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Capítulo 2

Definitivamente mi sexto sentido había vuelto a acertar.

Cada parte de mi cuerpo se resintió en cuanto intenté estirarme. Mis músculos se sentían entumecidos y me dolía todo con el simple gesto de pestañear. Hoy hubiese preferido quedarme en mi cama, acurrucada y descansando, pero mis padres casi nunca salían de casa si no era para ir a comprar comida o por algún recado que tuviesen que hacer. Y, sabiendo como estaban las cosas, prefería no volver a estar allí, con ellos, hasta la noche, ya que no tenía más motivo que volver. No tenía ningún otro lugar donde dormir, aunque estaba segura de que mis padres ni si quiera me dejarían pasar la noche en otro lugar que no fuera bajo su vigilancia.

Además, si mi padre se enteraba de que me había saltado las clases y, más concretamente, la de artes marciales, de seguro la paliza que me dio anoche se quedaría en nada en comparación a lo que me haría.

Al principio, creí que los golpes eran la única manera que tenía de hacerme entender que todo lo que hacía era por mi bien. Luego, pensé que simplemente no sabía expresarse con palabras y canalizaba y descargaba sus pensamientos con mi cuerpo. Ahora, estaba completamente segura de que no se debía a nada de eso. Mi padre era un simple abusón que se valía de su fuerza para hacerse temer. Para que siempre hiciera lo que él quería sin que me atreviera a llevarle la contraria.

Cualquiera que supiera lo que vivía me preguntaría el por qué todavía no lo había denunciado a estas alturas. Y la respuesta era simple: por miedo.

Miedo a lo que él pudiera hacerme si lo delataba. Pero, sobre todo, miedo a que nadie me creyera. A que la influencia que él tenía, y los favores que le debían, fueran suficientes para callarme. Mi cuerpo era una prueba más que suficiente de todo lo que me había hecho en los últimos cuatro años, pero la gente siempre conseguía darle la vuelta a la tortilla y conseguirían inventarse alguna historia diferente a la realidad.

No valía la pena arriesgarse.

Ya solo me quedaban un par de meses para cumplir los dieciocho y poder alejarme de mis padres. Me darían el dinero que había ganado con los campeonatos de artes marciales y me compraría una casa en Chicago, lo más alejada posible de la de mis progenitores. No pensaba volver con ellos por nada en la vida.

En un par de meses se acabarían los abusos de mis padres. Se acabarían las competiciones.

Y por fin empezaría a vivir mi vida como yo quisiera.

El estómago me rugió con más fuerza a medida que caminaba por la calle. Anoche mi padre me prohibió cenar y me mandó a la habitación. Cuando quise entender el motivo por el que no podía comer nada, a pesar del hambre que tenía, fue cuando el primer golpe colisionó sobre mi estómago. Cuando su furia disminuyó y la calma precedió a la tormenta, me levanté como pude del suelo sintiendo como toda la fuerza me había abandonado. Mis ojos se empeñaron y el agua fue derramándose por estos a medida que subía las escaleras. Me encerré en mi habitación y me hice un ovillo bajo las sábanas mientras me ahogaba entre silenciosos sollozos y ardientes lágrimas.

Y esta mañana, en cuanto sonó la alarma y terminé de prepararme lo más rápido que pude, salí corriendo de casa. No quería cruzarme a ninguno de los que se hacían llamar mis padres, por lo que ni siquiera me detuve en la cocina para coger algo de comer. Y mis tripas no paraban de recordármelo a medida que me acercaba hasta la parada de bus más cercana a nuestra casa.

No pasaron apenas dos minutos de llegar a la estación cuando el autocar verde con el número nueve abrió sus puertas para que pudiera entrar. Subí el peldaño y saludé al conductor con un asentimiento de cabeza antes de sacar el monedero de la mochila y pasar mi tarjeta del transporte público por el lector. Este emitió un leve pitido y una luz verde, indicando que todo estaba correcto y podía pasar.

Guardé de nuevo la cartera en su lugar mientras escuchaba las puertas del autobús cerrarse. Me dirigí velozmente hasta uno de los asientos traseros antes de que el vehículo se pusiera en movimiento y me fuera más difícil mantener el equilibrio. Algunas veces los conductores parecían estar compitiendo en alguna carrera. Conducían rápido y esquivaban los obstáculos por los pelos. Verdaderamente algunos daban miedo y deberían quitarles el permiso de circulación.

