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24

—¡La próxima vez que tomes como rehén a la madre de la heredera del consorcio de seguridad más influyente de una potencia mundial me gustaría saberlo antes! —reprochó la voz del pakhan, en un ruso áspero, descendiendo por las escaleras rumbo a los calabozos para verificar el estado de su nuevo trofeo de guerra.

Alexey, tras oírlo acercarse, detuvo de momento su intención de fuga y retomó sigiloso su escondite. El viejo venía acompañado de Boris Kozlov.

—Sí, señor —consintió el más joven, consternado por su descuido, que bien podría haberle costado la operación completa.

¿Cómo pudo ser tan estúpido? Su hambre de venganza por el Halcón, y su afán por destruirlo, ganaban tanto terreno que comenzaban a cegarlo, a no permitirle pensar con claridad.

—Es una suerte que la mujer se sintiese traicionada y me entregase a Sokol listo para exportación. ¡Una que no tengo que agradecerte! —insistió Vladimir tajante.

—Le aseguro que no se repetirá, señor —dijo Kozlov, y recibió de su jefe una venia cautelosa en respuesta—. Todo está preparado para partir al amanecer. En San Petersburgo cuentan las horas para ver morir al traidor.

—¡Y así será! —se regodeó Novikov satisfecho—. Después de este día, nadie se atreverá a desafiar a la Pauk jamás. Ese ingrato de Sokol será un ejemplo indeleble de lo que le pasará a cualquiera que ose traicionarme.

Alexey, escondido debajo de las escaleras, respiraba superficialmente para evitar ser detectado. Conocía bien la agudeza de Kozlov y la de su maestro quien, a pesar del declive de la edad, conservaba sus instintos incólumes.

Apretó el mango de su arma entre los dedos, que temblaban ligeramente por la influencia que la droga tenía todavía en su sistema. No importaba. Así le costase la vida, no desaprovecharía la oportunidad de acabar con el viejo y ponerle un cierre a la historia con sus seres queridos a salvo.

—No lo dudo, señor —estuvo Boris de acuerdo y se dispuso a continuar revisando con su jefe los pormenores para la partida del equipo rumbo a Rusia, pero un ruido casi imperceptible de metal contra metal llamó su atención, era Alexey poniendo el dedo en el gatillo. Kozlov, con la mirada afilada, barrió su entorno en un fragmento de segundo y se percató de que Iván y Sergei no estaban por ninguna parte—. ¡Atrás! —gritó en alerta entonces empujando a Novikov contra la pared y cubriéndolo con su cuerpo.

La bala de Alexey salió del cañón desde abajo y rozó en su trayectoria el alerón de la oreja del pakhan, tiñendo su camisa en rojo, pero, gracias a la pronta respuesta del de la máscara, fue a dar al techo de la primera planta.

—¡Maldita sea! —vociferó el viejo descompuesto, mientras era empujado escaleras arriba por su jefe de seguridad, que ya abría fuego contra los peldaños bajo sus pies con su propia arma.

Alexey fue rápido, pero no lo suficiente y una bala de Kozlov lo alcanzó en la parte trasera de la pantorrilla. El dolor agudo le atravesó la pierna como un hierro ardiendo obligándolo a cojear. Aun así, no había tiempo para detenerse en minucias. Necesitaba acabar con Novikov, así que hizo de tripas corazón y, arrastrando el miembro herido, salió de su escondite para devolver el fuego que era dirigido sin pausa en su contra, en tanto sus enemigos ascendían.

A pesar del dolor, de la resaca de la droga y de lo sorpresivo del ataque, Alexey, recio como era, logró herir a Boris en el hombro izquierdo en el proceso y, justo cuando parecía que tendría oportunidad de acabar al fin con el pakhan, dos hombres más del viejo aparecieron con armas en mano y se le unieron a Kozlov en su contra.

