Aquellos ojos
Alice no se había enterado de nada. Salió de la inmobiliaria quince minutos después. Yo la esperaba en el auto. En lo único que pensaba era en aquellos ojos tan hermosos- con ese matiz de miel dorada- que me habían salvado la vida.
Alice parloteaba mientras manejaba, mirando de vez en cuando el pequeño mapa que le habían dado junto a las llaves. Por suerte, no se había dado cuenta de mi ropa sucia y mojada. Con un par de “sí” y “no” en los momentos justos, mi madre quedó satisfecha. Y no llegó a enterarse nunca de aquel incidente. No se lo dije porque no quería preocuparla. Mucho menos cuando no me había pasado nada grave. Sólo un golpe en la cabeza – cuyo dolor me recordaba que al llegar a la nueva casa, una ducha caliente y unas aspirinas eran mi prioridad.
Instintivamente ante una frenada un poco brusca me llevé una mano al morral. Y al sentirlo tan vacío, se me hizo un nudo en el estómago. Traté de aguantar las lágrimas y me concentré en el paisaje. Ya tendría tiempo de llorar. Tenía toda la noche para eso.
Después de un par de vueltas más, tomamos una calle de tierra, dejando la zona residencial atrás. Un grupo de árboles frondosos pasaban a mi lado, mientras el sol tenue se iba apagando. Cuando mi madre estacionó y apagó el motor recién miré hacia delante.
Allí estaba nuestra nueva casa. Y a primera vista me pareció demasiado linda para ser sólo un hotel, como yo las consideraba a las casas donde nos alojábamos. El frente estaba pintado de amarillo cálido, con aberturas blancas y ornamentadas escalinatas negras, hasta la puerta principal. Sólo cuatro escalones separaban la entrada de la puerta. La casa era de dos plantas, con hermosas ventanas arriba que miraban directamente hacia el oeste. Aquello me gustó. El atardecer siempre fue mi parte favorita del día. Aunque el recuerdo de mi taza hecha pedazos me estrujaba el corazón a cada segundo y no me permitía disfrutar de las cosas lindas que veía.
La puerta se abrió dando un chirrido fenomenal. Lo que hizo que Alice sonriera. Nada mejor que una puerta de entrada ruidosa. La mejor alarma contra intrusos. Sacudí la cabeza cuando la imagen de Albert se quiso adueñar de mis pensamientos. Traté de concentrarme en lo que veía. No quería ponerme más tenso de lo que ya estaba.
La casa era pequeña y poco amueblada. Pero tenía calidez. En el piso de abajo, un estrecho recibidor se abría hacia una escalera a un costado y hacia el otro lado, un arco lo separaba de la cocina- comedor. Había una chimenea en un rincón y un lugar en la pared, cerca del televisor que me parecía perfecto para colgar una biblioteca. Los colores de las paredes eran pasteles. Aunque había rincones descascarados por la humedad. Era una casa vieja. Lo noté también cuando subí las escaleras. Alice volvió a sonreír cuando los escalones de madera chirriaron bajo mis pies.
La habitación más pequeña, la que daba al oeste por una ventana y al norte por la otra se convirtió en mi dormitorio. En ella, una cama sin sábanas, una pequeña mesa- semejando ser un escritorio y un pequeño guardarropa completaban el mobiliario. (Guardarropa que yo jamás usaría, puesto que nunca desarmaba mi equipaje. Siempre estaba listo por si teníamos que huir). El color celeste pálido de las paredes me gustó y el techo bajo con grandes vigas, a dos aguas lo hacían parecer un altillo más que un dormitorio.
No pude evitar notar la pequeña cruz de madera que colgaba sobre la pared, en la cabecera de la cama. Un Cristo crucificado, en plena agonía me miraba fijamente. No podía soportarlo. Así que me acerqué e hice lo que siempre hacía. Descolgué la cruz y la guardé en el fondo de un cajón. Aquello me recordaba que Dios no cuidaba de su Creación. Si no había impedido que torturaran y mataran a su propio hijo, mucho menos cuidaría de nosotros, el resto de los mortales.
