27
La casa nueva tenía tres habitaciones, un lindo jardín y vista al muelle desde el salón. Tras encontrar el cuerpo de Karla dentro, y con el recuerdo de Martha pululando por ahí, Belén no estaba dispuesta a volver a la vieja casa de Alexey y, dado que contaba con el dinero suficiente para comprar una a su gusto, o más bien al gusto de Mila, Aurora Lombardo, ahora más conocida como «la abuela», les recomendó una agente inmobiliaria de su confianza para emprender esa aventura.
Alexey, por su parte, se hallaba en negación; cerrado a cualquier posibilidad de que Belén usase el dinero de su herencia, sin que él contase con la liquidez necesaria como para colaborar, por lo menos, con la mitad, y sentirse digno así de habitarla; pero no parecía tener voz o voto en ese asunto.
Decidió entonces poner su vieja casa en venta y esta, de forma casi milagrosa, no tardó más de diez días en salir del mercado, por lo que pudo cancelar la hipoteca y abonar el saldo, bastante menor a la parte que le correspondería pagar de la casa nueva, a escondidas en la cuenta personal de Belén.
Ella montó un berrinche cuando se percató, alegando que ese dinero debía destinarse a Mila, para que hiciese lo que le viniese en gana cuando se graduase. Un viaje a Europa de mochilera o el año sabático de juerga interminable que ella no pudo tener, por ejemplo.
Como fuere, se estaban mudando, y había algo en lo que Alexey sí podía colaborar en ese trance: usando sus dotes de manitas para instalar lámparas, electrodomésticos y aparatos que estaba seguro no usarían nunca, pero que Belén se había empeñado en traer a casa tras sus paseos demenciales por los grandes almacenes con sucursal en Nusquam.
Nada muy costoso u opulento, solo chatarra en su opinión, como el jodido nuevo altavoz inteligente con el que el ruso había pasado media mañana envuelto en una riña que casi termina en violencia, solo para sentirse estúpido después.
La noche ya estaba entrando. Mila había ido a dormir a casa de la abuela con Capitán Meón, porque Bel estuvo todo el día preocupada de que respirasen el olor a pintura fresca, con lo que Alexey estuvo de acuerdo, al menos por parte de Mila, pues después de que el equipo de Protek Global rescatase al gato, sin un solo rasguño, de entre escombros y muertos en la vieja fábrica, comenzaba a sospechar que el «bicho distópico», como Belén le decía, era inmortal.
Se tomó un momento para descansar antes de instalar el soporte para el televisor del salón, todavía le quedaba mucho trabajo por delante. Se secó la frente con el dorso de la mano, tomó un sorbo de esa extraña bebida con limón, menta y pepino que Belén había preparado para los dos y se recostó contra el reborde del ventanal de cara al muelle, su camiseta blanca estaba ahora gris por el sudor y el ajetreo, y sus músculos rígidos y doloridos por el trabajo forzoso.
—He esperado a que estuviésemos solos para entregarte esto, llegó esta tarde en el correo —le susurró ella al oído, sorprendiéndolo, le arrebató el vaso, bebió un sorbo de él, lo puso sobre el reborde y le entregó a cambio un sobre lacrado como «República Federativa de Nueva Roma».
—¿Es lo que estoy pensando? —soltó el ruso con un brillo intenso en la mirada, mientras sujetaba el precioso paquete entre las manos.
Belén le regresó una sonrisa cómplice y asintió.
—¡Es oficial, señor Zverev! —confirmó mientras él rasgaba el sello sin delicadeza, ansioso por dejar a la vista su nuevo pasaporte, y el de Mila—. ¿Qué se siente ser neoromano ahora?
«Alexey Ivanovich Zverev», rezaba el documento oficial junto a la fotografía. Alexey rio ancho y exhaló con alivio. Aquél era mucho más que un pasaporte, era la garantía de ya no tener que esconderse, estabilidad para su hija, la satisfacción de dejar atrás de una vez por todas a Aleksandr Ivanov, y su vergonzoso pasado delictivo, y de tomar al fin legalmente la identidad que había construido a lo largo de esos años. Era la oportunidad de ser ese hombre nuevo que quería ser, uno del que Belén y Mila pudiesen estar orgullosas.
Alexey Zverev era su «redención».
