10
Los días pasaron rápidos y agitados dentro de un vertiginoso proceso de adaptación que, más de una vez, casi acaba por colapsar, pero que salía adelante poco a poco.
Belén, acostumbrada desde El Ejército al orden más impoluto, se encontró de pronto conviviendo con una niña de cuatro, cuyos pasatiempos favoritos consistían en fabricar lluvias de papeles de colores para dejarlas caer por el descanso de la escalera mientras algún incauto subía, hacer fortines con almohadas en el piso del salón para sus muñecos y dibujar con crayones sobre los azulejos del baño.
No se quejaba, Mila era, por mucho, su persona favorita en el mundo, y Bel estaba aprendiendo a disfrutar con ella de sus aventuras y juegos, mientras procuraba, como su terapeuta había recomendado, que su necesidad compulsiva de organización perdiese un poco el protagonismo en su vida.
Alexey, sin embargo, era un asunto diferente. Belén no podía negar que el ruso era un hombre atractivo, y lo era de una forma peligrosa, como surfear una Teahupo'o en la Polinesia Francesa o anotarse un salto base desde la cima del Burj Khalifa. Sus tatuajes, que cada día descubría más extensos conforme el tipo entraba en confianza, eran una clara bandera roja que apuntaba a que algo escondía. Un crucifijo en el pecho, o siete estrellas sobre el hombro izquierdo, en Rusia, no siempre significan solo «arte en la piel», y la experiencia de Belén se lo gritaba, pero ella parecía empeñada en ignorarlo.
Y es que, además de atractivo, Alexey tenía una extraña forma de ser dulce y amenazante a la vez. Era tierno por las mañanas, con el pelo revuelto y el sueño dibujado en los ojos, mientras saludaba a Mila con un beso paterno y probaba su primer sorbo de café, casi con la misma naturalidad con la que se mostraba fiero y al asecho cuando algún extraño se les acercaba demasiado o si un coche «sospechoso» rondaba el vecindario.
Bel quería atribuir aquello a su infancia en las calles, al pandillaje confeso de su primera juventud, a su pasado trabajo como jefe de seguridad, ¡a lo que fuere menos a lo que temía! Después de todo, ella estaba ahí para corroborar que Mila estuviese a salvo con su padre, y así parecía ser, en especial ahora que su presencia proporcionaba un apoyo extra para su cuidado.
El trigésimo quinto cumpleaños de Alexey llegó la mañana de un viernes, ocho semanas después, durante las vacaciones de medio año en el colegio. Aunque el ruso no alteró su rutina matutina habitual debido a la fecha, y Bel fingió ignorancia al respecto, los planes que Lombardo y Mila tenían para darle a Zverev una cena sorpresa se pusieron en marcha en la cocina tan pronto como el mayor se hubo ido.
Belén no estaba segura de por qué lo hacía. Ella no era una mujer de detalles, ni siquiera con Alfonso, pero sumarle algunos buenos recuerdos a la vida familiar de la niña tenía que ser correcto.
¡Sí!, de eso se trataba, lo estaba haciendo por Mila, se quería convencer.
—Creo que ocho serán suficientes, estrellita —dijo mientras, con ayuda de la pequeña, alternaba las finas capas de masa de miel que habían horneado juntas para la tarta, con una mezcla a base de nata montada y leche condensada—. ¿Dices que le gustan las nueces? —quiso asegurarse después, traía un gran tazón de estas picadas entre las manos y estaba dispuesta a decorar con ellas la cubierta.
—¡Sí!, ¡le gustan! —respondió la pequeña feliz—, ¡a mí también! —siguió y tomó un puñado de los frutos secos para meterlo en su boca sin decoro.
—¡Oye!, tranquila, ¡sin trampas! —advirtió Bel divertida y levantó el tazón por encima del alcance de la chiquilla, que fingió un puchero enfadado con las mejillas rellenas de nuez y dio unos saltitos inútiles para intentar alcanzarlo—. ¡Estas son para papochka! —insistió.
Tras declarar su causa imposible, Mila asintió resignada, pero feliz de encontrarse inmersa en un nuevo tipo de aventura.