Dejé mi equipaje debajo de la cama y mi morral sobre la cama y traté de olvidarme del asunto. Caminé con lentitud hacia la ventana oeste. El sol ya se había perdido por detrás de unos picos nevados. Un inmenso bosque se abría más allá, en toda la extensión de mi vista. Era un paisaje magnífico y frío. Temblé un poco pero no quise cerrar la ventana hasta que no me llené los pulmones del aire nocturno. Luego, la cerré con un suspiro y bajé a la cocina a ayudar a Alice con la cena.
Después de comer, con la excusa del largo viaje, simulé cansancio y me escabullí lo más rápido que pude hacia el baño. Me di una ducha rápida y me puse mi pijama: una vieja camiseta de mangas largas y unos joggings descoloridos. Mientras sentía que Alice estaba en la ducha, cantando como siempre, hice mi cama y me acosté, con la vista clavada en la noche que se abría afuera. Apagué la luz.
Estábamos lejos de otras casas y de calles asfaltadas, por lo que el silencio era intenso. No se escuchaban ni autos ni voces. Sólo algunos sonidos nocturnos que venían del bosque que comenzaba a unos cincuenta metros más allá de la casa.
Me acurruqué, aún con los ojos mirando a través de la ventana, sin taparme. Tenía frío pero no sentía ganas de moverme. Estaba muy triste. No quería mirar mi morral porque sabía que me pondría peor. Aún así, las lágrimas acudieron a mis ojos sin poder evitarlo. Sentía mucha rabia porque lo poco que tenía se había roto. Era una de mis memorias más preciadas. Y ya no la tendría más. Me estremecí al recordar los pedazos cayendo en el cesto de basura. Pero me tapé la boca para no emitir sollozos. No quería que mi madre me escuchara.
El tiempo pasó. Y me parecieron horas. Pero yo no me moví. No tenía fuerzas ni ganas. Sentí el rostro mojado. Aún así, de algún modo, me quedé dormido. Seguramente exhausto por aquel largo día.
Al despertar, no quise abrir demasiado los ojos. Había tenido un sueño. Había visto a mi salvador. Sus brazos me envolvieron y otra vez aquella mirada me embelezó. Quería retener aquella dulce sensación pero parpadeé y la tensión se apoderó de mí otra vez. Me moví un poco, sacando las manos fuera de la manta que me cubría. La manta. Me sobresalté. No recordaba haberme tapado. Pero allí estaba. Una gruesa frazada de colores tierra me cubría todo el cuerpo. Me di cuenta de que era muy calentita y volví a meter los brazos debajo de ella.
“Seguramente fue Alice”, pensé con una leve sonrisa. Entreabrí los ojos un poco más y miré por la ventana. Ya había amanecido. Busqué el reloj con la mirada. Era temprano. Aunque seguro mi madre ya se había ido a trabajar. Aún tenía tiempo para desayunar e irme al instituto. Mi primer día de clases. Gruñí bajo la manta pero unos segundos después me puse de pie. Me envolví en la frazada y me acerqué a la ventana. Me sentí bastante mareado de repente. Y tenía el estómago revuelto. Me quedé quieto un momento hasta que las náuseas pasaron. Quizá algo me había hecho mal. Pero como me sentí mejor, ya no le di importancia. Tirité un poco con el aire frío que entraba. Alcé una ceja, confundido. Estaba seguro de que había cerrado la ventana la noche anterior. Pero no le di demasiada importancia y pasé cerca del escritorio, viendo de reojo mi morral, mis fotos y mi taza. Sonreí. Siempre que veía aquellos objetos sonreía. Llegué hasta la puerta de mi habitación y me frené en seco.
¿¡Mi taza!?
Me quedé paralizado con la mano fija en la puerta entreabierta. Estaba temeroso de volver a mirar hacia el escritorio. No podía ser. Mi taza no podía estar allí. Seguramente verla allí había sido producto de mi imaginación. O quizá todavía estaba soñando. ¡Sí! ¡Eso tenía que ser! Entonces pensé que sería lindo verla otra vez- entera y perfecta- por última vez antes de despertar. Giré sobre mis talones lentamente y posé mis ojos sobre el escritorio.
