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Distancia

Sabía que tenía que bajarme de la camioneta pero no quería hacerlo. Pensé en buscar una excusa para seguir hablando con él pero no se me ocurrió nada. No tenía mucha experiencia en hablar con extraños. Nunca fui bueno para entablar conversaciones.

- Gracias por traerme.- dije y busqué la manija de la puerta.

Damien apagó el motor. Automáticamente quité mi mano de la traba. Me volví y lo miré. Sus ojos estaban clavados en la casa. Luego giró la cabeza de un lugar a otro, escudriñándolo todo. Su vista fue desde el parque del frente hasta el inicio del bosque que comenzaba unos cincuenta metros hacia el oeste.

- Tu madre no ha llegado aún.- me dijo sin mirarme.

- No. Y no sé a hora llega. Quizá tenga guardia esta noche.

Damien me miró. Tenía el ceño fruncido. Y percibí que estaba enojado. Deseé que no fuera conmigo.

- ¿Qué fueron esos aullidos que escuché en la ruta?

- Animales.- me contestó secamente, volviendo sus ojos hacia el bosque.

Me quedé callado. Era muy difícil hablar en su presencia. Me perdía en su belleza y en su voz angelical. No supe qué más decir así que volví a poner mi mano en la manija de la puerta.

- Cierra bien todo cuando entres.- me dijo con voz tensa- Y las ventanas también.- y sus ojos se clavaron en la ventana de mi dormitorio.

Y en seguida estuve seguro. Sentí una certeza absoluta de que había sido él quien había entrado por la noche, a través de aquella misma ventana.

- Gracias…por devolverme mi taza.

- Yo no he sido.

Lo miré fijamente. Por supuesto que no le creí.

- Yo no te la arreglé…- insistió.

Mi cuerpo vibró de los pies a la cabeza.

- Yo no he dicho que estuviera arreglada.

Me miró por un segundo y atisbé una mueca en su boca. Pero para mi mala suerte, el sonido de un motor quebró aquel ambiente mágico. Miré por el espejo retrovisor. Reconocí el viejo Falcon y sentí que las manos me sudaban. El automóvil estacionó cerca de nosotros. Temblando, abrí la puerta y me volví para despedirme. Me llevé una sorpresa. Él ya había descendido de la camioneta. Yo también bajé y cerré la puerta. Vi- sin poder creerlo- como Damien esperaba a que mi madre bajara del vehículo. Pude ver su rostro extrañado cuando me reconoció.

- Hola, señora La Rue. Mi nombre es Damien Blanc- y estiró su mano como un perfecto caballero.

Alice pareció recuperarse de su sorpresa inicial. Se acercó y le estrechó la mano con una sonrisa.

- Soy compañero de Eden en el instituto y me ofrecí a traerlo a casa. Estaba un poco perdido.

- Ya veo.- dijo mi madre con una mirada pícara.

Ella estaba disfrutando de todo aquello. Sobre todo de mi vergüenza. Sentía mi cara roja y  mi corazón se aceleraba cada vez más.

- ¿Has dicho… “Blanc”?- preguntó Alice bajando unos paquetes del auto. ¡Y por supuesto Damien se ofreció a cargar con ellos! Yo suspiré, otra vez sin poder evitarlo.

- Sí, señora. Mi madre es Elena Blanc, de la inmobiliaria.

- ¡Claro! Pero si eres su calco.- rió Alice- Así que… Damien, ¿ya cenaste?

El estómago me dio un vuelco. ¡No estaba listo para compartir una cena con Damien Blanc! Si no podía estar más de un minuto en su presencia sin sonrojarme o decir alguna tontería, mucho menos estaba preparado para cenar con él. Para mi alivio, Damien rechazó la invitación con una voz extremadamente amable. Hasta me dio la impresión de que en verdad lamentaba tener que decir que no.

- Gracias, señora La Rue.

- Alice…

- Alice. Pero tengo que irme. Sin embargo, le acepto la invitación para otro día. Me encantaría cenar con ustedes.