—¿Por qué papochka nunca celebra su cumpleaños? —preguntó después y se acomodó junto a Bel en la isla para comenzar a esparcir el ingrediente sobre el pastel hasta formar una capa generosa.
Belén se quedó pensando un momento.
—Algunas veces, nos sentimos tristes en nuestro cumpleaños, porque extrañamos a aquellos que ya no están con nosotros, o porque cosas feas nos pasaron en esa fecha. —Tragó grueso y pensó en Nicol, y en la forma miserable, aislada de todos y abrazada a una botella, en la que Bel había pasado sus propios cumpleaños desde que esta murió—. En el caso de papochka, su cumpleaños le recuerda a algunas cosas tristes que vivió en Rusia con las personas que amaba, por eso no lo celebra. Pero tú y yo vamos a hacer que este sea el primer cumpleaños especial para él. ¡¿Qué dices?!
Mila, de acuerdo, asintió insistente otra vez.
—¡A papochka le gusta mucho el medovík! —aseguró refiriéndose al pastel ruso que ella misma había sugerido—. ¿Te quedarás para siempre con nosotros? —preguntó después—. Él sonríe más desde que tú estás aquí. ¡Me gusta que se ría, es mejor que cualquier medovík!
A Bel se le arrugó el corazón. ¿Qué podía responder, si no tenía ni idea de qué diablos haría mañana? Quería quedarse, ¡claro!, cada día que pasaba con Alexey y su hija la hacía sentirse más segura de eso, de que había encontrado un lugar en el mundo en el que podía ser de utilidad, pero su vida, tras la muerte de Nicol, no había sido sino un pozo de desventura, y estaba convencida de que algo, lo que fuere, pasaría de un momento al otro y le arruinaría esto también.
Tomó un paño para limpiarse las manos y, todavía en silencio, acomodó el pastel terminado en el frigorífico, suspiró después y se sentó frente a la niña para prestarle toda su atención.
—No lo sé, estrellita —dijo honesta, mentirles a los niños siempre es un error que, tarde o temprano, se paga caro. Mila bajó la mirada—. El futuro es un misterio que nos toca descubrir, de eso se trata la vida —agregó cálida, le tomó una manita y buscó en sus ojos—, pero te doy mi palabra de que, aunque un día ya no esté quedándome aquí, podrás contar conmigo para siempre —soltó, con la mano derecha sobre el corazón ahora.
—¿Para cualquieeeer cosa? —quiso Mila asegurarse un poco más animada, con sus grandes ojos entornados y brillantes.
—Para cualquieeeer cosa —confirmó Bel, rio ancho y alzó a la niña en sus brazos.
Era increíble lo rápido que esa pequeña le había ganado el corazón.
—¿Y si estoy en problemas?, como cuando el príncipe Hans encierra a Anna en esa habitación oscura del castillo. ¿Vendrás a salvarme?
Bel buscó en su memoria alguna referencia sobre lo que Mila decía y cayó en cuenta de que hablaba de «Frozen». ¡Por supuesto que hablaba de Frozen!, era casi de todo lo que hablaba.
—¡Claro que vendré a salvarte! —aseguró, le revolvió el pelo con una mano y la puso de vuelta sobre el piso. Mila soltó una carcajada nerviosa—. ¡Le enseñaría a ese idiota de Hans a no meterse con mi niña! —advirtió con un índice en alto—. Ahora, ayúdame con la polenta.
—¡¿Y el pan que «masajeamos»?! —preguntó Mila entusiasmada.
Bel rio divertida.
—«Amasamos» —corrigió diligente—. Ese lo meteremos al horno cuando papochka esté por llegar —instruyó después—. También necesitaré una cacerola grande para el Osso Buco.
Para cuando Alexey llegó a casa alrededor de las siete treinta, encontró un camino hecho con papel picado azul hielo que partía desde la puerta que comunicaba el garaje con el área de lavandería y se extendía con rumbo desconocido. Se masajeó el entrecejo, negó quedo y rio. Su hija estaba obsesionada con esa princesa de Frozen a la que, era evidente, el caminillo era un homenaje, y él no era capaz de negar tampoco la intriga que los poderes invernales de la rubia platino le generaban, impidiendo cada vez que la veía que dejase de preguntarse si Elsa cagaba hielo también.