¡Y allí estaba! Tuve el impulso de acercarme y agarrarla. Pero no lo hice. Era mejor que me despertara. Aceptar la cruda realidad era lo que tenía que hacer. Así que saqué un brazo de debajo de la manta y me pellizqué una mejilla para despertarme.
- ¡Ay!- grité. Y volví a mirar la taza.
Y aún seguía allí.
Entonces lo comprendí. De alguna forma, Alice se había enterado y me había comprado otra. Aunque no sabía en qué momento lo pudo haber hecho. Porque cuando llegamos ya era de noche. Claro que hay tiendas que están abiertas las veinticuatro horas. Caminé hacia la taza y la agarré con cuidado. ¡Qué suerte que mi madre había podido encontrar una igual a la mía! En todos esos años yo nunca había visto una igual en ningún negocio. Suspiré. Era linda aunque no era mi taza. Mecánicamente la giré y le miré la base. Y me tuve que aferrar con la otra mano al escritorio para no caerme. Aunque la manta sí se me cayó, dándome un escalofrío.
¡No podía ser! Parpadeé y miré la base otra vez. Mis tres números estaban allí: 1 8 7. No había equivocación. Aquella era mi taza. ¿Pero cómo era posible? La observé detenidamente desde todos los ángulos. No había marcas. Parecía como si nunca se hubiese roto. Miré entonces su interior, buscando una marca especial. Era una parte de la pintura amarilla que se había salido, luego de un golpe que había sufrido el primer año. Si aquella era mi taza, esa raspadura tenía que estar. ¡Y allí estaba!
Sosteniendo la taza con fuerza, miré primero la manta en el suelo y luego la ventana. No sé cómo lo supe pero todo me pareció claro. Alguien me había tapado durante la noche, y me había dejado la taza- reparada- sobre el escritorio. Y había entrado y salido por la ventana, dejándola entreabierta al irse. Y antes de que pudiera evitarlo pronuncié su nombre. Damien. Sólo podía haber sido él. Como sólo pudo ser él quien me salvara de aquel monstruoso camión. Ahora que lo pensaba, no lo había visto antes, cuando miré hacia los lados, pensando si cruzar o no cruzar para agarrar al cachorro. Había salido de la nada.
Sacudí la cabeza. Esas cosas no suceden en la vida real, me recordé. Eso sólo pasaba en los libros. Volví a mirar la taza. Me aferré a mi colgante con forma de ala de ángel, como buscando inspiración. Y otra vez su nombre acudió a mis labios sin que lo pudiera evitar.
Damien.
Desayuné, como pude, un poco de leche con cereales, mientras recordaba mi taza, que había quedado arriba, sobre mi escritorio. Luego me cepillé los dientes. Me vestí con la misma ropa que había usado el día anterior, que ya estaba seca y tomé mi mochila. Decidí que el morral junto a mis tesoros se quedaban en casa. No quería correr el riesgo de que les pasara algo.
Según el planito dibujado que me había dejado mi madre sobre la chimenea, el instituto quedaba a kilómetro y medio hacia la ruta que seguía hacia el sur. Tomé las llaves y salí. El día nublado me hizo suspirar. Siempre con la lluvia mi suerte parecía mejorar. Al menos intenté convencerme de eso mientras tomaba el camino hacia mi primer día de clases.
Una serie de edificios enormes me indicaron que había llegado. La caminata había servido para despertarme del todo. Y me dio tiempo para imaginar infinitas explicaciones lógicas sobre lo sucedido. Pero así como venían a mi mente, así eran desechadas. Damien sabía sobre mi taza. Yo mismo se lo había dicho. Y quizá viera también cuando arrojé los pedazos a la basura. Pero, ¿cómo había hecho para repararla? No estaba pegada ni sellada. Estaba entera. Yo mismo la había examinado. Lucía como si nunca se hubiera roto. Era imposible que él pudiera volver a armarla. Pero si era imposible, ¿por qué seguía apareciendo su nombre en mi mente a cada instante?