Se dio vuelta de cara a Bel y sus miradas se encontraron.
—Voy a aceptar ese puesto en la Interpol —dijo—. Quiero estar del lado correcto esta vez. Te juro que voy a ser el hombre que te mereces, el que Mila merece como padre. Este será un nuevo comienzo.
Belén le puso una mano cálida en la mejilla, contra la que el ruso se acurrucó para besar la palma después.
—Tú ya eres ese hombre, Lyosha —respondió, convencida, sobre sus ojos—, pero me agrada que te decidieras por el puesto justo ahora, porque yo tomaré el mes que viene la presidencia de Protek Global.
Alexey sonrió complacido.
—Creí que no querías ni pensarlo —dudó un segundo.
—Pues lo pensé —respondió Belén—, y resulta que me di cuenta de que es mucha más la gente a la que puedo ayudar manejando un enorme consorcio millonario, en lugar de esconderme detrás de mi escritorio en el colegio.
»Alfonso tenía razón. Honrar el legado de mi familia no tiene por qué ser incompatible con ser feliz. ¿No?
—Niet —estuvo Alexey de acuerdo y la estrechó entre los brazos—. Yo me encargaré de que seas feliz hagas lo que hagas, devushka —aseguró, le acomodó un mechón de pelo detrás de la oreja y le miró los labios. Bel se los relamió por instinto.
La besó después, duro y ferviente, con una mano asida firme a su nuca, mientras los pasaportes caían al piso con descuido de la otra. Belén, sumida en el beso, respiró profundo del aroma almizclado y sudoroso del ruso, y avanzó unos pasos errantes que terminaron por arrinconarlo contra el reborde del ventanal, obligándolo a sentarse; se encaramó sobre él y rompió el contacto por un segundo para quitarse la camiseta, solo para retomarlo después con mayor ahínco.
—Quiero que me hagas el amor en cada habitación de esta casa antes de que Mila regrese —lo conminó.
Él rio malicioso sobre su boca.
El muelle estaba iluminado afuera tras el cristal desnudo y eran las estrellas en el cielo la única asistencia a ese espectáculo de dos.
Frenético, Alexey desnudó su propio torso, la despojó a ella del sujetador y le hundió a placer la nariz en el cuello y el pecho, aspirando profundo de su perfume, entrelazado ahora íntimamente con su esencia corporal.
Se inició así una seguidilla de besos sucios, desde el lóbulo de Belén hasta los senos, pasando intermitente por la boca, de la que el ruso arrancaba gemidos dulces, mientras ella hacía esfuerzos denodados por deshacerse de los vaqueros sin tomar distancia.
Los dos estaban desnudos para cuando él la tumbó de espaldas sobre la alfombra, todavía a medio desenrollar, uno sobre el otro, sintiendo sus cuerpos vibrando en comunión perfecta de entrega y deseo. Sin miedos, ni culpas. El futuro era ahora un abanico de opciones variopintas, tentadoras y disponibles.
—Ya tyebya lyublyu —le susurró el ruso al oído una frase conocida, una confesión de amor que no era la primera, ni sería la última.
Belén contuvo su arrebato por un momento, tragó grueso y lo miró de frente. Podía percibir el amor que Alexey le profesaba con solo mirarlo y ella lo sentía de igual forma, no podía estar más segura.
—¡Te amo! —respondió entonces, por primera vez y con el alma. Lo amaba como no lo había hecho nunca con nadie—. ¡Te amo! —repitió delirante, ¡feliz!, disfrutando de cada sílaba ante la mirada idólatra del ruso, que se apuró a unir sus bocas.
—¡Lo sé! —le murmuró Zverev al oído cuando el beso se hubo roto y entró en ella con tanta hambre, con tanto deseo, como adoración.
Cada estocada era una promesa, un pacto indisoluble de pieles unidas y miradas entrelazadas. Las manos de Belén se aferraron a los hombros del ruso, y un candado te tobillos se le anudó en la baja espalda, más ajustado tras cada embestida, acompasada por ruidos dulces que emanaban de sus bocas.
Un gemido largo escapó de los labios de ella un tanto después, uno intenso, que la obligó a arquear la espalda y a exponer el cuello para su amante, mientras una explosión de luces de colores estallaba tras sus párpados.