En ese punto, ya ni siquiera recordaba que era su cumpleaños. Ventura y su sobrecarga laboral se habían encargado de que así fuere.
Suponiendo que algo enorme tendría que haber sucedido para que Belén, obsesa de la organización como era, pasase por alto tal detalle artístico de Mila sin tomar la aspiradora en el acto, pensó en ir por la escoba y solucionarlo él mismo, pero el inusual silencio absoluto a su alrededor llamó su atención y lo hizo decidir seguir el camino para descubrir hasta dónde lo llevaba.
—¡¿Bel?!, ¡¿Mila?! —preguntó, ya de entrada en la sala de estar y sin recibir respuesta. La oscuridad casi completa hacía destacar las luces de hada, mismas que otrora adornaban la pared sobre la cabecera de la cama de Mila, ahora parpadeando cual guirnaldas alrededor de la mesa del comedor. Un delicioso olor a especias y pan recién horneado lo invadía todo, y la voz de Elvis sonaba bajo en el reproductor con su «Can't Help Falling in Love», su canción favorita de todos los tiempos, esa que tarareaba a escondidas en la ducha, al doblar la ropa limpia o mientras podaba el jardín—. ¿Hay alguien aquí?
Una luz se encendió de pronto y lo obligó a entrecerrar los ojos. Alexey, llevado por el instinto, buscó en un primer momento sobre sus costillas un arma que no traía, pero no tardó en percatarse de lo que en verdad pasaba. Algo mucho peor que un ataque enemigo.
—¡¡Sorpresa!! —gritaron Bel y Mila al unísono, que aparecieron de improviso desde detrás de la cortina del comedor, ambas con gorros de fiesta sobre sus cabezas y la pequeña sosteniendo un cartel en el que un «Feliz cumpleaños, papochka», escrito con suma dificultad, se leía en purpurina rosa.
Confundido, el ruso retrocedió en su intención. Un nudo espeso se formó en su garganta después, cuando la claridad lo golpeó como un bate, y sus ojos se llenaron de lágrimas, no estaba seguro de poder manejarlo.
Ejercer como jefe de seguridad de la organización criminal más poderosa de Europa del Este y parte de Asia había sido una bicoca en comparación con tener que enfrentar sus sentimientos en presencia de Bel y su hija. Nadie nunca se había aventurado a hacer algo así por él, ni siquiera Svetlana, que respetaba a carta cabal su decisión inamovible de no celebrar su cumpleaños.
Tentó entonces ocultarse para gestionar sus emociones en soledad, un hombre de su calaña no puede andarse con lloriqueos, es peligroso, pero ya era tarde, porque Mila corría hasta sus brazos, seguida de Bel, que lo miraba cautelosa y con media sonrisa dibujada en los labios.
—¡Es para ti, papochka! —chilló la niña, mientras su padre la abrazaba acuclillado en el piso, y se distanció para mostrarle su trabajo—. La tía Bel me ayudó un poco.
—Está muy lindo, krasivaya, ¡gracias! —dijo Zverev y puso en la frente de su hija, durante varios segundos, un beso tierno de ojos cerrados, para incorporarse después—. Lo llevaré a la oficina y lo pegaré en mi escritorio —prometió.
Mila, orgullosa de su esfuerzo reconocido, aplaudió entusiasmada.
—¡También cocinamos! ¿Encontraste el camino de Elsa que te dejé? —insistió.
Alexey asintió sobrepasado, intentando a toda costa disimular su estúpida sensibilidad de hombre blando.
—¿Estás bien? —quiso Belén asegurarse, muy bajo, ante la evidente fragilidad en el rostro del ruso, temiendo tal vez haberse excedido, y le puso una mano sobre el hombro—. Mila y yo pensamos que sería bueno que tuvieses una cena especial hoy. ¿Necesitas un momento?
Alexey se quedó mirando el techo por un instante, invocando al dios del dominio, con los labios temblorosos y los ojos cristalizados. Sacudió la cabeza después, cuando consiguió tragar el nudo en su garganta.
