Crescent City
Me subí al automóvil con un suspiro. Y miré la casa por última vez. Aferré mi morral a mi pecho, como si fuera mi mejor amigo. En él estaba todo lo que tenía de importante en el mundo. Y me iba a acompañar a un pueblo que no me esperaba y al que yo no quería conocer. No le hice caso a mi rostro mojado. Ya se había hecho habitual. Siempre el exilio me hacía llorar.
Nos habíamos mudado más de veinte veces en los últimos quince años. Alice, mi madre- enfermera de profesión, esperaba con paciencia a que al fin me adaptara.
—¿Estás bien, Eden?
La dulce voz de mi madre, me obligó a sentarme erguido en el asiento. Me limpié la cara con rapidez y traté de sonreír.
—Verás que Crescent City te va a gustar.
—Eso mismo has dicho de los otros pueblos.— murmuré.
Mi madre se mordió el labio mortificada y miró fijamente hacia la ruta.
—Tú conoces bien el motivo por el que nos mudamos tanto, Eden.— dijo ella con voz entrecortada.
Y volvió sus ojos claros hacia mí. La observé en silencio.
Era una mujer tan bella, pese a que parecía no hacer ningún esfuerzo por conseguirlo. Su cabello fino, color caramelo y sus ojos grandes, azules, dulces, la hacían verse como una hermosa mujer. Yo no había heredado ni su belleza, ni su dulzura, ni sus múltiples talentos.
— Recuérdame, Eden, el porqué tenemos que mudarnos.
— Para que Albert no nos encuentre.- suspiré.
Albert Mason, mi padre. (Yo prefería usar el apellido de mi madre). Se había casado con mi madre, muy jóvenes, en una etapa de la vida en la que parece que uno hace cosas simplemente para llevarle la contraria a los adultos. Autoridades que solemos no escuchar cuando nos dicen que tengamos cuidado, que nuestros actos siempre tienen consecuencias…
La consecuencia de que mi madre se casara sin terminar la escuela fue que, al año siguiente, se viera en la calle, sola- bueno, sola, no, yo tenía pocos meses- huyendo de la pobreza y de un ex marido alcohólico y violento. Pero quien siempre encontraba la manera de aparecerse y recordarnos que no estábamos a salvo. Que el abandonarlo había sido una mala decisión y que íbamos a pagar por ello. Con sólo pensar en él, y en su risa macabra y discordante, mi cuerpo empezaba a temblar.
Pero para cuando cumplí los doce años, Albert Mason ya no apareció más en nuestras vidas. No sabíamos si era por cansancio o porque ya tenía una nueva víctima a quien atormentar. O porque mi madre había perfeccionado nuestra forma de escondernos.
Con dos trabajos mal pagados, mi madre logró terminar sus estudios, por las noches y se recibió de enfermera con honores. Por lo que nuestra situación financiera mejoró un poco.
Aún así, no permanecíamos en el mismo lugar demasiado tiempo. Lo que no me permitía echar raíces. No llamar la atención, allí donde estuviéramos. Ésa siempre fue la orden. Pasar desapercibidos. Mi madre había elegido aquella ocupación a propósito. Podía encontrar trabajo prácticamente en cualquier lado.
Ya habíamos vivido en casi los cincuenta estados de la Unión. Ahora nos tocaba el oeste. California para ser precisos. El dedo índice de mi madre había caído, en el viejo mapa, sobre el nombre de un pequeño pueblo que, por casualidad- creía yo- aparecía en el mapa, ¿cómo era su nombre? Ah, sí: Crescent City. (Por alguna razón me costaba recordarlo) Población: entre cinco mil y veinte mil. A orillas del Océano Pacífico. Clima húmedo, fresco y lluvias frecuentes todo el año. Al menos había playa (aunque fuera fría y árida, según había investigado en Google) pero playa al fin. Veníamos de Texas, caluroso y seco. Esto iba a ser diferente.
Siempre he preferido el frío y la lluvia, al calor y el sol. Quizá fuera porque combinaba mejor con mi estado de ánimo.