Y entonces recordé su mirada. Eso era lo que hacía que no pudiera olvidarme de su nombre. Aquella mirada intensa me había traspasado. Nadie nunca me había mirado así. ¡Pero eso sólo pasaba en los libros! Bueno, al parecer no. Al parecer también pasaba en la vida real y hasta incluso a muchachos como yo. Moví la cabeza negativamente. “Sólo te miró así porque te acababa de salvar la vida”, me recordó una voz. Agaché la mirada derrotado y arrastré los pies hasta la entrada del primer edificio.
De todos modos, fuese como fuese, no lo volvería a ver. Aquel no era un pueblo tan grande, pero tampoco tan pequeño como para tropezarse con las personas una y otra vez. Cerré los ojos y me reí de mis estúpidos pensamientos. Y entonces, ¡zas!
Me tambaleé y sentí que me caía hasta que una mano fuerte me sostuvo del brazo del brazo y me frenó.
- Ay, perdón…- balbuceé no muy seguro de lo que decía.
Y entonces sucedió lo que no podía ser. Sus ojos. Otra vez me topé con aquellos maravillosos ojos color miel. Estaban fijos en mí. Pero tenían una expresión seria. Miré su rostro y vi que estaba enojado. Pasaron unos segundos y me obligué a bajar la vista. Sentí que me había empezado a ruborizar. Intenté hablar pero antes de que las palabras salieran de mi boca, él se marchó, dejándome a la mitad de un pasillo, tambaleante y con la cara roja como un tomate. Vi como se alejaba hasta perderse detrás de un grupo de jóvenes que entraban. Traté de no prestar atención a una docena de rostros que me miraban. Retomé el camino, tratando de respirar con normalidad, hasta la mesa de informes. El corazón se me iba a salir del pecho. ¡Era él! Era Damien… No tenía dudas. Aquellos ojos eran inconfundibles. ¡Y me habían vuelto a mirar!
“Y claro, idiota”, me dijo la voz en mi cabeza, “¿cómo no te iba a mirar si te lo llevaste por delante?”
Una mujer bajita y regordeta me miraba sonriente detrás de un mostrador.
- Hola, querido.- me dijo- ¿En qué te puedo ayudar?
Todavía un poco confuso le entregué el papel que tenía en la mochila.
- Ah, ¿éste es tu pase? ¿Hoy es tu primer día?
Asentí.
- Espera aquí que iré por tus horarios.
Mientras trataba de controlar mi respiración volví a mirar hacia el pasillo por el que había venido. Lo busqué con poco disimulo entre los rostros de los jóvenes que ya estaban entrando a sus aulas. Y entonces recordé que lo había visto salir. Me sobresalté cuando la mujer del mostrador me habló otra vez. Me indicó unos horarios y luego me mostró algo en un mapa que colgaba de una de las paredes. Pero yo no pude prestar atención alguna a lo que me decía. Terminó de hablar y me sonrió, por lo que supuse que ya había concluido. Agradecí como pude y busqué la salida más cercana. Necesitaba aire fresco para aclarar mis ideas.
Traté de no tropezar otra vez con nadie y caminé varios metros fuera del edificio hasta que llegué a un banco de piedra. Y allí me desplomé, dando un largo suspiro.
- Ja, ja…- alguien se rió cerca de mí- Aún no empiezas en tu primer día y ya estás cansado.
Abrí los ojos, convencido de que aquella voz no se estaba dirigiendo a mí. Pero unos ojos dulces, oscuros pero simpáticos me miraban fijamente.
- ¿Me hablas… a mí?- balbuceé como una tonto.
- Hola…
- Hola…- sonreí.
Sí me hablaba a mí. Me puse de pie y lo observé. Era más alto que yo. Creo que rondaba el metro con ochenta. Vestía con un buzo y pantalón deportivo azul. Y usaba unos guantes sin dedos negros con finas rayas anaranjadas. Tenía el cabello oscuro, un poco largo, atado en una cola de caballo. Y por los costados su cabeza estaba totalmente rapada, desde las sienes hasta la nuca. Vislumbré que en su costado izquierdo tenía un dibujo, logrado por el mismo cabello pero cortado de un modo diferente que semejaba ser una pequeña ala rota. Sus ojos no me parecieron tan lindos y magnéticos como los de Damien pero destilaban simpatía y confianza. Y su sonrisa me hizo sentir tranquilo desde el primer momento.