Un ruido gutural de la garganta de Alexey lo siguió, obligándolo a aumentar el ímpetu de su galope hasta dejar el alma en ello y derretirse en éxtasis. Los dos colapsaron sobre sus cuerpos, sonriendo tontos y agitados, bañando de besos sus rostros húmedos de sudor.
Belén entonces, presa de su recidiva, y con él todavía sobre ella, le capturó el rostro entre las palmas y lo obligó a mirarla.
—Oye, ruso, ¿quieres casarte conmigo? —soltó como si tal cosa.
Zverev la miró un segundo en silencio, parecía considerarlo por primera vez, y así era, pero no había malicia o incomodidad en su expresión, solo amor y esperanza.
—¡¿Casarnos?! Da!, por qué no —respondió desenfadado—, aunque no lo necesitamos para sentir lo que sentimos —agregó con una ceja en un arco y la besó breve.
—¡Lo sé!, ¡lo sé! —aseguró Belén y apoyó el torso sobre los codos para estirarse un poco. Alexey no le perdió la mirada—, pero lo he pensado mucho. Ya sabes, después del coma y todo eso, y... quiero firmar el jodido papel, quiero hacerlo oficial. ¿Tú qué dices?
—Digo que es bueno para mí si es bueno para ti —concordó el de Rusia.
—Entonces, ¡no sé!, se me ocurre que deberías usar esto —respondió Lombardo mientras se estiraba para hurgar en uno de los bolsillos de sus vaqueros, todavía olvidados sobre el piso, y mostró en su mano un objeto pequeño y brillante—. Era la sortija de mi padre, y de mi abuelo, y de su padre antes de él —explicó, blanqueando los ojos, mientras se la colocaba a Alexey en el dedo anular.
—¿No se supone que debería ser yo quien tuviese una para ti? —consideró Zverev titubeante.
—¡Eso dicen! —desvirtuó Belén con una sonrisa y un encogimiento de hombros—, pero ¡vamos!, ya sabes lo que pienso de las tradiciones.
El ruso rio también y se acomodó en el piso junto a ella para mirar la joya.
Era una sortija masculina, forjada en platino en un diseño sofisticado; su característica más distintiva eran seis diamantes engastados en su superficie plana que formaban una «L» de «Lombardo».
—Es de mi talla, pero tal vez no debería usarla, es un legado familiar —observó.
—¡Quiero que la uses! —aseguró Belén decidida—. Mis padres nunca tuvieron un varón, el viejo Ben III sabía que sería para mi esposo, y que sea de tu talla tiene que significar algo. —Alexey supo entonces que su compañera no admitiría a discusión ese argumento—. Oye, Lyosha —siguió después—, ¿crees que esta fue una «propuesta adecuada»?, ¿te pareció «sensible», «romántica»? —dudó, recordando la reacción de Alfonso la última vez que hablaron de matrimonio. Aunque la diferencia entre ambas situaciones era abismal.
Había querido hacerlo esta vez, con cada fibra de su cuerpo. Se sentía una persona diferente, una que comenzaba a amarse a sí misma, tal y como ella era, sin reproches, ni culpas, con la sola certeza de saberse humana. Tenía muy claro ahora que aquello era indispensable antes de amar a alguien más, y era Alexey quién la había ayudado a descubrirlo.
—¿Qué? —preguntó él, que entendía tanto de romance como de Física cuántica.
—¡Olvídalo! —desvirtuó ella despabilada y se dispuso a ponerse de pie.
—Niet!, ¡espera! —insistió Zverev y capturó con su diestra la barbilla de Belén entre el pulgar y el índice para asegurarse de que lo mirara a los ojos—. Cualquier cosa que venga de ti es especial, ya sea una propuesta de matrimonio, una sortija de diamantes o una fuente de zakuski, porque te amo. ¿Entiendes eso?
Ella asintió leve. No solo lo entendía, podía sentirlo también.
El timbre sonó en ese momento.
Alexey se metió en los baqueros a prisa, mientras Belén se limitó a introducir su torso en la camiseta enorme del ruso. Ambos, ella tras él, asomando de puntillas por encima de su hombro, se apuraron a abrir la puerta.
Alfonso estaba del otro lado.
—¡Vaya!, creo que interrumpí «algo» —soltó un tanto incómodo, pero sin sorna.
Traía una pequeña caja en las manos.