Recién volví de mis pensamientos cuando dejábamos la zona urbana. El viejo auto de mi madre también había quedado atrás. Uno en el que casi todos los asientos estaban rotos y la caja de cambios hacía un chirrido ensordecedor cada vez que se atascaba. Pero era un automóvil adorable pues era lo único- además de lo que estaba en mi morral- que me quedaba de mi infancia. No había sido una infancia muy buena, pero al menos era la única época de mi vida en la que recordaba haberme quedado por más de un año en un mismo lugar.
Mientras pasábamos una línea interminable de árboles altos, al costado de una ruta desierta, abrí mi morral y miré dentro. Junto a unas fotos viejas, unas piedras de colores que me acompañaban siempre- algo así como pequeños amuletos- estaba mi gran “tesoro”: una taza de porcelana, de boca ancha, pintada de un lustroso color negro por fuera y un hermoso y cálido mostaza claro por dentro. Tenía un asa bifurcada y unas líneas la cruzaban por la parte superior en tonos blancos, verde y rojos, como si alguien los hubiera pintado a grandes pinceladas, muy poco prolijas. Seguramente valiera un par de dólares y podría conseguirla en cualquier negocio. Pero para mí tenía un valor incalculable.
La saqué del morral con cuidado, como si se tratara de una antigua y rara reliquia, y la observé. Sonreí al ver la base. Aún tenía grabado lo que yo creía era el número de serie: 1 8 7. Aquel número ya se había convertido en mi número de la suerte. Y solía buscar asa cifra en todas partes. Y cuando los encontraba- producto claro de la casualidad y de las probabilidades- sin importar el orden en el que aparecieran, solía tomarlo como un buen augurio. No importaba si los veía en una dirección o en otro lado. Siempre me hacía sonreír. Me arrancaba una sonrisa cálida y reconfortante porque estaba asociado a un lindo recuerdo.
Todavía con una sonrisa de ésas, guardé la taza en mi morral, sin mirar las otras cosas que allí guardaba.
Me sorprendió ver que ya habíamos dejado la ruta principal y estábamos entrando al aeropuerto. Allí mi madre entregaría el coche de alquiler en el que viajábamos y tomaríamos el avión hasta Los Ángeles. Desde allí nos esperaba un nuevo automóvil hasta donde el azar nos había llevado.
Aunque la vida me iba a demostrar muy pronto que las cosas no suceden por casualidad sino por causalidad.
Recién cuando el avión ascendió y tomó su lugar entre unas nubes esponjosas, me di cuenta que mi casa en Texas quedaba atrás para siempre. Recibí el jugo y las galletitas de la clase turista y los dejé a un lado. No me apetecía comer. Tenía un nudo en el estómago. Era increíble que después de tantas veces que había hecho lo mismo aún parecía no acostumbrarme. Las primeras veces fueron las peores. Luego empecé a pasar el trago amargo y ya. Y por un tiempo dejé de sentir. Como sabía que me iría apenas terminara el período escolar no me proponía entablar amistad alguna ni encariñarme con lugar alguno. Las casas empezaron a parecer simple habitaciones de hoteles. Y así las partidas se me hacían un poco más fáciles.
Esta vez, sin embargo, el período escolar ya estaba empezado. Estábamos en los primeros días de Septiembre y eso significaba que iba a ser el nuevo en una escuela en la que todos los demás ya se conocían.
Me recliné en mi asiento y observé los asientos alrededor. Un par de jóvenes, una mujer y un hombre- con toda la pinta de estudiantes universitarios- dormitaban en sus asientos. Hice un esfuerzo por no mirar al joven. Me moriría de vergüenza si llegara a darse cuenta de que lo estaba mirando. Además, nunca me veían. Yo era como invisible a los ojos de los demás, sobre todo si eran guapos. Más allá, un par de asientos adelante, una pareja de ancianos charlaba entre ellos. Hacia el otro lado, cerca de las ventanillas, una madre con sus cuatro hijos pequeños, hablaban todos a la vez. ¡Menudo viaje iba a resultar aquel! Mi experiencia me decía que si en un viaje había niños, sería un viaje bullicioso. Gritos, sollozos, arrebatos. Todo incluido. Aún así, me gustaban los niños. Me gustaba verlos sonreír y jugar, despreocupados por lo que los rodeaba. Vivían en su propio mundo. Igual que yo.