—Estoy bien —aseguró seco—. Gracias por el detalle.
Bel tragó grueso también. Se le hacía tan complejo descifrar el tipo de emociones que ese hombre despertaba en ella, desde el escrutinio y la duda, hasta la calma y el confort; algunas, incluso, por completo nuevas y pendientes de catalogar.
—Fue idea de Mila —aclaró distante, pero su expresión la contradijo tras mirarlo a los ojos—. Preparamos un Osso Buco a la milanesa con polenta cremosa y pan recién horneado —siguió—. Era el plato favorito de mi padre, pero ignoraré eso, porque la niña dijo que te encantaría.
Pasado ya el primer momento susceptible, el ruso aspiró profundo, rio satisfecho y, hosco como era, y sin perderle la mirada, le puso a Bel una mano sólida sobre el trapecio derecho. Ella no estuvo muy segura de la sensación que invadió su cuerpo tras el contacto, pero le resultó reconfortante.
—¡Si sabe tan bien como huele, voy a repetir diez veces! —aseguró y rio.
Bel rio también.
—¡Preparamos medovík! —recordó Mila el pastel.
—¡¡¿Medovík?!! —quiso el mayor asegurarse, con los ojos muy abiertos y cargados de entusiasmo para su hija—, velikolepno! ¡Ya quiero probarlo!
Cantaron el «Feliz Cumpleaños» después. Mila ayudó a Alexey a apagar las velas mágicas, que Bel había comprado en el súper, unas diez veces hasta que, con padre e hija al borde de la hiperventilación, y con un hambre que les calaba las tripas, Lombardo blanqueó los ojos y, todavía encendidas, las retiró del pastel y se dirigió con ellas hasta el lavabo de la cocina, en donde las sumergió en un tazón con agua.
—¡Enciéndanse ahí, estúpidas! —las desafió, y las risas no se hicieron esperar desde el comedor.
La cena estuvo exquisita. Alexey, como un recién llegado de la guerra, repitió dos veces, encantado por la sabrosura de la carne combinada con la frescura del ajo, la ralladura de limón y el perejil de la gremolata que la cubría.
—Gremolata —dijo Bel, tras la pregunta del ruso sobre cómo se llamaba esa maravilla de salsa.
—Gremolata —repitió Alexey como un niño. Era extraño verlo actuar así, pero de buena manera—. ¡Es una gran palabra!
—¡Gremolata! —chilló Mila feliz.
Para cuando Bel sirvió el pastel, todos los halagos de Alexey hacia el Osso Buco parecieron pocos comparados con lo encandilado que estaba con el sabor del medovík.
«Si cierro los ojos, casi puedo abrazar a mi abuela», dijo tras probarlo y un tinte de nostalgia se filtró en su voz, pero no tardó en contenerlo.
Cuatro diferentes juegos de mesa le siguieron a la comida, y unas cuantas canciones en ruso que Bel no entendió, pero que aprendió a tararear. Finalmente, terminaron acostando a Mila mucho después de su hora de dormir y, ya cercana la medianoche, Belén lavó los platos, mientras Alexey devoraba su tercer trozo de pastel con la misma sonrisa que no se le había borrado ni un momento de la cara.
—Tengo algo más para ti —dijo ella cuando el servicio estuvo limpio, mientras se secaba las manos con un paño de cocina.
—¡¿Más?! —preguntó Zverev un tanto abrumado—. Ni siquiera me dejaste lavar los platos. No recuerdo un día mejor desde... bueno, ¡mucho tiempo! —dudó divertido—. Más no es necesario, ¡de verdad!
Bel rio. Era evidente que Alexey no notaba lo mucho que él y su hija habían aportado a su vida en los últimos meses sin siquiera pretenderlo, aquello era algo que la asustaba.
—¡Vamos! Nadie lava los platos en su cumpleaños, ¡es una regla! —aseguró con un índice erguido y una ceja en alto, dio unos pasos hasta el frigorífico y extrajo de él una botella y una fuente con pepinillos, y varias clases diferentes de embutidos, que se apresuró a probar—. «zakuski» para el «Beluga» —dijo con la boca llena y le mostró los bocadillos y el vodka.