Me giré para observar por la ventana cuando noté un pinchazo de dolor cerca de la clavícula derecha. Hice una mueca. Abrí el bolsillo pequeño de mi mochila y extraje de esta un espejo de bolsillo. Antes que nada, comprobé que nadie me estuviera prestando atención. Tan solo había siete personas más en el bus y cada uno estaba centrado en lo suyo. Abrí el espejo, dejándolo sobre mis piernas mientras con la otra mano me quitaba el moño del cuello y procedía a desatar un par de botones de la blanca camisa. Alejé la tela de mi piel, observando por en el reflejo lo que ya suponía que me iba a encontrar: un horrible moratón del tamaño de un puño, coloreado de negro, morado, azul y amarillo, ubicado justo entre la clavícula y el cuello.

Apreté los dientes con fuerza, rememorando inconscientemente la noche anterior.

Mi padre alzando el puño en alto antes de descargarlo justo en ese lugar. El ligero crujido y el dolor que le siguió que me hicieron temer que terminaría con el hueso roto. Perdiendo el equilibro por el repentino golpe, caí al suelo de espaldas golpeándome la cabeza. La habitación empezó a darme vueltas y no pude levantarme del suelo o cubrirme a tiempo.

Lo cual fue un error fatal.

Le había dado a mi padre la oportunidad de patearme en diferentes lugares con las botas militares que llevaba puestas. ¿Por qué mierdas no se había descalzado si estaba dentro de casa? Cada impacto conseguía anestesiarme más la mente. Hasta que los peores golpes se los llevaron mis costillas, las cuales me hacían gritar de dolor si inhalaba aire con demasiada fuerza.

Reprimí las lágrimas que amenazaban con liberarse.

No pensaba llorar en un lugar público, menos en este autobús que hacía la ruta hasta la escuela. Muchos estudiantes lo tomaban y no pensaba dejar que ninguno de ellos me viera en mi momento de debilidad.

Me sequé los ojos con fuerza, ahogando mis sentimientos. Suspiré, recibiendo una ligera punzada en ambos costados. Con una mueca de dolor en la boca, cerré el espejo y procedí a arreglarme de nuevo el uniforme. Guardé el pequeño objeto de nuevo en su lugar y saqué los auriculares inalámbricos. Los conecté al teléfono y dejé que la música me transportara a otra realidad, una en la que mi padre me amaba como el resto lo hacían con sus hijos y donde ningún cardenal adornaba mi blanca piel.

🫀🫀🫀🫀🫀🫀🫀

El mismo recorrido de siempre: bajar del autobús, caminar la calle hasta llegar a la verja de entrada del colegio, saludar al profesor y subir la cuesta hasta llegar frente al enorme edificio.

Una rutina simple.

Divisé a Namra caminando un par de metros por delante de mí, con los auriculares en las orejas, mientras ojeaba uno de libros de clase. No le gustaba que la molestaran cuando estaba inmersa en los estudios, por eso mi intención había sido acercarme a ella y caminar a su lado sin perturbar su concentración, cuando escuché un par de risas por detrás de mí, seguido de un golpe en mi espalda que me cogió totalmente desprevenida. Mis pies se enredaron entre ellos, desestabilizándome, y me precipité hacia el suelo.

Apenas tuve tiempo para frenar la caída con mis manos, evitando un golpe mayor en mi cara. Quedé sentada en el suelo sintiendo como mis costillas se quejaban debido al súbito movimiento. Solté un gemido por lo bajo mientras trataba de recuperar el aire que se había escapado por mis pulmones al tiempo que las lágrimas se agolpaban en mis ojos. Poco a poco el dolor remitió y entonces alcé la vista para encontrarme con Cheongsan, el cual me estaba mirando con pena.

—Loreen, perdóname. No te había visto —extendió una mano frente a mí, ofreciéndome su ayuda para levantarme—. Venía peleando con Onjo —señaló con la cabeza a la mencionada, la cual lo insultó por lo bajo dejando caer la mochila, que debía ser de él puesto que llevaba otra colgando de los hombros, al suelo.

—No pasa nada —le contesté agarrando mi mochila de deporte con una mano y extendiendo la otra en su dirección.

Me regaló una de sus grandes sonrisas, agachándose junto a mí para poder ayudarme cuando su vista descendió y se quedó fija en algún punto en la zona inferior de mi cuerpo. Seguí la dirección de su mirada, sintiendo como el aire se quedaba atascado en mis pulmones al ver que era lo que estaba mirando.

