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7


San Petersburgo, Rusia, julio de 2007

Era una mañana de verano en la residencia de Vladimir Novikov. La hierba lucía un verde vibrante y el clima debía de rondar los 20°C, algo más cálido de lo habitual para esa época del año.

Alexey, Aleksandr entonces, contaba ya los diecinueve. No hacía mucho que el viejo lo había sacado de las calles, apenas un año quizá, y el hambre de Ivanov por continuar aprendiendo el Systema, arte marcial en el que su jefe había sido instruido durante sus años mozos en la KGB, antes de que este optase por el camino del hampa, era casi tan grande como la rebeldía de juventud que controlaba sus actos.

Novikov era un instructor severo, un hombre brutal que solo esperaba de él la misma entrega que hubiese soñado encontrar en un hijo varón de su propia sangre, ese que nunca consiguió tener tras la muerte temprana de su esposa pocos días después del parto de su hija unigénita, pero que aún anhelaba. Aleksandr resultaba una suerte de paliativo para el espíritu machista del viejo y lo sabía, un placebo con el que el pakhan llenaba el vacío profundo que habitaba en él debido a la ausencia de quién siguiese sus pasos por casta.

El gruñido de Novikov resonó en sus oídos tras tumbarlo sobre el césped.

—¡Más rápido! —exigió y le pateó el tobillo con desdén.

El muchacho, con los ojos encendidos, se incorporó, escupió al suelo, adoptó la posición de defensa y tentó un golpe de palma. Un movimiento básico, pero su ejecución, llevada por la ira, aunada a la pericia de Vladimir, resultó torpe y careció de certeza.

Aleksandr podía sentir la mirada del pakhan sobre él reprobándolo, juzgándolo a cada movimiento.

—¡Estoy cansado! —arguyó.

Llevaba cuatro horas de entrenamiento intenso con apenas algunas pausas breves para beber agua.

—¡El tiempo para el descanso es la muerte! —escupió el viejo y, haciendo gala de la maestría con la que aún contaba, no obstante pasar ya los cincuenta, le aplicó un doble golpe cóncavo a la altura de los oídos, que lo desestabilizó y lo envió de vuelta al suelo.

Aleksandr resopló furibundo, pero a pesar de su rebeldía latente, y de su innegable dificultad para admitir sus errores, un haz de determinación refulgió en sus ojos.

—¡Estoy haciendo lo mejor que puedo! —protestó altivo, su voz teñida de impotencia.

Se levantó entonces y, víctima de su orgullo quebrado, corrió hasta su instructor con la intención de embestirlo. Ningún indicio de técnica se reflejaba en sus actos burdos, solo la violencia que había conseguido en las calles.

La mirada de Novikov lo atravesó en su trayecto, los ojos azules como el hielo reflejaban una dureza infalible, pero el brillo en ellos hablaba de orgullo por el tesón que el chico mostraba.

—¡Lo mejor que puedes no es suficiente! —dijo con severidad y, antes de que el muchacho llegase siquiera a tocarlo, lo atajó sin dudas con el borde cubital de la diestra golpeando en seco su garganta. Aleksandr estaba de regreso en el suelo ahora, tosiendo y luchando por conseguir aire—. Podrías matar a un hombre más grande que tú con solo ese golpe, si fueras bueno aplicándolo... si fueras bueno para algo —hizo hincapié a intención visible y rio de lado.

—¡Soy bueno! ¡El mejor! —recriminó el chico vestido de soberbia tan pronto como fue capaz de articular palabra, ajustó los puños y, contra todo pronóstico, volvió a incorporarse—. Si no, ¡¿por qué me trajiste aquí?! ¡La Pauk no hace caridad!, ¡siempre lo dices!

El pakhan rio otra vez y lo regresó al suelo con un codazo en la nuca, uno tan poco demandante que solo acrecentó la ira de Aleksandr, que, frustrado, fantaseó desde abajo en superar un día a su maestro y propinarle una paliza.

—¡¿Bueno?!, ¡¿el mejor?! —incordió el viejo y, justo cuando el muchacho pretendía incorporarse, le pisó la espalda para mantenerlo de cara sobre la hierba—. ¡Nunca eres lo suficientemente bueno! ¡Hoy debes ser mejor que ayer!, ¡mañana mejor que hoy! ¡Es así como funciona! El día en que dejes de aprender será el de tu muerte. ¡Recuérdalo!

