13
«No importa lo que escuches, ¡no entres!», le había dicho Belén a Alexey el primer día que se mudó a su casa.
Le explicó también que, conforme a lo instruido por su terapeuta, su ex nunca intervenía directamente durante sus terrores nocturnos, sino que se limitaba a verificar que el entorno fuese seguro y a servirle de soporte si ella lo buscaba al despertar, cosa que le aseguró no haría. Tocarla, o intentar sacarla del trance en medio de una crisis, estaba contraindicado.
Belén era fuerte, Alexey lo sabía, y lo único que parecía necesitar era la certeza de que no estaba sola, aunque la compañía estuviese del otro lado del pasillo.
Él lo intentó en un inicio. Pasó semanas ignorando gritos descarnados y gemidos agónicos, hasta que una madrugada, alrededor de las tres, casi dos meses más tarde, no pudo más, se puso una camiseta, para no deambular en bóxer por la casa, llamó a la puerta de la habitación de huéspedes y, sin recibir más respuesta que la continuidad de la agonía de Bel del otro lado, decidió entrar.
«A la mierda con el terapeuta y su "opinión profesional"», pensó tan pronto como la vio: frágil, atormentada. De ninguna forma la dejaría sufrir así sin hacer algo y, para su sorpresa, ese «algo» que improvisó, sin que fuese menester despertarla, pareció aliviar en parte su tortura.
Desde entonces, había entrado en secreto en esa habitación cada que Belén parecía necesitarlo, y aquella noche no fue la excepción:
Daban las dos de la mañana y Alexey despertó sobresaltado por un llamado de auxilio. Era Bel.
Intentó despabilarse a prisa y, agradeciéndole al cielo que el sueño de Mila fuera pesado, se pasó una mano por la frente para buscar después a tientas la camiseta que ya acostumbraba a dejar doblada en la silla junto al buró antes de irse a dormir, solo por si Belén llegase a necesitarlo.
La puerta de la habitación de huéspedes estaba entreabierta y la luz de la luna se filtraba por la ventana iluminando en la cama el cuerpo tumbado de Bel. Como siempre, sus manos se aferraban a las sábanas, mojadas de sudor, mientras se retorcía repitiendo en sueños frases ininteligibles. Los gritos se habían convertido en sollozos ahogados para entonces y las lágrimas rodaban copiosas por sus mejillas.
¿Cómo podía el idiota de su ex resistirse a consolarla?, ¿dejarla sufrir sin mover un dedo?
Tras un suspiro, y con el corazón latiéndole a mil por hora, Alexey terminó de abrir la puerta y encaminó sus pasos sigilosos hasta un lado del colchón, en el borde del cuál, como cada noche, se sentó con cuidado de no despertarla.
—¡Shhh! Tranquila, devushka-voin, todo está bien —le susurró al oído.
Ella correspondió al estímulo con un quejido entrecortado, que él intentó menguar acariciándole el pelo. Sus dedos, como cada noche también, se deslizaron con adoración por los mechones húmedos, intentando transmitirle tranquilidad; se sentía un hombre diferente estando cerca de Belén.
Bel se revolvió un poco con el contacto y se aferró al cuerpo macizo de Alexey, que se recostó contra el cabecero de la cama para brindarle soporte. Recitarle poemas en ruso parecía ser siempre la solución.
—Ya vas lyubil: lyubov' eshche, byt' mozhet —comenzó él a su oído un viejo poema de Pushkin, uno que, irónicamente, parecía haber sido escrito en su honor.
Belén amaba ese poema en particular, aunque era incapaz de entenderlo, y Alexey, manteniéndola segura bajo el manto de la barrera idiomática, se negaba siempre a traducirlo para ella, pero se lo recitaba cada tarde de domingo.
El dolor apuntaló su pecho entonces y un nudo se le formó en la garganta. ¡Qué más daba! ella dormía sumida en su propio infierno onírico y él, ¡él estaba asfixiándose!, loco por dejar salir, aunque fuere solo un pellizco del sentimiento que lo agobiaba. Así que ajustó los párpados en un gesto agónico, tragó grueso y, mientras la agitación no le daba a Bel un respiro, decidió traducirlo al fin, aunque ella no pudiese escucharlo. Su voz como un eco suave en la quietud de la habitación.
—Yo te amé, y ese amor,
Todavía palpita en mi alma.
Pero no deberás preocuparte,
Pues no pretendo perturbar tu calma.
Yo te amé silencioso, desesperado,
Celoso, retraído, agobiado.
Yo te amé tan honesto, tan devoto,
Que le ruego a Dios que un día, así como yo te amé,
Pueda también amarte otro —concluyó dolorido.