El resto de los asientos estaba vacíos. Hurgué de nuevo en mi morral. Esta vez no saqué mi taza sino las fotos. Eran tres. En la primera- en blanco y negro- aparecía yo, con un año, en los débiles brazos de mi abuela. Apenas si la recordaba. Había fallecido cuando yo tenía cuatro y, por supuesto, no pude despedirme de ella. No pude porque estábamos en un barrio a las afueras de New York, cuando ella estaba internada- por una enfermedad que la consumió joven- en un hospital de Luisiana. Y aún cuando hubiéramos estado viviendo más cerca, mi abuelo nos hubiera prohibido la visita. Nos enteramos gracias a una llamada de mi tío Jasper. Aquella había sido la última vez que mi madre y su hermano hablaron por teléfono.
Mi abuelo nunca le había perdonado que ella se escapara de la casa para casarse con “aquel bueno para nada”- tal como lo llamaba a Albert, mi padre. Y no le había faltado razón. Pero cuando supo que estábamos en la calle, él le prohibió el regreso a su casa. Y nunca más hablaron. Mi abuela- en viajes furtivos cuando mi abuelo, se iba en sus propios viajes de negocio- venía a visitarnos al estado en el que nos encontráramos. Luego de su muerte, sólo volvimos a hacer nosotros dos. Nadie más.
Mi madre me había contado miles de anécdotas sobre mi abuela. Así que yo sentía que la conocía profundamente, cuando en realidad sólo la recordaba vagamente. Inconscientemente me aferré a mi collar: un ala de ángel plateada con una roca de cuarzo morado- conocida también como amatista- incrustada, pequeña pero muy brillante. No era costoso pero formaba parte de mis “tesoros”. Había sido de mi abuela. Y ella se lo había dado a mi madre para que me lo entregara cuando fuera lo suficientemente grande como para comprender su significado.
Con un suspiro, pasé a la segunda fotografía. El niño allí reflejado tenía cinco años y estaba rodeado por el brazo cálido de un niño de cabellos oscuros y miles de pecas en el rostro. Teníamos ambos unas sonrisas tan risueñas…
Al ver aquella imagen, me transporté de inmediato a aquel día. Nos habían sacado aquella instantánea el último día de clases a Adam y a mí, como recuerdo.
Adam Bleu fue el único amigo que he tenido. Y también fue quien hizo darme cuenta de que yo no era como los otros niños…Que mis gustos eran diferentes. Por supuesto que él nunca se enteró. Compartimos sólo un semestre en el jardín de niños de Florida. Pero parecía que nos conocíamos desde siempre. Él fue el único niño que se había acercado a mí, mi primer día, con una amplia sonrisa y un caramelo en la mano- cuyo envoltorio aún conservo en mi morral. Después de aquel día no nos habíamos separado hasta la despedida. Ser el alumno nuevo siempre era difícil. Y yo no soy muy sociable que digamos. En realidad, nada sociable. Pero no lo hago por soberbia- como he escuchado que hablaban de mí, más de una vez, en los pasillos o los baños de las escuelas- sino por timidez.
Me siento diferente. Siempre me he sentido diferente a los demás. Y también inferior. Inferior en talentos y en belleza. No soy muy agraciado ni llamo la atención del sexo opuesto, mucho menos del mío propio. Más bien paso desapercibido. Admito que tampoco hago nada por mejorar mi aspecto. No quiero decir que ando desaliñado o sucio pero mi guardarropa es elegido en función de mi comodidad y no en función de la moda o buscando destacar. No soy alto, pero sí bastante desgarbado y casi siempre siento tener cien manos y cien pies. Me pongo colorado por cualquier cosa y en cualquier situación. Por lo general soy torpe. Me tropiezo con bastante facilidad, suelo llevarme a las personas por delante, porque siempre camino mirando el suelo. Y se me caen las cosas de las manos cuando- en raras ocasiones- algún extraño me mira o me habla.