Alexey logró eliminar a uno de ellos con una bala en el pecho, y casi consiguió darle a Novikov, antes de que el fuego cruzado, el dolor y el aturdimiento lo obligasen a retroceder. No tendría oportunidad de ganar un encuentro de tres a uno en las condiciones en las que estaba, era preciso reorganizarse, por eso huyó.

—¡Los guardias de todas las entradas están muertos, señor! —anunció entonces en un ruso atropellado Fiódor, el único vivo de los dos que se les unieron al pakhan y a Kozlov de último momento. Los tres se encontraban ya en la cúspide de las escaleras—. ¡Era lo que veníamos a avisarles!

»Encontramos los cadáveres de cuatro de los nuestros en el ascensor. Todo el equipo se ha desplegado, pero estamos cayendo como moscas. ¡Se llevaron a la niña! ¡Yo creo que el Halcón no es solo un hombre, por eso está en todas partes! —siguió, supersticioso, y dio un vistazo precavido a su espalda—. ¡Es un fantasma!, ¡una fuerza impura! —soltó confidente y escupió tres veces sobre su hombro izquierdo para espantar al Diablo—. Tal vez habría sido mejor no meterse con él.

Las venas marcadas en el cuello de Novikov cobraron vida y la furia lo estremeció. Airado, desenfundó su propia arma y le propinó sin miramientos al insensato de Fiódor un tiro en la cabeza.

—¡¿Ves lo que has provocado?! —le recriminó después a Kozlov, enardecido, señalando a su víctima con la punta del cañón, mientras la sangre del incauto le ensuciaba los zapatos—. ¡Esa puta de Lombardo me traicionó! ¡Tráeme la cabeza de Sokol y serás un dios para tu gente, o deja que escape y ocupa su lugar en San Petersburgo! —dijo y, sin detenerse, con arma en mano, siguió su camino rumbo al helipuerto.

Tenía que ponerse a trabajar en cómo recuperar a Ludmila, y a planear la venganza que ejecutaría sin piedad sobre Belén Lombardo, ¡esa perra que se había atrevido a burlarse de él!, pero no podía hacerlo en medio de un campo de batalla. Algunas veces es necesario replegarse para retomar fuerzas.

Boris, por su parte, ajustó el arma en la mano y siguió tras el rastro de sangre que Sokol dejaba a su paso. Acabaría con el maldito y llevaría su cuerpo desollado para ser exhibido hasta pudrirse en San Petersburgo.

El Halcón, sin embargo, a pesar de su estado precario, se había encaminado a prisa hacia la zona posterior de los calabozos. Un tramo largo e intrincado. Cuando ya casi podía sentir a Kozlov pisándole los talones, incapaz de acelerar el paso, llegó en un esfuerzo hasta un ducto de ventilación abandonado y se introdujo en él arrastrándose con dificultad.

La sangre condujo a Boris hasta el mismo lugar, la vieja salida de ventilación que daba a las cocheras, un espacio abierto, repleto de chatarra. Rio de lado con malicia, y se disponía a entrar en ella, cuando una granada sin seguro, cortesía de su enemigo, rodó desde dentro y fue a dar hasta sus pies.

Kozloz miró el explosivo con alarma, después a su alrededor, y apenas y tuvo tiempo de refugiarse tras una robusta caldera fuera de servicio, anclada de piso a techo, que le sirvió de escudo durante el estallido, pero el impacto ya había clausurado la boca del ducto para entonces. Si quería llegar hasta Sokol, tendría que hacerlo por el camino largo.

El estruendo de las balas y los gritos de sus hombres resonaban desde lejos haciendo que el pakhan no tuviera dudas de que su equipo estaba siendo masacrado. Una sombra cruzó su rostro endurecido mientras se daba cuenta de que pronto estaría solo y, antes de que eso pasara, antes de que su segundo al mando cayese también bajo la ira del Halcón, necesitaba llegar hasta el helipuerto, abordar su ACH145, retomar sus viejos años pilotando en la KGB y largarse de ahí.