Tragué saliva. Y para mi propia desgracia, ¡volví a suspirar! Avanzamos hasta el porche y me entregó los paquetes. Cuando los sujeté, sin querer nuestras manos se rozaron y sentí que una nueva corriente eléctrica – más pequeña que la anterior- me hacía cosquillas. Lo miré y me sonrió.

Aquella sonrisa fue diferente a las anteriores. Tenía un matiz de picardía. Y por primera vez noté que se parecía a la sonrisa de Adam. Claro, después de todo eran primos. Algún parecido tendrían.

- Buenas noches.- se despidió.

Caminó hacia la camioneta y subió y se marchó a una velocidad media, perdiéndose detrás de unos árboles altos. 

Traté de acomodar mis pensamientos mientras  ayudaba a mi madre a preparar la cena.

- Parece muy simpático ese joven.- dijo Alice, revolviendo la ensalada- ¿Cómo dijo que se llama?

- Damien.- contesté automáticamente, sintiendo que mi voz temblaba un poco.

Mi madre sonrió.

- ¿Qué?- la interrogué mientras secaba unos vasos.

- Nada, nada.- mi madre volvió a sonreír- Sólo que me parece muy bien que tengas un amigo.

- Damien Blanc no es mi amigo.

Sentí que al decir eso, mi estómago se me estrujaba un poco más.

- Pero puede llegar a serlo.

- No.- sujeté el vaso con fuerza cuando sentí que se empezaba a resbalar de las manos.

- Cariño, no es tan malo. Digo, eso de tener amigos.

- Sí es malo, sobre todo si tienes que decirles adiós en unos meses.

Noté que ya me estaba alterando y no quería discutir con mi madre, así que me escabullí hacia el baño y me quedé allí hasta que logré calmarme. Me lavé la cara y me observé en el espejo. Mis ojos marrones estaban húmedos y mis ojeras estaban muy marcadas. Mi ceño estaba fruncido, como pasaba siempre que me enfadaba, conmigo mismo por entrar en conflicto siempre por los mismos temas.  No me gustaba la imagen que el espejo me devolvía. Me veía feo. Siempre me sentía feo. Por eso no me agradaba mirarme al espejo. Volví a la cocina, tratando de serenarme.

- Lo lamento, Eden.- dijo mi madre acariciándome la cara.

- No, soy yo quien lo lamenta.

- Quizá esta vez podamos quedarnos más tiempo. Quizá todo se termine arreglando. Aprovecha esta oportunidad. Damien parece un buen muchacho. Es caballero y educado. Y te trajo a casa.

“Y me arregló la taza”, pensé. Y aquel pensamiento me reconfortó. Aunque aún no podía explicarme cómo lo había hecho.

- Además, es muy apuesto.- dijo Alice con picardía.

- ¡Mamá!

- ¡¿Qué?! ¡Es verdad!

Eran aquellos comentarios suyos los que me hacían sentirme agradecido con la vida: tener una madre que aceptara, sinceramente y desde el comienzo, que su único hijo era gay. Y que me gastara bromas al respecto, disfrutando verme avergonzado y nervioso frente a sus comentarios.

 Claro que no podía llevarle la contraria en eso. Damien era mucho más que apuesto. Tenía una belleza que hasta ese momento me había parecido sólo posible encontrar en los libros que solía leer. Y allí precisamente estaba el problema. Era demasiado hermoso para alguien como yo. Y además, tenía novia.  Traté de apartar de mi mente la imagen que acaba de ver en el espejo. No lo conseguí y, de pronto, perdí el apetito. Apenas probé la ensalada, lo que llamó la atención de mi madre.

- Es que…comí algo en la cafetería del instituto, esta tarde y todavía estoy lleno.

- Bueno, yo debo irme. Esta noche tengo guardia. ¿Estarás bien?

- Sí, claro.- contesté mientras recogía los platos.