Alexey sonrió satisfecho y miró al piso. No bebía un vaso de Beluga desde San Petersburgo.
—Estoy seguro de que no fue Mila quien te asesoró con esto —dijo.
—No —confirmó Bel—. ¡Esa fue Alexa! —explicó pícara y, tras acomodar botella y fuente sobre la isla, tomó dos vasos de la alacena y se sentó en un taburete—. ¿Qué esperas? —recriminó después—, no pienso beberme esta botella yo sola.
Alexey se apuró a sentarse frente a ella.
—No pondría esa carga sobre tus hombros —bromeó mientras servía los vasos—. ¿Cuándo es tu cumpleaños? —preguntó después, con interés genuino, ya comenzando a planear el evento en su mente. Era lo menos que podía hacer.
La expresión de Bel mutó de improviso a una agria. Aquella no era su pregunta más feliz.
—¡Oh! No. ¡Ni siquiera lo pienses! —le advirtió—. Agradezco la intención, pero no me devuelvas el favor. Mi cumpleaños no es celebrable desde los dieciocho —aclaró y levantó su vaso—. Lo mejor que puedes hacer por mí en esa fecha de mierda es dejarme sola y ayudarme al día siguiente con la resaca. ¡Salud!
Alexey, sumido en sus pensamientos, tocó con su vaso el ajeno.
—Za zdorovye! —dijo y bebió—. ¿Tu familia hace eso?, ¿te dejan sola y te ayudan al día siguiente con la resaca? —insistió extrañado.
Bel negó y vació su vaso.
—Ellos intentan no perderme de vista, ¿sabes?, pero soy buena escabulléndome; y creo que mi padre me lo agradeció estos últimos diez años —soltó y volvió a servirse.
Alexey amusgó los ojos y volvió a beber.
—¿Por qué no querría tu padre celebrar tu cumpleaños contigo? —inquirió.
Bel tragó grueso y bebió otra vez. Su mirada se quedó colgada de su vaso unos segundos, en tanto paseaba el índice alrededor del borde dudando en si responder o no a la pregunta. Bufó después.
—Porque maté a mi hermana un día como ese hace casi once años —escupió al fin y bebió hasta el fondo.
Zverev, circunspecto, volteó a mirarla.
—¿Mataste a tu hermana? —dudó con una ceja en un arco.
Belén se encogió de hombros, volvió a servirse y bebió otra vez.
—Murió por mi culpa, que es lo mismo —dijo ácida.
—¡No lo es! —rebatió el otro—. ¿Qué pasó?
Bel negó obstinada.
—¡No quiero hablar de eso! —escupió reacia.
—Tú me haces llorar con tu sorpresa, como un niñito que perdió a su gato, y, cuando se trata de ti, resulta que «no quieres hablar de eso». No me parece justo —tentó Alexey.
Ella rio triste, aquel era un golpe bajo; tomó después una bocanada de aire, como si estuviese armándose de valor para seguir.
—Nicol y yo éramos gemelas, cumplíamos dieciocho ese día y estábamos ebrias. Alguien nos ofreció drogas y yo no impedí que las tomase. ¡Por el contrario!, la desafié a probarlas cuando ella se negó a hacerlo y las probé también. Murió de sobredosis una hora más tarde. ¡Fin de la historia! —dijo.
Alexey resopló, extrañamente aliviado de que Bel no fuese una fratricida en verdad como había creído entender en un inicio, sino solo una muchacha tonta, con poca suerte y un padre estúpido.
—Tú no mataste a tu hermana más de lo que yo lo hice con mi madre —exhortó.
Bel rio amarga y vació su vaso, volvió a servirse después. Ahora que estaba a bordo del tema, solo quería beber hasta la inconsciencia, como en sus cumpleaños.
—Sí, ¡bueno!, mi padre opinaría que «son situaciones muy distintas» —lo imitó histriónica.