Con otro suspiro pasé a la tercera fotografía. Observé en ella mi propio rostro pálido, ojeroso. Mi mirada era de color marrón brillante. Mi cabello estaba corto, casi rapado - como lo llevaba siempre por una cuestión de comodidad .
La fotografía era la más reciente de las tres. Había sido sacada el día de mi cumpleaños número diecisiete, casi un año atrás. Pero sólo había accedido a sacarme aquella foto porque en su fondo se veía la nieve. Aquel día había nevado, como un milagroso regalo. Siempre el “azar” nos había llevado a lugares cálidos- también a lugares frescos pero en los que nunca llegaba a nevar. Sólo había visto la nieve una vez, pero yo era tan pequeño que apenas lo recordaba. Por eso aquel día fue mágico. Fue el mejor regalo de cumpleaños que recordaba haber tenido nunca.
Sonreí al darme cuenta que llevaba la misma ropa que en la imagen. Mis infaltables zapatillas negras con cordones rojos, el pantalón negro, suelto y una campera gris, desvaída – dos tallas más grandes que la mía.
No suelo comprarme ropa. No cuando no es necesario. Por dos razones. Una, porque no me gusta ir de compras, ni probarme ropa. No tengo noción de combinaciones de colores o de estilos. La ropa deportiva es la que siempre uso. No tengo zapatos, ni camisas, ni nada que sea apropiado para ir a una fiesta. Voy de compras cuando ya no tengo más remedio. Cuando la prenda está demasiado gastada o rota- y mi madre me amenaza con tirarla a la basura porque me hace parecer un homeless.
El avión se sacudió un poco y me trajo de vuelta a la realidad. Guardé las fotos en el morral, que seguía atravesado en mi pecho. Vi de reojo que la pareja de ancianos se miraban preocupados. Yo había viajado tantas veces en avión que ya estaba completamente acostumbrado a los traqueteos. Además de los premios por viajeros frecuentes- millas que te regalan las aerolíneas por viajar seguido- he adquirido la capacidad de dormir, aún cuando el avión estuviera volando a través de una tormenta. Cuando duermo, tengo el sueño tan pesado que ningún ruido puede despertarme fácilmente. Pero es extraño que ese sueño pesado sólo lo pueda conciliar, mientras viajo. Cuando duermo en las casas que alquilamos, tengo un sueño muy liviano y cualquier sonido me pone en alerta. (Más de una vez hemos tenido que salir en medio de la noche, huyendo de Albert).
— Ya verás qué linda casa he alquilado para los dos.- dijo mi madre, como si hubiésemos estado conversando por horas- Está un poco alejada del centro del pueblo.
Sólo gruñí. Pero en tono bajo. No tenía ganas de empezar a discutir. Cuando sentía que me iba a enojar por la situación, me recordaba a mí mismo que aquello por lo que estábamos pasando no era culpa de Alice. Ella sólo trataba de mantenerme a salvo.
— ¿Tiene jardín?— pregunté lo primero que se me vino a la cabeza. No quería que el viaje se volviera más tenso de lo que ya era.
— No lo sé…— dudó mi madre.
Era evidente que agradecía mi esfuerzo.
— Sería lindo que tuvieras un pasatiempo así. Siempre te han gustado las flores. Igual que tu abuela.
No contesté de inmediato. Ya había probado antes – eso de tener un jardín- pero el hecho de tener que dejarlo atrás me provocaba más tristeza. Así que había decidido que nada de plantas ni mascotas en mi vida.
Aquello era lo único de lo que estaba seguro. De lo demás, no tenía idea. No me había puesto a pensar qué haría con mi vida. Nunca había tenido el tiempo suficiente para sentarme a planificar, a soñar con mi futuro. Supongo que a los dieciséis, el sueño de un adolescente -en parte al menos- es viajar. Conocer el mundo. Alejarse de todo lo monótono y conocido. Pero en mi caso creo que siempre fue lo opuesto. Si me hubiera sentado a pensar seriamente en qué era lo que deseaba hacer, sin dudas mi respuesta hubiese sido tener un hogar definitivo, en donde pudiera sentirme seguro. Porque detestaba irme, detestaba las despedidas- aunque en los últimos años sólo tuve que decir adiós a algunos conocidos casuales que, estoy seguro, me olvidaron apenas subí al avión.