Quería escabullirme a mi habitación para poder procesar todo lo que me había sucedido. Después de lavar la vajilla, me di una ducha rápida y me puse el pijama. Me senté al borde de la cama y posé mis ojos en la taza que estaba sobre el escritorio, en el mismo lugar donde yo la había encontrada aquella mañana. Tenía tantos interrogantes en la cabeza. Comenzando por la propia taza. ¿Cómo era posible que estuviera intacta? Yo mismo la había visto hecha pedazos. Y sin embargo, allí estaba, frente a mis ojos, como nueva. Y estaba seguro de que era la misma taza. Lo que me despertaba nuevos interrogantes. Como por ejemplo, ¿cómo había llegado la taza hasta mi escritorio? Miré la ventana y sentí un dulce escalofrío recorrerme todo el cuerpo. ¿Damien había estado en mi habitación? ¡No, no podía ser! Pero, ¿qué otra explicación había? Además, me pareció que lo había dejado bastante claro cuando me aconsejó que cerrara la ventana. Sé que miró hacia mi ventana.

Me imaginé, por un segundo, la noche anterior. Yo, dormido y él, allí, en mi dormitorio. Automáticamente miré la manta. Me había arropado con ella. Estiré una mano y la rocé. Un extraño había estado en mi habitación por la noche. Y a pesar de lo que parecía, no me causaba miedo sino cierta emoción. No me sentía en peligro, sino que cada centímetro de mi cuerpo parecía gritarme que confiara.

La explicación era quizá bastante sencilla. Damien me había salvado la vida. Por eso yo lo asociaba a una emoción de confianza. Suspiré y miré hacia la misma ventana que me había dicho que cerrara. Me acerqué, pero no la cerré. Tenía el ardiente deseo de que se repitiera la visita de la noche anterior. 

¿Por qué había venido? ¿Sólo para devolverme la taza? ¿O porque quería verme? No se había mostrado muy simpático en el instituto, aunque acabó por llevarme hasta mi casa. ¿Cambiaba de opinión así de rápido? ¿Acaso tenía doble personalidad?

Adam, en cambio, era diferente. ¿Por qué aparecía ahora Adam Alexander en mis pensamientos? No pude evitar sonreír al acordarme de él. Se había mostrado abierto y simpático desde el primer momento. Parecía realmente disfrutar de mi compañía. Y entonces lo recordé. Cuando le había estrechado la mano, había sentido una pequeña descarga eléctrica. Y lo mismo había pasado con Damien. Así que eso también pasaba en la vida real. Y al parecer más seguido de lo que yo había creído.

Me tumbé en la cama, haciéndome un ovillo. Mis pensamientos habían vuelto a Damien. Sentí frío pero no me tapé. Miré hacia la ventana entreabierta y suspiré. Creí que me costaría conciliar el sueño porque no podía quitar a Damien- ni su sonrisa ni su enigmática mirada- de mi cabeza. Pero apenas me volví a mover, la luz del sol me molestó en los ojos. ¡No podía ser! ¡Ya había amanecido! Me moví un poco más. Sentí las piernas entumecidas. Pero en seguida me percaté que estaba cubierto- de los pies a la cabeza- con la manta que yo había dejado a propósito a un costado de la cama. Sonreí. Y sentí que me estremecía. ¿Cómo podía ser que Damien había estado en mi habitación y yo no me había dado cuenta? Nunca mi sueño había sido pesado. Cualquier ruido- por insignificante que fuera- solía despertarme. ¿Cómo podía ser que alguien hubiese entrado por la ventana, se hubiera acercado y me hubiese tapado con la manta y yo no me desperté? De repente, sentí miedo. Un miedo profundo y paralizante. No podía darme el lujo de dormir así, tan profundamente. Pensé en Albert, inmediatamente. Si él llegara a entrar a la casa, con la misma facilidad con la que Damien lo había hecho- y encontraba tan nula resistencia- todo podía acabar en una tragedia.