Mi falda se había subido un par de centímetros, revelando el principio de un moratón de gran tamaño. Se podía apreciar la clara forma de una mano junto con algunas heridas provocadas por las uñas. Era difícil olvidar como mi padre me había sujetado de esa zona para evitar que siguiera retorciéndome mientras su puño causaba estragos en mí.

Olvidándome por completo de la mano que Cheongsan me estaba ofreciendo, me puse en pie de un salto, colocándome la falda en su sitio. El cardenal volvió a quedar oculto bajo esta, pero la mirada de mi compañero seguía clavada en ese lugar.

Sus ojos ascendieron hasta encontrarse con los míos. Vi su clara intención de abrir la boca para, de seguro, preguntarme que me había pasado, pero no pensaba darle ninguna explicación.

Mi vida privada me pertenecía solamente a mí.

Me alejé de allí, dejándolo con la palabra en la boca. Entré por las puertas de cristal y me acerqué al casillero setenta y siete para cambiarme los zapatos. Cerré la puerta cuando guardé mis deportivas y me encaminé a las escaleras. Empecé a subir los escalones hasta el segundo piso, saludando a algunos de mis compañeros, cuando me detuve en seco al encontrarme a aquel chico a escasos pasos de mí.

Se encontraba hablando con otro compañero de clase que se encontraba un par de escalones por encima de él. Ambos reían escandalosamente de algo que alguno había dicho. Como si hubiese captado mi mirada fija en él, se dio la vuelta en mi dirección y nuestras miradas se encontraron, tomándome totalmente por sorpresa. Vaya que era guapo el antiguo bullie de la escuela. Durante mi primera semana en la escuela no dejaba de escuchar por los pasillos como muchos estudiantes comentaban lo mucho que había cambiado Lee Suhyeok después de haberse alejado del grupo de matones. Había hecho un montón de amigos, reía sin parar y se había unido al club de baloncesto.

Una sonrisa adornó sus labios mientras seguíamos manteniendo aquella extraña batalla de miradas, como si estuviésemos compitiendo por ver quien la apartaba antes. Sintiendo como la sangre empezaba a congregarse en mis mejillas debido a su penetrante mirada y esa juguetona sonrisa suya, tuve que dar mi brazo a torcer y terminar aquella interacción. Me ajusté el asa de la mochila sobre el hombro, antes de terminar de subir los cuatro peldaños que me quedaban y pasar por su lado, salvando el último tramo de escaleras que me faltaba.

—Buenos días, Loreen.

Casi me detuve en seco con el pie en el aire al escuchar como Suhyeok había pronunciado mi nombre correctamente. Giré mi cabeza levemente, viendo como el chico me seguía sonriendo con esa sonrisa que derribaba mis murallas y me miraba fijamente con esos ojos oscuros que parecían querer hondar en mis más oscuros secretos.

Volví la vista al frente, tratando de calmar mi estúpido y acelerado corazón, y seguí subiendo los escalones. Tenía que sacarme estas estúpidas ideas de él de mi cabeza.

Entré en clase y me senté en mi lugar. Dejé caer la cabeza sobre el pupitre, habiendo saludado previamente a Namra. Suspiré procurando no hacerme daño, de nuevo, en las costillas. El día iba a transcurrir exactamente como el de ayer y este sería igual que el de mañana. Estaba cansada de la misma monotonía. Salir de casa, ir a la escuela, terminar la jornada, ir a clase de artes marciales, volver a casa, temer por mi vida mientras mi padre se desquitaba conmigo, subir a duras penas hasta mi cuarto y largarme a llorar hasta que el sueño me venciera.

Nada cambiaba.

Cerré los ojos con fuerza, deseando que ocurriera un milagro y, de repente, la vida diera un giro de trescientos sesenta grados.

🫀🫀🫀🫀🫀🫀🫀

Limpié la última mesa del laboratorio antes de acercarme a la pizarra para hacer lo mismo. Hyeonju había traído el cubo con agua y un trapo para poder eliminar todo rastro de tiza blanca de la verde superficie. En cuanto lo dejó sobre la mesa del profesor, se tumbó sobre tres taburetes de la mesa más alejada, alegando que ya había cumplido con su tarea de limpieza, y se quedó dormida pasados dos minutos.

Envidiaba la vida de esta chica.

Nada parecía preocuparle y hacía lo que le daba la gana cuando ella quería.

