11
Vladimir Novikov era un hombre cuya presencia eclipsaba cualquier recinto. Su vestir distinguido, de tonos oscuros, armonizaba con el pelo gris y la piel clara, semioculta detrás de un estilo clásico de patillas y barba completa, y sus ojos, de un azul frío como el hielo, eran capaces de intimidar al más feroz de los adversarios.
Ahora, en su nueva casa de Nusquam, un refugio contrastante con la oscuridad de su alma, el pakhan caminaba con la confianza inquebrantable de un depredador en su hábitat, recorriendo una sala recién instalada que resguardaba una parte de su colección más macabra: urnas de cristal alineadas en estantes iluminados con esmero, cada una conteniendo una visión grotesca de desprecio y venganza.
Cada vez que alguien osaba desafiar su autoridad, o la de su imperio criminal, Novikov aplicaba su retorcida justicia. El rito era invariable: antes de extinguir la vida del enemigo, la mano derecha de la víctima debía ser mutilada y conservada. Cada una, sometida por él mismo a un meticuloso proceso de taxidermia, era una joya que contaba la historia de un incauto que había intentado sin éxito socavar su dominio. Vladimir no veía la hora de ostentar la mano de Sokol en su colección, en especial ahora que estaba tan cerca de encontrarlo al fin.
Había considerado a Ivanov un hijo desde el día en que lo halló en las calles de San Petersburgo. El mocoso acababa de cumplir dieciocho entonces y ya tenía un nombre ganado dentro del mundo del hampa en el que se movía. Una combinación única de ferocidad y astucia adornaba su carácter a la espera de ser pulida bajo el comando correcto.
Novikov aceptó el reto como propio entonces, formando al muchacho a su imagen y semejanza, y complaciéndose en el resultado hasta el punto de hacerlo parte de su familia, dándole a su única hija como esposa, y de poner su propia seguridad en sus manos. Pero Sokol, aunque fiero, inteligente e implacable, terminó por traicionarlo anteponiendo sus propios intereses a los de la Pauk.
Tal vez había sido un error de su parte casar al Halcón con Svetlana. Novikov, entonces, estuvo seguro de que aquel gesto consolidaría el lazo que los unía, que haría a Sokol legalmente acreedor del cariño y el respeto de familia que ya existía entre ambos desde hacía tiempo atrás. Pero esa zorra, ¡su propia sangre!, resultó ser el peor de los elementos de su organización, envenenando en su contra los oídos de su hijo favorito con sus lloriqueos tontos de mujer estúpida y frágil.
Tuvo además la desfachatez de abordarlo un día, de vanagloriarse amenazando con que Aleksandr preferiría complacerla a ella, en lugar de obedecer a su pakhan, y que ambos partirían lejos junto con Ludmila, despojándolo así de quien él había elegido heredero de su rango y de la continuidad de su estirpe.
Por eso, mientras Svetlana armaba un espectáculo sangriento en su propio cuarto de baño, incluso antes de que los cortes en las muñecas hiciesen su trabajo, hundió su rostro traidor en aquella agua ensangrentada hasta que la maldita dejó al fin de respirar. Pero no fue suficiente, porque la desgraciada no mentía y, tan pronto como se supo de su «suicidio» en la residencia, se vio obligado a enfrentar también la traición de Sokol que, afanado en cumplir la última voluntad de su esposa, ya urdía un plan a sus espaldas para escapar lejos y arrebatarle a su nieta; obligándolo así a ponerle precio a la cabeza de quien más había amado y a convertirlo en su enemigo; porque Sokol se enamoró más de ella que del mundo que él había puesto a sus pies, y de la Pauk.
—¿Señor? —llamó su atención de entrada en el lugar Boris Kozlov, su actual jefe de seguridad y mano derecha.
Eran pocos los que se atrevían a interrumpir al jefe en su lugar feliz, Kozlov era uno de ellos.
—¿Sabes que cuando era niño ayudaba a cocinar a mi madre? —inquirió Novikov sin responder y, sin separar la vista de su amada colección, lo invitó a acercarse—. Ella era cariñosa conmigo, decía que yo era su «niño hermoso» —evocó.
—No lo sabía, señor —respondió Boris en un ruso coloquial, aproximándose al pakhan y postergando de momento sus asuntos en pos de escucharlo.
—Yo tendría cinco o seis la primera vez que destripé un pescado —siguió el más viejo con la vista complacida en su obra—. ¿Has destripado un pescado alguna vez, Boris?