- Me gusta tu collar.- me dijo- Es…
- …Un ala de ángel.- dije casi en un susurro.
- Soy Adam… Adam Alexander.- me dijo estirando su mano.
Sonreí otra vez. No pude evitar asociarlo a mi amigo del jardín de niños. Y entonces pasó algo inexplicable. Le estreché la mano y sentí una pequeña descarga de electricidad al tocarla. Su sonrisa se volvió aún más dulce y dijo:
- Toma… un pequeño regalo de bienvenida.
Y me ofreció un caramelo.
Algo en mi estómago me alertó de que no me emocionara demasiado. Pues la despedida iba a ser peor. Pero no le hice caso y acepté el regalo.
- Soy Eden La Rue. Gracias.- contesté con timidez.
Aparté la vista de su intensa mirada por un momento. Parecía comerme con los ojos. Y entonces lo vi de nuevo. Damien estaba parado a varios metros de nosotros, observándome serio. Tenía el ceño fruncido y se paraba rígido, con los brazos cruzados a la altura del pecho.
- ¿Dónde tienes tu primera clase?- preguntó Adam.
- No lo sé.- balbuceé aturdido. Consulté mi horario, tratando de no volver a fijar mis ojos en Damien- Salón 303- Historia.
- Yo también voy para allá. Te acompaño.- me dijo Adam, indicándome el camino.
Lo seguí, sonriendo como un idiota, mientras hacía un esfuerzo sobrehumano para no darme vuelta y fijarme si Damien continuaba mirándome. Adam me llevó hasta otro edificio. Parloteó todo el camino pero no entendí ni media palabra. Mi mente seguía en aquellos ojos destellantes. Al final había resultado ser un pueblo pequeño. No podía creer mi suerte: en dos días me lo había cruzado dos veces. ¿Era también un alumno del instituto? ¿Me cruzaría con él todos los días?
Una mano fuerte pero delicada se cerró sobre mi brazo, frenando mis pasos.
- Aquí es.- me detuvo Adam, señalando una puerta.
“Salón 303”, leí en un costado. Seguí a Adam hacia el escritorio del profesor. Adam me presentó y yo lo saludé todavía aturdido. Por suerte para mí, no me presentó a la clase. Seguí a Adam por el pasillo y acepté su invitación de sentarme a su lado.
- Hola, Maggie.- dijo él a una jovencita con pelo castaño y muy lindas facciones que nos miraba- Él es Eden…
- Eden La Rue.- dije. Luego miré a Adam y le pregunté, dándome cuenta recién en ese momento- ¿Cómo sabes que es mi primer día?
- Te escuché cuando hablabas con la señora Pierce.
- ¿Con quién?
- La señora Pierce es la mujer que te atendió en la mesa de informes.. La que te dio tus horarios. Yo estaba parado cerca de ti.- aclaró Adam.
- Ah.- no supe qué más decir.
Y para mi suerte la jovencita tomó la palabra.
- Hola, soy Maggie Watson.
- Hola, mucho gusto.- contesté tímido.
- Hey, Alexander. ¿Quién es tu amigo?
No pude evitar mirar hacia el que preguntaba.
- Mi amigo…- contestó Adam orgulloso- es Eden.
- Hola, Eden. Soy Dylan Jonson.
Yo no podía creer que estuvieran hablando conmigo. Dylan era atlético y buen mozo. Apenas tuve voz suficiente para responder. Y volví a sonreír como un tonto. Me pellizqué un brazo, disimuladamente, pensando que quizá aún no me había despertado.
Encontrarme con aquellos ojos maravillosos, y luego estar rodeado de compañeros que se molestaban en hablarme, era demasiado. Nunca me había sucedido. Me parecía un sueño. Y no recordaba haber tenido un sueño tan placentero desde hacía mucho tiempo. Además, mi creatividad e imaginación no llegaba a tanto. Nunca podía haber inventado una mirada tan intensa y hermosa como aquella. Esos ojos superaban a la fantasía.