—¡Pues tu padre es un idiota! —soltó enfadado Zverev—. Lo lamento —se disculpó enseguida por su arrebato y buscó sus ojos—. Es tu padre, al fin de cuentas.
Lombardo, contra cualquier pronóstico, rio, empujó el vaso de Alexey más cerca invitándolo a beber y bebió también.
—¡Era! —corrigió, su voz comenzaba a deformarse por el alcohol—. Tumor maligno del tronco encefálico. Mala forma de morir. Me buscó hacia el final, mamá decía que para disculparse, pero no quise escucharlo después de diez años de ser «la hija que le arruinó la vida». Incluso me dejó una carta cuando murió, pero ni siquiera la recibí. ¡Así de mierda soy!
Alexey arrugó el ceño y vació su vaso para volver a llenar los dos.
—El perdón no puede forzarse —dijo parco. El móvil de Bel timbró entonces, Zverev miró su reloj y arqueó una ceja, pasaba ya de la una de la mañana. Ella verificó la pantalla, silenció el aparato y lo dejó boca abajo sobre la mesa—. ¿No vas a responder? —cuestionó el ruso—. Nadie llama a esta hora si no es una emergencia.
Belén negó con desdén, bebió y bajó la mirada.
—Es mi ex —soltó—. Viene llamándome a horas locas desde nuestra pelea, pero resulta que sigo sin querer hablar con él.
Alexey carraspeó, se acomodó en su lugar y supuso que esa sensación desagradable que le inspiraba el mencionado, pero siempre sin nombre, «ex de Bel» tenía algo que ver con que el desgraciado la hubiese dejado en medio de la calle, durante la peor tormenta del año, a sabiendas de que se sentiría asustada y, orgullosa, no sabría a quién recurrir, pero no podía estar seguro de si su rechazo se basaba en eso, o en algo diferente que no conseguía entender del todo.
De cualquier forma, desde hacía un tiempo ya que sentía una creciente necesidad de darle al tipo una paliza memorable, por lo que estaba satisfecho de que ella no quisiera hablar con él.
—¿Tampoco quieres hablar con tu madre? —especuló—. Entiendo que es tu única familia, pero siempre que llama no respondes.
Bel levantó la vista y encontró los ojos del ruso en busca de ese dolor tácito que sabía que compartían.
—Es difícil con ella —dijo y bebió otra vez hasta ver el fondo. El alcohol en su sangre empezaba a impedirle pensar con claridad—. Supongo que lleva su propia carga, pero siento que no la ayudo estando cerca, que soy algo así como «el eterno recordatorio de su dolor» —esnifó acuosa, estaba lejos de poder controlarse ahora.
—Sé de qué hablas —dijo Alexey—. Mi abuela me veía de la misma forma.
—¡No! ¡No sabes! —le aseguró ella—. Tú eras solo un bebé cuando todo pasó. Yo la vi morir ante mis ojos, ¡y tengo su misma maldita cara! —gimió después—. La recuerdo cada día frente al espejo al maquillarme y no puedo evitar pensar en si es así como Niki se vería hoy si estuviese viva.
»Sé que mamá piensa lo mismo cada vez que me ve, ¡ya no puedo soportarlo más! Ahora quiere que tome el lugar de mi padre en la empresa familiar, ¡el que era de Nicol! No puedo hacer eso, Lyosha. ¿Lo entiendes? ¡No puedo!
Hubo un silencio significativo entre los dos, un momento de reconocimiento mutuo de sus heridas y luchas. Alexey subió una mano hasta la nuca de Bel para confortarla y ella se desmoronó tras el contacto, llorando como no lo hacía desde antes de la guerra. Cada frustración, cada pérdida, cada culpa, se filtraba ahora en su llanto haciéndola colapsar.
—Está bien, llora —le dijo el ruso al oído y la abrazó fuerte. Era la primera vez que Belén se desahogaba, que era solo ella, sin corazas, ni poses, en los últimos diez años—. Llora todo lo que necesites, pero después debes seguir adelante —soltó y buscó sus ojos—. Estoy seguro de que es lo que tu hermana querría.
Ella rio triste, se sorbió los mocos y asintió.