Me levanté, como pude. Y en seguida me sentí mareado y con náuseas. A penas llegué a tiempo al baño y vomité bilis. No tenía nada de comida para vomitar. Me quedé un rato allí, en el suelo, esperando que se me pasara. ¿Acaso era el miedo que me estaba provocando todo eso? Quince minutos después, me sentí un poco mejor y comencé a prepararme para ir al instituto, completamente envuelto en una horrible sensación de terror. Y por un momento me olvidé de Damien y de Adam y de todo lo demás. Me paseé por la casa- sosteniéndome de los muebles y las paredes, pues aún estaba bastante mareado- y trabé todas las puertas y ventanas. Me cercioré también de que las rejas de las aberturas estuvieran bien soldadas y las cerraduras funcionaran bien. Me asomé al cuarto de Alice y me tranquilicé cuando la vi durmiendo profundamente. Seguramente no hacía mucho que había regresado.

Me llené un plato de leche y cereales. No tenía apetito pero sabía que no podía repetir otro día de ayuno. Cuando hube acabado, y sin prestar atención a las arcadas, tomé mi mochila  y tanteé mis bolsillos. Me faltaban las llaves. Seguramente las había dejado arriba, en mi dormitorio. Subí de a dos los peldaños de la escalera de madera. Vi las llaves sobre el escritorio al lado de mi taza. Me detuve un segundo para mirarla. ¡Era tan linda! Luego mis ojos se posaron en las fotografías. El rostro dulce de Adam me sonreía. Y el otro Adam en seguida se adueñó de mis pensamientos. ¡Que coincidencia que ambos se llamaran igual!

Tomé las llaves y, antes de irme, me miré en un espejo pequeño que colgaba de la pared. En un movimiento inconsciente, me acomodé la campera deportiva azul que llevaba. Sonreí. ¿Desde cuándo me arreglaba para salir? ¿En qué estaba pensando? Mejor dicho, ¿en quién?

No perdí tiempo en auto-engaños. Me estaba arreglando para Damien. El hecho de saber que iba a verlo me hacía sentir ansioso y…contento. Aún cuando seguía con el estómago revuelto. Después de que me hubo traído el día anterior, nuestro nuevo encuentro prometía ser interesante. Trataría de dejar de lado mi timidez y mi regla personal de no intimar con nadie más allá de un “hola” y “adiós”. Iba a aprovechar al máximo todo el tiempo que tuviera. Le haría caso al consejo que Alice.

Caminé por un camino estrecho, aún bastante mareado. Pero el aire fresco pareció ayudarme. Y llegué a la bifurcación sintiéndome un poco mejor. Aún así, seguía nervioso por mi encuentro con Damien así que procuré prestar atención al camino para no volver a perderme. Crucé la ruta y avancé un poco más.

-¡Hola, Eden!- escuché a mis espaldas.

Amber y Maggie venían hacia mí. Me paré para esperarlas. Me alegré de no tener que caminar hasta el instituto solo. Traté de pensar en algo que sonara sociable.

- ¡Linda mañana!- dije avanzando otra vez. Caminé entre ambas jóvenes.

- Hace frío.- la voz de Maggie sonaba áspera.

- Y está nublado.- acotó Amber.

- Aún así,- insistí- me parece una mañana agradable.

Maggie gruñó. 

Creí que el único que gruñía era yo. O mi madre cuando algo le desagradaba.

- ¿Sucede algo, Maggie?- no sabía si preguntar. Su cara era de pocos amigos.

- Es que no verá a Adam hoy.- dijo Amber mirándola de reojo.

- ¿Y por qué no?- pregunté sin entender demasiado.

- Porque tienen reunión familiar.- dijo Maggie desganada.

Y al escuchar aquel “tienen” pareció que me contagiaba su desgano. Entendí perfectamente que tampoco vería a Damien.

- Ah.- balbuceé.

Pero aún así, traté de verle el lado bueno a la situación. A pesar de la decepción, podía usar mejor mi día y ponerme al corriente con los apuntes y las materias.

- ¿Podrías prestarme tus apuntes de matemáticas?- le pregunté a Maggie.

- Sí, claro, por aquí los tengo. A propósito, Adam me dijo que te diera los apuntes de Historia que le pediste.

- ¿Apuntes?- dije sin entender demasiado.