Pero sí hubo un momento, el día veintiuno de Noviembre del año anterior- el día de mi cumpleaños- en el que pensé en el futuro. Quizá porque me dejé llevar por la maravillosa nevada que veía a través de la ventana. Cuando soplé la velita que mi madre había colocado sobre la pizza que servía de torta, pedí un deseo. Era la primera vez que pedía un deseo. Pedí Amor… Un amor verdadero, un amor de esos que sólo se puede encontrar en mis libros favoritos: las eternas historias de jane Austen o Charlotte Brontë. (debo de ser el único adolescente varón de dieciséis años que tiene como pasatiempo leer libros románticos…) En fin, ese día pedí un amor de esos en los que uno queda enamorado desde el primer roce de manos- que siempre te da electricidad, inmediatamente después de la primera mágica mirada. Y también esos otros libros, esos que hablaban de otras realidades…, donde las leyes de la naturaleza eran distintas, donde no importaba cuán distintos eran, igual terminaban enamorándose, donde todo podía suceder…
Pero ahora, en el avión, camino a un pueblo cuyo nombre aún no había aprendido, pensaba que aquel deseo había sido imposible. En pocos días cumpliría diecisiete y el “amor” no había aparecido en mi vida. Así que decidí que mis próximos deseos serían pedidos más sensatos, aunque no sé si menos imposibles: echar raíces, tener un hogar, que el recuerdo de Albert persiguiéndome no me atormentara por las noches, no tener más pesadillas en las que él aparezca, amenazando con quemar la casa, con nosotros dentro.
Con un suave codazo, mi madre me despertó. Me había quedado dormido. Y tuve suerte de no tener pesadillas, a pesar de mis últimos pensamientos.
— ¿Ya llegamos?— pregunté desperezándome.
— Sí, hijo, junta tus cosas.
— Ya tengo todo.— dije aferrándome a mi morral.
Sentí un profundo vacío en el estómago. Y lo asocié con el descenso del avión. Media hora después estábamos en la carretera, en nuestro nuevo automóvil alquilado, un viejo Falcon. Era una carcacha que hacía demasiado ruido pero era tan simpático como el de mi infancia. Por eso quizás me cayó bien desde el principio. Y creí que podíamos llegar a ser amigos. Pero en seguida una alarma en mi cabeza me recordó que no debía apegarme a nada. Así que busqué olvidarme de aquello, mirando a través de la ventana abierta. El viento fresco me despejó la mente en pocos segundos. Era bueno en eso del desapego.
Un dulce aroma a tierra mojada y a altos pinos silvestres me envolvieron. Mi madre aceleró y en seguida nos alejamos de la ciudad rumbo al norte.
— ¿Quieres que escuchemos música?— propuso mi madre, tratando de sintonizar algo en el viejo stereo.
— No, mamá. Prefiero el silencio si no te importa.
— No, claro. — dijo ella volviendo su atención a la ruta desierta.
— ¿De verdad no prefieres que maneje yo?
— No, no. Tengo toda la noche para descansar. Llegaremos para la cena. Mañana temprano tengo mi primer turno. ¿Seguro de que no quieres escuchar música?
— Sí.
— Mmmm… ¿Y qué vas a querer para tu cumpleaños? Ya está próximo .
Mi cumpleaños. Cuando era pequeño siempre había deseado lo mismo: un picnic, en una playa desierta, con sándwiches de queso, limonada y un ramo de rosas amarillas.
—Nada, mamá. Gracias.— contesté.
— ¿Tampoco un celular? Debes de ser el único jovencito de tu edad que no tiene uno.
— Me lo has ofrecido cada año desde que cumplí trece y yo siempre te digo lo mismo.
— “No tengo a quien llamar”
— Exacto.
— ¿Y entonces?