—No, señor, nunca —confesó Kozlov y bajó la cabeza en señal de respeto. Si el jefe quería hablar de pescados destripados, de pescados destripados hablarían, todo lo demás podía esperar.
—El cuchillo debe estar bien afilado para que el corte sea limpio —aclaró Novikov y pasó un dedo devoto por el borde inferior de la urna vacía frente a él que, a la espera de su diestra, ya ostentaba en su inscripción el nombre de «Sokol»—, así que mi madre me enseñó a afilarlo con una piedra que mantenía a un lado de la estufa. Siempre he sido un perfeccionista; ¡me hice un experto afilando el maldito cuchillo!, ¡lo hacía incluso mejor que mi padre! ¿Conoces esas piedras para afilar?
—Sí señor, pero nunca he usado una —se limitó Boris a responder, manteniendo su posición—. No soy bueno en la cocina. —Rio.
Novikov rio también tras el comentario.
—Una tarde, cuando yo acababa de cumplir los ocho, olvidé limpiar la encimera después de filetear el pescado —siguió—. Tripas, sangre, escamas, lo dejé todo junto al cuchillo y la piedra, porque Radomir, el hijo del vecino, me tentó desde fuera de la ventana a salir a jugar con su pelota. ¡Me escapé toda la tarde! —evocó divertido, contagiando a Boris con su emoción—. ¿Alguna vez, cuando niño, te escapaste de tus deberes para salir a jugar con los amigos?
La mirada de Kozlov se encendió entonces con la luz de un recuerdo.
—Sí, señor, ¡todo el tiempo! —soltó confiado, feliz de coincidir en algo con el pakhan dentro de ese extraño intercambio de vivencias.
—¿Tu padre te reprendía cuando lo hacías? —preguntó Novikov y volteó a mirarlo con interés.
—No, señor, esa era mi madre —aseguró el más joven y entornó su único ojo bueno con nostalgia, como si se tratase de un recuerdo placentero—. Mi padre nos abandonó, pero dejó su cinturón —volvió a reír—. Ella me golpeaba en las piernas cuando me pasaba de listo.
El viejo esbozó un gesto satisfecho.
—¡Ah!, ¡las madres! —exclamó cómplice—. ¡Qué sería del mundo sin ellas!, ¿no? ¡Yo amaba a la mía! —observó. Boris estuvo de acuerdo, él también amaba a la suya, pero la expresión del pakhan mutó en un segundo de la ligereza a la amargura después, obligándolo a guardar silencio—. Esa noche volví a casa alrededor de las ocho —dijo y ajustó los dientes, sus ojos brillaban oscurecidos—. Mi padre, como siempre, estaba tumbado en el sillón apestando a Vodka y a mierda.
»No me reprendió como yo esperaba. De hecho, fue bastante condescendiente conmigo. «¡Limpia la cocina, maldito bastardo!», me dijo —bufó—. Yo supuse que algo raro ocurría... Sin golpes, ni empellones, él jamás pedía las cosas de forma tan amable. —Boris, confundido por la incongruencia del relato, lo vio compasivo, pero no se atrevió a intervenir—. Dispuesto a enmendar mi error, y preocupado por el futuro castigo, entré en la cocina, y fue cuando lo entendí; él ya me había castigado —Novikov tomó una pausa y entrecerró los ojos—. Los padres tienen formas extrañas de reprendernos a veces, ¿sabes?
—Eso supongo, señor —respondió Kozlov, pero el pakhan le ordenó silencio con un movimiento de su diestra y siguió:
—La mano derecha de mi madre, con el anillo de bodas todavía puesto, estaba mutilada sobre la encimera, confundida entre las escamas y las tripas, junto al cuchillo y la piedra. Nadie afilaba ese cuchillo como yo, por eso el corte fue limpio —se dijo quedo, Boris tragó saliva y se mantuvo quieto—. Había mucha sangre en el piso, en las paredes y en los muebles, ¡litros de ella! pero el resto de su cuerpo no estaba por ninguna parte. Entonces, limpié la cocina.
»No volví a ver a mi madre. Mi padre se quedó a mi cargo hasta que fui mayor de edad, les decía a todos en el pueblo que «esa puta» nos había abandonado. ¡Ya sabes!, nadie extraña mucho a una campesina desaparecida, nadie excepto su único hijo —aclaró para sí—. ¡En fin! La parte rescatable es que yo jamás olvidé limpiar la cocina otra vez —terminó, como si de una moraleja se tratase—. ¿Ibas a decirme algo cuando entraste aquí, muchacho? —interrogó después en un abrupto cambio de tema, y de actitud, que dejó a Kozlov helado—. Perdona, te llevé muy lejos de lo tuyo con mis recuerdos de infancia. —Rio.