Maggie buscó en su mochila y sacó una pila de hojas abrochadas. Miré la letra garabateada y los márgenes llenos de dibujos por todos lados.

- ¿Qué? ¿No le habías pedido los apuntes?- preguntó Maggie frunciendo el ceño.

Hojeando, llegué a la última hoja y vi- con letra más estilizada y con menos prisa- mi nombre.

Bajé las hojas de golpe y dije:

- Sí, claro. Yo se los pedí.- y me apresuré a guardarlos en mi mochila.

Me intrigó el haber leído mi nombre en aquellos apuntes.  Adam había sido muy cortés. Tenía una sonrisa desfachatada y destilaba confianza por cada poro. Me hacía reír y, a su lado, resultaba muy cómodo estar. Pero aquella mentira de los apuntes me intrigó. Pero un minuto después el recuerdo de Damien borró a Adam de mi cabeza. Damien parecía haberlo eclipsado completamente. Aún cuando a penas me había dirigido la palabra y sólo un par de veces lo había visto sonreír. Me había tratado despectivamente más de lo que me hubiese gustado. Sin embargo, era Damien quien parecía haberse adueñado de todos mis pensamientos. Aunque aún no entendía porqué había sentido electricidad cuando le di la mano a Adam, igual que sucedió con Damien. Parecía que era algo común. Al final iba a resultar que no era algo del amor sino de la física. Quizá tenía demasiada estática aquel día. Sonreí. Y para cuando me di cuenta, ya habíamos llegado a la puerta del instituto. 

Suspiré. Realmente era una lástima saber que no vería a Damien ese día. Recién me daba cuenta de cuántas expectativas había puesto en eso.

- ¿Y hasta cuándo es la reunión familiar de Adam?- pregunté como al pasar.

Maggie se encogió de hombros. Se le notaba la tristeza en la mirada.

- Esas reuniones duran bastante.- me dijo- Hay veces que sólo duran un par de días. Pero otras, se tardan más de una semana. Se juntan en la casa de verano de las tres familias, a los pies del monte Shasta. ¡Cómo me gustaría que me invitaran un día a esa casa! Y pasar un fin de semana con Adam allí…- Maggie me miró de repente- Quiero decir, con Adam y con toda su familia.

- Sí,- dijo Amber, metiéndose en la conversación- a mí me gustaría irme lejos también. Sobre todo este fin de semana. Tendré que pasarme estos días encerrada. Cada vez que hay sacrificios me da tanto miedo que me cuesta hasta ir de compras.

- ¿Sacrificios?- la miré aturdido.

Amber y Maggie intercambiaron miradas y no se me escapó que se habían puesto pálidas.

- Ven, vamos a clase y te lo cuento.- me dijo Maggie.

La seguí hasta el salón 711. Ese día me tocaba Literatura y, para mi suerte, las dos estaban en mi clase. Le di a la profesora mi planilla y me presentó a los alumnos. Había sólo un asiento vacío. Amber y Maggie se habían sentado juntas. Me tocó sentarme detrás de ellas, junto a un joven que había conocido el día anterior, en la cafetería. Y cuyo nombre, por supuesto, no recordaba.

- Hola, Eden.- me saludó él.

- Hola…

-…Anthony.

- Claro, eres el hermano de Maggie.

El joven sonrió complacido de que lo hubiera recordado.

- Adam me dio esto para ti.- me dijo en voz baja, mirando de reojo a Maggie. Miré su mano, que se extendía hacia mí por debajo de la mesa. Un puñado de caramelos brillaba en envoltorios dorados. Sonreí y los tomé. Eran iguales a los que me había regalado el día anterior.

La profesora comenzó la clase hablando sobre Whitman y cómo éste había creado una poesía diferente en la que entablaba una relación más directa con sus lectores. Pero mi mente, después de eso, se desconectó y ya no la escuché más. Sin poder impedirlo, Damien se había metido en mi cabeza otra vez. Realmente tenía muchas ganas de verlo. Desenvolví un caramelo y me lo metí en la boca. Era de café, pero muy dulce. Y esa dulzura me envolvió en seguida. Y le agradecí a Adam en silencio por aquel regalo. Pero rápidamente la imagen de Damien se interpuso en mis pensamientos. Volví a sonreír.