Mientras recitaba, poco a poco los sollozos de Belén habían ido menguando. La madrugada avanzó, estaba ya próxima a llegar la mañana, pero, como tantas noches sin que ella lo supiese, él se quedó a su lado regalándole susurros constantes y caricias tranquilizadoras, mientras Belén se aferraba a su cuerpo como a una tabla en el mar y respiraba rítmico y profundo del aroma de su cuello, «durmiendo como un tronco».
—¡Mira, papochka, una piscina! —dijo Mila frenética de entrada en el jardín posterior de los Lombardo en donde, aprovechando el clima soleado, servirían el almuerzo esa tarde—. ¿Podré nadar después? —preguntó ilusionada.
Alexey, incómodo por la mirada escrutadora que Aurora Lombardo no despegaba de él, tomó a su hija en los brazos y negó.
—No lo creo, serdtse, no trajimos tu traje de baño —dijo, y un puchero tembloroso se dibujó en la cara de la niña, mientras su padre se sentaba a la mesa con ella sobre las rodillas e intentaba controlarla.
—Si te portas bien, podría enviar al mayordomo a comprar uno más tarde —propuso Bel consentidora a su diestra, Aurora Lombardo estaba acomodada frente a ella—, pero primero debes sentarte en tu propia silla, estar tranquila y comerte todo el almuerzo. ¿Tú qué opinas, mamá?
La aludida viró la vista desde el ruso enorme, tatuado e intimidante frente a ella, que al parecer ahora vivía con su hija, y la dirigió hasta la niña en un gesto afable. No comprendía qué tipo de relación tenía Belén exactamente con esas personas.
—Estoy segura de que encontrará uno muy lindo de tu talla, cariño —consintió. Mila asintió satisfecha y sonrió, se deslizó con prisa de las piernas de su padre y se sentó tranquila en una posición vacía—. Entonces, Bel, ¿de dónde dices que conoces al señor Zverev? —preguntó alternando la vista entre ellos.
Belén, a pesar de saberlo imposible, consideraba cómo plantear su respuesta de tal forma que no sonase descuidada o arbitraria a oídos de su madre. Mudarse con la familia de una alumna no era lo más profesional que había hecho en la vida y Aurora sería la primera en hacérselo notar, pero ella se sentía bien, mejor que nunca, a decir verdad, y la calidad de vida de Mila había mejorado desde entonces. ¿Qué no era eso lo importante después de todo?
Se disponía a argumentarlo cuando la entrada de Alfonso en los jardines rompió su concentración.
—Buenas tardes, tía. Lamento la demora. Lo creas o no, estaba trabajando —saludó el recién llegado, que venía embutido en un impecable traje gris de diseñador, y se inclinó para plantar un beso cariñoso a un lado de la coronilla de Aurora—. Alfonso Navarro —extendió una mano firme después para Alexey, que se puso de pie y correspondió al gesto con un apretón enérgico y una venia cautelosa.
—Alexey Zverev —dijo el ruso grave.
—¡¿Zverev?! —destacó Navarro sorprendido y miró a Belén de reojo—. ¿Qué no es ese el apellido de...? —repasó con los ojos amusgados—. ¡Sí!, ¡ese es! —concluyó y volteó a mirar a la niña—. En ese caso, tú debes de ser Mila, ¿cierto?
—¡Sí! —chilló la pequeña entusiasmada por ser reconocida—. ¿Tú eres el señor que traerá mi traje de baño? —preguntó interesada.
Aunque no entendió la pregunta, Alfonso rio enternecido.
—No, pequeña, lo lamento —dijo empático—, pero cuando vivíamos juntos, Belén no paraba de hablar de tu papá y de ti —comentó mientras se acomodaba en su lugar habitual para el almuerzo—. ¿Verdad, Bel?
Alexey, igual que todos en la mesa, miró a Belén tras la pregunta. Se la veía aturdida, desencajada, ¿nerviosa? Volvió la vista de regreso hasta Alfonso después y lo entendió todo. Aquel hombre estilizado, de porte elegante y modales exquisitos, no podía ser otro que el novio sin nombre que echó a Belén de su departamento en medio de una tormenta, ese que llamaba en horarios irrespetuosos y del que ella nunca quería hablar a detalle; el mismo al que Alexey estaba seguro de deberle una paliza.
Una sensación de violencia no experimentada desde Rusia comenzó a crecer en su vientre tras la deducción, pero se obligó a ahogarla. Por mucho que le pesase, él no era para Belén más que una obra de caridad, alguien cuyas falencias sobrellevaba con el único fin de asegurar el bienestar de Mila, una forma de redimirse de sus culpas. No tenía ningún derecho a intervenir en ese asunto.
Belén, por su parte, ofendida, no respondió a la pregunta.