—¡No te apures! —lo tranquilizó Belén con una sonrisa sincera—. Puedes entrar si quieres, pero todavía no tenemos sillones.
—Aquí estoy bien —aseguró Navarro amistoso y le entregó a Bel la caja—. Seré breve.
—¿Qué es esto? —quiso ella saber curiosa y levantó una de las solapas para mirar dentro de reojo.
—Son algunos efectos personales de Nicol que dejaste en el departamento. Cartas, dibujos, esas cosas. No podía llevarlos conmigo.
Belén miró la caja con nostalgia y sonrió apenas. Ya no sentía ese dolor antiguo perforándole el pecho cuando pensaba en su hermana, se había perdonado.
—¡Gracias! —le dijo a Alfonso mirándolo a los ojos, pero su expresión mutó a la duda un segundo después—. ¿«Llevarlos contigo» dijiste? ¿A dónde vas?
El aludido rio triste.
—Mi padre me ha conseguido un puesto en la Embajada de Nueva Roma en Bélgica —respondió—. Partiré en unas horas, presenté mi renuncia a Protek Global esta mañana.
Belén entornó la mirada y sonrió con nostalgia. Aunque le dolía en el alma, entendía que Alfonso no quisiera quedarse.
—¡Me harás mucha falta! —aseguró y se apuró a abrazarlo. Él la recibió contrito y tragó pesado—, pero vivimos en un mundo moderno, ¿no? —lo animó acariciándole el pelo—, estaremos en contacto. ¡Dame un segundo! Voy a traerte el relicario de tu madre, lo tengo en mi joyero —pareció recordar.
—Consérvalo —soltó Alfonso desentendido—, ha sido tuyo por mucho tiempo, después de todo.
—¡De ninguna manera! —insistió Belén—. Ella dejó muy claro en su testamento que sería para tu esposa, y estoy segura de que pronto habrá una afortunada chica belga deseosa de usarlo —soltó y se dirigió escaleras arriba.
—¿Que no es esa la sortija de mi tío Benjamín? —inquirió Alfonso entonces ya a solas con Alexey, que lo miró inexpresivo.
—Ella me propuso matrimonio y me la entregó, insistió en que la usara —aclaró el ruso.
Navarro miro al piso, negó quedo y rio.
—Entonces, ¿van a casarse? —quiso saber y le devolvió la mirada.
—Da —escupió Alexey, había ahora una mezcla de orgullo y lástima en su expresión.
Alfonso resopló.
—¿Cómo es que puedo querer romperte la cara y desearte lo mejor al mismo tiempo? —soltó irónico.
—El sentimiento es mutuo —aseguró Zverev de vuelta en la inexpresión.
Navarro, entonces, extendió una mano amistosa, y resignada, para Alexey.
—Cuídala mucho —pidió.
—Da! —respondió el ruso otra vez y la estrechó enérgico—, aunque ella puede cuidarse sola, mucho mejor de lo que podríamos cuidarla tú y yo juntos —observó—. No es bueno subestimarla.
—¡Lo sé! —estuvo Alfonso de acuerdo—. ¡Ahora lo sé! —aclaró con una ceja en un arco—. Solo asegúrate de que no falte a terapia.
—Ella irá —prometió Zverev—. Por cierto —añadió después—, gracias por ayudar a salvarme la vida.
—Fue un placer —concedió Navarro con una venia—. Gracias por devolverle la sonrisa a Belén —admitió a su pesar.
—¡Aquí lo tienes! —chilló Bel de regreso por las escaleras con un estuche pequeño de terciopelo en las manos—. Es una joya hermosa.
—¡Lo es! —concordó Alfonso que, tras recibirlo, se dio la vuelta para partir, pero se detuvo un instante—. ¡Casi lo olvido! —soltó ya con la portezuela abierta del coche—. Mila dice que quiere almorzar espaguetis mañana. Me mandó a decírselos hace un rato, cuando pasé a despedirme de mi tía Aurora y comenté que vendría para acá. Las dos estaban disfrazadas de... ¿Elsa? —dudó.
Alexey y Belén concordaron en una sonrisa.
—Cuídate, Foncho —dijo ella con un nudo en la garganta.
—Cuídate, Belilla —respondió Alfonso y subió al coche.
Se perdió en el horizonte minutos después.
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