Maggie se dio vuelta y me miró, mientras la profesora seguía hablando de Whitman y escribía algo en el pizarrón. Maggie puso un pedazo de papel sobre mi cuaderno y volvió a mirar hacia el frente.

“Te cuento sobre los sacrificios”, había escrito. Su letra era pequeña y apretada pero muy clara. “Debes tener cuidado con el bosque. Desde hace muchos años, cada principio de mes se encuentran animales sacrificados a lo largo de la playa. Son locos. Pero aunque nunca los han agarrado, este es un pueblo pequeño. Y la gente habla…”

Tomé mi bolígrafo y escribí del otro lado.

“¿Y de quiénes se sospecha?”

Toqué la espalda de Maggie y le entregué el papel. A los pocos segundos, me lo devolvió y leí:

“Los Oscuros”.

Pero no tuve tiempo de preguntar nada más. Pues noté que la profesora me miraba con el ceño fruncido.

- Y bien,  La Rue, ¿conoce la respuesta a mí pregunta?

- Eh…, no, profesora, lo siento.- ni siquiera había escuchado la pregunta. Y en seguida sentí que me ponía colorado. Tenía todas las miradas sobre mí. La profesora frunció los labios y eligió a otro alumno para que contestara.

A partir de allí, me obligué a prestar atención. Había comenzado aquella clase con el pie izquierdo. Y lo lamentaba porque literatura era una de mis asignaturas favoritas. Saqué diligentemente todos los apuntes que pude hasta el final de clase, y me ofrecí para responder a un par de preguntas de las que sí conocía las respuestas. La profesora pareció complacida y la clase terminó.

- ¿Qué son los Oscuros?- pregunté a Maggie mientras íbamos a nuestra próxima clase. Por alguna razón aquel tema se me había prendido con fuerza en la mente. Me sentí fascinado desde el comienzo.

- ¡Baja la voz!- me dijo nerviosa, mirando para todos lados. Noté que un par de alumnos me habían mirado de una manera bastante rara. 

Seguí al gentío hasta el piso superior. Llegamos al salón 803. Informática. Gruñí. No me gustaban las computadoras. No les encontraba nada de interesante. Por lo que veía, los varones se pasaban horas en juegos sanguinarios y las chicas, hablando con quién sabe quién y de qué sabe qué. Yo no era muy sociable. Pero si me veía obligado a hablar con alguien, prefería hacerlo en persona y no a través de una máquina en la que se decían demasiadas mentiras. O quizá no fuera ninguna de esas las razones por las que me desagradaban las computadoras. Quizá tuviera que ver con el hecho de que el uso que le dábamos Alice y yo a las computadoras era para buscar un nuevo sitio para vivir, un nuevo trabajo para ella y una nueva escuela para mí.

Me presenté al profesor- quien me pareció demasiado joven para ser un profesor- y me senté frente a la primera computadora que encontré libre. En la máquina de al lado estaban Maggie y Amber. Aunque habían otras terminales libres, ellas al parecer preferían compartir la misma máquina. Seguramente querrían hablar. Y seguramente el tema elegido era “Adam”. Supe entonces que me iba a resultar difícil sacarles más información. Así que aproveché que el profesor estaba ocupado con una computadora del fondo que al parecer tenía problemas para encender. Abrí la página de un buscador y escribí cuatro palabras: 

“Los oscuros, crescent city”.

Y empecé la búsqueda. Me sorprendió la cantidad de páginas que aparecieron, mencionando el tema. Miré por encima de mi hombro. Vi que el profesor seguía entretenido así que abrí la primera página de la lista. Con mucha atención, leí:

“Los oscuros son los descendientes de los íncubos y las súcubos…”

No entendí ni media palabra. Así que abrí otra página y leí, salteado: 

“…Su lugar sagrado son las piedras exteriores.” 