Me encogí de hombros. No sabía porqué siempre Alice me preguntaba qué quería de regalo. Yo siempre pedía lo mismo: un libro. Aunque generalmente los sacaba de la biblioteca. Sólo tenía un par de ejemplares que viajaban conmigo a todas partes: “Orgullo y prejuicio”, “Jane Eyre”, “Crepúsculo”. No podíamos darnos el lujo de tener demasiado equipaje. Todo tenía que ser fácil de cargar al momento de la huida.
— Está bien, te daré tu mesada esta semana para que te compres lo que quieras. ¿A qué será un libro?
Sonreí.
— Quizá no haga falta. Me haré socio de la biblioteca.
Volví a mirar hacia la ruta y me alegré. Había empezado a llover. Siempre un día de lluvia me predisponía de buen humor. Y que estuviera lloviendo justo en ese momento fue perfecto. Era la mejor bienvenida. Volví a sonreír mientras tomábamos una bifurcación.
Y una vez más, mi madre tuvo razón. Llegamos al pueblo justo a la hora de la cena. Tomamos la calle principal y Alice desaceleró un poco para que pudiéramos observar mejor nuestro “nuevo lugar en el mundo”. Negocio tras negocio, caras tras caras. Y como en los otros pueblos, todo me parecía igual. Cada uno en su propia rutina, haciendo compras, sonriendo, charlando, niños jugando. Mi madre estacionó con facilidad entre dos camionetas viejas y apagó el motor.
— Voy por las llaves de la nueva casa.— dijo ella, cerciorándose de que la dirección coincidiera con la que había copiado de la página Web.
— ¿Aquí es la inmobiliaria?
— Sí, me bajo, firmo, me entregan las llaves y vuelvo. Espero que haya gente. Me han dicho que habría alguien esperándonos para entregarnos las llaves. ¿Quieres venir? Así estiras las piernas.- me ofreció ella sonriendo.
— No, mejor te espero aquí.
Alice se bajó del coche y entró corriendo al pequeño local- buscando no mojarse demasiado con la lluvia que ahora se había vuelto más intensa. Me puse a pensar si iba a comprarme algún libro, y en tal caso cuál y también sopesé la idea de conseguir un mapa del pueblo. Aunque parecía un lugar pequeño. Y por experiencia en lugares así no había más que una ó dos librerías con muy pocas novedades, siempre haciendo énfasis en la insulsa historia local.
Mientras barajaba en mi mente un par de títulos, miré por la ventana. A pesar de la cortina fina de agua, pude ver a un grupo de niños, entre los nueve y los once, que jugaban con un cachorrito marrón. Llevaban al perrito con una correa larga del mismo color. Llegaron a la esquina y se quedaron resguardados debajo de un techito rojo que sobresalía de una tienda de caramelos.
El más rubiecito de los tres pequeños se quedó embelezado mirando el escaparate. Yo estaba a menos de diez metros por lo que- a pesar de la lluvia- pude darme cuenta de qué era lo que le llamaba tanto la atención: unas paletas dulces gigantes ocupaban gran parte del frente. El niño dio un paso hacia la vidriera. Pero se resbaló y cayó sobre la acera mojada. Los otros dos, entre risas, se agacharon a ayudarlo. Y fue allí donde el cachorrito- aprovechando el descuido- pegó un tirón de la correa y se echó a correr directo a la calle transitada.
Un par de autos lo desviaron a penas por escasos centímetros. Pero al llegar a la mitad de la intersección de una calle con una avenida, se sentó sobre sus patas traseras y comenzó a rascarse una oreja. Antes de darme cuenta, ya había salido del Falcon y, sin pensármelo dos veces, corrí hasta la esquina a sujetar a los dos niños mayores que amagaban con cruzar la calle. Los tironeé hacia un costado y miré al cachorro, que seguía sentado en el asfalto, provocando zigzagueos y bocinazos, completamente empapado. Y jugaba ahora con su propia correa.
Sopesé las posibilidades: esperar a que el semáforo se pusiera en rojo o cruzar de una vez, ahora que ningún automóvil parecía estar demasiado cerca. Pero cuando levanté la vista hacia el otro lado de la calle vi un camión de gran porte, cargado de maderas. Venía a toda velocidad, por la misma mano en la que el cachorro se encontraba.