Deseé haber nacido siendo ella mientras cogía un taburete y lo acercaba al pizarrón, subiéndome a este para llegar a la parte superior y poder limpiar toda. Era bastante curioso que tanto alumnos como profesores colaboraran en el acondicionamiento del edificio en lugar de contratar a un equipo de limpieza profesional. Había escuchado mencionar algo sobre que, con este método, trataban de fomentar el compañerismo y que, al pasar tantas horas al día dentro de la institución, esta se convertía en una especie de segunda casa para todos y por eso debían colaborar en su manutención.

Estaba más que claro que la educación en Corea del Sur era totalmente diferente a la de Norte América.

Terminé de ordenar todo lo que había utilizado antes de agarrar mis mochilas y despedirme de los otros compañeros a los que les habían asignado la limpieza de esta misma aula. Atravesé el pasillo y bajé las escaleras. Me cambié el calzado en el casillero y salí del edificio.

Me detuve en seco al ver que, a unos pocos pasos por delante de mí, se encontraban Cheongsan, Onjo y los mejores amigos de cada uno. Desde donde estaba podía escucharlos discutir sobre el restaurante de pollo de los padres del chico y que su madre les había invitado a probar una nueva receta. Esperé hasta que finalmente, decidiendo que irían los cuatro en una especie de cita doble, caminaron la cuesta abajo.

Habiendo esquivado su presencia, me encaminé hacia el gimnasio casi arrastrando los pies. Ocho horas de estudio, la limpieza del colegio y clases de artes marciales todos los días terminarían pasándole factura a cualquiera. Más aún cuando tu padre se encargaba de machacarte físicamente antes de estas.

Me empezaron a palpitar las sienes por el estrés.

Entré al gimnasio y saludé a mis compañeros antes de encerrarme en el vestuario femenino y cambiarme de ropa rápidamente. La limpieza del laboratorio había tardado más de lo que estaba previsto por lo que, como consecuencia, llegaba tarde a la lección. No me gustaba acudir tarde a los sitios, mucho menos hacer esperar a la gente.

Guardé todo dentro de la taquilla, antes de correr hacia la puerta atándome el pelo con la goma mientras sostenía la pequeña llave entre los labios. En cuanto la puerta se cerró detrás de mí el profesor Kang y mis compañeros se dieron la vuelta para mirarme. Me incliné a modo de disculpa para después sentarme en posición de indio detrás de todos, colocándome el coletero con la llave de la taquilla anudada en él.

Centré mi atención en el maestro, imaginándome de lo que querría hablarnos hoy.

—Perfecto, ya estamos todos —apreté la mandíbula sabiendo que eso iba para mí. Yo odiaba llegar tarde, pero los coreanos eran demasiados quisquillosos con la puntualidad—. Como todos sabréis y recordaréis, el viernes es el campeonato nacional en el que por supuesto vamos a participar. Espero de vosotros que deis lo mejor y os esforcéis al máximo —paseó la mirada por cada uno de los estudiantes antes de fijarla en mí. Mierda. Otra vez no, por favor—. Y esperemos que nuestra compañera del otro lado del charco nos haga ganar algún que otro trofeo para exponerlo en la vitrina de premios de la escuela.

Todos se giraron a mirarme, regalándome enormes sonrisas que indicaban que estaban de acuerdo con las palabras del profesor Kang. Se me congeló la sangre al momento, sintiendo como me mareaba. ¿Por qué tenían que confiar en mí de esa manera? ¿Acaso no podían ver el pánico que me ocasionaba competir? Si llegaba a perder, no solo los estaría decepcionando a ellos, sino que encima mi padre sería capaz de llevar su paliza mucho más allá. Ya me había amenazado en varias ocasiones y me había advertido lo que podría llegar a ocurrirme si me derrotaban.

Mi cuerpo empezó a temblar de miedo con tan solo pensar en ello.

Tragué saliva con fuerza, sintiendo un nudo en la garganta y en el pecho.

El profesor Kang dio dos palmadas al aire, indicándonos que podíamos levantarnos y ponernos con nuestras parejas para empezar con la práctica. Al contrario que el resto, no me moví del sitio. Incliné la cabeza hacía abajo mientras apretaba los puños con fuerza a mis costados, clavándome las uñas en las palmas. Me quedé mirando el suelo fijamente, hundiéndome en los oscuros pensamientos que me inundaban la mente. Mi mirada se emborronó cuando la misma palabra me azotó con fuerza una y otra vez.

Objeto.

Tan solo era un objeto. 

Todos me consideraban uno.

Uno del que muchos sacaban beneficio.

Y estaba harta. 

Harta de mi vida y de todo. 

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