—Lo sé —musitó muy bajo, un calor insipiente crecía en su pecho tras la catarsis. No sabía cuánto necesitaba de eso hasta que lo tuvo. Alfonso tenía razón—. Gracias. Lamento ser una llorona en tu cumpleaños —se burló después secándose las lágrimas.
—Ya no es mi cumpleaños —observó el ruso, complaciente, viendo su reloj.
—Tienes razón —soltó Bel como un consuelo.
El silencio llenó el lugar una vez más, pero era uno más cómodo ahora, solo interrumpido por el zumbido suave del frigorífico y el goteo del grifo en el lavabo de la cocina. En ese momento, él miró a Belén y supo que algo estaba cambiando entre ellos, una conexión especial, desconocida hasta entonces, crecía en el espacio entre los dos. No era capaz de explicarlo, pero no quería que ella sufriera. Le acunó el rostro con una mano y secó con el pulgar algunas lágrimas que todavía mojaban sus mejillas.
—Mejor ya no pienses más en eso esta noche —sugirió taciturno.
—No lo haré —prometió Bel y, por un momento, se quedó colgada de la boca de Alexey, de su barba incipiente de un par de días, del olor a madera y cuero de su perfume, de los tatuajes que le asomaban desafiantes sobre la piel por encima de la abertura de la camisa. Cerró los ojos y se acercó un poco más en busca de un beso, tan cerca ahora que podía sentir el aliento del ruso sobre la piel de los labios.
Él cerró los ojos también y unió sus frentes, deseaba tanto concretar el contacto que dolía. Le pasó una mano por el pelo, que deslizó por encima del alerón de la oreja hasta el cuello y, tras un suspiro entrecortado, puso el mismo pulgar con el que enjugó su llanto sobre la boca de Bel, una barrera eficiente entre esta y la propia.
—No sería buena idea —susurró después, respirando de su aliento. Belén tembló y besó el dedo intruso. Alexey tragó saliva. Era tentador como el Infierno seguir adelante, besarla cuanto ella quisiese, recorrerle el cuello y el pecho pecoso con los labios, desnudarla incluso, si ella así lo deseaba, y poseerla intensamente para absorber su dolor en los huesos, regalándole a cambio una explosión de éxtasis y felicidad, pero, aunque cada fibra de su cuerpo lo pidiese a gritos, él nunca se aprovecharía del estado vulnerable en que Bel se encontraba—. Estás muy borracha, no sabes beber vodka —sentenció, entonces, con media sonrisa para aligerar el ambiente, y, en un esfuerzo sobrehumano, tomó distancia.
Bel se relamió los labios con anhelo, abrió los ojos despacio y rio triste; bajó la mirada después y asintió en silencio. Era verdad, había bebido mucho más de la cuenta esa noche, pero era razonable también que un hombre como Alexey no desease involucrarse con alguien tan rota como ella, ¿cómo podría culparlo? Él ya traía sus propias cargas encima y tenía una niña a la que cuidar.
—Así es, amigo ruso —dijo y acrecentó la distancia para mirarlo a los ojos—. Lo lamento, estoy fuera de mí, pero sería una grosería no terminar la botella, ¿no? —espabiló—. Podrías contarme algo gracioso, yo ya hablé bastante por hoy —propuso amarga y soltó un hipido involuntario.
Zverev miró el líquido en su vaso, rio quedó y terminó de llenarlo.
—Está bien —resolvió acomodándose en su lugar—. Te contaré sobre la vez en que Igor, el viejo mastín napolitano de mi abuela, se llevó todos sus zapatos. Ella pensó que era yo gastándole una broma y me conminó a limpiar las heces del burro del vecino durante un mes, pero resultó que el vecino era un pervertido, que estaba obsesionado con los pies de la abuela y le ofrecía recompensas al perro por robarle los zapatos...
Y así, bajo la oscuridad de la noche, con el eco suave de su conversación y las risas todavía flotando en el aire, la botella encontró su fin, y Bel y Alexey un nuevo vínculo de descubrimiento emocional todavía pendiente de ser explorado.
Erróneamente, creían tener mucho tiempo por delante, y ninguna prisa.
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