Di un paso hacia la calle pero me volví a frenar. El camión se acercaba rápido y parecía no tener intenciones de bajar la velocidad. Di otro paso y sentí que uno de los niños se paraba a mi lado. Apenas tuve tiempo de sujetarlo por el brazo para impedir que saliera corriendo detrás de su cachorro. Vi el camión más cerca y no pude pensar en otra alternativa que ir yo en busca del perro, mientras me atravesaba el morral a la espalda, en un acto reflejo. Salí a la carrera, pisé mal y me empecé a resbalar justo cuando llegaba al perrito, que me miraba inquieto. Logré mantener el equilibrio en el último segundo y tomé al animalito en mis brazos.
Sólo tuve tiempo de levantar un poco la cabeza cuando escuché unos gritos. Parpadeé y vi, borroneado, la trompa del camión encima de mí. Sentía las piernas como clavadas en el suelo. Estaba petrificado. Cerré los ojos y aferré el cachorro a mi pecho. Me preparé. Pero de repente sentí que algo duro me golpeaba los brazos. Una fuerza imponente me empujó hacia un costado y caí en la acera mojada, de espaldas, golpeándome la nuca. Sentí luego una ráfaga de viento que me cruzó la cara como un látigo. Y luego, un sonido sibilante y un bocinazo estridente que me hizo poner la piel de gallina. Y por último oí cómo algo se rompía. Esperé que no fuera ninguno de mis huesos.
Cuando me animé a abrir los ojos, lo que vi me dejó atónito: era la mirada más hermosa que he visto en mi vida. Era de un intenso matiz miel dorado, con destellos negros que parecían centellear. Unas largas pestañas castañas coronaban aquella miraba que parecía estar clavada en mis ojos con tal intensidad que por unos segundos- estoy seguro- me olvidé de respirar.
Noté después que sus labios- rojos y carnosos- se movían. Y entonces supuse que me estaban hablando. Pero tenía los oídos aturdidos. Intenté moverme pero no pude. Entonces me di cuenta de que estaba envuelto en sus brazos fuertes, en medio de un charco de agua. Mi salvador estaba sobre mí, pero cuidando de que su peso no me hiciera daño.
Vi que el extraño movía otra vez sus labios y traté de prestar atención. Y entonces logré escuchar su voz, angelical pero potente y urgida:
—¿Estás bien?
Me rozó con la punta de sus dedos mi rostro. Y la textura suave de su guante me hizo estremecer. Cuando vi que no era capaz de articular palabra alguna, asentí y volví mis ojos a él. Aquella mirada suya me seguía impresionando. Era tan intensa que me quemaba pero placenteramente. Con un sentimiento repentino de timidez bajé la vista y busqué mi morral. Entonces sentí que mi corazón se aceleraba aún más. Recordé inmediatamente el sonido que había escuchado al caer. Algo se había roto. Y sin necesidad de mirar, supe que mi “tesoro” estaba dañado.
Y me puse a llorar, como un niño pequeño, allí mismo. Estaba desconsolado. Mi cuerpo comenzó a temblar y me tapé la cara con ambas manos. Inmediatamente, sentí dos manos fuertes que me sujetaban de los brazos y me levantaban del suelo, sin esfuerzo alguno.
Ya estaba de pie pero a penas me podía sostener. Y durante un segundo aquellas manos me soltaron. Sentí entonces que las rodillas se me doblaban y comencé a caer. Pero unos dedos cálidos me sostuvieron otra vez y sentí cómo aquel desconocido me acercaba hacia su pecho. Pude sentir los latidos de su corazón y un aliento suave y dulce me rozó la cara. Y volví a mirarlo.
— Gra-cias.— balbuceé.
Vi por el rabillo del ojo, como alguien me sacaba al cachorrito de los brazos. Recién allí me percaté de que estábamos rodeados de personas que murmuraban entre ellas. Miré hacia la calle. Lo único que quedaba era la huella impresionante del frenado del camión. Así que al parecer había intentado frenar pero no lo veía por ningún lado. También noté que había parado de llover. Pero tenía el pelo y el rostro empapados.