—¡Yo!... —protestó el menor e hizo el ademán de levantarse, pero el pie en su espalda lo retuvo.

—Ese odio, la ira que te inspiro ahora, no te sirve —siguió Novikov sin escucharlo—. ¡Es peso muerto que te impide pensar con claridad!, ¡por eso fallas!

—¡Yo solo quiero!... —tentó Alexander una vez más, pero una vez más fue detenido.

—¡No importa lo que quieras! No dejes que nada te desconcentre —dijo el maestro—. Usa el peso del otro a tu favor, así evitarás agotarte. Mantente atento, relajado, y, incluso entonces, todavía no te sientas mejor que nadie. No te dejes cegar por la soberbia —instruyó y lo pateó por un lado del abdomen. A pesar de la rudeza, había un matiz paterno en sus palabras. Vladimir Novikov era lo más parecido a un padre que Aleksandr conocía—. ¡Arriba! —le exigió después.

El muchacho se dobló en el suelo. Incluso a sus cortos años, era consciente de las cualidades que lo hacían capaz de enfrentar con éxito a la mayoría de los hombres del pakhan, pero su jefe era ambicioso cuando de él se trataba, mucho más que con cualquier otro elemento de su equipo.

Se levantó despacio, con los ojos sobre Novikov y los sentidos despiertos para no volver a errar, y estaba a punto de arremeter otra vez contra su instructor cuando su agudeza innata, esa que le había valido el interés del pakhan, consolidó su estado de alerta:

El nuevo hombre de servicio, que minutos antes había ingresado en el jardín, se movía cerca de su jefe de forma sospechosa. Nada que hubiese llamado la atención de sus compañeros más duchos en el arte de la mafia, solo la manera despectiva en la que el tipo miraba al viejo, como lo miraban a él los miembros de las pandillas rivales cuando vivía en las calles.

Un escalofrío le recorrió la espalda, algo no andaba bien. Sin dudarlo, asumió la postura defensiva y adelantó a Novikov. El pakhan, sorprendido, pero sin entender lo que pasaba, en lugar de refutar, afiló la mirada y se limitó a analizar a su pupilo con una chispa de intriga.

Todo ocurrió muy rápido después. El hombre se detuvo, miró a Aleksanr, luego a Novikov y, sin mediar palabra, en un acto que pretendía ser de inmolación, sacó un cuchillo corto de cocina del bolsillo y se abalanzó hacia el viejo, pero antes de que Vladimir tuviese opción de reaccionar, Aleksandr embistió al tipo.

Moviendo su cuerpo con la fluidez y ligereza para las que había sido entrenado, el chico usó el peso del hombre a su favor, desvió el ataque y, tal y como el pakhan lo había hecho con él minutos atrás, le aplicó un golpe seco en la garganta con el borde cubital de la diestra, solo para verlo caer al suelo comenzando a ahogarse en agonía.

Entre tanto, los otros miembros del personal de seguridad, alarmados por el alboroto, no tardaron en aproximarse y dar inicio al protocolo de emergencia, alcanzando a observar con asombro cómo Aleksandr neutralizaba al intruso.

Fue en ese momento que Popovkin, el entonces jefe de seguridad del pakhan, tras patear el cuerpo agónico del desgraciado en el piso para echarle un vistazo, reconoció al sujeto.

—Es Zmeya —dijo con voz preocupada, pues conocía bien su destino tras semejante descuido—. El mejor hombre de Igor Ivannikov.

Aleksandr sabía que Ivannikov, además de ser un viejo adversario de su jefe desde los tiempos de ambos en la KGB, era el líder de otra importante organización con la que la Pauk estaba batallando el dominio sobre los puertos y aeropuertos de San Petersburgo. Todos en el jardín se quedaron en silencio, mirando al muchacho con una luz nueva.

Novikov esbozó entonces una mueca satisfecha, puso una mano orgullosa sobre el trapecio derecho de Aleksandr y lo vio encendido a los ojos.

¡Sokol! —proclamó a voz en cuello otorgándole por primera vez su legendario sobrenombre.

¡Sokol! —corearon todos al unísono.

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