Usando el mouse, pasé un poco más el texto y leí: 

“En crescent city, California hay un asentamiento de varios años utilizados por los oscuros, una orden secreta a la que sus miembros son reclutados por sangre.”

Abrí otra página, lo más rápido que pude y leí:

“El anillo de la calavera es su símbolo máximo”.

Y por último, más abajo en letras más pequeñas podía leerse: 

“la sombra o Némesis de los Oscuros son los penitentes”. 

Cuando vi que el profesor comenzaba a acercarse, me apuré a sacar mi cuaderno y un lápiz y copié con letra apurada las oraciones salteadas que  había leído. Cerré de golpe todas las páginas, incluida la del buscador. Arranqué la hoja de mi cuaderno y la guardé doblada en mi bolsillo. Y la clase comenzó.

Tenía demasiado que entender y demasiado que averiguar. No necesitaba volver a releer mis notas rápidas. Por alguna razón se me habían quedado grabadas en la mente, sin el menor esfuerzo. Y de todo lo que había leído, dos palabras me habían llamado la atención: súcubo e íncubo. No tenía idea de lo que significaban por lo que me impresionó que las pudiera recordar con tanta facilidad. Y me propuse encontrar una manera de enterarme de qué se trataba todo aquello. Escuché la campanada que daba fin a la clase. Cerré mi cuadro de Excel y suspiré.

Tenía hambre así que seguí a Maggie y a Amber hasta la cafetería. Elegí el sándwich más grande que encontré y me serví una limonada. Nos sentamos en la misma mesa que el día anterior, junto con Anthony y el novio de Amber de quien por supuesto no recordaba el nombre y otro joven que creí recordar se llamaba Dylan. Mientras escuchaba- fragmentada- la conversación que había surgido en el grupo, sobre un juego próximo de fútbol soccer, me puse a pensar cómo descifrar la información que me faltaba. No me animaba a preguntar abiertamente a los que estaban en la mesa. Así que me dediqué a comer mi sándwich mientras sopesaba alternativas. En casa no teníamos conexión a internet y tampoco celular. Podría pedir prestado uno. Seguramente cualquiera de los que estaban allí tenía uno. Pero no quería dar explicaciones. Me terminé la limonada y el sándwich casi sin darme cuenta. Había participado muy poco de la conversación pero ninguno pareció darse cuenta. Miré mi horario. Me tocaba ir a otro edificio- según me mostraba la copia del plano que tenía.

 Al salir, me di cuenta de Maggie y Amber venían junto a mí. Ellas tenían que cursar Química en el aula 145 y yo, Español en la 143. Llegué al edificio y comencé a buscar el aula. Las dos chicas se despidieron de mí en el pasillo. No encontraba el aula 143 por ningún lado así que revolví mi mochila en busca del horario, para verificar el número del salón. Y entonces me topé con los apuntes de Adam. Mi horario parecía haberse enganchado en la última hoja. Saqué los apuntes y el horario y me quedé petrificado al leer dos palabras… Me frené de golpe en el pasillo sin darme cuenta de que me choqué con un par de estudiantes. 

Con los ojos como platos, leí la nota que Adam me había escrito al final de los apuntes: 

“Eden, 

tengo que ausentarme por unos días. Trataré de que sean pocos. Y como sé que me extrañarás- je, je- te recomiendo que uses tu fin de semana de la mejor manera. Visita la playa, la que queda del lado sur de tu casa. Te encantará el paisaje. Eso sí, ¡ten cuidado con los íncubos y las súcubos que andan por ahí!. Nos vemos pronto, 

Adam. 

P.d. Espero que te hayan gustado los caramelos. (Espero que Anthony te los haya dado y ¡no se los haya comido él! ) 

Volví a leer la parte en la que mencionaba aquellas dos enigmáticas palabras. Sonreí. Ya tenía planes para mi próximo fin de semana. “¡Gracias, Adam!”, pensé. Unos minutos después encontré mi salón y entré con los pensamientos muy lejos de allí. 

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