Sentí que el extraño me empujaba con suavidad hacia el cordón y luego me condujo hacia un banco de madera, cerca de la puerta de un negocio. No quería que me soltara por temor a caerme. Y vale, también porque aquel abrazo tenía una intensidad y una dulzura que no había experimentado nunca antes. Y como leyendo mis pensamientos, no me soltó. No sólo no lo hizo sino que me acercó un poco más hacia su pecho y puso mi cabeza a que descansara a la altura de su corazón.
— ¿Él está bien, Damien?
— Sí, creo que sí. Aunque parece un poco aturdido.
Su voz me sonó ahora más dulce que antes. Es que mis oídos parecían volver a funcionar bien. Y ya no estaba la tensión de la primera vez. El joven parecía estar más calmado. Así me lo hacían sentir sus latidos, ahora más lentos.
¿Cómo lo había llamado aquella joven rubia?
Damien…
Con sólo pronunciar aquel nombre en mi mente, sentí un escalofrío que me recorrió de los pies a la cabeza y volví a estremecerme. El extraño pareció percibir algo porque volvió a clavar sus hermosos ojos en mí y preguntó:
— ¿Estás bien?
Pero yo volví a romper en llanto al recordar mi taza.
— Se…rompió.— sollocé.
— ¿Qué cosa? ¿Te has roto un hueso?
— Peor…— logré contestar señalando mi morral.
—¿Qué puede ser peor que romperse un hueso?
— Mi taza.- susurré.
— Perdón, ¿tú qué?
Abrí mi morral con manos temblorosas y le mostré- horrorizado- los pedazos que quedaban de mi “tesoro”, desperdigados dolorosamente entre las piedras de colores y las fotografías.
El extraño me miró fijamente por un segundo, levantando una ceja. Y muy a mi pesar me alejó de su pecho. Se puso de pie y comenzó a hablar con una joven que estaba cerca. Casi no le presté atención a la mujer, sólo vi su lustroso cabello amarillo. Pero a él lo observé todo lo que pude. Era alto, atlético y musculoso y con un porte magnético que me dejó más atolondrado. Parecía unos de esos actores de Hollywood: aparentaba no más de veinte años. Tenía el cabello castaño, mojado y despeinado, ojos encantadores, nariz perfecta y una boca tan roja que contrastaba con su piel pálida.
Me estremecí otra vez, olvidando por un segundo la tragedia de mi taza. Alguien se acercó para preguntarme si estaba bien. Lo miré y vi que un niño- el que llevaba al cachorro en brazos, se sentaba cerca de mí.
— Gracias por salvar a Charlie.
— ¿Charlie? — balbuceé como un tonto.
— Sí, mi cachorro. Gracias.
— De nada. Pero ten más cuidado la próxima vez.— mi voz pareció mejorar. Y ya respiraba más acompasadamente.
La gente que se había reunido, comenzó a disiparse. Un par más de personas me preguntaron si estaba bien. Yo les contesté que sí. Y se marcharon. Entonces volví mi vista hacia el otro lado, buscando a aquel joven, el que me había salvado. Pero ya no estaba. Me desesperé y lo busqué con la mirada en todas direcciones. No lo vi por ningún lado. Y comencé a temblar otra vez.
Miré mi morral, tratando de no romper en llanto nuevamente. Me puse de pie, a paso tambaleante, crucé la calle, fijándome varias veces a ambos lados. Me acerqué al Falcon, todavía un poco aturdido. Miré hacia adentro. Estaba vacío. Levanté la mirada y me alejé unos pasos. Y con todo el dolor del mundo, junté la media docena de pedazos – lo que quedaba de mi preciosa taza- y los arrojé con un sollozo a un cesto de residuos que estaba cerca. Era lo mejor. Sabía que no soportaría ver mi “tesoro” hecho pedazos. Y también sabía que aquella noche, sería una noche trágica.
Sentí que mi llegada a ese nuevo pueblo no podía haber sido peor.
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