Boris disimuló eficiente su conmoción. Comprendía ahora con más claridad el apego de su jefe por las manos de sus víctimas y su ritual post venganza.
—Yo... bueno —dijo todavía un poco aturdido por el relato.
—¿Querías hablarme de la mujer? —se adelantó el viejo interesado.
—Sí, señor —improvisó Kozlov dominio—. Estamos cerca de atraparla, contamos con que sea hoy. Según indica nuestro informante, ella ha tenido una buena racha en un casino en Las Vegas las tres últimas noches, se espera que vuelva. La vieja fábrica ya ha sido acondicionada como solicitó. Podremos trasladarnos tan pronto como estemos listos.
—¡Excelente! —soltó el mayor complacido—. Estoy seguro de que ella nos llevará directo hasta Sokol de una forma u otra —concluyó y, con las manos cruzadas en la espalda, inició una caminata lenta a través de sus trofeos de guerra, a la que Boris no tardó en aunarse ligeramente por detrás.
—Quería saber qué métodos desea que usemos para aflojarle la lengua —soltó este atento a la respuesta—. Entiendo que, en algún momento, ella fue...
—¡Ella no es más que un medio para un fin ahora! —lo interrumpió Novikov. Kozlov esbozó un gesto adusto—. Los métodos a los que sea sometida dependerán de su disposición para hablar. No le tendremos ninguna consideración.
—Aunque ella fuere... —pretendió Boris insistir, pero fue silenciado con una sola mirada del pakhan, que se paró en seco y miró la máscara de acrílico negro que cubría medio rostro de su jefe de seguridad desde hacía ya casi un lustro, había desprecio en su expresión.
—¿Qué no fue Sokol quien te dejó así? —preguntó el viejo irascible, sus ojos clavados en el único ojo bueno de Kozlov —. ¿Por qué pretendes proteger a los que lo ayudan?
—No lo pretendo, señor —aseguró el menor, no mentía. Lo único que su corazón albergaba para el Halcón, y los suyos, era una incontrolable sed de venganza—. Solo pensé que, siendo ella quien es, tal vez, usted querría...
—¿Dialogar?, ¿hacerla entrar en razón? —volvió a interrumpirlo el viejo—. ¡¿Acaso te parezco un maldito diplomático?! ¡¿Me has visto negociar con el enemigo alguna vez?!
—¡No, señor! —aseguró Boris, el pakhan lo vio de arriba abajo.
—Sokol te arrancó media cara y te convirtió en un monstruo. Ahora, tú me conseguirás su paradero, así tengas que despellejar a esa puta y cortarle las tetas con un cuchillo ardiente. ¡¡Olvídate de quién fue!! ¡¿entendiste?!
—Así será, señor —escupió Boris amargo, miró al frente y reafirmó su postura—. Solo le pido el honor de ser su mano al momento de ejecutar su venganza contra Sokol.
Kozlov odiaba al Halcón casi con tanta vehemencia como lo admiró un día, cuando él era solo un novato, con la cara completa, y Sokol todo lo que quería llegar a ser en la Pauk.
Novikov rio de lado, parecía satisfecho con la respuesta.
—¡Bien!, ¡bien!, ¡grandioso! —consintió ameno—. ¡Por fin hablamos el mismo idioma! Ven aquí, Boris, acércate —tentó incitándolo a aproximarse, a inclinarse en confidencia hasta rodearle los hombros con un brazo—. Debes saber que nadie escapa de la Pauk, ni siquiera los más fieros —aseguró confiado y tocó un par de veces, con la punta del índice, sobre el cristal de una urna en especial deslucida hasta la que habían llegado. En ella, la diestra seca de un adulto sin nombre se dejaba ver sin pena ni gloria—. Esta es la mano de mi padre —escupió con una sonrisa torcida—. La paciencia es una gran virtud, Boris, tú la conoces también.
»Tráeme a Sokol, oblígalo a arrodillarse ante mí, y te daré el privilegio de ser quien extraiga los intestinos de su cuerpo mientras él aún respira. Lo haremos en San Petersburgo, delante de todos aquellos a los que el maldito traicionó. ¡Ve a trabajar, muchacho! —instó después.
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