Automáticamente levanté la mirada y busqué a Damien entre los alumnos. El salón estaba repleto pero no lo vi por ningún lado. La clase de Historia pasó entre brumas. Traté de tomar algunos apuntes pero mi mente no dejaba de divagar entre los acontecimientos del día anterior y los de aquella mañana.
La siguiente asignatura en mi horario era Matemáticas. Gruñí mientras iba hacia el aula, siguiendo de cerca de Adam. Nunca fui bueno con los números. Y mucho menos lo sería ese día. Iba a ser desastroso ya que en lo único que tenía puesta mi atención era en el recuerdo de aquella mirada. Adam se despidió de mí en la puerta del salón.
- ¿Qué? ¿Por qué te vas? ¿A dónde?- pregunté confundido.
- Te lo he dicho.- me dijo Adam sonriendo- Yo tengo clases en el salón de al lado. Geografía.
- Ah…
- Nos vemos en un rato.
- De acuerdo.- balbuceé.
Me dio pena que Adam se tuviera que ir. Porque aunque apenas había escuchado lo que me decía, me sentía menos perdido junto a él. Su sonrisa- y quizá también la asociación positiva que hacía con su nombre- me hacían sentir cómodo y relajado. Lo seguí con la mirada hasta que llegó a su salón. Y como si supiera que lo estaba mirando, se dio vuelta y me saludó, regalándome una gran sonrisa. Le sonreí y entré a mi aula, sintiéndome mucho mejor.
- Eden, ¡por aquí!- la voz de Maggie llamó mi atención.
Ella estaba sentada casi al final, cerca del pasillo. Avancé hasta el profesor, me presenté y fui a sentarme con mi nueva amiga. Sonreí. Después de todo mi primer día estaba resultando bastante bueno. Preparé mi cuaderno y un bolígrafo, mientras escuchaba a Maggie hablar sobre las clases y los profesores, y entonces lo vi.
Mi salvador, Damien, entró al aula y se sentó en la fila de adelante. Iba acompañado de otro joven que se sentó a su lado. Mi corazón comenzó a desbocarse. Y ya no pude seguirle el hilo a la conversación. Por un momento hasta olvidé en qué clase estaba y quiénes me rodeaban. Lo había visto de frente sólo por un segundo. Pero estaba seguro de que era él. Aquel cabello castaño, despeinado, era inconfundible. Cuando se movía, pasando su atención del pizarrón a su compañero, parecía que se encendían destellos en su cabeza. Destellos que terminaron por hipnotizarme.
Con una campanada la clase terminó. Miré mi cuaderno aturdido. Tenía la página en blanco. No había escrito nada. Vi a mi compañera, quien ahora conversaba animadamente con una chica sentada al otro lado del pasillo. Se volvió hacia mí y dijo:
- Vaya…, parece que eres bueno en matemáticas.
- ¿Por qué lo dices?- sentía que mis mejillas se ponían coloradas.
- Porque no tuviste necesidad de tomar apuntes. Bueno, aunque yo tome todos los apuntes del mundo, nunca voy a aprobar esta materia. Te vi tan concentrado toda la clase, mirando siempre hacia delante, que no quise molestarte.
Miré a Maggie sin saber qué decir. Sólo pude esbozar una sonrisa tonta y guardé el cuaderno en mi mochila.
- Hey,- nos gritó Adam desde la puerta- ¿Listos para almorzar?
Varias chicas lo miraron emocionadas. Levanté la vista y le sonreí. Y sin querer mis ojos se movieron hacia Damien. Quedé petrificado. Su mirada otra vez se había clavado en mí. Y me miraba de una forma tan intensa que por un momento volví a olvidarme de todo lo demás. ¿Cómo hacía aquel joven para perderme de esa manera? Y de repente llevó su mirada hacia Adam y me pareció que fruncía el ceño. Tomó sus cosas y salió del salón, seguido por su compañero de banco. Me pareció que, al pasar cerca de Adam, intercambiaron miradas. Pero fue sólo por un segundo. Adam volvió a mirarme y me sonrió con tanta dulzura que mi corazón volvió a tranquilizarse.