Estaba ejecutando su plan de emergencia, su último recurso. Sus ojos se amusgaron con determinación, aquellos que creían haber acabado con Vladimir Novikov no podían estar más equivocados. Sus fuerzas estarían intactas una vez de regreso en Rusia y su venganza sería implacable.

Un suspiro hosco escapó de sus pulmones tan pronto como avanzó unos pasos sobre la primera planta. A pesar del mar de cadáveres que reinaba a su alrededor en aquel agujero húmedo y lleno de ecos, estos fueron firmes y decididos. Esbozó una mueca agria después. La reputación extraoficial del Consorcio de la maldita de Lombardo como una fuerza implacable que no dejaba a nadie vivo parecía bien ganada ahora, pues la gran mayoría de los muertos provenían de la Pauk, y su gente no era cualquier cosa. Era comprensible por qué el idiota de Fiódor había pensado en fantasmas ante una ofensiva semejante; tenía que reconocerle eso a la perra.

—¡Vladimir Novikov! —dijo una voz masculina a su espalda. Dos agentes de Protek Global, vestidos con trajes tácticos, lo apuntaban con sus pistolas en posición de tiro—. ¡Al piso! ¡Las manos sobre la cabeza! —ordenó airado el de la izquierda.

Novikov no obedeció, pero levantó los brazos en señal de rendición, se volteó despacio y rio ladino. Por expertos que esos sujetos fueran, no eran sino niños a los ojos del pakhan. Agentes de inteligencia extranjeros, disidentes de la propia KGB, desertores, miembros de organizaciones criminales y espías infiltrados eran solo un ejempló de lo que él estaba acostumbrado a manejar. Dos hombrecitos vestidos de G.I. Joe no lo asustarían.

Después de todo, había sido él, con sus propias manos, quien se encargó de moldear a Sokol, el asesino perfecto, hecho a su imagen y semejanza.

—Tranquilos, muchachos —los invitó a la calma con un acento ruso marcado—. ¡Mírenme!, no soy más que un viejo. No tengo forma de ganar aquí sin los míos. ¡Lo sé! —aseguró y avanzó unos pasos.

—¡Quieto! —advirtió el de la derecha y afinó la puntería.

En tanto, el de la izquierda se le acercó por la espalda, tomó el arma de su mano y le llevó un brazo hacia atrás con la intención de esposarlo.

—La Interpol lo quiere vivo para que cante —soltó para su compañero después.

—Sí, pero eso no significa que no podamos maltratarlo un poco —respondió el otro despectivo y lo vio de frente—. El viejo sucio asesinó a su propia hija.

Vladimir rio, miró al piso y negó.

—¡Hijo de perra! —rugió el primero y le tomó la otra mano con rudeza para unirle ambas en la espalda y proceder—. ¡Espero que te den una gran bienvenida en prisión! —deseó.

Pero el pakhan era astuto y, tan pronto como el agente tras de él unió su mano libre con la otra en su espalda, con una agilidad impropia de sus años, y una pericia envidiable, le aplicó al tipo un cabezazo en reversa que le partió el tabique y lo dejó atarantado. Sin pausa, mientras el que lo apuntaba por el frente se disponía a disparar, giró y atrajo hacia sí el cuerpo del herido usándolo como escudo ante el fuego implacable que ya se abría en su contra. Fueron cinco los disparos que el incauto recibió por Novikov, dos en el chaleco antibalas, uno en la ingle y dos más en el cuello, mientras este lo despojaba del arma que pendía otra vez de su cintura y, con precisión sorprendente, acribillaba a su compañero de un solo tiro inequívoco en la cabeza.

—¡Idiotas! —murmuró tras dejar caer el cadáver al piso entre los de sus propios hombres muertos.

Con una última mirada de desprecio a los dos caídos, continuó su camino hacia el helipuerto. Sabía que la batalla aún no había terminado.

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