlas habría significado el mayor te lo dije de toda la historia.

—¿Eso qué significa? —preguntó con recelo.

Sonreí.

—Un día te lo diré, amor.

Como lo supuse, se enfurruñó ante mi negativa. Su fingida molestia duró hasta que entramos a la zona residencial y, por consiguiente, tuve que reducir la velocidad.

—¿Aquí creciste? —Su mirada escéptica recorría los grandes jardines de los vecinos. Encogí los hombros como respuesta—. Es un sitio lindo. Oye, ¿no crees que desentonemos en dado caso de que haya alguna cena, o invitados que te estén esperando?

Su índice abarcó con un círculo en el aire nuestra ropa. Al menos ella traía vaqueros y no un pants que usaba para salir por los víveres los domingos por la mañana.

—Ya veremos. Por cierto, hemos llegado.

Quizá, después de todo, mi chica tuviera razón. Un auto desconocido estaba estacionado en la calle.

En la estancia principal estaban Gerard, Charly, Wang y dos hombres de expresión seria, pero amable.

—Alexandre —pronunció mi padre—, estos amables caballeros quisieran hacerte un par de preguntas.

Uno de ellos, que se presentó a sí mismo como el Detective Antoine Faure, nos estrechó la mano y nos invitó a sentarnos. La presencia de miembros policiacos fue más preocupante que la mirada inquisitiva que lanzaba mi hermana entre Merybeth y yo antes de que mi padre la despidiera de la sala.

—¿En qué les puedo ayudar? —pregunté con la mayor diplomacia posible apenas Charly cerró la puerta tras de sí.

—Señor Tremblay —inició Faure. Su compañero solo observaba en silencio. Pensé que su omisión en la presentación fue un descuido, pero al ver la cara del otro, y la forma en que nos estudiaba minuciosamente, me di cuenta de que fue un acto premeditado—, por lo que tenemos entendido, estuvo en el Reino Unido hace poco, ¿cierto?

—Así es.

—¿En qué parte, para ser exactos?

—Edimburgo.

—¿Y cuándo volvió?

—Ayer al mediodía.

Algo estaba mal. Ese interrogatorio indirecto parecía que desembocaría en algo que tal vez no quisiera saber. Lo primero que me vino a la cabeza fue Sinclair.

—También estamos al tanto de que sufrió un accidente hace unos meses. En Perth, si los datos son correctos.

—Lo son.

Faure asintió y el otro aguzó la mirada.

—Díganos, ¿cómo va con eso? ¿Ya fue dado de alta?

—No oficialmente.

—Monique Dunne fue quien se hizo cargo de su terapia, ¿cierto? —Asentí—. ¿Ha tenido noticias recientes de ella?

Negar con la cabeza fue una mejor respuesta que decir "salí de su vida la semana pasada para ir a impedir la boda de mi novia".

—No desde el jueves. —Entonces, lo comprendí. El trasfondo era Dunne, no Graham—. ¿Qué pasó con Monique? ¿Está desaparecida?

Negó impertérrito.

—Señor Tremblay, ¿podría decirnos en dónde estuvo el sábado treinta de mayo?

—En Culross, y más tarde en el aeropuerto de Edimburgo.

Los ojos del callado se aguzaron.

—¿Podría decirnos a qué hora?

—De dos a cuatro de la tarde en Dunfermline. Y en el aeropuerto, desde las seis y media que llegamos, hasta que salió el vuelo, como a eso de las nueve de la noche.

Faure volvió a asentir. Como no iba a esperar a que tomaran una decisión respecto a lo que sea que estuvieran meditando, insistí:

—¿Qué pasó con Monique?

Ambos voltearon a ver a Gerard, quien dio un breve asentimiento.

—La encontraron muerta en una de las secciones de la iglesia —anunció casi con frialdad—. Señor Tremblay, tiene que venir con nosotros para que rinda su declaración.

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