Llegué a la cafetería un poco aturdido. Para mi suerte, Maggie y Adam no paraban de hablar. Así que con unos cuantos “sí” y “no”- tal como hacía con Alice- me las arreglé para que estuvieran satisfechos. Me llené la bandeja de lo primero que encontré y me fui a una mesa cercana, siguiendo a mis nuevos amigos. Había otras tres personas ya sentadas. Y Maggie me las fue presentando:
- Ella es Amber Cotton.
- Hola.- balbuceé- Mucho gusto.
Amber era una jovencita bajita y delgada, llena de pecas. Tenía cabello marrón, atado en una colita alta y tirante.
- Él es su novio, Jack Taylor.
- Hola.
El joven me sonrió. Me pareció que era el mismo que había estado sentado con Damien en la clase de matemáticas, pero no estaba seguro. Era alto y delgado, de lindas facciones y cabello oscuro y peinado cuidadosamente con gel.
- Y él es mi querido hermano mellizo Anthony.
Anthony estiró su brazo por encima de la mesa y me saludó con un cálido apretón de manos. Tenía el cabello oscuro, ondulado y un poco despeinado.
- Él es Eden La Rue.- me presentó Maggie.
- Y es mi amigo.- sonrió Adam- Así que sean buenos con él.
- Claro, claro.- dijeron todos sonriendo.
En verdad parecían encantados de conocerme. Y yo no podía creerme todo aquello. Definitivamente las personas de aquel pueblo parecían diferentes a las del resto del país. Nunca había conocido gente más amable. Bueno, casi todos eran amables. Mi salvador era la excepción, quien ahora se encontraba sentado en una mesa cercana junto a tres jóvenes y un par de chicas.
No pude evitar mirarlo por varios segundos seguidos. Adam, quien se había sentado a mi lado, pareció seguir mi mirada intrigado y me preguntó:
- ¿Te gusta Damien Blanc?
- ¿Quién? ¡No!- me sonrojé casi de inmediato.
Miré a Adam, quien ahora tenía una sonrisa pícara. Se acercó un poco más para hablarme en confidencia:
- Tranquilo. Ya estoy acostumbrado a que Blanc sea el centro de atracción.- y me guiñó un ojo.
- No sé de qué hablas.- le dije tratando de sonar convincente.
- No pierdas el tiempo con él.- me dijo Adam con tono dulce.
Lo miré.
- Sólo lo miraba. Me pareció haberlo visto antes. Es todo.
- Aunque no es que no se fijaría en ti... Luces…interesante…
Mis mejillas se encendieron aún más.
- Es que Blanc juega en otras ligas…
Su metáfora deportiva me hizo sonreír.
- Sí, su liga se llama Marie La Croix.- dijo Maggie, metiéndose en la conversación.
Parecía haber escuchado cada palabra que habíamos dicho. Miré hacia donde Maggie señalaba. Y el alma se me fue a los pies. Si Damien parecía un actor de Hollywood, esa tal Marie La Croix era su primera actriz. Tenía una larga cabellera dorada, que le caía lisa hasta la cintura, ojos grandes y azules bajo unas pestañas onduladas y sedosas, manos de porcelana, revestidas por finos mitones y un cuerpo escultural, que balanceaba con gracia mientras se sentaba frente a Damien.
- Vaya…- murmuré.
- Sí, eso mismo digo yo.- pronunció Adam pero me miró de repente y agregó- Sin embargo, tú me gustas más.
Lo miré y lancé una carcajada. No sólo fueron sus palabras sino la forma en las que me las dijo. Sentí mucha dulzura en toda la frase. Y la intensidad con la que me miraba- con un cierto brillo pícaro en los ojos y en todo su rostro juvenil- me convenció de que hablaba en serio. Y mi reacción lo hizo reírse también. Al parecer estaba contento de haberme hecho reír. Y yo se lo agradecí en silencio. Hacía mucho tiempo que nadie me hacía reír de esa manera.
Además, aquel había sido el primer piropo que me hacía un chico, aunque más no fuera por pura cortesía. Mientras almorzábamos, me propuse aprenderme de memoria el nombre de aquel pueblito. Se lo merecía, por haberme recibido tan bien.
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