—Mamá, ¿qué está haciendo Alfonso aquí? —interrogó en su lugar.
Siempre supo que el almuerzo era una trampa, pero había supuesto que la finalidad de su madre era presionarla para que asumiese la presidencia de Protek Global de una vez por todas, no acorralarla en un ardid casamentero con su ex.
—Alfonso es de la familia, Belencita. Almuerza conmigo más seguido que tú y casi se hace cargo de la empresa —explicó la mujer resuelta y puso breve una mano cálida en la mejilla de su sobrino, que la recibió gustoso—. No pensé que te incomodaría que lo invitase.
Y no era que la presencia del hombre per se incomodase a Belén, al menos no tanto como imaginó que lo haría cada que pensaba en un posible reencuentro. Era más bien la clara intención de su madre de manipularla lo que la irritaba.
—No me incomoda —aseguró tensa—. Es que pensé que solo seríamos nosotros.
—Y por «nosotros» quieres decir: tu madre, tú, un ruso desconocido y una niña de cuatro —intervino Alfonso sardónico.
—¡Ya tengo cinco! —chilló Mila molesta y Alexey le lanzó una mirada correctiva. El plato entrante estaba siendo servida para entonces.
Bel no dijo nada, tomó su tenedor de mala gana y, perdida en pensamientos oscuros, comenzó a hurgar en su ensalada de berros. Odiaba los berros y su madre lo sabía. Alfonso bufó alto al no recibir respuesta y comenzó a comer también. Todos en la mesa los siguieron después en una dinámica formal, silenciosa e incómoda.
La siguiente hora transcurrió sin palabras. El silencio fue apenas interrumpido por la urgencia de Mila por ir al baño, que provocó que Alexey, en contra de su instinto que lo empujaba a quedarse, se disculpase y se levantase para atenderla.
—¡¿Qué hacen aquí «el infame» y su hija?! —aprovechó Alfonso la ausencia del ruso para preguntar.
—¡¿Cómo lo llamaste?! —interrogó Aurora intrigada.
—No creo tener que darte explicaciones —cortó Belén en seco ignorando a su madre, tenía la boca llena de la tarta de durazno que sirvieron para el postre—. En especial desde que me echaste de tu apartamento por proponerte matrimonio y terminé en el Hospital.
—¡¿Matrimonio?! —insistió la señora Lombardo emocionada, con una mano en el pecho.
—¡Era yo el que pensaba proponerte matrimonio ese fin de semana!, ¡tú solo lo arruinaste! —aclaró Navarro digno, ignorando a su tía, y clavó el tenedor en la tarta—. ¡Y te eché para ver si así madurabas! Te he llamado una infinidad de veces desde entonces, pero no respondes. Escapaste por la puerta de atrás el mes pasado, cuando fui a buscarte al colegio. ¿Crees que un adulto actúa de esa forma?
—A mí tampoco me responde —murmuró incómoda Aurora, mirando a su sobrino.
Este negó en desaprobación.
—Parece que lo único que has hecho en este tiempo es retroceder, Belén —reprochó—. ¿Estas viviendo con el ruso y la niña ahora? ¡¿De verdad?!
—¡Sí! —confirmó Bel concisa—. Aunque ese tampoco es asunto tuyo, no desde que ya no somos pareja —recriminó.
—¡Pero odias a ese desgraciado! —insistió Navarro impotente—. ¡Te quejabas todo el tiempo de él!, ¡querías que le quitasen a su hija! No imagino qué situación te llevó a mudarte a su casa antes que aquí.
—¡Ay!, ¡por Dios! —insistió Aurora angustiada—. ¿Tan mala persona es?
No hubo respuesta.
—¡Estaba equivocada con Alexey!, ¿de acuerdo? —explicó Belén arisca—. Es un buen padre, solo quiere lo mejor para Mila, pero tiene problemas. ¡Estoy ayudándolo! —aseguró.
—¡¿Y por eso te mudaste a su casa?!, ¡¿para «aliviar sus problemas»?! —ironizó Alfonso amargo, frustrado—. ¡Ese tiene que ser un nuevo hito en el rubro de la educación! —alegó y buscó iracundo los ojos de Belén, pero su expresión mutó en un instante de la ironía a la desazón más profunda cuando esta lo vio de vuelta—. ¡Mierda, Belén! —apuntaló sombrío y se pasó una mano por el rostro para negar después—. Estás enamorada del tipo, ¡¿verdad?!
—¡¿Enamorada de ese ruso aterrador?! ¡Ay, Belencita! —soltó Aurora escandalizada, nadie la escuchó.
—¡Por favor! —argumentó Bel con la faz coloreada en rojo y rio sínica—. ¡Es el padre de una alumna!
—¡¿Te fuiste a vivir a la casa de una alumna?! —concluyó la señora Lombardo estremecida—. Eso está mal de muchas formas, Belén. Que no tenga consecuencias legales no significa que sea profesional.
—¡¿Ya te acostaste con él?! —insistió Alfonso celoso, con la sal en la herida.
—¡En realidad no quiero saber con quién se está acostando mi hija! —acotó Aurora incómoda y se irguió en su asiento.
—¡¿Qué?! —escupió Belén ofendida, su corazón bombeaba al doble de su ritmo habitual—. ¡Claro que no!
—¡Gracias a Dios! —soltó su madre en respuesta.
—¡Pero quieres hacerlo!, ¡puedo verlo en tu cara! —insistió Navarro ácido y lanzó furioso la servilleta desde su regazo hasta encima de la mesa—. ¡Te conozco! ¡No pretendas engañarme! ¡¡No te burles así de mí!!
—¡Belén!, ¿eso es verdad? —inquirió Aurora claramente coalicionada con Navarro.
¡Maldita sea! Bel sabía que no podría engañar a Alfonso sobre eso.
—¡¿Y qué si quiero acostarme con él?! —rebatió airada y golpeó la mesa con la palma—. ¡¿Acaso te importa?! —le recriminó a Navarro.
—¡Ya paren de discutir! —exigió Aurora atarantada—. ¡No es así como se deben hablar estas cosas!
Nadie la oyó. Alfonso negó agobiado, parecía roto, rendido, y sus manos temblaban.
—¡Por supuesto que me importa, Belén! ¡Yo te amo! —admitió de vuelta, a su pesar, y, ya suavizada su expresión, la miró de frente a los ojos y buscó su mano para tomarla. Ella se mostró desencajada, pero no se la negó—. Vuelve a casa, Belilla. Lo arreglaremos como lo hemos hecho siempre —rogó con un nudo en la garganta, temeroso por primera vez de perder a su compañera—. Me casaré contigo, dirigiré la empresa, ¡haré lo que quieras! Solo olvídate de ese tipo y vuelve, por favor.
Belén lo miró de frente y encontró esos hermosos ojos negros que nunca le habían fallado, que habían sido su soporte en tiempos de tempestad y duelo, suplicándole que volviese a donde, por dura que fuese la vida, tenía la certeza de ser amada.
Después de todo, ¿qué ganaba permaneciendo junto a Alexey, sino torturarse alimentando un sentimiento eternamente unilateral? Por bien que se llevasen, y por mucho que doliese, el ruso nunca la vería como algo más que una amiga; una complicada, difícil de sobrellevar y bastante loca. Belén, más temprano que tarde, tendría que aceptarlo.
—Escucha a Alfonsito, hija —sugirió Aurora materna—. Nadie nunca va a quererte tanto como él, tú lo sabes.
Bel miró a su madre, después a Alfonso y, visiblemente conmovida, pretendió articular palabra, pero los ruidos provenientes de la mampara que daba al comedor del jardín distrajeron su atención y la hicieron recuperar a prisa su mano de entre las ajenas.
Eran Alexey y Mila volviendo del baño.
—Te espero mañana en el departamento —susurró Navarro antes de que los invitados llegasen a la mesa, su voz vibraba y sus ojos estaban húmedos.
—¡Oye, tía Bel! —chilló Mila corriendo de camino a la mesa—. Hay un señor calvo ahí dentro, ¿él me dará mi traje de baño?
—Tishina, Mila! No decimos «calvo», ¿recuerdas? —corrigió Alexey paterno—. No nos referimos a las personas por sus características físicas.
—Lo siento —se disculpó la niña avergonzada.
—Ven aquí, estrellita —intervino Belén, se puso de pie y alzó a la niña, que se aferró a su cuello con los bracitos y se consoló recostándose sobre su hombro—. Yo misma te llevaré a comprar ese traje de baño, ¿qué dices? —dijo despabilada y buscó sus ojos—. Después, iremos al club para que lo estrenes, tienen piscinas más grandes ahí —susurró en su oído, la pequeña rio cómplice y asintió—. ¡¿Vienes o te quedas?! —interrogó entonces para Alexey—. No puedo estar un segundo más en esta casa, ¡necesito pensar sin el chantaje de esas caras tristes!
—¡Belén! —soltó Aurora Lombardo incómoda—. ¡¿A dónde vas?!, ¡no hemos terminado!
—¡¿Ya nos vamos?! —consultó el de Rusia perdido, pero Bel, con Mila en los brazos, ya iba camino a la salida—. Buenas tardes, gracias por el almuerzo —improvisó para sus anfitriones, con una venía, y se apresuró a alcanzarlas.
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